Los miles de rusos que desfilaron ante su tumba, las figuras políticas y literarias que le rindieron tributo, quienes le agradecieron por habernos contado lo que otros callaban, aquellos que lloraron en diferentes lugares del mundo, e incluso quienes escucharon por vez primera su apellido curioso y difícil de pronunciar, dan cuenta de la grandeza de Solzhenitsyn, la fuerza de sus convicciones y el ejemplo de su conducta.
El domingo 3 de agosto de 2008 falleció en su Rusia natal Alexander Solzhenitsyn [1], una de las personalidades intelectuales más relevantes del siglo XX: escritor reconocido –Premio Nobel de Literatura en 1970– fue uno de los disidentes que puso al descubierto el terror comunista en la Unión Soviética, convirtiéndose pronto en una de las voces más autorizadas para analizar el mundo de la Guerra Fría. Sus obras se tradujeron rápidamente a diversos idiomas, todo lo cual llevó a que Solzhenitsyn se convirtiera en figura universal.
No se puede reconciliar el bien con el mal, señalaba Alexander Solzhenitsyn. Y lo señalaba en el país que, según él, tenía los dos elementos plenamente incorporados en su historia del siglo XX. En el siglo más espeluznante de la historia, era precisamente Rusia el país que más había sufrido los dramas de los tiempos.
En 1917, efectivamente, había tenido lugar la Revolución Bolchevique, que había llevado al poder al comunismo y a su líder Vladimir Ilich Ulianov, conocido universalmente como Lenin. Se iniciaba una nueva época en la historia de la humanidad, y también la posibilidad de construir una sociedad distinta a las imaginadas hasta entonces [2]. Como la llamó Francois Furet, se trataba de «la ilusión comunista», que llevaba a mucha gente a luchar e incluso a morir por lo que creían sería una sociedad mejor [3]. La razón por la cual Karl Marx – en su Manifiesto Comunista de 1848 – había llamado a los proletarios de todos los países a unirse, para destruir por la violencia el orden social existente y para construir sobre él la nueva sociedad [4]. En 1917 el sueño parecía una realidad y comenzaba a escribirse una nueva historia [5].
Pronto, sin embargo, la ilusión se convirtió en una pesadilla. No sólo en los años del «terror rojo» o de la guerra civil que siguieron a la revolución. El problema se acrecentó hasta límites insospechados tras la muerte de Lenin en 1924, cuando asumió el gobierno de la URSS Josef Stalin, su compañero inseparable de los años previos, que había ido adquiriendo un gran poder dentro del Partido y que finalmente había logrado superar a Trotski en la lucha por la sucesión. El terror continuaba y se acrecentaba con el desarrollo de fórmulas originales por lo destructivas y extremas [6].
La importancia de Stalin no se refiere únicamente a la naturaleza de su gobierno, sino también a su larga duración y a las numerosas experiencias que acumuló la Unión Soviética en esos años: la doctrina del «socialismo en un solo país», la represión de los campesinos, la concentración del poder, las purgas al interior del Partido Comunista, la represión intensa y extensa, los millones de muertos [7]. En el ámbito mundial también hubo circunstancias de la mayor importancia, tales como el desarrollo de la Segunda Guerra, la victoria de Stalin y sus aliados contra la amenaza que representaba Hitler y la Alemania nacionalsocialista, el enorme crecimiento del comunismo internacional después de la victoria (acumulando el gobierno de varios países en Europa), y finalmente el inicio de la Guerra Fría.
Una vida para el siglo XX
Alexander Solzhenitsyn nació en 1918, en Ucrania, un año después de la Revolución, cuando comenzaban a escribirse páginas tan importantes de la historia del siglo XX, como la construcción de la primera sociedad comunista en el mundo. Se iniciaba el siglo del totalitarismo, que después sería seguido por las fuerzas fascista (en Italia) y nacional-socialista (en la Alemania de Hitler).
El mal venía de arriba: la organización del odio, «la concentración del mal mundial» [8] el Partido Comunista, el gobierno de la indecencia, el Estado totalitario, donde «todo está empapado de mentiras», [9] donde se organizó el exterminio, se persiguió la religión, se prohibió el arte y la literatura, se sometió a países y culturas. Fue entonces que se inventaron los campos de concentración, recreándose la esclavitud en pleno siglo XX. La exaltación del paraíso en la tierra devenía muy luego en un infierno.
Como lo pondera nuestro autor, frente a todo ello se alzaba sin embargo la fuerza de un pueblo y su historia: el sentido moral, la vitalidad de una nación secular, donde a algunos les seguía doliendo «el trabajo mal hecho» [10] (aunque sea realizado en un campo de concentración), el sentido de familia a pesar de las distancias, la creación literaria a pesar de la prohibición de pensar. Había así pues una esperanza en el futuro: «¡Sobreviviremos! ¡Todos sobreviviremos! ¡Con la ayuda de Dios, todo tendrá su fin!» [11]. A pesar de todo, había días en que se podía ser «casi feliz» [12].
En esas circunstancias sólo caben dos alternativas, pensaba Alexander Solzhenitsyn: la indolencia (indiferencia y apatía) o el compromiso decidido. Esta última fue su opción, su vida, su literatura. «Lo que es contra del comunismo es en pro de la Humanidad... Es una protesta contra los que nos dicen que olvidemos los conceptos del bien y del mal», [13] decía en una conferencia ante trabajadores norteamericanos.
Durante los primeros años de la Revolución, con Lenin en el poder, se podía ya ver el terror [14]. Por esos años, cuenta en el Archipiélago Gulag, se inició la limpieza y represión de los opositores, sin formas procesales ni normas jurídicas. «Se optó por una forma completamente nueva: la represión extrajudicial, y la Cheka, la guardiana de la Revolución, cargó abnegadamente sobre sus hombros esta ingrata tarea... fue un órgano represivo único en la historia humana, un órgano que concentraba en una sola mano la vigilancia, el arresto, la instrucción del sumario, la fiscalía, el tribunal y la ejecución de la sentencia» [15]. Las páginas siguientes son sólo una extensión de las historias del gran conjunto de centros de detención y represión de la nueva Unión Soviética.
Entre 1936 y 1941, durante «el terror bajo Stalin», como le denominaba, y cuando Europa observaba con pavor como nuevamente se iniciaba una Guerra de carácter mundial (en la que luego tuvo participación como soldado), Alexander estudia ciencias en Rostov. Precisamente cuando terminaba la guerra, en 1945, es detenido por «delitos de opinión», y debe pasar once años en el Archipiélago. «Fui arresta do –cuenta en su pequeña Autobiografía– sobre la base de lo que la censura encontró durante los años 1944-45, en mi correspondencia con un compañero de colegio, principalmente a causa de ciertas observaciones despectivas sobre Stalin, aunque solíamos mencionarlo con un seudónimo» [16].
Paradójicamente esa misma circunstancia política está en la génesis del escritor. En efecto, la experiencia de años de persecución y acumulación de dolores por la injusticia del régimen soviético le hacen descubrir una serie de temas para el desarrollo de su obra literaria, como él mismo recordaría después: «Antes de mi arresto no había comprendido nada o casi nada. Sin reflexionar, pensaba dedicarme a la literatura, ignorando qué consecuencias podría tener para mí y la literatura misma. Una sola cosa me angustiaba: la dificultad de encontrar temas y argumentos nuevos. Es terrible imaginar en qué escritor me habría convertido si no hubiera sido arrestado» [17].
En Archipiélago Gulag, el escritor esboza una explicación acerca de por qué no opuso mayor resistencia al momento de su arresto, considerando que no tenía nada que esconder y que no había cometido falta alguna. «Aquellos moscovitas que suben elevados por las dos escaleras mecánicas, son pocos para mí, pocos. Aquí oirían mi grito sólo doscientas o trescientas personas; pero ¿y los doscientos millones de mis compatriotas...? Presiento vagamente que alguna vez podré gritar a esos doscientos millones reunidos... Mas, por ahora, no abro la boca, y la escalera me arrastra, irresistiblemente, hacia el infierno» [18]. El silencio valdría la pena, quedaría mucha vida para contar la miseria de los campos y la descomposición de un régimen.
La vida diaria, las circunstancias que rodeaban la vida en los campos de concentración, los maltratos y vejaciones, entre otras circunstancias, se dejan entrever sin duda en el mismo Archipiélago Gulag, pero también en otras obras, como Un día en la vida de Iván Denisovich, donde transmite en 130 páginas, 16 horas de la vida de un prisionero político (desde la levantada, a las 5.00 a.m. hasta la acostada, a las 9.00 p.m.)
También sitúa bajo el régimen de Stalin su novela el Primer Círculo –con evidente contenido autobiográfico– la verdadera tragedia humana vivida por brillantes científicos rusos que son obligados a trabajar para sus propios verdugos. El espionaje, la delación, las trampas ideológicas y la traición se mezclan con la reflexión profunda de que existe el bien, que a pesar de las dificultades es posible superar el sufrimiento, que así como la vida se pierde una sola vez, lo mismo ocurre con la conciencia [19]. Varios capítulos del Primer Círculo están expresamente dedicados a Stalin, «el Emperador de la Tierra» [20].
Durante su cautiverio, Solzhenitsyn padeció un cáncer y debió ser internado en 1955. Ello le significó años después la redacción de Pabellón de Cáncer, páginas en que trata el tema del cáncer –no sólo el propio–, la vida hospitalaria, el encuentro con el amor, pero donde además realiza importantes consideraciones políticas [21]. Habían transcurrido en ese momento dos años del proceso de desestalinización que siguió a la muerte del tirano.
El propio Solzhenitsyn reclamaba sin embargo contra esta idea de atribuir todos los males del comunismo a Stalin, en circunstancias en que el marxismo se erigía como una antípoda de la libertad, fallido doctrinalmente, sin ciencia ni conciencia. Había aquí una estratagema «ideada por Khruschev y su grupo para endosarle todas las características y los principales defectos del comunismo» [22].
Solzhenitsyn piensa que ya Lenin había desarrollado el marxismo con una orientación inhumana, que fue él quien engañó a los campesinos, a los trabajadores, convirtió a los sindicatos en órganos de represión, creó la Cheka (policía secreta), los campos de concentración y todas las instituciones que le dieron vida al gobierno comunista durante el siglo.
Rehabilitado en 1956, comenzó a escribir, a ejercer la docencia y a denunciar al sistema totalitario soviético. Sus obras fueron prohibidas e incluso en algunas ocasiones los originales arrebatados, como ocurrió con El Primer Círculo. Otras obras corrieron mejor suerte y lograron ser publicadas, como Un día en la vida de Iván Denisovich, de 1962.
Por su disidencia política fue excluido de la Unión de Escritores y más tarde, en 1974, expulsado del país. Ya en 1970 había llegado sin embargo a la cumbre del reconocimiento como escritor al obtener el Premio Nobel. Una vez más la política venía sin embargo al encuentro de su literatura: por una parte, no pudo recibir el Premio ni pronunciar su discurso, como correspondía; por otra, cuando se conoció luego su discurso, se comprendió mejor el sentido íntimo de su oficio literario. Esto es, «que un escritor puede hacer mucho por la sociedad donde vive y que constituye un deber para él hacerlo» [23].
Escritor y preso político; ilusionado y canceroso; combativo y pacificador; científico y artista; ruso, no soviético; expulsado y retornado; Premio Nobel y profeta. ¿Profeta? En efecto. Cuando en el mundo se hablaba de las dictaduras comunistas irreversibles, cuando la marcha de la humanidad parecía definida, mientras el mundo observaba (sin mucha profundidad, es cierto) el drama vital más allá del muro de Berlín, una voz, valiente y muchas veces solitaria, genuinamente profética, se alzó para decirles, a los gobernantes de la Unión Soviética, que ellos tenían el poder, «por mucho tiempo más, pero no para siempre» [24]. Era Solzhenitsyn, en 1973.
El Premio Nobel de Literatura y la responsabilidad del escritor
La literatura rusa tenía una larga y fecunda tradición: tener siempre presentes los deberes para con la sociedad y vivir en su servicio, no quedarse en meras consideraciones frívolas, páginas autorreferentes o afirmaciones de sí mismo.
Figuras como Dostoievski y Tolstoi en el siglo XIX o Pasternak y Grossman en el siglo XX son ejemplos elocuentes de la creatividad imperecedera de una de las principales tradiciones de la literatura universal. Por eso no resultó una sorpresa el premio que recibió Alexander Solzhenitsyn en 1970: el Nobel de Literatura, la máxima distinción mundial para un escritor.
El camino no fue fácil, y tuvo numerosas dificultades ajenas al mundo literario, por cuanto se referían a las tensiones propias de la Guerra Fría y su desarrollo en el ámbito específicamente cultural [25]. En el caso concreto de Solzhenitsyn las presiones, persecuciones y agravios no eran sólo manifestación de un contexto político, sino que eran parte de su propia biografía. Como ha probado Michael Scammell, el escritor ruso tuvo años de lucha contra la KGB, el Politburó, el Partido Comunista soviético y distintos ministerios, todos los cuales se enfrentaron a un solo hombre para evitar que escribiera, que tuviera aceptación entre los escritores y, todavía más, que se impidiera el otorgamiento del Premio Nobel, porque eso sería considerado una importante derrota política [26]. No fueron exitosos en su esfuerzo.
El discurso del Premio Nobel constituyó una de las más claras definiciones de la propia misión del artista y el literato al servicio de la sociedad y del bien.
«Yo no tengo vergüenza –decía Solzhenitsyn en su silenciado discurso al recibir la máxima distinción– de haber respetado esta tradición lo mejor posible. La idea de que un escritor puede hacer mucho por la sociedad donde vive y que constituye un deber para él hacerlo es desde hace largo tiempo familiar a la literatura rusa» [27].
El autor de Pabellón de Cáncer, Un día en la vida de Iván Denisovich o El Primer Círculo sostiene en su célebre discurso, entre otras ideas centrales, las siguientes:
• Haber estado en los campos de concentración comunistas, «donde me tocó en suerte sobrevivir, mientras otros perecían», le permitió hacer literatura de manera diferente, declara. «Las ideas no provenían de los libros: nacían en el curso de las conversaciones sostenidas con aquellos que hoy han muerto en celdas carcelarias y alrededor de los faros» (pp. 68-69).
• Hay una realidad necesaria de combatir, y es la diferente apreciación de los problemas en el mundo. «Para algunos –dice Solzhenitsyn– un mes de prisión o una orden de arraigo repleta las columnas de los diarios con furiosos artículos. Mientras que, para otros, penas de 25 años, celdas de muros congelados para prisioneros cuya única vestimenta es su ropa interior, asilos de locos para gente sana... todo esto es corriente y perfectamente sano» (pp. 73-74). En otra parte dirá que este es uno de los logros más importantes del comunismo, que «ha infestado a todo el mundo con la creencia en la relatividad del bien y el mal» [28].
• ¿Quién coordinará esas escalas de valores? ¿Quién logrará trasponer una comprensión más allá de los límites de la experiencia personal? ¿Quién creará para la humanidad un solo sistema de interpretación, valedero para el bien y para el mal? Esa –resume su postura– no es tarea de la propaganda, la violencia, la política o las pruebas científicas. «Felizmente existe un medio de lograrlo en este mundo: el arte, la literatura» (p. 75).
En estas circunstancias, Solzhenitsyn decidió asumir su personal compromiso por una causa justa y noble de dimensiones internacionales, porque a escala mundial era el enemigo que había que combatir. Más todavía frente a la timidez y la cobardía de la política internacional.
«Un mundo civilizado y tímido, para oponerse al renacimiento brutal y a rostro descubierto de la barbarie, no halló nada mejor que sonrisas y concesiones... (Pero) El precio de la cobardía es siempre el mal. Solamente cosecharemos la victoria si tenemos el coraje de hacer sacrificios» [29].
¿Cuál es entonces la labor del escritor, cuál su papel en un mundo desgarrado y al borde de la autodestrucción?
La respuesta es muy clara: la perpetua afirmación, la confianza «en la perennidad de la bondad, en la indivisibilidad de la verdad»: «tratemos de ser útiles si podemos prestar cualquier servicio», agregaba en el mismo discurso del Nobel. En otra ocasión señalará que «hemos llegado a la conclusión de que la violencia sólo puede ser resistida con... firmeza» [30].
Esto le llevó a definir su actitud ante la vida y ante el opresor. Por ello se negó a participar en ciertos experimentos mientras estuvo preso (El Primer Círculo) y por ello fue enviado a un campo de concentración (reflejado en Un día en la vida de Iván Denisovich). La reflexión en El Primer Círculo es sobrecogedora y también el resumen de la actitud ante la vida. «Nuestra capacidad de gesta, de llevar a cabo un acto que sea extraordinario para las fuerzas de un solo hombre, la crea en parte nuestra voluntad, pero en parte, es una cualidad que puede o no ser innata. La gesta resulta más dura para nosotros cuando se obtiene a través de un esfuerzo carente de toda preparación. Y más fácil cuando es la consecuencia de un esfuerzo de muchos años uniformemente orientado» [31].
La Unión Soviética: un gran campo de concentración
A finales del siglo XX, reflexiona un historiador, «se corre el riesgo de olvidar la contribución del totalitarismo estalinista al desarrollo del totalitarismo hitleriano» [32]. Sea por la propaganda comunista o por la indolencia occidental, muchas veces se olvidan los 70 años de gobierno marxista en la Unión Soviética y otros tantos años en el resto del mundo. ¿Cómo resumir la vida en esos años? ¿Qué decir de la patria que Solzhenitsyn amaba? ¿Cómo evaluar los males y los bienes? ¿Qué decir en la vida y la cultura, en la economía y la política, en las ciudades y en el campo?
Solzhenitsyn prefiere un análisis global: «Tras setenta años a remolque de la utopía marxista-leninista, ciega y maligna de nacimiento, hemos llevado deliberadamente al cadalso... a una tercera parte de la población» [33]. O, en otra parte: «Todas la pérdidas humanas que soportó nuestro pueblo en trescientos años no pueden compararse ni de lejos con las pérdidas y decaimiento que ocasionaron setenta años de comunismo. En primer lugar, el exterminio físico del pueblo» [34]. También se refirió a la decadencia de las costumbres populares por causa del marxismo, ya que «los bolcheviques se apresuraron a aherrojar el carácter ruso y a emplearlo para sus fines». Existió un «miedo paralizante, extendido por todo el país... no había defensa jurídica posible... una sociedad totalmente infiltrada por una espesa red de delatores: era un campo de traición asfixiante. Había que mentir, mentir y disimular» [35]. Ya en 1974 había hecho un resumen aplastante: el comunismo, en más de medio siglo, «se instituyó por medio de la sublevación armada, introdujo la ejecución sin juicio previo, aplastó las huelgas de los trabajadores, saqueó a los habitantes de las aldeas, hizo pedazos a la Iglesia, redujo al hambre a 20 provincias» [36].
¿Cómo entender lo sucedido? Muy difícil de entender, quizá imposible, pues «la esencia del comunismo está enteramente más allá de los límites del entendimiento humano» [37].
Son tan abundantes y variadas las críticas que hace Solzhenitsyn al régimen comunista que sólo nos concentraremos en algunas de ellas.
El imperio de violencia y de la mentira. En el Discurso de Estocolmo resumía el galardonado con el Nobel que «la violencia encuentra su solo refugio en la mentira y la mentira su solo sostén en la violencia. El hombre que escogió la violencia como medio debe, inexorablemente, elegir la mentira como regla» [38].
Mentiras para sobrevivir, mentiras por ascender, para adular al poder, o bien como venganza, mentir hasta por mentir. Vivir se vuelve mentir. ¿Y la violencia? Para llegar al poder, en tiempos del «terror rojo», la doctrina de la Cheka, contra los campesinos, los opositores y también los «partidarios»; violencia para silenciar, ejemplificar o, quizá, para matar. Violencia por la violencia, que la revolución es una guerra.
La violencia es la mentira, la mentira es la violencia. ¿Y cómo enfrentarla? «Un simple gesto de coraje de un hombre simple es rehusar la mentira. Que el mundo se entregue a ella, que la transforme en su propia ley... pero sin mí» [39]. Como lo hiciera Sakharov, a quien propuso Solzhenitsyn para el Premio Nobel de la Paz, en 1973, por representar un testimonio de lucha contra «la persistente violencia de Estado contra individuos y grupos». A través de él, «una enorme y poderosa violencia está siendo heroicamente contenida por la pequeñita fuerza individual de una persona, sosteniendo así la paz universal» [40]. Ya lo decía la sabiduría del pueblo ruso: «una palabra de verdad pesa más que el mundo entero».
La persecución de las conciencias. Quizá no es necesario justificar por qué donde prima la violencia y la mentira no puede tener cabida la libertad de la conciencia y la dignidad humana: es su consecuencia natural. Así, con fuerza, era denunciado en el discurso del Nobel: «¡maldito el país cuya literatura sufre amenaza por la intervención del poder! Porque ya no se trata de una violación al derecho de escribir; es ahogado el corazón de una nación, significa la destrucción de su memoria» [41].
Como ese hombre que en el campo de concentración quiso enseñar latín, «para sentirse ser humano por corto espacio de tiempo» [42]. Sus clases fueron cesadas. Otro, después de estar en el campo, no sabía si tenía o no derecho a contar su propia vida [43].
La condición era clara para muchos hombres «enterrados vivos el resto de sus días», tragedia personal, es cierto, pero también de toda una nación. En resumen, «en la época soviética (se) mutiló nuestro intelecto y (se) asentó el engaño y la mentira en nuestras conciencias», [44] sostiene años después de la caída del comunismo.
La persecución de la religión. El comunismo «hizo pedazos a la Iglesia» [45]. No debe entenderse ello como mera casualidad: está definido en la esencia del marxismo.
De inmediato se notaron las consecuencias. «La Iglesia ortodoxa estaba desprevenida y completamente confusa cuando sobrevino la Revolución de 1917. Sólo al cabo de algunos años y como resultado de las fieras persecuciones bolcheviques... desfilaron hacia el gulag y la muerte decenas de miles de sacerdotes con el mismo temple que los primeros mártires cristianos» [46].
La vida en la Unión Soviética era la vida de los sin Dios y sin Iglesia. Así lo decía el sistema. «Desde su primera clase –dice en Pabellón de Cáncer– a Diomka le habían enseñado que la religión es como el opio, que sólo beneficia a los estafadores» [47]. En esa atmósfera, era evidente la intervención en la Iglesia, los arrestos y juicios, las acusaciones de propaganda contrarrevolucionaria y las muertes y destierros de sacerdotes, laicos y monjas [48]. ¿Se podía rezar? Sí, «pero que sólo te oiga Dios», como se decía en ese tiempo.
Solzhenitsyn escribió un documento relevante sobre el problema religioso, la Carta al Patriarca de Moscú, Pimen, en la Cuaresma de 1972. Lo hace pensando en los problemas que oprimen las cabezas y quiebran los corazones de «aquellos rusos ortodoxos, que todavía no se doblegaron», ocasión en que denuncia la falta de libertad de enseñanza, la inexistencia de la más mínima libertad religiosa, las persecuciones por esta causa, e incluso que «a la Iglesia la gobiernan dictatorialmente los ateos» [49].
La persecución a la Iglesia Ortodoxa era quizá el mayor de los males. Era ella la que había formado a través de los siglos la conciencia, el sentido moral y de trascendencia, la misma historia de los rusos. De ahí la rebelión. «¿Con qué lógica –preguntaba al Patriarca en 1972– se puede demostrar que la sistemática destrucción del alma y del cuerpo de la Iglesia bajo el gobierno ateo es la mejor manera de preservar la Iglesia?» [50] La pregunta no estaba de más. En efecto, le correspondió a Solzhenitsyn observar la caída del régimen soviético que había predicho en 1973. Se puede pensar que su corazón se llenaría de alegría y que conseguiría, por fin, la felicidad que estaba esperándolo en algún lugar del mundo, como reflexionó en sus días de paciente en el Pabellón de Cáncer, hacia 1955. Sin embargo, no todo fue así.
Sus últimas obras emanan el gran dolor de Rusia, cuya descomposición por cerca de setenta años no será fácil de superar. En Cómo reorganizar Rusia (1991), El «problema ruso» al final del siglo XX (1994) y en Rusia bajo los escombros (1998) aparece un pesimismo existencial por los males presentes, los dramas y sufrimientos pasados y por el incierto y muchas veces peligroso futuro.
Sus reflexiones para salir adelante serán las de siempre, como en su Carta a los líderes soviéticos hace casi treinta años. «Por mi parte, veo que hoy el cristianismo es la única fuerza espiritual capaz de emprender la curación espiritual de Rusia» [51].
El compromiso personal tampoco podía faltar. «Por ello, pienso que podemos ayudar al mundo en esta hora quemante. No excusándonos de no estar armados, no entregándonos a una vida fútil, sino partiendo a la guerra» [52]. No con armas, para ensuciar el siglo XXI como ya se corrompió al XX, sino con firmeza frente a la violencia, porque «una palabra de verdad pesa más que un mundo entero».
Un largo regreso a casa
Las experiencias históricas siempre admiten nuevas realidades, a medida que la libertad humana actúa en uno u otro sentido. Contra lo que pensaba la mayor parte de la humanidad, en 1989 comienza a caer el comunismo: primero el Muro de Berlín se derrumba sin que nadie reclame su vigencia. Tres años después se desintegra la Unión Soviética. «El comunismo se desplomó por su inherente carencia de viabilidad y por el peso de la pobredumbre que se le había juntado adentro», fue la escueta reflexión del escritor ruso [53].
Fukuyama llegó a hablar de «el fin de la historia», el triunfo sin contraposición, en el plano de las ideas, del liberalismo económico y político, es decir, de la democracia liberal y el capitalismo [54]. La victoria de Occidente en la Guerra Fría, el derrumbe del marxismo, la ausencia de lucha de ideas y el fin del horror eran, posiblemente, una buena noticia para Solzhenitsyn.
En 1993 el novelista tuvo una interesante reunión con el entonces Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, Juan Pablo II. Solzhenitsyn había celebrado la elección de Woytila en 1978 y tenía interesantes puntos en común con el Papa: ambos habían sufrido el totalitarismo; los dos en sus distintos planos, ostentaban una gran autoridad moral ante sus contemporáneos; uno y otro se habían atrevido a denunciar al comunismo que consideraban esencialmente un mal moral. La reunión duró una hora y fue considerada como muy positiva por ambas partes [55].
El 27 de mayo de 1994 Alexander Solzhenitsyn pisó suelo ruso, por primera vez en dos décadas. Específicamente arribó a Vladivostok, donde fue recibido como un héroe: «Jamás dudé de que el comunismo acabaría hundiéndose inevitablemente, pero siempre temí que el precio que tendríamos que pagar por ello llegaría a ser tan duro», señaló el laureado escritor-profeta que regresaba a su tierra [56].
Efectivamente, sostuvo en otra ocasión, «la historia demuestra que no hay ‘salto’ material o económico capaz de compensar las pérdidas que sufre el espíritu» [57]. Los años del postcomunismo habían sido muy difíciles para Rusia, que comenzaba a vivir ciertos bienes asociados a la libertad, pero también ciertos males como la corrupción y, sobre todo, la ausencia de referentes espirituales. Para Solzhenitsyn el comunismo no sólo había sido una gran amenaza contra la vida y libertad de las personas, sino también una ofensa espiritual.
Por eso, estimaba que «el máximo logro del poder comunista no fue el exterminio físico en masa. Todos los que lograron evitarlo fueron sometidos durante décadas a una propaganda idiotizante que embrutecía el espíritu. Se exigía constantemente a cada uno que renovase sus muestras de sumisión... Este tratamiento ideológico, atronador y solemnizado, reducía cada vez más el nivel moral e intelectual del pueblo» [58].
De esta forma, en vez de alabar acríticamente el mundo que se estaba construyendo tras la ruinas del socialismo real, Solzhenitsyn advertía sobre los peligros de la nueva etapa y ciertas realidades vergonzosas que se comenzaban a desarrollar: «Muchas cosas han cambiado en la superficie: banderas, símbolos, divisas; pero la característica fundamental del régimen comunista precedente, la más completa opacidad y la falta total de responsabilidad ante el pueblo, permanece intacta en el gobierno actual. Este ignora olímpicamente lo que dice la prensa. Utiliza las tapaderas de la democracia para encubrir a una oligarquía corrupta y engañar a la opinión pública internacional» [59].
Como en otros momentos de la historia dramática de Rusia, el escritor apeló a las convicciones morales y religiosas antes que a las fórmulas políticas: «Debemos edificar una Rusia moral y ninguna otra, porque de no ser así ya nada importará. Debemos cuidar y hacer que crezcan todas las semillas de bondad que milagrosamente aún no han sido pisoteadas en Rusia». Para ello, esperaba contar con la ayuda de la Iglesia rusa, que había sufrido no sólo en los años del régimen comunista, sino también durante una sumisión de siglos al Estado de los zares [60].
Tiene razón Joaquín Fermandois cuando habla de un Solzhenitsyn plural, con dimensiones múltiples que permiten ir explicando su compleja personalidad: el hombre que luchó contra el comunismo y que forzó a los intelectuales europeos a renunciar al marxismo; su fe cristiana; la crítica al mundo occidental y un discurso que fue considerado negativista; el hombre profundo que denunció los males de la civilización y apeló a la sencillez, la libertad y la auto limitación [61].
Días después de la muerte del gran escritor ruso, Harvey Mansfield resumió bien su figura: fue, sobre todo, un hombre valiente, que desafió a sus enemigos que habían hecho lo peor, sobrevivió a la intimidación, el arresto, la prisión, los campos de trabajos forzados y diferentes tipos de tortura (además del cáncer). Todos lo respetaban por ello. Pero también reflexionó sobre la importancia de la valentía, y específicamente denunció la decadencia del coraje en Occidente, así como también cierta complacencia e incapacidad de luchar frente a lo injusto [62]. Si algunos entonces no lo comprendieron, tras su muerte se comprobó que la figura moral de Solzhenitsyn no había hablado en vano.
En efecto, los miles de rusos que desfilaron ante su tumba, las figuras políticas y literarias que le rindieron tributo, quienes le agradecieron por habernos contado lo que otros callaban, aquellos que lloraron en diferentes lugares del mundo, e incluso quienes escucharon por vez primera su apellido curioso y difícil de pronunciar, dan cuenta de la grandeza de Solzhenitsyn, la fuerza de sus convicciones y el ejemplo de su conducta.
Es probable que la formulación de Joseph Pearce sea correcta, y Solzhenitsyn pueda ser definido como un «pesimista optimista» [63]. Sin embargo, es más preciso hablar de un realismo con ideales, una fidelidad de pensamiento que había tenido expresiones heroicas en muchas ocasiones, una adhesión irrestricta a principios morales antes que a conveniencias momentáneas. Eso mismo le daba derecho a plantear una visión que si bien tenía una parte triste, alcanzaba a vislumbrar el color de la esperanza:
«Y, sin embargo, no se puede decir que hayamos vivido las penurias del siglo XX en vano. No perdamos la esperanza: después de todo, hemos sido fraguados por estas tribulaciones, y de alguna forma ha de ser transmitida a las generaciones venideras la fortaleza que tanto nos ha costado alcanzar» [64].