Jaime Castellón Covarrubias, S.J.
San Alberto Hurtado: a Dios desde los descartados
Ediciones Revista Mensaje Chile, 2022
646 págs
El padre Jaime Castellón S.J. ha escrito una excelente biografía del padre Hurtado, la más completa desde la que escribiera hace ya mucho tiempo Alejandro Magnet (1954, reeditada en 2018 por la Editorial de la Universidad Alberto Hurtado). En este enorme lapso de casi setenta años solo habíamos conocido pequeños textos biográficos o estudios parciales sobre la vida y obra del padre Hurtado (la mayoría no disponibles para el gran público), nunca una biografía minuciosa y detallada. El propio padre Castellón había escrito antes sobre la espiritualidad del padre Hurtado, en Padre Hurtado S.J.: su espiritualidad (Edit. Don Bosco, 1998) y Diarios Espirituales del padre Hurtado (CEI, 1999) y más tarde Cartas e Informes del padre Hurtado (Ediciones UC, 2005). Pero lo que ahora nos ofrece es un texto voluminoso que se apoya en todo el material recopilado por el Archivo del padre Hurtado (ARPAH) con ocasión de las causas de beatificación y canonización en las que el mismo padre Castellón participó activamente.
En un lenguaje sencillo y sobrio se recorre toda la vida del padre Hurtado con detalles vivos y meticulosidad biográfica. El padre Castellón se queja con razón de que el padre Hurtado haya revelado muy poco acerca de su vida interior; por lo tanto, un retrato más íntimo es muy difícil de hacer. Volcado enteramente hacia el estudio y la acción, conocemos mejor (y casi exclusivamente) lo que dijo, escribió e hizo.
Es arduo resumir una biografía voluminosa en pocas palabras. Algunos trazos de su personalidad religiosa, sin embargo, son bien acentuados. Llama la atención, en efecto, la precocidad de su orientación hacia los pobres. Muy tempranamente vinculado con las obras tradicionales de beneficencia de San Vicente de Paul conectó rápidamente con los primeros círculos de lectura de la Rerum novarum reunidos en torno al padre Vives y luego con los problemas sociales acuciantes de su época que abarcaron desde la niñez desvalida hasta la explotación y miseria obrera. También es visible el impacto de su estadía en la Universidad de Lovaina, donde abandona el molde tradicionalista de la formación jesuita chilena y española (donde comenzó sus estudios de teología en medio de las primeras oleadas de la persecución religiosa) y se contacta con todo el movimiento de renovación católica que incluía la renovación litúrgica (en aquellos años se promovía asistir a la iglesia con un misal donde podía seguirse la misa en lengua vernácula), la organización de la juventud obrera católica del padre Cardijn, las fuentes de una espiritualidad decididamente cristológica, la apertura hacia la psicología, las ciencias sociales y la pedagogía moderna, todas cosas impensables a la sazón en nuestro medio intelectual y religioso.
Según todos los testimonios, el padre Hurtado fue antes que nada un incomparable formador de personas. Transmitía entusiasmo, alegría de vivir en Cristo, optimismo, disposición a la acción, bondad y comprensión ante las dificultades. Predicaba una espiritualidad completamente nueva para su época, formaba círculos de lectura del Evangelio y del magisterio realzando la importancia de una fe reflexiva y no solamente devocional, promovía el contacto frecuente y personal con Dios a través de la oración no estereotipada y el examen libre de conciencia; sobre todo impulsaba a ver a un Cristo no solo sacramentado, sino como presencia real en los demás, y recién entonces impulsaba a todos hacia un apostolado social.
No hay que ver al padre Hurtado solamente como apóstol de los pobres y promotor del evangelio social. Renovó completamente la espiritualidad cristiana de su época con actitudes que luego serán moneda corriente (aunque todavía se practican poco), pero que entonces no lo eran. Hizo progresos totalmente extraordinarios en el campo de la pedagogía, promoviendo una enseñanza centrada en las necesidades del niño (que entonces se llamaba educación nueva), relevando la importancia de la afectividad de la que nadie se atrevía a hablar y esclareciendo a todo el mundo los trastornos e inquietudes que son propios de la adolescencia (una etapa de la vida que recién comenzaba a insinuarse entonces como problemática y de la que nadie entendía ni palote; los informes de la época se quejaban de la indolencia y de la falta de carácter de los jóvenes, y cómo ahora los malos educadores le echaban la culpa a los educandos).
Redefine también la vocación sacerdotal en una dirección que abarca la consejería personal (se le recuerda como un sacerdote que daba consejos breves y contundentes), el testimonio de una vida pobre y sencilla y el papel del sacerdote como protector de los débiles y los pobres. Los reproches no tardaron en llegar: insistía demasiado en actuar por convicción personal y desconocía el valor de la tradición, de la disciplina religiosa y de las observancias exteriores y no obedecía suficientemente a la jerarquía religiosa, en lo que fue el meollo de su controversia con monseñor Augusto Salinas que le costó su salida de la Acción Católica. Hubo recelos de muchos visitadores jesuitas que le reprochaban su independencia de juicio y la desatención hacia la vida comunitaria y que llegaron a decir que no compartía cabalmente el espíritu de la Compañía.
Otros reproches son más trillados, la acusación de comunista a todo aquel que se tomara en serio la Doctrina Social de la Iglesia, sus amistades en el falangismo que se desprendía a la sazón del partido conservador (aunque en esto sólidamente respaldado por el cardenal José María Caro, que aconsejaba la prescindencia política del clero, una forma de desprender a la Iglesia de su tradicional alianza con el partido conservador) o también su apertura a colaborar eventualmente con los comunistas en el plano sindical que según algunos no estaba contenida en la condena doctrinal (a pesar del “intrínsecamente perverso” de Divini Redemptoris de Pío XI que prohibía toda cooperación).
Después de la Acción Católica y de su gran época de formador, el padre Hurtado se dedica a sus dos grandes obras sociales, el Hogar de Cristo (1944) en el lado de la asistencia social y la ASICH (1947) en su empeño por construir un sindicalismo católico, que inevitablemente debía colaborar en algún plano con comunistas y socialistas y denunciar la injusticia ya no solamente de la pobreza, sino también de la desigualdad social. Una visita a Estados Unidos le sorprende por el alcance de la obra social del catolicismo norteamericano (que comprende hospitales y colegios más que hospicios) y el enorme compromiso laical con el financiamiento, dirección y administración de estas obras. Una visita a las obras sociales francesas, por su parte, le permite conocer la experiencia obrera de los hermanitos de Jesús (la obra fundada por el padre Voillaume bajo inspiración de Charles de Foucault), cuya espiritualidad lo dejó hondamente impresionado al punto de conseguir poco antes de morir que los primeros hermanitos franceses se instalaran en la población Los Nogales, al frente del Hogar de Cristo. La minuta que dejó sobre lo que llamaba “encarnación obrera”, con sus ventajas y desventajas, es un documento de honda teología cristiana.
El examen de la obra del padre Hurtado también es de interés en el libro del padre Castellón, sobre todo con ¿Es Chile un país católico? (1941), su libro más impactante y probablemente la obra más influyente en la literatura católica del siglo pasado, y luego con Humanismo Social (1947), el mejor compendio de doctrina social que hubo en aquellos años en que se formaban las bases del movimiento social católico y de la democracia cristiana. Los últimos meses del padre Hurtado –una vida truncada en la plenitud de sus fuerzas y una muerte aceptada con alegría y resignación que da testimonio de una fe vibrante y poderosa– están relatados con delicadeza y emoción. El padre Hurtado murió en olor de santidad, reconocido unánimemente en todos los rincones sociales y políticos como un hombre excepcional, una verdadera visita de Dios en un país modesto y pequeño, una buena noticia para los pobres y un llamado indeleble para la conciencia de todos los católicos chilenos.
Eduardo Valenzuela