A fin de manifestar algunas ideas que suscita la lectura de este libro, voy a referirme a tres cuestiones que examinaré brevemente, en el mismo orden en que ahora mismo paso a enunciar.
La primera cuestión es relativa a la novedad del mensaje cristiano. ¿Cuál es la novedad del mensaje cristiano? ¿Qué dice el cristianismo, podría uno preguntarse leyendo este libro y leyendo la obra de Ratzinger, que no haya sido dicho por los teóricos de la justicia, por los expertos en la autoayuda, por los sociólogos, por los políticos? ¿Qué hay en el mensaje cristiano que lo hace indispensable? No será, podría uno preguntarse políticamente, que si los cristianos enmudecieran no perderíamos nada porque lo que dicen, uno también lo escucha realmente a veces en boca del político, del teórico de la justicia, del moralista, etcétera. Esta es la primera cuestión que me parece a mí que debiéramos reflexionar. Cuál es la novedad del mensaje cristiano y qué perderíamos si los cristianos no lo hicieran.
La segunda, que me parece también de interés, luego de leer la obra de Ratzinger, es la situación del cristianismo, o más bien de una religión convencida de su verdad como es el cristianismo, en el mundo plural, en el mundo moderno. El mundo moderno es un mundo atravesado, infectado, inundado de controversia, donde coexisten puntos de vista muy disímiles acerca de la condición humana, acerca del futuro, acerca de los límites de la existencia. En este mundo plural, atravesado por discrepancias a veces irreconciliables, puntos de vista inconmensurables los unos respecto de los otros, ¿cuál es el lugar de un monoteísmo convencido de su verdad? Esta pregunta está también en el centro del planteamiento de Ratzinger.
Y la última cuestión que yo querría considerar es la de qué nos enseña la lectura de Ratzinger y de la teología en general acerca de la cultura. Yo creo que esta es una pregunta fundamental para una universidad, especialmente una universidad católica como esta, donde yo, dicho sea de paso y aunque ustedes no lo crean, estudié.
¿Cuál es la novedad del mensaje cristiano? Esa es la primera pregunta. Hay quienes piensan –y la cultura pública en Chile está inundada de esas voces– que la novedad del mensaje cristiano consiste en ser portadora de un punto de vista cercano a la Iglesia. Hay otros que piensan que la novedad y la importancia del mensaje cristiano consiste en que nos ayuda a consolarnos de las tribulaciones de la vida, de las pedradas del destino. Hay otros que ven en el cristianismo un sucedáneo, por decirlo así, de diversas formas de autoayuda. Hay quienes piensan que lo propio, lo novedoso del cristianismo, es que nos provee un cierto código de comportamiento moral.
¿Será esa la buena nueva del cristianismo? A la luz de la obra brillante de Ratzinger podríamos afirmar que esa no es la novedad del cristianismo. Más bien la novedad del cristianismo, creo yo, aparece brillantemente expuesta en la disertación inaugural que Ratzinger, entonces un joven teólogo, dio en la universidad alemana cuando se posicionó de la cátedra de teología y reflexionó acerca del Dios de la fe.
Ratzinger dijo entonces que había dos dioses en la cultura occidental, el Dios de los filósofos y el Dios de la fe.[1] El Dios de los filósofos era algo que uno podía leer y encontrar todavía, desde luego, en la obra de Platón o de Aristóteles por mencionar a estos autores clásicos donde Dios, el Dios de los filósofos, aparece como un motor inmóvil. Ustedes saben que para Aristóteles el movimiento requería un punto de inmovilidad que desatase el movimiento que da vida desde el punto de vista del pensamiento antiguo. Aristóteles entonces dice o llama Dios a este motor inmóvil, a este punto gracias al cual todo se mueve sin que él por su parte sea movido por fuerza alguna. Este es el Dios de los filósofos, el Dios absoluto, digamos.
Ratzinger, en esa brillante disertación, dice que mientras el Dios de los filósofos es un Dios absoluto, un Dios distante, un Dios escondido, la novedad del cristianismo es que hace que ese absoluto, que se llama Dios en la tradición antigua, tenga sin embargo una relación personal con cada uno de nosotros. Entonces el Dios de la fe se caracteriza, dice Ratzinger, porque Dios deja de ser ese absolutamente otro, lejano, distante, que mueve el mundo. Ese Dios escondido pasa a ser un Dios que, sin embargo y no obstante ser Dios, tiene una relación personal cara a cara con cada uno de nosotros. Este tránsito del Dios del absoluto de los filósofos al Dios de la fe, es el gran aporte, es la novedad. Esta es la buena nueva finalmente del cristianismo.
Cuando el cristianismo dice o recuerda que Cristo es hijo de Dios, que Cristo es Dios que se hizo hombre, como dice la Escritura, para hacernos ricos con su pobreza, esa afirmación quiere decir que el Dios absoluto de los filósofos se transforma en un Dios personal, en un Dios que lo interpela, con el que usted puede conversar, un Dios que no obstante ser absoluto, sin embargo, se hace hombre, irrumpe en la historia y ahora tiene un sentido. De esta novedad del mensaje cristiano derivan otras cosas, por supuesto, como una cierta moralidad debido a una cierta antropología. Pero lo fundamental es exactamente esto, el tránsito del Dios ocioso, como le decían los clásicos, a este Dios personal.
En la poesía chilena hay un poeta, Eduardo Anguita, que dice estas cosas de manera más elocuente que cualquier teólogo. Se trata del gran poema que se llama “Única Razón de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”. Anguita dice allí,
Nuestro Señor Jesucristo padeció únicamente por Jenaro Medina.
Nuestro Señor Jesucristo subió al Calvario por la señora Hortensia.
Nuestro Señor Jesucristo murió exclusivamente por el Chipo Cruz
Nuestro Señor Jesucristo –Eli Eli lama sabajtani– por Alemparte,
por Gaete por los hijos de Weir Scott. […]
Pero “no sigamos”, dice Eduardo Anguita,
No sigamos nombrando por qué única creatura padeció
y murió nuestro Señor Jesucristo.
Todos saben que fue por mí
solamente por mí.
Yo creo que no hay una manera más estupenda, más espléndida, que ese poema de enseñar, de explicitar la novedad del mensaje cristiano que consiste, permítanme reiterarlo, en transformar el Dios absoluto de los filósofos, en el Dios de la fe. Esta es la primera cuestión.
La segunda cuestión es distinta, claro, y es la pregunta de cómo comprender la situación del cristianismo en la actual cultura moderna, porque si tuviéramos que caracterizar la modernidad, debiéramos caracterizarla, siguiendo a Max Weber, como una especie de panteón. Max Weber dice que el problema de la modernidad no es que no tenga Dios, es que tiene demasiado, es decir, hay demasiadas convicciones últimas en vista de las cuales las personas están dispuestas a arriesgarlo todo: “Aquellos innumerables dioses de la antigüedad, que fueron ‘desmitificados’ y se encuentran ahora transformados en poderes impersonales, se levantan de sus tumbas dispuestos a dominar nuestras existencias y siguen su incesante combate entre ellos”.[2]
Pues bien, si la modernidad es exactamente esto, es un mundo plural, un mundo donde se entreveran, colisionan, disputan entre sí distintos puntos de vista radicalmente distintos, a veces inconmensurables unos con otros, en un mundo como ese, ¿cuál es el lugar de un monoteísmo convencido de su verdad como el cristianismo? Este es el gran problema del cristianismo en la modernidad del que se ocupó Joseph Ratzinger, de ahí el título del libro de Jaime Antúnez.
Hay quienes piensan que en realidad si un cristiano es tolerante, debe poner en duda su propia convicción. Una verdadera actitud en el espacio público democrático consistiría en decir que la verdad que yo tengo podría no ser verdad. El espacio público estaría habitado por puntos de vista finalmente misteriosos, cuya verdad nos es negada y nos va a ser siempre negada, de manera tal que la única actitud posible, incluso para los creyentes convencidos, es que disimulen su convicción y aparezcan en el espacio público como sujetos tolerantes, capaces de entender que ellos podrían estar equivocados y que sus interlocutores podrían finalmente tener la verdad.
Esta es la actitud que suele sugerirse para comparecer en el espacio público contemporáneo, esta actitud de total tolerancia. Este es un punto de vista que a veces seduce a algunos cristianos... y tiene el problema de acabar relegando, recluyendo, las propias convicciones en el espacio privado y negando ese mandato de ser “la sal de la tierra y la luz del mundo” (Cf. Mt 5, 13-16). La actitud del cristiano que se niega a defender la verdad en la que cree y que para participar del espacio público democrático entonces la pone en paréntesis, la oculta, la inhibe, la relativiza, a veces incluso la niega, a cambio de cultivarla en secreto, me parece a mí que traiciona este mandato, sin ninguna duda.
La otra alternativa es creer que la tarea de un cristiano consiste en ganar la adhesión de la mayoría, y entonces debe paliar este punto de vista, morigerarlo, atenuarlo, no mostrarlo en toda su radicalidad, sino que limarlo, limar asperezas, evitar los excesos, evitar la locura de la cruz, digamos, y transformar entonces el cristianismo en una especie de ideología soft, donde se resigna parte de la propia convicción, a cambio de expandir el número de los creyentes.
A mí me parece, siendo yo no creyente, que ambos son errores y el gran aporte que puede hacer el cristianismo al debate contemporáneo consiste en afirmar sin ambages, sin remilgos, sin relativizaciones, la verdad en la que cree, en el entendido, claro, de que la verdad en la que cree es una verdad extremadamente exigente y una verdad para la cual, creo yo, la cultura contemporánea tiene poco oído, porque es una verdad que consiste en sostener que Dios se hizo torturar, que padeció en la cruz, que la muerte en realidad es una victoria, que el sufrimiento tiene un sentido. Ese tipo de cosas son las verdades que atesora el cristianismo. Si un cristiano no es capaz de decir esto, y de creerlo firmemente y de pensar que el gran acontecimiento histórico es la muerte de Cristo en la cruz y eso le confiere sentido al tiempo; si un cristiano no es capaz de decir eso, y de defenderlo, me parece que le está haciendo un flaco favor a la fe que dice tener.
Pero hoy día lo que yo veo como un observador del debate público, es más bien cristianos livianos, que ya no creen en estas cosas y que decoran lo que creen, lo disimulan, lo suavizan, transforman el cristianismo en una especie de ideología soft, cuando todo el vigor del cristianismo radica en la radicalidad de su mensaje y radica en la idea de que un cristiano de veras tiene que estar convencido de que hay una verdad que él atesora no para imponerla coactivamente al resto, pero sí para proclamarla, porque si un cristiano no cree eso, entonces no está siendo cristiano. Podrá ser una buena persona, un moralista, una persona preocupada de la justicia social, lo que ustedes quieran, pero cristiano en el sentido teológico de la expresión no lo va a ser si tiene esa actitud. El cristiano tiene que abrazar la verdad en la que cree y defenderla y proclamarla. En eso consiste, me parece a mí, ser creyente.
Entonces, la primera cuestión, recuerden ustedes, era si acaso había alguna novedad genuina en el cristianismo, y lo que dije fue que la noticia genuina de un cristiano es que hace del Dios absoluto, un Dios personal. Esto es sorprendente. Si ustedes se fijan bien, afirmar que hay un absoluto, un absolutamente otro, al que llamamos Dios, que sin embargo tiene una relación personal con cada uno de ustedes, es una cosa sorprendente, seductora, gigantesca, grandiosa, ahí radica la grandeza del mensaje cristiano para quienes adhieren a él.
Y la segunda cuestión que he mencionado es el tema de la verdad. Hay que abandonar, yo no debiera decir esto, pero lo voy a decir, hay que abandonar este catolicismo, este cristianismo descafeinado que tantas personas cultivan a la carta, un mensaje adecuado a los vientos del tiempo, adecuado a las audiencias que se niegan, como digo, a defender la verdad que cualquier persona que vive el cristianismo sabe que el cristiano debe resolver.
¿Qué es esto de la problematicidad de la existencia? La problematicidad de la existencia está dada por el hecho de la muerte, ¿no? Fíjense ustedes que Simone de Beauvoir, en sus memorias, en el último tomo que se llama “La fuerza de las cosas”, cuando ella está vieja, dice: “de pronto recuerdo los jardines que me emocionaban en la adolescencia, los sueños que tuve cuando era madura, los entusiasmos que sentía cuando escribía, y ahora me voy a morir”; dice: “estoy vieja y descubro que todo eso era un engaño, porque me voy a morir. Miro para atrás”, dice, “y mis sueños de adolescencia, mis proyectos de vida, los libros que escribí, parecen nada”. Esta es la problematicidad de la existencia humana, y lo que uno advierte al leer a Ratzinger es que estamos en presencia de un teólogo que pone esto en el centro de la Teología. Es decir, la fe, como la define el propio Ratzinger, es una decisión existencial acerca de la problematicidad del propio existir, no es una forma de conocimiento, como algunos creen, no es que el que tiene fe sepa cosas que aquellos que no tenemos fe, carecemos, no. La fe es una posición ante la problematicidad de la existencia.
Ustedes recuerdan la carta de Pablo a los tesalonicenses. Los tesalonicenses eran griegos a quienes Pablo intenta convertir. Les cuenta Pablo que según la fe que él cree y que tiene, según la revelación, hay que esperar la segunda venida de Cristo, y los tesalonicenses, que eran gente más bien tosca al parecer, le insisten mucho a Pablo en las cartas que les diga cuándo viene, cuándo llega. La primera carta de los tesalonicenses es una cosa extraordinaria, que creo yo pone en el centro este tema de la problematicidad de la existencia y la fe como una decisión existencial, que es como la caracteriza Ratzinger. Pablo en la primera carta les dice: “¿Cuándo sucederá eso? ¿Cómo será? Sobre esto, hermanos, no necesitan que se les hable, pues saben perfectamente que el día del Señor llega como un ladrón en plena noche” y agrega: “Pero ustedes, hermanos, no andan en tinieblas, de modo que ese día no los sorprenderá como hace el ladrón” (1 Tes 5). Para un cristiano no importa cuándo llegará la segunda venida, importa el cómo de la espera, es la actitud de espera la que importa, la que constituye a un cristiano para evitar que cuando venga, “nos sorprenda como un ladrón en plena noche”. Existir evitando que la existencia nos sorprenda como un ladrón en plena noche, este es el centro de lo cristiano como existencia, como vivencia existencial y me parece que esto aparece brillantemente expuesto en la obra de Ratzinger, y no queda más entonces que agradecer al Académico Jaime Antúnez habernos recordado todo esto.
Muchísimas gracias.