Joaquín Silva titula su presentación “Pensamientos filosóficos ante el Cristo crucificado”. Una versión ligeramente modificada de este texto fue leída en el lanzamiento del libro, el martes 16 de mayo en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
El título de este libro, Filosofía de la cruz, nos indica que se trata de algo profundo y, quizás, intimidante. A ello se le suman otros factores, como la tapa, con una imagen conmovedora de Jesús crucificado de Diego de Velázquez; los interlocutores del autor, Kant, Lutero, Nietzsche, Hegel, Dostoievski, y los tópicos de los que hablan, la condición humana, el mal radical, la ley moral, el factum de la razón, la conciencia moral, el sufrimiento, la cruz. Pero no hay que dejarse intimidar; el autor, sin quedarse en tecnicismos filosóficos y sin distraerse en cuestiones que no digan directa relación con el tema central, nos permite entrar en un diálogo con el pensamiento de importantes autores que han intentado comprender al ser humano, su condición de finitud y la experiencia lacerante del mal que acompaña su historia.
El libro aborda una pregunta fundamental que es de carácter antropológico, la condición humana, y sobre el trasfondo de esta pregunta el autor plantea una cuestión más específica, asociada a su propio itinerario existencial, intelectual y espiritual: el sentido del dolor, del sufrimiento, de la muerte. En varios pasajes estas experiencias se comprenden o son asociadas al concepto de “mal”, especialmente en diálogo con la obra del gran filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804).
Se busca esclarecer la afirmación de Kant según la cual “el hombre es malo por naturaleza” (p. 24). Para la cultura cristiana esta afirmación remite casi inmediatamente a la doctrina del pecado original, pero moviéndose en un plano estrictamente filosófico, Miguel González se hace cargo de lo problemática que resulta tal afirmación enunciando tres cuestiones: primero, la cuestión de
la propensión al mal, esto es el riesgo de transformar el mal en una característica natural de la especie humana, lo que llevaría a despojar al hombre de su condición moral. Segundo, la necesidad de una decisión atemporal por el mal, que resultaría casi ininteligible; y tercero, la supuesta universalidad de la tendencia al mal, dado que siempre se podría argumentar que hay ejemplos de personas que no estarían afectadas por ella. (p. 32)
La idea de que “el ser humano es malo por naturaleza” y la elaboración de una “filosofía de la cruz”, son dos respuestas que buscan alguna inteligencia de la condición humana. Quisiera comentar brevemente ambas cuestiones y lo haré desde una perspectiva principalmente teológica.
Respecto del mal radical
A la pregunta por el sufrimiento y el mal, una pregunta estrictamente filosófica, el autor le reconoce desde el inicio una arista que es propiamente teológica: si Dios es misericordioso, ¿por qué sufrimos y morimos? ¿Por qué el justo y el inocente experimentan la injusticia y el abandono?
¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz ? Sin duda, experiencias como el Holocausto plantean preguntas difíciles sobre la naturaleza de Dios, la bondad divina, la presencia de Dios en el sufrimiento humano y el papel de la fe en nuestro mundo.
Pero la pregunta hacia Dios podría ser un mero subterfugio de nuestra razón para desentenderse de la propia responsabilidad respecto del mal. Pensar que Dios es responsable de Auschwitz, de la guerra en Ucrania, de los genocidios en África y en otras partes del planeta, parece ser más un autoengaño que un ejercicio más o menos lúcido de nuestra razón.
En las páginas de este libro vemos que, en la perspectiva de Kant, la cuestión del mal sufre un “giro antropológico”: la causa del mal no está fuera del ser humano, en Dios o en algún Demonio, sino que se encuentra en el mismo ser humano, en una inclinación o propensión al mal que le es innata, pero que gracias a una conversión moral el mismo ser humano está en condiciones de superar: “debemos hacernos hombres mejores; por lo tanto, podemos hacerlo” (p. 40), es una afirmación de Kant que encontraremos en varios lugares de esta obra. Es la propia conciencia moral, el imperativo de la ley en nosotros, la condición de posibilidad de que el mal no sea un destino de los dioses al que ineludiblemente estamos sometidos, sino un hecho que desafía el ejercicio de nuestra libertad.
Por ello, el mal radical no es un estado de maldad absoluta o completa en la naturaleza humana, sino una inclinación que afecta negativamente a la voluntad y compromete la capacidad de actuar moralmente. El mal radical no es algo que pueda ser erradicado por completo, sino que es una condición con la que los seres humanos deben luchar constantemente en sus esfuerzos por alcanzar la virtud moral, y si debe, también puede.
La tradición judeocristiana ha comprendido el mal radical en relación con el pecado de Adán y Eva, pecado que “entró en el mundo” por medio de la desobediencia. En su pretensión de hacerse igual a Dios el ser humano genera una situación de pecado que será transmitida de generación en generación. Esta situación estará marcada por la enemistad respecto de Dios, de los demás y de la misma creación que Dios había encargado al ser humano cuidar. Así, el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y llamado a vivir en la comunión, queda propenso al mal, al pecado, a una desorientación radical de su existencia. Esta propensión al mal no es propiamente pecado, pero sí un impulso que lo puede conducir a él. ¿Queda radicalmente dañada la naturaleza humana por este pecado original? Si entendemos la propensión o inclinación como daño de la condición humana, entonces el daño causado por el pecado es radical. Pero, si entendemos que el ser humano, aunque inclinado al mal, aún puede escuchar y seguir la voz de su conciencia, entonces el daño no es radical.
Aunque la noción de mal radical puede parecer similar al concepto teológico del pecado original, Kant proporciona una interpretación filosófica y moral en lugar de teológica. En lugar de atribuir la propensión al mal a una culpa heredada de Adán y Eva, Kant sostiene que el mal radical es una característica fundamental de la condición humana, resultado del conflicto entre las inclinaciones egoístas y la ley moral en el interior de cada individuo. La cuestión es que el imperativo categórico, como bien destaca Miguel, aunque importante y necesario, no basta: “debemos ser mejores personas, pero no siempre podemos”. Como confiesa Pablo, “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom 7,19). La lucha de Pablo con el mal y el pecado en su vida también apunta a la necesidad de la redención y la gracia divina. La incapacidad humana para evitar el mal y vivir de acuerdo con la ley de Dios destaca la necesidad de la salvación a través de la fe en Jesucristo. Pablo argumenta que la justificación y la redención no vienen a través de la ley o las obras, sino a través de la fe en Jesús y su sacrificio en la cruz. Aquí el tema de la gracia divina adquiere una radical importancia. ¿Pero, hace la gracia divina inútil las obras? ¿Solo basta la gracia? Por ningún motivo. El punto es que, para poder actuar según nuestra propia conciencia, según el mandato de la ley moral, según el querer de Dios, requerimos de su ayuda, de la fuerza del Espíritu.
Estas líneas argumentativas, tanto filosóficas como teológicas, son profundamente revisadas en el texto que presentamos y pienso que efectivamente nos ayudan a pensar la cuestión del mal radical. Sin embargo, al poco andar estas lógicas muestran también sus aporías o insuficiencias. De allí, que en este libro no se postule resolver, primera o fundamentalmente, la cuestión del mal radical por la vía de una explicación causal, sino que invita a poner la mirada en otro lugar, en Jesús crucificado.
La filosofía de la cruz
Al comienzo de la segunda parte del libro el autor evoca un importante texto de la carta de Pablo a los Corintios:
así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; más para los llamados, lo mismo judíos y griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que las personas, y la debilidad divina, más fuerte que las personas. (1 Cor 1,22-25)
“Nosotros anunciamos a un Cristo crucificado”. Por cierto, escándalo para los judíos que esperaban un Mesías que establecería ya el reinado escatológico de Dios; locura para los gentiles, cuya idea de Dios era la de un Dios inmortal, todopoderoso. Pero este escándalo y esta locura desde los comienzos del cristianismo desafió a la razón y la fe; la misma teología de Pablo, en gran parte, es un intento por explicar este acontecimiento de la historia humana, en que el Mesías es crucificado. Como escribe Miguel González,
los filósofos y los teólogos han intentado encontrar la razón en esta locura, preguntándose una y otra vez qué significa este misterio del Dios crucificado. Kant y Hegel, por ejemplo, han tomado la crucifixión como un símbolo que resulta funcional a sus propios sistemas filosóficos; Nietzsche, por su parte, rechaza la idea del Dios impotente, del Dios que renuncia a la voluntad de poder y se deja matar, y por eso habla en la Genealogía de la moral la horrenda paradoja del Dios crucificado. (p. 119)
Sin duda, la paradoja del Dios crucificado amenaza toda comprensión; sin embargo, se trata de algo que es decisivo para la existencia creyente y para la cultura cristiana, en la cual está inmersa la filosofía occidental; ante la cruz de Jesús, la razón experimenta sus límites, pero no por ello renuncia a su derecho y deber de pensar. Y eso es lo que hace este libro. Sabe del misterio de la cruz y no pretende reducir este misterio al concepto; pero, en un diálogo crítico con el pensamiento filosófico y teológico, estas páginas son una invitación a no huir ante el misterio, a no ampararse en categorías vacías, o que solo expresan nuestra inseguridad y nuestros temores.
Sin duda, la paradoja del Dios crucificado amenaza toda comprensión; sin embargo, se trata de algo que es decisivo para la existencia creyente y para la cultura cristiana, en la cual está inmersa la filosofía occidental; ante la cruz de Jesús, la razón experimenta sus límites, pero no por ello renuncia a su derecho y deber de pensar. Y eso es lo que hace este libro. Sabe del misterio de la cruz y no pretende reducir este misterio al concepto; pero, en un diálogo crítico con el pensamiento filosófico y teológico, estas páginas son una invitación a no huir ante el misterio, a no ampararse en categorías vacías, o que solo expresan nuestra inseguridad y nuestros temores.
En la perspectiva del estudio sobre Hegel que estas páginas ofrecen (pp. 137-159), me permito hacer algunas anotaciones teológicas. Como bien expone Miguel González, las Lecciones sobre filosofía de la religión están divididas en tres partes: a) la posibilidad, necesidad y actualidad de la encarnación de Dios en un solo individuo empírico; b) la relación del conocimiento histórico acerca de Jesús de Nazaret con el testimonio de que Él es el Cristo; y c) la transición de la presencia sensible a la espiritual, esto es, la muerte y la resurrección de Cristo. No caeré en la insensatez de pretender ahondar en cada una de las partes de estas Lecciones. Simplemente quiero destacar que para Hegel el hecho de la cruz no constituye un momento histórico que pudiera ser pensado al margen del conjunto del acontecimiento de la salvación. Independientemente de que este despliegue del acontecimiento de la salvación en la historia le sirva a Hegel para justificar su propio sistema, me parece que desde el punto de vista teológico él representa una perspectiva ineludible. Pienso que la pretensión de pensar la cruz de Cristo como un hecho en sí y para sí, representaría una negación a priori de toda posibilidad de comprensión.
Aprendiendo de la filosofía moderna, la teología ha comprendido la salvación como historia, para usar la expresión de Pannenberg; esto es, que la salvación no solo acontece en la historia, sino que historia y salvación se pertenecen mutuamente y, por tanto, exigen ser pensadas en su unidad. ¿Esto qué implica? Que no es posible acercarse a un entendimiento de la cruz sin pensar este hecho en estrecha relación con otro que es anterior tanto cronológica como ontológicamente: la encarnación del Hijo de Dios; o en palabras de Juan, que el Verbo eterno Dios, que estaba en Dios y junto con Dios, se hizo carne. Ahora bien, ¿podría ser real el misterio de la encarnación si Dios se hubiese ahorrado el sufrimiento, si no hubiese querido compartir –libremente– la suerte del justo sufriente, del pobre? Asimismo, desde la cruz también se ilumina el hecho de la encarnación; desde ella podemos comprender mejor cómo es el amor gratuito y compasivo de Dios, el que se hace historia. En palabras de la Carta a los Filipenses:
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. (Flp 2, 6-8)
En este texto de Filipenses no solo se destaca “el abajamiento”, la kenosis de Dios, sino que también la libre voluntad de Dios por pasar “por uno de tantos, actuando como un hombre cualquiera”. La actuación de Jesús, sus hechos y palabras, están estrechamente asociados a su muerte en la cruz. Son justamente sus hechos y palabras los que provocan escándalo entre las autoridades religiosas y políticas de Israel; es la práctica de Jesús, su anuncio del reinado de Dios como buena noticia para los pobres y pecadores, lo que lo lleva al patíbulo. Entonces, ¿es posible una filosofía de la cruz que omita la historia misma de Jesús en medio nuestro? La práctica de Jesús nos ayuda a entender su muerte en la cruz y, viceversa, la muerte en la cruz nos ayuda a comprender su práctica. Es la cruz la que refrenda sus palabras: “no hay mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos”. Y Jesús no nos ha querido llamar siervos, sino amigos.
Lo mismo habría que decir respecto de la resurrección, tema de la tercera parte de las Lecciones sobre filosofía de la religión de Hegel. En la primera carta de Pablo a los Corintios, que ya hemos citado, Pablo afirma: “si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe”. La resurrección de Jesús es la confirmación de su divinidad, el Padre lo resucitó; como Jesús les explica a los discípulos de Emaús, un pasaje importante en el libro que comentamos, la resurrección es también el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, que hablaban del Siervo que sufre y es maltratado, pero que finalmente es vindicado y exaltado por Dios (Is 53); la resurrección de Jesús anticipa así el triunfo de la vida sobre la muerte, el triunfo del amor sobre todo pecado y mal; por la resurrección de Jesús creemos que nada nos podrá separar del amor de Dios. Como escribe Pablo en la Carta a los Romanos, “ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Rm 8, 38-39).
Algo semejante debemos decir respecto del envío del Espíritu Santo. ¿Sería posible siquiera acercarse a la comprensión de la cruz de Cristo si Jesús, muerto y resucitado, no hubiese enviado el Espíritu Santo prometido? Aquellos hombres y mujeres que Jesús había congregado huyeron al momento de la muerte de su Señor y Maestro, no soportaron “la horrenda paradoja del Dios crucificado”; con la resurrección del Señor renació la esperanza, pero seguían encerrados en sus dudas y temores. Es recién cuando el Espíritu de Dios es derramado sobre toda carne, cuando estos hombres y mujeres logran constituirse en testigos del resucitado y, al modo de Jesús, refrendar con su martirio el amor recibido y compartido.
Miguel González se pregunta ¿hasta qué punto puede la filosofía comprender la necesidad de la cruz y del sufrimiento de Dios? Ciertamente, la respuesta a esta pregunta no la puede dar un teólogo. Con todo, tanto para la teología como para la filosofía, pensar la condición humana, el sufrimiento y la muerte que acompañan nuestro ser en el mundo, representa un desafío siempre nuevo; y lo que pareciera ser un punto de llegada no es más que un punto de partida, un paso más en esta historia en la que solo al final del tiempo dejaremos de ver como a través de un espejo y nos será regalado el poder mirar cara a cara.
En estas páginas Miguel demuestra que es necesario evitar tanto las interpretaciones racionalistas, “como la lectura kantiana de la cruz, que la interpreta en clave ética, o la de Hegel, que recurre a la clave especulativa, o la visión moralizante de Nietzsche, quien interpreta la cruz a partir de la contraposición entre la “moral de los señores” y la “moral de los esclavos”. Definitivamente, se concluye en este estudio, ninguna de estas interpretaciones resulta compatible con la figura de un Dios que hace llover sobre buenos y malos y manda su sol sobre justos e injustos (Cf. Mt 5,45 en pp. 203-204).
Es, tal vez, la experiencia personal que el autor relata hacia el final de este libro la que nos señala un camino para “entender” el sufrimiento humano; a saber, en una frase de la tía Gilda: “voy a pedirle a Dios que te quite el dolor a ti y me lo envíe a mí”. Como explica Miguel,
Gilda no sólo se compadeció, es decir, no solo quiso sufrir conmigo, sino también quiso tomar mi lugar, sufrir en lugar de mí […] ella quiso sufrir por amor a su sobrino; una madre quiere sufrir en lugar de sus hijos; Jesús quiso sufrir por amor a la humanidad; el Padre quiso sufrir por amor a su Hijo. (p. 206)
Comprender teológicamente el sufrimiento humano es, justamente, entrar en este misterio al modo de Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías. Y por ello estas páginas, aunque son filosóficas, son también teológicas, representan un auténtico diálogo entre filosofía y teología; no es primero la filosofía y luego la teología; ni tampoco primero la teología y luego la filosofía. La palabra, el logos, pasa de una a otra mirada, cada una adquiere mayor luminosidad gracias a la otra. Y todo ello no termina en un arrebato especulativo o místico, sino, como dice Miguel, ellas nos invitan a “la solidaridad con el prójimo a la hora de llevar la común carga de sufrimiento que padecemos como humanidad” (p. 206).
Las preguntas que plantea este libro no son fáciles, nos cuestionan, nos incomodan y, quizás, hasta despiertan nuestros temores más profundos. ¿Para qué pensar en el dolor, el sufrimiento, la muerte? ¿Para qué confrontarnos con la realidad del mal? Pero la huida es una mala solución, no resuelve nada; más aún, puede generar en nosotros mayor angustia y ansiedad. En Estravagario, Pablo Neruda decía: “de vez en cuando es necesario darnos un baño en el sepulcro de la muerte”. Este libro es expresión de coraje filosófico, de parresía filosófica, diría el Papa Francisco. No es que haya que pensar a cada rato en el sufrimiento y la muerte. Neruda decía “de vez en cuando”. Pero hacerlo nos permite ser más conscientes de nuestra real condición humana, nos ayuda a reconocer también el dolor y el sufrimiento de los demás, y con la gracia del Espíritu de nuestro Señor y Maestro, así también podremos luchar más lúcida y creativamente contra el mal, sabiendo que nuestro Dios es compasivo y misericordioso (Ex 34,6; Sal 103,8), incluso en la desolación de la cruz.
Joaquín Silva Soler