En la encíclica Evangelium vitae, Juan Pablo II manifiesta que estamos inmersos en medio de una lucha dramática entre la cultura de la muerte y la cultura de la vida. Es una lucha análoga a la vivida con motivo de la cruz de Cristo, “una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte” (EV, 50). A la vez, este panorama de luces y sombras en relación a la vida no se presenta a nuestros ojos en cuanto espectadores, sino en cuanto actores: “estamos ‘en medio’ de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida” (EV,28). Juan Pablo II se mueve en un sano realismo; por un lado no hay espacio para pesimismo alguno, ya que la oscuridad no eclipsa el resplandor de la cruz, sino que por el contrario lo resalta aún más. Por otro lado tampoco hay espacio para un optimismo ingenuo que nos lleva a bajar los brazos a la hora de defender y promover la vida
John Paul II the Evangelium Vitae encyclical manifests that we are immersed in a dramatic battle between the culture of death ante the culture of life. It is a fight analogous to Christ’s in the Cross, “an immense battle between the forces of good ande the forces of evil, between life and death” (E.V.50).
At the same time that panorama of life’s lights and shadow dos not appear to our eyes as spectators, but as actors “we are ‘in the midst of this conflict: we are all implicated and obliged to participate, with the unavoidable responsibility of choosing unconditionally in favour of life” (E.V.28). John Paul II proceeds with wholesome realism, on one hand there is no space form any pessimism, as darkness does not eclipse the brightness of the cross, quite the opposite, it enhances it even more. On the other hand, neither is there space for a naif optimism that night lead us to lower arms at the time of defending and promoting life.
La preocupación de Juan Pablo II por el tema de la vida está en el centro de su solicitud pastoral. El tema está presente en múltiples encíclicas, exhortaciones apostólicas, discursos, homilías. Notable resulta la encíclica Dominun et vivificantem, donde Juan Pablo II habla de señales de muerte que se manifiestan en las sociedades más avanzadas, y de modo patente en el ámbito de la ciencia y la tecnología, en la carrera armamentista y los peligros asociados a ella. También estas señales se manifiestan de modo dramático en las vastas zonas del planeta marcadas por la indigencia y el hambre[2]. Estos signos, según el Papa, se hacen más sombríos en lo difundido que se halla el hecho de truncar la vida de seres humanos antes de nacer o antes de su muerte natural, así como en las guerras y el terrorismo[3]. Estos hechos son producto de un específico sistema cultural que ha ido configurando una verdadera cultura de la muerte[4].
Lo importante es tener claridad de que la cultura no es un dato dado, sino más bien algo que el hombre va construyendo. En este sentido, la cultura es producto de las acciones humanas y, como consecuencia, una realidad que surge de la actividad del hombre en los amplios y variados campos en los que se desarrolla y de sus fuentes inspiradoras. El hombre es el artífice de la cultura en la que está inmerso, con sus valores y desvalores y al mismo tiempo es el objeto de la cultura.
Esto significa que en cuanto sujeto de la cultura el hombre es capaz de realizar un juicio en torno a ella y aceptarla, rechazarla o cambiarla.
Por último, es necesario recalcar el carácter dinámico de las culturas, y la posibilidad de ser transformadas. Ello implica que la cultura de la muerte no es una cultura a la que hay que rendirse, sino que nos abre a la posibilidad de una cultura nueva que esté a la altura de la dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. Estamos todos invitados con nuestra acción a colaborar de tal manera de pasar de la cultura de la muerte a la cultura de la vida. Es ahí donde no podemos eludir nuestra propia responsabilidad en el campo de acción que nos es propio. La defensa de la vida humana y su promoción es parte integrante de la evangelización.
En las Naciones Unidas postuló que el proceso de cambio en el que se encuentra inmerso el mundo de hoy no podrá llevarse a cabo en sentido de salvación al margen de una cultura nueva de dimensiones planetarias. Y ella parte desde Cristo si pretende ser auténticamente humana[5].
En lo que se refiere directamente a la encíclica Evangelium vitae, escrita hace 15 años y más vigente que nunca, ella está estructurada en seis partes: una introducción, cuatro capítulos y una conclusión. Es una encíclica que tiene varios propósitos: denunciar los atentados en contra de la vida que constituyen una verdadera conjura en contra de ésta; anunciar el valor de la vida humana, promoverla y defenderla en los más amplios campos de la cultura.
Su método es exhortativo y su lenguaje claro y sin ambigüedades. El Papa Juan Pablo la escribe arraigado en sólidos fundamentos, aportados por la ciencia, la filosofía y la teología, consciente de que las alas de la razón y la fe se alzan juntas a la hora de una búsqueda sincera de la verdad[6]. Él mismo plantea la urgencia “de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño”[7]. En ese sentido, esta encíclica es una invitación a llamar bien al bien y mal al mal[8]. También es una invitación a admirarse de la maravilla que significa cada vida humana[9]. Es una encíclica escrita por el pastor universal de la Iglesia, por lo tanto de carácter pastoral; sin embargo tiene una dimensión política. En efecto, el Papa hace ver que las leyes y los poderes ejecutivos y legislativos juegan un rol esencial a la hora de fomentar las políticas públicas, ya sea a favor o en contra de la vida, sobre todo en su etapa inicial o en su ocaso. Dice al respecto: “Si las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres[10].
El Santo Padre hace ver que estamos inmersos en medio de una lucha dramática entre la cultura de la muerte y la cultura de la vida[11]. Es una lucha análoga a la vivida con motivo de la cruz de Cristo, “una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte”[12]. Lo interesante es que para Juan Pablo II, este panorama de luces y sombras en relación a la vida no se presenta a nuestros ojos en cuanto espectadores, sino en cuanto actores. “Estamos ‘en medio’ de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida”[13].
Juan Pablo II se mueve en un sano realismo; por un lado no hay espacio para pesimismo alguno, ya que la oscuridad no eclipsa el resplandor de la cruz, sino que por el contrario lo resalta aún más[14]. Por otro lado tampoco hay espacio para un optimismo ingenuo que nos llevara a bajar los brazos a la hora de defender y promover la vida.
Los signos que van configurando una verdadera cultura de la vida son muchos, están a la vista y el Papa los nombra expresamente[15]:
- Las iniciativas a favor de las personas más débiles e indefensas promovidas por personas, grupos, movimientos y diversas organizaciones.
- Los esposos que generosamente acogen a los hijos como el don más excelente.
- Las familias que acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a ancianos solos.
- Los centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas, que ayudan moral y materialmente a madres en dificultad.
- Los grupos de voluntarios.
- La creciente solidaridad entre los pueblos.
- Los movimientos e iniciativas que han surgido como respuesta a legislaciones que han permitido el aborto e intentan legalizar la eutanasia.
- Las personas que con gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado trabajan para dar alivio al más débil y necesitado.
- La nueva sensibilidad en contra de la guerra que existe en amplios sectores sociales.
- La aversión cada vez más difundida en contra de la pena de muerte.
- La mayor atención que se le da a la calidad de vida y a la ecología, especialmente en los países desarrollados.
- El despertar de una reflexión ética acerca de la vida con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética, disciplina que tiene la tarea de reflexionar en torno a los problemas éticos que afectan a la vida del hombre.
Junto a estas manifestaciones a favor de la vida, está la cultura de la muerte que se manifiesta en la “multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos”[16]. Esta cultura de la muerte es “promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia”[17].
Dichas amenazas adquieren “nuevas facetas y dimensiones inquietantes”[18]. El panorama sombrío descrito por el Concilio Vaticano II[19], en cuanto a atentados en contra de la vida se refiere, se va extendiendo y va consolidando una nueva situación cultural, que podemos sintetizar de la siguiente manera: en el caso del aborto, lo que era un delito, hoy se constituye en un derecho que cuenta con la autorización del Estado para practicarlo con absoluta libertad y además con la ayuda gratuita de los servicios sanitarios[20].
Por tanto, la cultura de la muerte ha ido penetrando todos los estamentos de la sociedad, que resumo así[21]:
- A nivel legislativo, no sólo se penan las prácticas en contra de la vida, sino que tienen reconocimiento. Los consensos se han abierto paso como criterio para discernir entre el bien y el mal.
- A nivel social, prácticas que eran condenadas por su carácter delictivo, hoy van siendo poco a poco socialmente respetables, o al menos aceptables.
- A nivel de la medicina, se percibe una cierta contradicción entre lo que es su naturaleza y las prácticas en contra de la vida.
- A nivel político, se percibe una visión utilitarista e instrumental de las personas, en cuanto que los temas demográficos son tratados desde una mirada economicista, donde se supedita la ayuda económica a políticas demográficas que no respetan la dignidad de la persona humana.
- Pero lo más preocupante es que todas estas nuevas situaciones son los síntomas de un gran deterioro moral, que se traduce en una cierta incapacidad de distinguir entre el bien y el mal.
Vemos entonces como toda la estructura de la convivencia social, comenzando por la conciencia individual y colectiva, así como el aparato estatal se ha ido impregnando de una manera de relacionarnos con los demás que efectivamente va edificando una cultura de muerte[22].
Son muchos los factores que han confluido para hallarnos en presencia de la cultura de la muerte. Quizás un primer elemento a considerar dice relación con la pérdida del carácter sagrado que la vida humana lleva grabada en sí[23].
El concepto de sacralidad de la vida, que dice relación con un orden “metafísico”, en cuanto que nos refiere a Dios creador y trascendente, ha sido desplazado por un concepto intramundano, carente de toda trascendencia: se trata de la “calidad de vida”. Este concepto plantea que lo importante para reconocer el valor de la persona no está centrado tanto en el ser, sino más bien en la eficiencia económica, el consumismo desordenado, la belleza y el goce de la vida física; dejando de lado aspectos tan significativos de la existencia, como son los relacionales, espirituales y religiosos[24].
Cuando la cultura va fundamentando su ethos exclusivamente en el tener o el hacer y no en el ser, necesariamente comienza a hacerse espacio la arbitrariedad y la injusticia. Así por ejemplo el Papa denuncia que “quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar[25].
Una cultura en la que está inmerso el hombre auténticamente humana ha de ser fuerte de crecimiento en el orden del “ser”. En ese sentido ha de ser respetuosa de la naturaleza del hombre, de la verdad que lleva grabada en cuanto tal. Una cultura que prescinda de la pregunta acerca del hombre, o que lo ponga entre paréntesis terminará necesariamente en contra de sí misma. Lo “cultural” así nos lleva de la mano hacia lo moral, lo que no puede plantearse al margen de lo religioso[26]. Al respecto la enseñanza del magisterio de los obispos reunidos en Concilio es clara. “Por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida” y “sin el Creador la criatura se diluye”[27].
Otro elemento a considerar dice relación con el erróneo concepto que se tiene de la libertad. En una cultura con los signos descritos, sumado a la carencia de un pensar metafísico, no se entiende la libertad como la posibilidad de hacer el bien a la luz de un orden objetivo; se entiende, más bien, como libertad individual de corte subjetivista, es decir, despojada de toda verdad. Una libertad que no está vinculada con la verdad termina necesariamente en contra del mismo hombre[28]. Juan Pablo II dice que “si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los ‘más fuertes’ contra los débiles destinados a sucumbir”[29]. Pensemos, por ejemplo, en los miles de embriones congelados y aquellos que son utilizados para la experimentación, y qué decir de aquellos que son abortados. La vida, bajo este supuesto de libertad, deja de ser el valor primario y la fuente de todos los demás valores. El hombre pasa a ser una cosa, pierde toda consistencia, deja de ser un bien moral, y pasa a ser un mero bien instrumental, sujeto a consideraciones exógenas. En definitiva, de un fin en sí mismo, a cuyo servicio debieran estar las instituciones y demás cosas, pasa a ser un mero medio. Otro aspecto de la vida del hombre que ha sido agredido fruto de una errónea concepción de la libertad en el cuerpo que ya “no se considera como realidad típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás, con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente la sexualidad también se despersonaliza e instrumentaliza… y la procreación se convierte entonces en el ‘enemigo’ a evitar en la práctica de la sexualidad[30].
Quisiera dar un paso más allá. Para hablar de cultura de la muerte, debemos necesariamente entrar en el concepto de pecado y de estructuras de pecado, concepto que aparece tres veces en Evangelium vitae[31].
El fundamento de estas estructuras de pecado que se han ido consolidando en la sociedad y que han dado lugar a una verdadera cultura de la muerte están en que “no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aqueo que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social”[32]. En efecto, toda acción del hombre tiene una connotación moral y en cuanto tal una expresión histórica que se manifiesta y se objetiviza en la vida social, económica y política. En este sentido, los pecados personales van creando un verdadero ambiente de pecado que genera condiciones para nuevos pecados por parte del hombre.
Al hablar de pecado debemos necesariamente remitirnos a Dios, por cuanto el pecado es una ofensa a Él. Hoy la ofensa a Dios no se manifiesta como un ateísmo teórico y militante, sino más bien como ateísmo práctico. Hoy no se niega a Dios, simplemente se le ignora, viviendo como si no existiera.
El desafío que se nos presenta a los cristianos no es menor, especialmente para Occidente. El Papa plantea en el documento maestro de la celebración del Jubileo del año 2000, Terrio millennio adveniente[33], que se ha ido manifestando sobre todo en Occidente un empobrecimiento interior por el olvido y la marginación de Dios.
En la encíclica Evangelium vitae la problemática social se presenta como “una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera ‘cultura de muerte’[34].
Por otra parte, en esta encíclica el Papa hace ver que “la conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida”[35]. Esta conciencia moral, al favorecer o tolerar comportamientos contrarios a la vida, crea y consolida verdaderas y auténticas “estructuras de pecado” contra la vida[36].
El término también lo usa para referirse a las instancias que favorecen el aborto, las cuales van desde la madre, el padre, los servicios creados para apoyar la vida, los legisladores que han promovido y aprobado leyes que amparan el aborto, hasta los que han difundido la libertad sexual y el menosprecio del embarazo, así como los organismos internacionales, fundaciones y asociaciones que promocionan sistemáticamente la legalización y la difusión del aborto en el mundo[37].
En un análisis similar, Juan Pablo II sostiene: “En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la ‘cultura de la vida’ y la ‘cultura de la muerte’, no basta detenerse en la idea perversa de libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo”[38]. Firme y clara la sentencia de Juan Pablo II ampliamente recordada por Benedicto XVI en sus encíclicas: “cuando no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentimiento profundo del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres”[39].
Resulta obvio que cortando la vinculación que de suyo existe entre lo infinito y lo finito, entre lo extramundano y lo mundano, entre lo trascendente y lo inmanente, la manera que va adquiriendo el hombre de relacionarse con los demás, consigo mismo y con el mundo sufre una radical transformación. Si Dios deja de ser el fundamento de una ética vinculante, el horizonte del actuar del hombre será el mismo hombre, y en la política lo será el más fuerte. Según el Santo Padre, los poderosos de la tierra consideran “como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos”[40]. Más aún, el Papa denuncia que “las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista[41].
Esta verdadera cosificación de las personas se comprende en virtud de que “una vez excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no es ‘mater’, quede reducida a ‘material’ disponible a todas las manipulaciones”[42].
Las consecuencias del intento de querer construir un mundo al margen de la realidad de Dios es una de las causas de la profunda crisis de la cultura, que se traduce en un cierto “escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes”[43].
El hombre en esto no cabe duda que se equivocó. Pensó que para afirmarse a sí mismo había que negar a Dios. En realidad sucedió todo lo contrario. Negando a Dios se negó a sí mismo. Esta negación se manifestó en una desconfianza hacia Dios y en la reivindicación de un pensar autónomo de corte exclusivamente antropocéntrico, que llegaría al extremo nietzscheano de afirmar: “El más importante de los acontecimientos recientes, ‘la muerte de Dios’; el hecho de que se haya quebrantado la fe en el Dios cristiano, empieza ya a proyectar sobre Europa sus primeras sombras… Efectivamente, nosotros los filósofos, los espíritus libres, ante la noticia de que Dios antiguo ha muerto, nos sentimos iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón se desborda de gratitud, de asombro, de expectación y curiosidad, el horizonte nos parece libre otra vez, aun suponiendo que no aparezca claro; nuestras naves pueden darse de nuevo a la vela y bogar hacia el peligro: vuelven a ser lícitos todos los azares del que busca el conocimiento; el mar, nuestra alta mar, se abre de nuevo a nosotros, y tal vez no tuvimos jamás un mar tan ancho”[44]. Este horizonte ha llevado a negar la naturaleza de las cosas y un orden moral objetivo que le respeta y potencia.
Si Dios ha muerto, el hombre es el que se fija sus propias reglas amparado por su libertad absoluta e incondicional.
Aquí está el drama: los atentados en contra de la vida suelen presentarse “como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos”[45].
Reflexiones finales a modo de conclusión
No se trata de caer en una actitud pesimista. Pero tampoco se trata de ser ingenuamente optimistas. Estamos en presencia de una concepción del hombre que lejos de mostrar su dignidad y su valor se ve matizada por consideraciones económicas, políticas y sociales muy discutibles desde el punto de vista moral, a la luz de las leyes imperantes en muchas partes del mundo y que se están abriendo camino en Chile. Al dejar a los más débiles en la más absoluta indefensión, “es la fuerza la que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que las ‘razones de la fuerza’ sustituyen la ´fuerza de la razón’”[46]. No debemos descuidar lo que acontece con las políticas públicas que se están fraguando en nuestro país. Este es un aspecto prioritario por el que hay que trabajar, de tal forma de evitar que el “Estado entendido como ‘casa común’ donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, se transforme en Estado tirano, que presume el poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de la utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos”[47]. Juan Pablo II nos recuerda una vez más que “cuando la Iglesia declara que el respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente -desde la concepción a su muerte natural- es uno de los pilares sobre los que se basa toda sociedad civil, ‘quiere simplemente promover un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario, la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente de la más débil”[48]. Si queremos un mundo donde reine la paz, debemos trabajar arduamente para que se vean respetados los derechos del hombre y de todos los hombres, empezando por el más débil.
Esa es la línea fuerza que acompañó el mensaje por la paz de Pablo VI el año 1977. “Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz”[49]. De no ser así, la misma sociedad se contradice a sí misma. Por una parte proclama los derechos humanos y por otro lado, con el aval del Estado, se violan. Por una parte busca la paz y por otra la destruye con leyes permisivas a favor del aborto.
Creo que la falta de una visión trascendente de la vida, así como un escaso interés por hacer una lectura metafísica de la realidad, han contribuido a este panorama. Sentar las bases de una nueva cultura, de la cultura de la vida resulta un imperativo de nuestro tiempo. El estrecho vínculo que ha de existir entre el bien, la verdad y la libertad ha ido perdiendo eficacia. Aspectos tan importantes de la vida de las personas, como la sexualidad, el matrimonio y la procreación han quedado reducidos a la mera opinión o al consenso. Sin embargo, la verdad al final prevalece sobre la mentira; más aún, nos mueve la convicción de que, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. El empeño de toda persona, creyente y no creyente ha de ser el de responder adecuadamente a la pregunta acerca del hombre. No sin razón Juan Pablo II postula que “una tarea corresponde a los intelectuales católicos, llamados a estar presentes activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural, en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística y de la reflexión humanista[50]. Desde esa perspectiva se entiende la creación de la Pontificia Academia Para la Vida. También hace un llamado a los medios de comunicación social. Desde esa respuesta que sobrepasa los ámbitos de las ciencias debemos situarnos quienes pensamos que la defensa de la vida es la labor fundante que ha de inspirar toda actividad para que sea digna del hombre. En este sentido, la referencia a la encíclica Evangelium vitae es sin lugar a dudas una respuesta a la inquietud del Papa cuando afirmaba: “Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quieres participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras diócesis”[51].