André Jarlan
Cristián Amaya (editor)
Comentario de Antonio Bentué
Cuneta
Santiago, 2024
198 págs.
Después de cuarenta años se ha publicado el cuaderno de notas que dejó André Jarlan (1941-1984), el sacerdote francés que fuera asesinado en su casa de la población La Victoria por una bala disparada por carabineros que reprimían una manifestación popular. No es un diario propiamente tal, sino una colección de anotaciones, a veces recordatorios de fechas y personas, sobre todo recopilación de dichos de personas comunes y corrientes que le llamaban la atención. De pronto introduce alguna reflexión personal.
La primera parte –más breve y originalmente en francés– son anotaciones que hizo mientras ejercía como sacerdote obrero en alguna ciudad francesa, probablemente Aveyron, en el sur de Francia. Contiene un buen número de reflexiones sobre la pobreza evangélica y el compromiso obrero que todavía suscitaba sospechas en el mundo religioso. “Evidentemente, una religión necesita ritos, pero es con el amor que uno está en la luz de Cristo” (lunes 10 de mayo de 1982). La actitud de despojarse de los ritos y del vocabulario religioso para compartir la suerte de los pobres, vivir con lo mismo que ellos ganan y acompañarlos en sus tareas y en sus luchas fue una opción sacerdotal madurada entre los “curas obreros del Prado”, una asociación a la cual perteneció durante algún tiempo.
Jarlan fue un sacerdote diocesano formado en el espíritu de la Acción Católica –ver, juzgar, actuar– y estrechamente vinculado con la JOC (Juventud Obrera Católica, en el período en que la acción obrera católica comienza a declinar). El vínculo con sacerdotes del Prado lo conduce más lejos. Le Pradó fue una asociación religiosa fundada por Antoine Chévrier (1825-1879, beatificado por Juan Pablo II en 1986), un sacerdote franciscano que fue adonde nadie quería ir: las poblaciones obreras de La Guillotière durante la primera industrialización francesa en Lyon. Chévrier creó la asociación de religiosos llamada del Prado por el nombre de la casa (un antiguo recinto de baile), donde formó un instituto destinado expresamente a formar sacerdotes evangélicamente pobres, dispuestos a ejercer su ministerio en suburbios obreros conformados entonces por inmigrantes rurales. “Me interesa la pobreza evangélica. Se liberan las fuerzas para amar a Jesucristo” (viernes 25 de junio de 1982).
Su espiritualidad guarda mucha relación con la de Charles de Foucault, aunque Jarlan no hace ninguna referencia al Hermanito de Jesús en su diario, sino explícitamente a Chévrier: “¿Cómo fue Chévrier enviado de Jesucristo al barrio La Guillotière? ¿Sólo para estar ahí? Estudiar la vida de Chévrier es estudiar una manera de ser sacerdote” (jueves 13 de mayo de 1982). Pero también hubo algo indeciso en su relación con Le Pradó: “Si no te sientes cómodo con el sistema de Chévrier, ¿estás dispuesto a ayudar en el Prado? ¿Es por una posición personal o se trata de algo profundo que te impide sintonizar con la experiencia personal de Chévrier?” (martes 25 de mayo de 1982). Quizás esa incomodidad y las claras alusiones al declive de las JOC en el medio obrero francés, lo deciden a aceptar el ofrecimiento de venirse a Chile. “¿Por qué Chile? Ese pueblo tiene una tradición de combatividad, es potente. Los movimientos de Iglesia existen. No es necesario partir de cero” (viernes 10 de septiembre de 1982). A la sazón, Jarlan trabajaba como un obrero cualquiera y se mezclaba con las luchas sindicales de la CGT francesa –sobre todo a través de Fuerza Obrera, que era la rama más joven del sindicalismo francés que entonces luchaba por la reducción de la jornada de 40 horas–. Pero América Latina se figuraba que podía ser tal como fue “la JOC floreciente en Europa en el período del fin de la Cristiandad” (jueves 25 de noviembre de 1982), es decir, en los años vibrantes de la Acción Católica que en los años ochenta ya habían largamente quedado atrás. “La mística de los movimientos de Acción Católica es lo suficientemente clara” (miércoles 4 de agosto de 1982). Esa mística del compromiso con los pobres ya no podía encontrarse en la Francia próspera y acomodada, sino en América Latina. Igual nadie sabía nada de Chile. Pone en boca de otro este nombre “¿Chile? Ahí es... tengo un primo en Venezuela” y luego, “no sirvió de nada buscar en los mapas y en el globo terráqueo, no lo encontramos” (viernes 10 de septiembre de 1982).
La segunda parte contiene sus anotaciones como cura de La Victoria y se abre simplemente recordando la fecha de fundación de la JOC en Chile (1944), que es lo que siempre vino a buscar, el contacto vivo con la juventud obrera. Encontró un país sumido en la crisis económica de comienzos de los ochenta con los programas de empleo de emergencia y las ollas comunes a tambor batiente en las poblaciones. Con la mente puesta en el mundo obrero alguna vez dijo que “los sacerdotes somos los únicos cesantes permanentes” (viernes 26 de marzo de 1982), pero ahora lo eran todos. No se mezcla con las protestas sociales que sobrevinieron con la crisis –el temor de que fueran expulsados pudo haber sido disuasorio–, pero acompaña los funerales de pobladores asesinados, como el de Miguel Zavala, de la misma La Victoria. Describe el temor de la gente a los carabineros que entraban a mansalva a la población, sin saber que él mismo sería su víctima más insigne. Ya no tiene dudas acerca de su vocación. Escribe apenas por sí mismo, y se dedica a recopilar frases que dicen las personas de sus comunidades o a transcribir noticias nacionales. Se muestra siempre preocupado por la presencia de Cristo en todo esto y por la vitalidad de las comunidades cristianas, “la Iglesia está más llena cuando la gente está afligida” (domingo 5 de febrero de 1984). Escribe bastante durante 1983 –su primer año en la Victoria–, pero apenas en 1984, el año de su muerte. Se dio cuenta antes que nadie del peligro de las drogas en las poblaciones y al final se lo divisa trabajando con los ‘volados’. El diario termina así: “cada uno de los volados es una persona” (miércoles 25 de julio de 1984).
Jarlan fue inequívocamente un hombre de paz en medio de la violencia de la época. En la víspera de su partida hacia Chile dijo algo premonitorio: “Sí, es la paz lo que quiero en cada casa de tu barrio de Santiago. Tú mismo necesitas esa paz y te pido que busques casas donde se busque y se encuentre la paz. No vayas de casa en casa como si todas las casas fueran iguales... No tengas miedo de preferir las casas donde buscan la paz y donde estén afectivamente dispuestos a recibirla” (martes 20 de julio de 1982).
Eduardo Valenzuela