Clara Lejeune
Ignatius
San Francisco, 2000
155 págs.
A los diez años de la muerte del profesor Jérôme Lejeune, la huella de su paso parece hacerse más y más profunda. Se recuerda y con razón al hombre de ciencia eminente, pionero de la Citogenética a quien se le deben hallazgos tan importantes como el de la trisomía 21 (fundamento cromosómico de la enfermedad de Down), y otras valiosas contribuciones a la Medicina; se recuerda al hombre cuya mirada anticipatoria se adelantó a su tiempo percibiendo las terribles aberraciones a las que una ciencia sin conciencia podía exponer al ser humano; se recuerda al talentoso miembro de la Pontificia Academia de Ciencias que concibió y llevó a cabo la creación original –tan querida a S.S. el Papa– de una Pontificia Academia por la Vida que pudiera ser un signo eficaz de que la investigación científica y filosófica puede y debe orientarse a los fines propios de la persona humana; se recuerda en fin al cristiano penetrado del amor de Dios y dispuesto a afrontar la más despiadada oposición con tal de defender a los más pobres y desamparados de los hombres: los que padecen de enfermedades mentales congénitas, los fetos, los embriones, condenados a muerte por la presunción y el egoísmo humanos.
Entre tantas expresiones de recuerdo y homenaje, se publicó una que fue el libro que hoy día comento, escrito por Clara Lejeune, hija del Profesor, y titulado La vie est un bonheur. Jérôme Lejeune mon pere. El libro apareció en 1997, y fue traducido al inglés el año 2000, en un pequeño volumen de 155 páginas. ¿Por qué ocuparse ahora especialmente de esta obra tan sencilla cuando se ha escrito tanto sobre Jérôme Lejeune?
Me parece que el libro muestra algunas claves de la vida de Lejeune que no deben ser dejadas en la penumbra.
El Epílogo del volumen es un trozo de diario de vida de Lejeune, que trata del largo y penoso proceso de la muerte de su padre. Escrito un año después del acontecimiento, él trasunta, sin embargo, un vivísimo sentimiento, como si hubiera sido escrito en los mismos días de la enfermedad y de la muerte. Cada párrafo deja ver un tierno cariño, y una memoria que ha guardado todos los detalles, todas las peripecias de la lucha contra la muerte del enfermo. Las dudas diagnósticas, los sentimientos encontrados de angustia y de esperanza, las peripecias de la evolución, son reseñadas con piadosa exactitud. Sin pretenderlo, por cierto, esas páginas son un tributo de amante fidelidad a su padre, y más allá de eso, un testimonio de la belleza, la dulce atracción de la vida, incluso de la vida ya desahuciada por la medicina y sometida a los sufrimientos y percances que afligen al enfermo terminal. La vida es una bendición, es lo que parecen decirnos los párrafos de ese diario, toda vida humana es una bendición. Tal vez lo sea más que nunca en momentos como esos porque allí, en la condición inerme del enfermo, es cuando resplandece más vívidamente el carácter misterioso de la vida humana. Todo hombre es un misterio, expresión de un designio único de Dios sobre la creación, y tal vez no hay ningún momento en el que se toque mejor ese misterio, que éste, de la extrema debilidad de la muerte. El cuidado tierno y solícito de Jérôme Lejeune por su padre, parecía una oración en la que se hiciera presente una acción de gracias por el acceso a ese misterio. El amor a la vida y la conciencia de la sublimidad de la vida humana, que se transparentan en esas páginas, dan tal vez la mejor pista para entender la vida y la obra de Lejeune. Es parte de lo que Juan Pablo II llamó «el carisma» de Lejeune, en el mensaje dirigido al Cardenal Arzobispo de París con motivo de la muerte del sabio: «el ser siempre capaz de emplear su profundo conocimiento de la vida y sus secretos para el verdadero bien del hombre y de la humanidad, y solamente para ese fin». El hombre retratado en el libro de Clara Lejeune, era básicamente un médico. Dice: «Todo lo que tuviera que ver con esta vocación le era atrayente: ayudar a los enfermos, hablar con sus familias, y también, el aspecto científico». El médico que se desarrolló en Occidente era el que siempre llegaba «por el bien del enfermo», según la palabra de los escritos hipocráticos. Los recuerdos de Clara Lejeune abundan en anécdotas que atestiguan esta fidelidad al sentido básico de la profesión médica. El médico, la medicina, marcan un descubrimiento fundamental de la medicina griega: el valor de la vida humana precisamente en su condición de decaimiento y desamparo. El médico rural que fue Lejeune, pasa sin transición al médico universitario y al investigador en medicina, movido siempre por la misma fuerza, el amor al caído, el deseo de levantarlo y la voluntad incansable de hacerle comprender la belleza de esta vida, de su vida.
Esta forma de amor se concretaba en los pacientes de enfermedades mentales congénitas. Su encuentro con las familias, para llevarlas a aceptar la belleza de esa vida deforme; su trato con los propios enfermos a los que les devolvía su dignidad, como lo atestiguó en forma sobrecogedora uno de ellos, Bruno, enfermo de enfermedad de Down, pero que fue capaz de superar su limitación para expresarse en nombre de tantos otros en los funerales de Lejeune y decirle: «merci, mon professeur, por lo que hizo por mi padre y por mi madre. Por causa suya, estoy orgulloso de mí». La bendición de la vida se hacía manifiesta en el amor a los enfermos, y luego en el estudio inteligente y fino de las causas de su enfermedad, para crear las bases de un tratamiento racional, y en el trato cordial y respetuoso a sus pacientes. Esa forma apasionada de vivir tenía naturalmente el costo de la estrechez económica y de la relativa esclavitud respecto de los enfermos y sus angustiados familiares. En medio de todos los sacrificios, una sonrisa y una disposición acogedora. Nuestra época, tan llena de triunfos técnicos, suele olvidarse de la peculiar dignidad de los desvalidos, y parece creer a menudo que una medicina útil tiene que dejar de ser humana. Lejeune, médico, atiende de modo simultáneo a las lágrimas de las madres, a las deficiencias de los niños, a los secretos de su dotación cromosómica, y al llamado a buscar un tratamiento. Es el contraejemplo que nuestra época demasiado tecnificada podría requerir para no olvidar la presencia de lo humano.
Pero reivindicar lo humano en el hombre por encima de su poder o de su utilidad, no puede menos que chocar con el ambiente. El libro trae el recuerdo de la tormenta que afrontó Lejeune, y lo hace desde el punto de vista de una niña, de una hija, que es testigo de los honores y reconocimientos que recibe su padre, tanto en Francia como en el extranjero, y luego de la progresiva y creciente hostilidad y marginación que va sufriendo. En 1957 representa a su país en las Naciones Unidas para ocuparse de los efectos biológicos de las radiaciones. En 1963, se ve premiado en los Estados Unidos por sus contribuciones a la Citogenética. Pero luego, en 1972, la llamada «proposición Peyret» plantea la legalización del aborto en casos de malformación embrionaria. Así se termina con la idea de que el médico llega siempre por el bien del paciente: ahora se supone que interviene para matar al paciente más débil. Para Lejeune eso es obviamente la condena a muerte de pacientes como los que él ha cuidado con tanta delicadeza y tanto amor. Adicionalmente significa que las inversiones de recursos hechas para cuidar o sanar a los enfermos de Down son un simple dispendio. Más fácil y económico resulta evitar que vengan al mundo. Lejeune interviene en foros nacionales e internacionales. Luego de uno de estos últimos le escribe a su mujer: «Hoy perdí mi premio Nobel». El profesor pudo pasar las jornadas de mayo de 1968 sin ceder ni amilanarse, gracias sólo a la honestidad y al buen sentido. Pero éstos no habían de evitarle el verdadero ostracismo profesional que se abatió sobre él por el tema del aborto.
Como no podía menos de ocurrir, el debate lo llevó a la reivindicación del carácter «humano» del embrión, gigantesca lucha por el sentido común que sigue estando en el corazón del debate bioético actual. Lejeune vio nítidamente el peligro que se estaba configurando: la dinámica propia de una tecnología médica desligada de su marco ontológico. Es la transformación del ser humano en un objeto de experimentación, la negación de que en el hombre existe una condición distinta de la de los objetos materiales corrientes. Y contra esa oleada, Lejeune se irguió de modo intransigente, defendiendo la dignidad del hombre a toda costa. Las represalias fueron duras, no sólo para él sino para sus hijos que tuvieron que compartir el rechazo que sufría su padre. Ahora que se ha hablado de llevar a Jérôme Lejeune a los altares, el argumento que vuelve una y otra vez es el de la persecución sufrida por su fidelidad a Dios y su defensa de los prójimos más débiles. Hubo un pequeño grupo humano profundamente solidario con Lejeune, que fue su familia. Es cierto que tuvo discípulos, colegas y amigos fieles, pero del libro que comentamos se saca una lección fascinante. El inagotable trabajador que era Lejeune encontraba siempre el tiempo necesario para compartir con su mujer y sus hijos. Ellos derivaban de él una fuerza y claridad que su espíritu irradiaba, pero al mismo tiempo él encontraba en ellos el eco, el sostén y la fuerza. Se percibe en estas páginas la vida de un «hombre de familia», puesto en la avanzada de la ciencia de su tiempo, proyectado a misiones internacionales de primera magnitud, empeñado en una lucha continua, pero descansando su corazón en el amor familiar, dándoles con generosidad su compañía y buscando siempre la suya. Resulta conmovedor ver el testimonio de vida de esta familia cristiana.
Lejeune fue amigo de S.S. Juan Pablo II, a quien admiraba profundamente y cuyo mensaje de amor a la vida lo tocaba en lo más hondo de la suya propia. En este intercambio espiritual se gestó la creación de la Pontificia Academia para la Vida, una concepción nueva que buscaba abordar los grandes problemas que se le plantean al hombre a través del crecimiento de su poder sobre la vida. La Academia es un cuerpo interdisciplinario, llamado a aportar su sostén intelectual a la obra de la Iglesia en la promoción y defensa de la vida humana, singularmente en aquellos aspectos de biomedicina y de derecho que tocan más de cerca al ámbito del magisterio. Era una forma nueva de concebir una Academia en cuanto ella –sin sacrificar el rigor intelectual y la adhesión a la verdad– no es neutra respecto de la vida humana, sino que acepta gozosamente que es misión de la ciencia servirla y defenderla. Lejeune fue nombrado en 1994 para que ejerciera como primer presidente de la Academia. Algunas semanas después, en la Pascua de Resurrección de ese mismo año, el Señor llamó a Sí a Jérôme Lejeune. Su Santidad el Papa hizo llegar a sus funerales un mensaje para que fuera transmitido a través del Cardenal Arzobispo de París. Allí decía: «Hacemos frente hoy día a la muerte de un gran cristiano del siglo veinte, un hombre para quien la defensa de la vida fue un apostolado. Es claro que en la actual situación mundial, esta forma de apostolado laico es particularmente necesaria. Queremos hoy día darle gracias a Dios –a Él que es el Autor de la Vida–, por todo lo que el Profesor Lejeune ha sido para nosotros, por todo lo que hizo para defender y promover la dignidad de la vida humana. En particular quisiera agradecerle por haber tomado la iniciativa en la creación de la Pontificia Academia Pro Vita...»
El legado espiritual de Jérôme Lejeune compromete hoy a todos los cristianos con más fuerza que nunca.