La Pasión de Cristo
José Miguel Ibáñez Langlois
Ediciones UC
204 págs.
Santiago, enero 2021.
“Espero que esta obra ayude a los lectores, tanto a la hora de la oración como la del sacrificio, a asomarse a la inmensidad del dolor de amor con que Jesús nos redimió de nuestros pecados, y a atisbar la incomparable grandeza de su corazón, desde las angustias mortales de Getsemaní hasta la gloria indecible de su Resurrección”.
Esta es, pues, una obra que quiere ayudar al que lee la Pasión de Cristo. Pero es también un relato para admirar, admirar la persona de Cristo y la inmensidad de su amor.
La Pasión de Jesús está relatada en los cuatro Evangelios, también en muchas excelentes vidas de Cristo, o en revelaciones, como las que vivió Ana Catalina Emerick, recogidas por el poeta Clemens Brentano. Pero hace falta acercarla nuevamente al lector de hoy, explicar algunas realidades, quizás fáciles de entender para los israelitas de ese tiempo, pero no evidentes para nosotros. Por ejemplo, tanto los apóstoles como los fariseos y los jefes de Israel eran parte de un pueblo que había sufrido la dominación de sucesivos imperios: caldeo, persa, griego y romano. Era comprensible que soñaran con un Mesías guerrero victorioso que los liberase. Las profecías mesiánicas se leían en esta clave, acentuada por la religión anquilosada y formalista que se enseñaba en el Templo. Cuando Jesús habla a un grupo íntimo de su s futuros sufrimientos, Pedro lo contradice para expresarle que nada de esto le puede suceder y el Señor lo reprende durísimamente, llamándole Satanás.
Los apóstoles amaban al Señor, lo siguieron dejándolo todo, lo admiraban, pero “un pesado velo” les hacía difícil verlo derrotado y humillado, como un “varón de dolores”.
El autor advierte que algo parecido podría sucedernos a nosotros, creyentes de hoy:
…Cada vez que, a lo largo de la historia, esa esperanza sobrenatural se ha desvirtuado, y el reino de Dios se ha confundido con un mesianismo terreno, en general político, o con un estado de cosas de la sociedad civil, por deseable que parezca, se ha distorsionado tanto la santidad del reino, como la naturaleza propia de la política, con consecuencias nefastas para la comunidad en cuestión.
Uno de los capítulos más hermosos del libro es la agonía del huerto. Jesús con sus discípulos –Judas ya no está con ellos– ha llegado al huerto de Getsemaní, situado en la falda del monte de los olivos. La luna llena de Nisán, luna de la Pascua judía, ilumina la tierra. El Señor se adentra con los más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, que habían visto su gloria en el Tabor y les pide oración.
Les confiesa que se está muriendo de tristeza y lo ven “demacrado, ojeroso, oscurecido”.
Todo esto ya lo sabemos por los Evangelios, pero el autor quiere enumerar los motivos del dolor de Cristo. Lo más inmediato es el poder terrible de la muerte, pero a esto se añade que Jesús veía todos los sufrimientos previos a la muerte. Desde el beso traicionero de Judas, la desbandada de los apóstoles, las calumnias de Anás y Caifás, las burlas, la brutalidad de los esbirros, la flagelación que podría haber terminado con un hombre menos fuerte que él, la marcha arrastrada del Calvario, el sufrimiento de su Madre, el suplicio de la Cruz.
Esto era mucho, era demasiado, pero no era todo.
Era el pecado del mundo. Todos los pecados. Dios Padre lo hizo pecado por nosotros. Parece imposible, pero así fue. Es el misterio que nos abre las puertas de la vida eterna.
Jesús nos ve a todos nosotros, pecadores, y a la humanidad que abandona a Dios. Es la hora de Satanás, que puede presentarle las infidelidades de todos los tiempos y susurrarle “¿por esa raza deleznable vas a sufrir, por esos seguidores tuyos que te serán infieles?”. (Es verdad que al mirar la historia entera el Señor pudo ver también a los santos de todos los tiempos, la Jerusalén celestial.)
La transpiración de sangre, que siempre ha conmovido a los cristianos, tiene una explicación científica. Es un fenómeno rarísimo, llamado hematidrosis. En situaciones límite de angustia, terror, pánico, las terminaciones nerviosas hacen estallar los vasos sanguíneos, la sangre se canaliza por las glándulas sudoríparas y aflora por los poros del cuerpo, mezclada con el sudor.
Continúa el relato de la Pasión y Resurrección con pasajes estremecedores y oraciones preciosas, de todos los tiempos y de hoy.
El proceso tan injusto y cruel que el Sanedrín entabló contra Jesús y que acabaría con su muerte en la cruz no nos oculta la relación extraordinariamente positiva de Jesús con su pueblo. Fue un israelita de punta a cabo, un judío de sangre, de aspecto, de mente, de espíritu. Amaba a su pueblo y ese amor le arrancó esa lamentación profética: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas…”, y aquel llanto sobre la ciudad: “Si supieras lo que hoy te trae la paz…”.
Poncio Pilato, reflexiona el autor, se convence en un momento de que Jesús es inocente y quisiera ser justo, pero la obstinación del Sanedrín puede más. Su pregunta: ¿y qué es la verdad?, es escéptica y se prolonga hoy día en la manera de actuar de tantos gobernantes. Al mandar el suplicio de la flagelación se demuestra cruel, pero, aun así, quisiera salvar a Jesús de la muerte. Este buen deseo queda en nada cuando el Sanedrín lo amenaza con acusarlo de “no ser amigo del César”, pues “todo aquel que se hace rey se rebela contra el César”. Por nada del mundo el Procurador quisiera poner en peligro su carrera, su prestigio, su remuneración por hacer justicia a un oscuro judío. Y así nos puede suceder a cualquiera de nosotros en la vida familiar, profesional, social, cuando no vivimos con rectitud, por temor a una consecuencia personal desagradable.
Al analizar la conducta de tanta gente relacionada con la Pasión, se puede perder de vista lo primordial, la relación de la Pasión con nosotros mismos:
¡Como si no fuera uno mismo el verdugo! Uno es quien lo crucifica, con su pensamiento, palabra y obra, con sus acciones y omisiones, con su indiferencia, quizás sobre todo con esa indiferencia que, según se dice por muchas razones, puede ser peor que el odio. Después de tantas gracias y beneficios recibidos de Jesús, uno puede ser peor que Caifás y Pilato, que sacerdotes y fariseos y soldados y Judas traidores. ¡Por mi culpa, por mi gran culpa!
En el camino del Calvario se dan encuentros consoladores. Simón de Cirene, que le ayuda a llevar la cruz. Es cierto que él no pensaba hacerlo, lo obligan, pero si no fuera por su ayuda, Jesús no habría podido llegar al final. El encuentro con la Virgen no aparece en el Evangelio, aunque la tradición cristiana lo ha visto siempre como una realidad consoladora, también el de la Verónica, que limpia el rostro del condenado a muerte, representando a todas esas mujeres que seguían llorosas el cortejo. El buen ladrón se robó el cielo en el último momento y el centurión, encargado de la crucifixión, un pagano, “debió recibir una luz desde lo alto, creyó y manifestó en voz alta su novísima fe: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!”.
Sometido a un horrible suplicio, Jesús tiene todavía el coraje para decir desde la cruz palabras consoladoras, para dejarnos a la Virgen por madre, al encargársela a san Juan.
Como era habitual en este suplicio, Jesús crucificado no murió de ninguna afección particular: murió de puro y simple sufrimiento. Los horribles calambres y contracciones de sus miembros tetanizados lo habrían hecho retorcerse, si no fuera por la inmovilidad de manos y pies, clavados a los maderos. Fue como si su cuerpo entero se convirtiera en su propia cruz. Debe añadirse que, como en todo crucificado, y más siendo un hombre fuerte, Jesús murió lentamente, interminablemente.
En el libro aparece un párrafo muy especial, dedicado a las mujeres de todos los tiempos, más precisamente para este tiempo. Quisiera terminar este comentario con él:
La mujer de Pilatos fue la única que intercedió por Jesús (Mt 27, 19). Camino del Gólgota hubo mujeres que lloraban y se condolían de él (Lc 23, 27). La Verónica se atrevió a limpiar su rostro y su Madre le salió al encuentro. A cierta distancia de la cruz –no las dejaban acercarse más– estaban muchas más que lo habían acompañado a Jerusalén (Mc 15, 40, 41). Mujeres serían las que Jesús premiaría con las primicias de la Resurrección y serían ellas quienes la anunciarían a los apóstoles.
¿Será posible llevar hoy un cambio cultural positivo sin el protagonismo de mujeres, como esas, fuertes y delicadas a la vez, y no disponibles para ser arrastradas por fáciles ideologías del momento? Comenzando por María, virgen y madre, ellas son la primera inspiración para un feminismo auténtico, que afirme los derechos de la mujer en su esencial igualdad con el varón, en su singularidad propia y en la complementariedad recíproca de ambos (Gn 2, 22-23) y eso en todos los órdenes del quehacer humano: en el dominio de la familia, del trabajo, de la cultura y de la vida pública de las naciones.