Autor: Hernán Corral
Rialp
Madrid, 2015
142 págs.


Tomás Moro es, indudablemente, una de las personalidades a las que la literatura y la historiografía occidental han dedicado más biografías y estudios, algunos de ellos poniendo el acento en los aspectos religiosos de su vida, otros en los políticos, otros más en los referidos a su pensamiento humanista, a su defensa de la libertad de conciencia o a los aspectos literarios de su obra. Pero lamentablemente se han dedicado muy pocas obras al estudio de las dimensiones jurídicas de su actuación y de sus escritos, a pesar de que su profesión de base era la abogacía y de que fue considerado en su tiempo como el abogado más talentoso de Inglaterra.

En el libro que ahora se comenta, el destacado jurista chileno Hernán Corral intenta subsanar esa falencia y dedica este breve volumen al estudio y comentario del juicio que Enrique VIII mandó iniciar al humanista inglés dos años después de su renuncia al cargo de Canciller del Reino. En efecto, en 1532, el Rey hizo sancionar por la Convocation (sínodo) de Canterbury el documento denominado Submission of Clergy, por el cual –y tal como su nombre lo indica– los obispos de Inglaterra declaraban solemnemente que todo el clero de ese reino quedaba sometido al Rey, sin ningún límite ni matización. Esto implicaba necesariamente la más terminante recusación del poder del Papa de Roma, acusado por Enrique de haberse negado a declarar nulo su matrimonio con Catalina de Aragón y Castilla, acto que haría posible su casamiento legítimo con su pretendida Ana Bolena.

Al día siguiente de esta sanción, Tomás Moro, hasta entonces Canciller de Inglaterra, se reunió en los jardines de Whitehall Palace con Enrique, quien estaba acompañado de Thomas Howard, Duque de Norfolk, y le entregó su renuncia al cargo, alegando problemas de salud. En ese mismo momento, Moro entregó al Duque el Gran Sello, que simbolizaba su poder, jerarquía y funciones, y se retiró a su casa de Chelsea, prometiendo no inmiscuirse en asuntos públicos y dedicarse solo a una vida de oración y de práctica de la piedad personal y familiar. “Me he propuesto –escribió Moro– dedicar a tareas intelectuales y a Dios este tiempo libre que con tanta generosidad se me ha concedido, a petición mía, por la amable compasión de nuestro muy ilustre soberano”. Lamentablemente, esta compasión del rey duraría bastante poco, así como le duraban las esposas.

Ahora bien, las tareas intelectuales a las que se dedicó Moro no tuvieron por objeto temas banales o de esparcimiento, sino que estuvieron centradas fundamentalmente en la crítica del protestantismo, en especial de las ideas de John Frith, William Tyndale, Christopher Saint German y Martín Lutero. Esto produjo la exasperación de varios de los asesores de Enrique, como Thomas Cranmer y Thomas Cromwell, que habían convertido a la lucha contra Roma en uno de los ejes de la política gubernamental y redoblaron la presión sobre Enrique para que eliminara a Moro. Intentaron someterlo a juicio varias veces pero sin éxito, hasta que le les presentó la ocasión apropiada: en marzo de 1534 el Parlamento aprobó la Ley de Sucesión (Act for the Establishment of the King’s Succession) en la que se castigaba con prisión “durante el tiempo que el Rey quisiera” y confiscación de todos sus bienes a quienes hablaran o escribieran en contra del matrimonio del Rey con Ana Bolena, debiendo jurarse por todos los súbditos la aceptación del contenido del texto normativo.

La totalidad de los obispos del reino, menos John Fisher, juraron la ley y Moro fue citado al Palacio de Lambeth para prestar el juramento. Allí fue recibido por una Comisión presidida por el Arzobispo de Canterbury (designado por Enrique) Thomas Cranmer, que le exigió el juramento: Moro se negó a prestarlo, alegando que el texto del juramento no coincidía con la letra de la ley y que tal como estaba redactado iba en contra de su conciencia. Como consecuencia fue arrestado en la Torre de Londres (aún puede verse la habitación donde estuvo prisionero) y todos sus bienes confiscados por el monarca.

Estando ya en prisión, Enrique y sus secuaces dieron un paso más en el camino de la estatización de la Iglesia de Inglaterra, e hicieron sancionar por el Parlamento la denominada Ley de Supremacía (Act of Supremacy) en la que se declaraba que el rey era la Cabeza Suprema en la Tierra de la Iglesia de Inglaterra. Unos meses después, se sancionó una nueva Ley de Traiciones, en la que se penaba con la muerte cualquier intento de privar al Rey de sus títulos, incluido el de Jefe Supremo de la Anglicana Ecclesia. Moro fue citado varias veces por diferentes comisiones, integradas invariablemente por Thomas Cromwell, con el objeto de forzarlo a prestar juramento al contenido de la ley; al negarse a prestarlo, Moro fue sometido a juicio por traición. En este juicio –que Corral describe muy detalladamente– se violaron todas las reglas procesales que podían impedir la condena, y basándose exclusivamente en el testimonio –falso, por supuesto– del funcionario real Richard Rich, se lo condenó a morir ahorcado, destripado y descuartizado. Enrique, siempre tan clemente, conmutó esa pena por la de “simple decapitación”, tal como lo había hecho con el obispo John Fisher.

En su detallado relato del juicio, Hernán Corral pone en evidencia que Moro se defendió todo a lo largo del proceso con argumentos estrictamente jurídicos, recurriendo a las normas constitucionales (la Magna Charta), al derecho comparado de las naciones cristianas, al Derecho Canónico (que entonces era parte del derecho positivo de Inglaterra), al Derecho Procesal de su tiempo, y al Common Law. Moro siempre creyó en la justicia de su causa y nunca se presentó como un mártir; exigió que se cumpliera en su caso con el derecho vigente en esa época y que se cumpliera de buena fe, respetándose las exigencias de rule of law. Solo luego de leída su condena, Moro hizo uso de la oportunidad para hablar que se concedía a los condenados y expuso la verdadera causa de su condena: “Yo sé bien –dijo– por qué causa me habéis condenado. Es porque jamás he querido consentir en la materia del matrimonio del Rey”.

En efecto, Ana Bolena fue la más encarnizada enemiga de Moro en razón de su negativa a aceptar la legalidad de su matrimonio; pero a esto se le sumó el odio que sus escritos y conducta habían despertado en aquellos que querían implantar el protestantismo en Inglaterra, aun en contra de la voluntad del Rey, en especial Thomas Cranmer y Thomas Cromwell. El juicio –explica muy bien el autor del libro– fue llevado adelante formalmente en bastante conformidad a la legislación vigente, pero la mala voluntad de los juzgadores (tribunal y jurado) incitados por Enrique y su camarilla logró desvirtuarlo y convertirlo en una patente violación del rule of law. Todo esto está admirablemente explicitado por el autor del presente volumen, con muy buena prosa, una bibliografía abundante y pertinente, una información destacable (consignada en oportunos apéndices) y una estructura argumentativa especialmente adecuada. Se trata, por lo tanto, de un libro de relevante valor histórico y teórico-jurídico, que además reivindica la figura de quien fuera una de las personalidades más atrayentes del pensamiento de occidente y un paradigma de jurista humanista, comprometido con la justicia e integralmente cristiano.


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