Tiempo de morir
Los últimos días de la vida de los monjes
Nicolas Diat
Palabra
220 págs.
Madrid, 2020.
Tiempo de morir es un libro escrito en las abadías de Francia que procura recoger relatos y confidencias acerca de la manera como mueren los monjes.
Existe algo en la vida y en la tradición monástica que predispone hacia el buen morir, algo que este libro se propone desentrañar a través de relatos simples y directos obtenidos en visitas a los monasterios de Lagrasse, En-Calcat, Solesmes, Sept-Fons, Citeaux, Fontgombault, Mondaye y la Gran Cartuja, que cubren la diversidad de la experiencia monástica, benedictina, trapense, premonstratense y cartuja. “La entrada al monasterio es el primer paso hacia la muerte”, se entra al monasterio por un anhelo de Dios que culmina y alcanza la plenitud requerida con la muerte. Por eso es común que los monjes piensen constantemente en ella y la coloquen en frente sin los titubeos ni las cobardías del hombre común. San Benito decía que la muerte debe ser mirada a la cara. El abad de Sept-Fons agrega que “el monje se pasa la vida anhelando el cielo” y por ello enfrenta la muerte de manera serena e incluso alegremente, nadie llora ni viste luto, simplemente se acompaña y se ora y pronto se recupera la calma de la vida habitual. Los monjes mueren bajo la firme convicción de que serán acogidos en la casa del Padre y que es Cristo quien ha venido a buscarlos, algo que hizo a Lutero rechazar el monacato como el modelo de salvación por las obras. Pero es inevitable: el monasterio santifica, sobre todo una vida larga dedicada a la oración, de manera que muchos mueren derechamente en olor de santidad o en un estado de gracia muy semejante.
La muerte del monje es una muerte en comunidad, en agudo contraste con la muerte solitaria del hombre actual. A los monjes precisamente jóvenes se les encomienda la atención de los enfermos y moribundos, mientras que estos conservan su lugar en el coro y en el refectorio cualquiera sea su condición de salud, con lo que se refrenda la solidaridad intergeneracional de la muerte, una barca en la que vamos todos. Los monjes deben enfrentar la muerte en todas sus formas, incluso la del suicidio, que introduce una consternación y angustia inaudita en la vida monacal, tal como se aprecia en un relato de la abadía de En-Calcat o la muerte prematura del recién profesado como en el relato de Lagrasse que abre el libro. La enfermedad de la depresión existe como en todas partes, las enfermedades crónicas y sobre todo el Alzheimer abundan al momento de morir, sobre todo en el marco de una vida longeva, que es característica de los monasterios que contienen de suyo un estilo de vida saludable a más no poder. Los hermanos cuidadores siguen la tradición monacal de ver a Cristo en el forastero y en el enfermo y se los atiende con la misma solicitud que se dedica a la oración. La lucha de los monasterios contra los cuidados de la medicina moderna, sobre todo aquella que devuelve a los pacientes en estado de coma y que impide preparar la muerte en condiciones adecuadas, es constante, a pesar de que los monasterios han retenido enteramente la disponibilidad de sus ritos funerarios y cementerios.
Los muertos son conservados en la memoria, se redacta una crónica necrológica que cada cierto tiempo se recuerda solemnemente siguiendo la antigua tradición de los rollos funerarios donde se anotaba y conservaba el nombre de los muertos. La comunidad monástica es una comunidad de origen, y aunque el número de los vivos se haya reducido, también se conforma y amplía con la de los que han partido. La tradición cisterciense recogida en el monasterio de estricta observancia de Sept-Fons es indicativa. Se acompaña al monje desde su agonía hasta el cementerio, no se lo deja nunca solo, depositan su cuerpo directamente en la tierra, en un lugar que han cavado sus propios hermanos y después del entierro se postran ellos mismos en tierra para refrendar su destino común (“postración sobre los nudillos”).
La muerte es dulce, serena, apacible, a veces perturbada por el sufrimiento y el dolor que indispone al enfermo más de la cuenta, pero rara vez aparece el terror de la muerte y un desasosiego profundo. Un asomo de angustia es inevitable, algo propio de todo ser humano que se abraza a la vida, incluso contra toda probabilidad, pero no constituye nunca el sentimiento dominante, sobre todo al momento de morir. Como en toda la tradición cristiana el rostro sereno y resplandeciente del difunto, a quien por consiguiente se lo mira sin ambages, es una señal de acogida en el cielo y de bienaventuranza. Solo en la tradición eremítica de los cartujos se aprecia la muerte solitaria, silenciosa e imperceptible (que Dom Dysmas de Lassus, prior de la Gran Cartuja, la asemeja a la parada de un autobús en un camino solitario de noche, donde solía acompañar a un hermano que regresaba a la ciudad), con un mínimo de aspavientos y gestos y en cuyos cementerios ni siquiera se graba el nombre del monje fallecido, en el esfuerzo cartujo por pasar completamente desapercibido.
Los monjes han cultivado y conservan el arte cristiano del buen morir de manera inigualable. Premio cardenal Lustiger y Gran Premio de la Academia Francesa 2018, este libro de Diat, prologado por el cardenal Robert Sarah, con quien ha publicado sus principales libros, se lee con emoción apenas contenida ante la belleza incomparable de la muerte.
Eduardo Valenzuela C.