Daniel Portillo Trevizo
Editorial Sal Terrae, 3
Maliaño, España, 2020
27 págs
Este libro, que reúne los trabajos de once autores, trata tanto de manera científica como interdisciplinaria el complejo tema del abuso y de la prevención, y lleva a cabo una importante contribución a la teología del abuso sexual, área no suficientemente desarrollada en la Iglesia católica. Jesús María Aguiñaga Fernández, Luis Manuel Alí Herrera, Federico Altbach Núñez, Sandra Arenas, Benjamín Clariond Domene, Eamonn Conway, César Kuzma, Rafael Luciani, Ernesto Palafox y Carlos Schickendantz son las voces convocadas en esta investigación. Presentamos a continuación el prólogo escrito por el Papa Francisco, y la introducción al tema que desarrolla el editor del volumen, P. Daniel Portillo Trevizo.
Prólogo
Recibí con alegría y esperanza la obra Teología y prevención, un estudio teológico interdisciplinar sobre la prevención de los abusos en la Iglesia, coordinada por el Consejo Latinoamericano del Centro de Investigación y Formación Interdisciplinar para la Protección de Menores (CEPROME) de la Universidad Pontificia de México. Agradezco las contribuciones de cada uno de los autoresque, desde la teología, nos invitan a profundizar en este doloroso mal de los abusos sexuales ocurridos en nuestra Iglesia católica.
En este último tiempo eclesial fuimos retados a mirar de frente este conflicto, asumirlo y sufrirlo junto a las víctimas, sus familiares y la comunidad toda para encontrar caminos que nos hagan decir: nunca más a la cultura del abuso. Esta realidad nos reclama trabajar en la concientización y promoción de la cultura del cuidado y la protección en nuestras comunidades y en la sociedad en general para que ninguna persona vea vulnerada o maltratada su integridad y dignidad. Luchar contra los abusos es propiciar y potenciar comunidades capaces de velar y anunciar que toda vida merece ser respetada y valorada; especialmente la de los más indefensos que no cuentan con los recursos para hacer sentir su voz.
La necesaria denuncia va acompañada siempre de un anuncio que a todos nos hará bien escuchar: “les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40).
Rezo por ustedes, por todo el bien que realizan y también para que los frutos de sus esfuerzos sean fecundos en la prevención y proféticos en la promoción de una comunidad eclesial viva, alegre y con el sabor inconfundible del Evangelio.
Que el Señor los bendiga y la Virgen Santa los cuide; y, por favor, no se olviden de rezar y hacer rezar por mí.
Fraternalmente
Papa Francisco
Roma, 9 de julio de 2020
Introducción al capítulo “Iglesia y Prevención.
Hacia una teología de la prevención”
La Iglesia es una comunidad de amor. Así la definió el papa Benedicto XVI, dentro de su bella encíclica Deus caritas est. El amor, según el papa emérito, es lo que da identidad a la Iglesia, sin él no se podría concebir una comunidad bajo un proceso permanente y dinámico de donación e interrelación. La experiencia del amor implica, consecuentemente, un camino permanente que conduce desde la realidad del yo ensimismado hacia su liberación en la entrega de sí (cf. DC 19-39).
Sin embargo, esta comunidad, que en su identidad misma resulta amorosa, se encuentra en uno de los momentos más críticos, arriesgados y delicados de su larga historia. El amor ha sido maltratado con el látigo de la violencia, ha sido traicionado por algunos de los miembros que conforman esta comunidad. Dichos actos de violencia dejan en evidencia que la Iglesia no puede continuar en la historia si abandona este elemento fundamental. Cabalmente el amor siempre será necesario, para que la institución eclesial pueda ser justa, sin él, no sería posible entender su identidad y su misión en el mundo.
Los abusos sexuales de menores cometidos dentro de la Iglesia son, en sí mismos, una traición a la identidad y a la misión de ella misma. De acuerdo con estos dos aspectos, la Iglesia debe seguir profundizando su honda experiencia, a través de la escucha de las realidades que acontecen en sí misma y en la sociedad, así como también reconocer con pesar sus negligencias; examinar su cercanía en las situaciones humanas más trágicas; valorar si su actual misión en el mundo protege a su feligresía o, por el contrario, se muestra pasiva ante los actos de injusticia sobre la dignidad humana.
Evidentemente, cuando la Iglesia resulta sorda para escuchar el clamor de los oprimidos por el sufrimiento y el dolor, se convierte, como señalaba el papa Francisco, en “una Iglesia a la defensiva, que pierde la humildad, que deja de escuchar, que no permite que la cuestionen […]. Aunque tenga la verdad del Evangelio, eso no significa que la haya comprendido plenamente; más bien tiene que crecer siempre en la comprensión de ese tesoro inagotable” (CV 41). Previamente, en otro de sus documentos, señalaba que una Iglesia defensiva lleva, sin duda, al desencanto, que mata la alegría de los fieles y los aleja de su fe católica (cf. EG 70). Consecuentemente, el desencanto por los abusos sexuales ocurridos provoca en los cristianos un “complejo de inferioridad que los lleva a relativizar u ocultar su identidad” (EG 79).
De tal manera que este escandaloso horizonte exige, necesariamente, la revisión de la misión de la Iglesia. Puesto que la finalidad última de esta no es otra que su diaconía en el mundo entendida, precisamente, como un servicio al cuidado, a la protección y a la unidad de la familia humana, mostrándose sensible ante el dolor humano. Indiscutiblemente, cuando la Iglesia traiciona y corrompe su misión se abstrae, vive el riesgo de encerrarse en sí misma y referirse solo a ella. La corrupción estructural de la Iglesia resultará siempre un patológico “centralismo” que provocará, sin duda, un discurso ideológico autorreferencial, un monólogo eclesial. Un discurso eclesiológico de esta tendencia resulta incapaz de atestiguar la protección de los menores y de las personas vulnerables, en un mundo cada vez más necesitado de una verdadera globalización de la prevención. La Iglesia no estará exageradamente pendiente de sí misma cuanto más se recuerde su misión en el mundo. Ya lo decía Juan Pablo II a los obispos de Oceanía, “toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie de introversión eclesial” (EO, 19).
Particularmente, la crisis de los abusos sexuales de menores por parte de clérigos ha sumergido a la Iglesia en una seria reflexión institucional; los escándalos han dejado de considerarse solo una responsabilidad personal del agresor y, por lo tanto, han exigido una mirada sistémico-eclesial que amplíe el espacio de responsabilidad de manera más honesta. Toda falta cometida por algún miembro de una institución, como lo es la Iglesia, es incómoda también para el sistema; por lo tanto, puede ser también señal de un problema teológico subyacente a nivel eclesial. No tiene sentido concentrar toda la atención en el culpable o en el autor material del delito, sino que también es necesario ponerse en otra lógica. Dicha lógica consiste en ser consciente de que la responsabilidad es también de la institución eclesial, de la cual el agresor y la víctima son integrantes. Es así como, dentro de esta misma lógica sistémica, resulta indispensable incluir la reflexión teológica sobre la Iglesia.
Los escándalos sexuales vienen estremeciendo la conciencia de la Iglesia, incluyendo todo aquello que respecta también al silencio y al ocultamiento. Además, ha venido experimentando un profundo malestar que conduce, consecuentemente, a un desconcierto teológico, debido a que dichos actos delictivos traicionan su identidad y misión en el mundo. Toda esta situación emergente ha obligado a la Iglesia a una plural reflexión, puesto que el análisis del escándalo no solo tiene una connotación sexual; el problema presenta diferentes aristas, una de ellas, quizá una de las principales, es la aproximación teológica, concretamente de la misma eclesiología.
No solo resulta devastador encontrar ambientes eclesiales comandados por la negligencia y la falta de transparencia, sino también resulta desalentador coincidir con aquellos que se encuentran desorganizados y desestructurados, en donde la falta de una reflexión eclesiológica resulta, también, un indicador de un ambiente vulnerable y susceptible de abuso, aunque este no fuera sexual. No resulta extraña la operación en donde los ambientes eclesiales, sin una seria reflexión teológica, terminan siendo ambientes más peligrosos para el encubrimiento, la negligencia y para la realización de actos sexuales por parte de sus miembros.
Por otro lado, la prevención de los abusos sexuales por parte de los sacerdotes está preñada en una auténtica teología de la Iglesia. De tal manera que una sana eclesiología resulta ya una primera y elemental prevención contra los abusos. Una teología en clave de prevención es la carta de presentación del cuidado y de la protección eclesial. La teología de la prevención, como parte necesaria de todo el sistema tutelar de la Iglesia, no tendría como faena solo establecer el clima preventivo dentro de la formación cristiana, sino también, como parte esencial de su labor, debe desarrollar la atención necesaria a todos los bautizados que, indirectamente, han tenido que padecer el abuso sexual perpetrado por algún miembro de la comunidad.