No recuerdo haber leído en los últimos años un documento tan estimulante como la encíclica Fides et ratio, publicada hace algunos meses por Juan Pablo II. Su patente rigor conceptual e histórico no es un obstáculo o freno para la decisión con que aborda una de las cuestiones más acuciantes y problemáticas del pensamiento actual, cuyas raíces penetran hasta los primeros siglos de la era cristiana, y que -planteada de manera muy diversa- se remonta hasta la dialéctica griega de mito y logos.
Curiosamente, sin embargo, dos de los primeros comentarios globales que se hicieron a este documento ponían en duda la novedad de sus aportaciones y la relevancia de su mensaje.
“esta encíclica no dice nada nuevo”: así reza la primera impresión que tuve oportunidad de recoger en boca, sobre todo, de católicos conocedores de la doctrina de la Iglesia sobre las relaciones entre fe y razón. Obviamente, la observación quería expresar algo más que la acostumbrada tranquilidad con la que los creyentes suelen acoger un escrito magisterial, del que lo único que no esperan es que proceda a una variación sustancial de la postura católica sobre cuestiones que afectan a la moral o al dogma. Lo que traslucía era, más bien, una cierta decepción al no encontrar en este texto perspectivas innovadoras o puntos de vista no formulados anteriormente. Ahora bien, tal sentimiento de deja vu resulta engañoso. Según tendremos ocasión de apreciar, la encíclica Fides et ratio responde a una situación mental nueva, caracterizada por el relativismo cultural y por el consiguiente cuestionamiento de una verdad con validez universal; postura que no se daba -por ejemplo- a la altura del Concilio Vaticano I o de la encíclica Aeterni Patris, y que, en cambio, ya se registra en un documento mucho más reciente cuál es la Veritatis splendor. Como es lógico, al ser diferentes los problemas, también lo son las líneas de solución, por más que -insisto- la doctrina de fondo no haya cambiado ni pueda, en rigor, cambiar. La segunda impresión viene de parte no católica y tiene, esta vez, nombre, lugar y fecha. Se trata de una afirmación de Paolo Flores DíArcais, en su artículo Aut fides aut ratio, aparecido en el número 5/98 de la revista MicroMega. A parte de otras tesis, que comentaré más adelante, se mantiene allí que la cultura católica oficial -como es la de la encíclica- no tiene nada que decir al hombre de hoy. También en este caso hay una primera lectura trivial del aserto en cuestión, a saber: que el enjuiciamiento que la Iglesia hace de la actual situación cultural no coincide con la visión del mundo propia del hombre tardomoderno, aquejado de un interno desfondamiento intelectual y de un escepticismo ético que le impiden aceptar un mensaje tan contundente como es el de la Fides et ratio. Naturalmente, Flores DíArcais pretende decir algo mucho más desfavorable y, por expresarlo así, corrosivo: que el enfoque católico acerca del actual momento de la historia de la razón está irremediablemente superado y presenta rasgos de un infantilismo inaceptable para una actitud radicalmente crítica y desconfiada, como es la propia de los intelectuales maduros que están a la altura de la hora presente. Ahora bien, es justo este enfrentamiento el que confiere relevancia cultural a un conjunto de tesis que pretenden ser parte de la solución en lugar de repetir cansinamente los términos -tal vez sesgados- del mismísimo problema.
Estos dos ecos, tomados casi al azar entre la gran variedad de reacciones inmediatas suscitadas por la encíclica, resultan ilustrativos para valorar el espesor de la costra intelectual que el mensaje de la Fides et ratio tiene que taladrar para alcanzar las mentes y los corazones de sus interlocutores postmodernos. Pero no es otra su pretensión. Como ha señalado Fernando Inciarte, Profesor de la Universidad de Münster, este documento pontificio se enfrenta con una cuestión que tiene una solera de siglos, pero la enfoca desde un ángulo rigurosamente actual. Estamos en un mundo que se hace cada vez más pequeño, a la vista de la globalización de la economía y de la inmediatez de las comunicaciones. Mas tal universalización tiene como contrapartida la fragmentación de las formas de vida que trae consigo el multiculturalismo y que es visible en las calles de cualquiera de las grandes metrópolis occidentales. Y el multiculturalismo, a su vez, parece implicar la relativización de la verdad y la pérdida del sentido de la existencia. De manera que el objetivo de la encíclica no es tanto el de resolver de una vez por todas el sutil problema conceptual de las relaciones razón y fe, entre filosofía y teología, sino más bien el de buscar los recursos intelectuales y religiosos para relanzar el sentido universal de la verdad y su incidencia profunda en la vida de cada persona.
Difícil tarea, ciertamente, para la que el actual margen de maniobra resulta muy escaso, ya que es preciso avanzar -según se lee en nuestro texto- “entre los condicionamientos de una mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática” (n.15). Ya Max Weber pronosticó que el tipo humano del siglo XX tardío sería el de especialistas sin alma y vividores sin corazón, panorama hace tiempo confirmado por filósofos como Husserl y sociólogos como Daniel Bell. La gran ausente en este horizonte quebrado es precisamente la razón humana desplegada en toda su envergadura, es decir, lo que antes se llamaba metafísica. Y reivindicar la actual validez de este realismo sapiencial no es, desde luego, empresa trillada, trivial o irrelevante.
Juan Pablo II diagnóstica así tal situación: “(…) Han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas” (n.5). “hasta el punto de que una de las mayores amenazas de este fin de siglo es la tentación de la desesperación” (n.91). Ante este panorama relativista y escéptico, Karol Wojtyla está convencido -e intenta convencernos en esta encíclica- de que “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (n.102).
El propio Max Weber había anticipado que, además del politeísmo de los valores -esa especie de astillamiento de requerimientos y finalidades que hoy nos desgarra-, el final del llamado “siglo breve” o siglo XX se caracterizaría por un fenómeno marcado por la crisis de sentido. Pues bien, en el n. 81 de la encíclica se describe esta tesitura cultural con extraordinaria lucidez: “Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos comprobar cómo se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda del sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo o en las diversas manifestaciones de nihilismo” (n.81).
Por primera vez -que yo sepa- se desarrolla en el Magisterio de la Iglesia Católica una reflexión teológica sobre el papel de la filosofía en el mundo actual, algo así como una “teología de la filosofía”. Y esto sí que es una novedad, incluso desde el punto de vista académico. (Con el significativo precedente, señalado en su día por Alasdair MacIntyre, de la encíclica Veritatis splendor, documento de un alto nivel de reflexividad, en el que se acomete la tarea de realizar una suerte de “teología de la investigación moral”, en la que los componentes de la propia vida espiritual de los investigadores cobran una inesperada vigencia, como se manifiesta sobre todo en la hermenéutica del episodio evangélico del joven rico, que sirve de marco existencial para el contenido doctrinal de aquel decisivo discurso). En nuestro caso, lo más sorprendente es que tal meditación teológica lleva precisamente a subrayar, con enfática insistencia, la necesidad de que la filosofía sea fiel a su naturaleza de tendencia sapiencial humana y no abdique ante las tentaciones de un racionalismo menguado o de un fideísmo curvado sobre sí propio. La misma esencia del cristianismo -que estriba en el misterio de la Encarnación, en la adhesión intelectual y vital a Jesucristo, el Verbo hecho carne- incluye en su seno, como requisito imprescindible, un confiado recurso a la razón humana ejercitada con autonomía y rigor, es decir, a ese estudio radical de la realidad al que llamamos filosofía. La índole paradójica de este empeño- una reivindicación del valor de la razón desde el horizonte de la fe- adquiere, a su vez, plenitud de coherencia y de sentido cuando se advierte que la fuente última de este arrojo racional no es otra que la receptiva actitud de obediencia a la manifestación de Dios a través del don de la realidad creada y del Don increado del Espíritu de Jesús.
Tres son, a mi juicio, los motivos por los que esta época nuestra constituye un momento oportuno, un kairós, para hacer tan insólito “cántico a la filosofía”.
En primer lugar, se encuentra esa caída hacia el escepticismo nihilista que el final de los grandes sistemas de la razón ha traído consigo. Es interesante señalar que, en un panorama teñido de relativismo, la Iglesia Católica es hoy la única institución que reivindica el inexcusable papel de una filosofía con pretensiones de ultimidad y universal validez. En cambio, una filosofía puramente formal o funcional, empequeñecida por sus propios tecnicismos o asfixiada por una erudición que llega al minimalismo ridículo, conduce al espíritu humano a sujetarse a “una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido -añade el Pontífice- incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad” (n.81)
Una de las consecuencias más graves de esta pérdida contemporánea de la dimensión sapiencial de la filosofía es la tendencia -favorecida por una interpretación simplista y errónea del Concilio Vaticano II- a que la teología prescinda de su apoyo en la razón metafísica y antropológica. Y éste constituye, a mi entender, el segundo motivo por el que el Papa Wojtyla ha considerado urgente reafirmar la necesaria cooperación entre la filosofía y la teología para encaminar rectamente el anhelo de verdad que habita, no sólo en todo cristiano, sino también en cada hombre. Sólo un modo naturalista de pensar ha podido conducir a una actitud en la cual parece mantenerse que la fuerza de la teología se vería favorecida por la debilidad de la filosofía, o a la inversa. El naturalismo en cuestión se traduciría en una imagen mediocre de las respectivas ciencias, que vendrían a ocupar un “lugar” privilegiado tras desplazar a otras que previamente lo ocuparan, como si el ámbito epistemológico tuviera vigencia una especie de principio de impenetrabilidad de los cuerpos. Ahora bien, esta ingenua trivialidad presenta consecuencias fatales para el cultivo de la sabiduría cristiana. “Con sorpresa y pena -dice Juan Pablo II- debe constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía” (n.86). Desapego cuyos efectos formativos y pastorales son graves y notorios. Por eso el Papa insiste categóricamente: “Deseo reafirmar que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos” (n.62). Ahora bien, la filosofía a la que la teología ha de recurrir no puede ser simplemente un sistema ad hoc, que no hiciera más que ilustrarlo o articular retóricamente resultados a los que ya se hubiera llegado por una presunta reflexión puramente teológica. La encíclica es muy clara, también en ese punto: “La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras. El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y reglas; de otro modo, no habría garantía de que permanezca orientada a la verdad, tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente controlable. De poca ayuda sería una filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicas. En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla. Una filosofía consciente de este “estatuto constitutivo” suyo, respeta necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada” (n.49). en cambio, una presunta filosofía que unilateralmente se basara en la teología vendría a plantear una cuestión de principio. Por lo demás, trastocaría la posición católica clásica, según la cual la gracia no destruye la naturaleza ni la sustituye, sino que la eleva y la perfecciona. Incluso la tarea de servicio que a la filosofía le corresponde con respecto a la teología sería imposible si la filosofía no se distinguiera de la teología. Sólo diferenciándose -que no separándose- de ella puede prestarle la necesaria ayuda. “En realidad -afirma la encíclica-, la teología siempre ha tenido y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente. Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones” (n.77).
El tercer motivo que, según creo, hace relevante a la Fides et ratio en el panorama cultural de nuestro tiempo es la “tentación racionalista” (cfr. N.54), es decir, la pretensión exclusivista de una razón que se considera autosuficiente y no admite el obsequio racional, el regalo sorprendente e iluminador, que la fe ofrece a quien le presta obediencia, es decir, a quien permanece atento a la escucha de una voz que no por provenir de un origen misterioso es menos y reveladora. La cerrazón antropocéntrica del racionalismo acaba por ser como una pescadilla que se come su propia cola. Y lo que manifiesta, en el fondo, es un miedo a enfrentarse con lo que no está supuestamente controlado por nosotros mismos (como si el propio control tuviera algún mágico poder para discernir tajantemente lo racional de lo irracional). Contrasta con tal empequeñecimiento -tan propio del cientificismo y el pragmatismo, que ya tuvieron su hora- la magnanimidad humanista de quien clama así: “Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido. Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir autónomamente sobre su propio sentido y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas. La grandeza del hombre jamás consistirá en esto. Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo” (n.107). Podría pensarse que un llamamiento de este tipo entra en contradicción con la exigencia de autonomía que la filosofía implica. Pero sucede justamente lo opuesto. Precisamente porque es autónoma y no está constreñida por ninguna atadura que le venga impuesta desde fuera, la filosofía es capaz de abrirse a una luz superior y acogerla en sí misma, sin que ello vaya en detrimento de su propia metodología y de su índole racional. Al salir fuera de sí propia y recibir datos y estímulos de una Revelación que no contradice a la verdad racional, sino que la prolonga y potencia desde dentro, la filosofía responde a su más alta vocación de servicio a la verdad y de acceso a la trascendencia. Y, a sensu contrario, una filosofía que se declare programáticamente agnóstica, que rechace de antemano la posibilidad de aceptar un mensaje que proviene del más profundo núcleo del misterio del ser que ella debería investigar, es una filosofía autodisminuída, truncada en su propia racionalidad. Pero conviene que nos detengamos en este punto, porque en él se detecta el núcleo problemático de la encíclica, de manera que no es extraño que constituya el foco de la polémica de fondo sobre la validez de su mensaje. En el artículo ya mencionado, Flores DíArcais acusa de contradicción a la Fides et ratio, precisamente porque parece atribuir a la filosofía una autonomía que después le niega. Claro aparece, a mi juicio, que el concepto de autonomía racional de este autor es unívoco y, en su desmesura, está más teñido de pathos que de logos. Ya en su uso corriente -por ejemplo, en política o en dirección de empresas- el significado del término autonomía se distingue claramente del significado del término independencia. Decimos que una comunidad regional es autónoma, que lo es una universidad o determinado departamento de una compañía, y al decirlo no pretendemos en modo alguno afirmar que tales entidades no puedan recibir influencias exteriores o estar sometidas -además de a las propias- a otras normas que provengan de un nivel superior. En rigor, nada ni nadie en este mundo es completamente autónomo, porque la entera realidad forma una urdimbre de interacciones y entrelazamientos. Desde luego, no hay ciencia que sea del todo autónoma, ya que todas dependen de la realidad estudiada, de los primeros principios del saber y de las leyes generales de la lógica, aparte de encontrarse (y hoy más que nunca) en continuo contacto interdisciplinar con otros conocimientos. Lo que este tipo de proclamas racionalistas parece más bien evocar, con algún retraso, es -por utilizar fórmulas kantianas- el rechazo ilustrado de toda tutela autoimpuesta, la emancipación de quien se atreve a pensar por cuenta propia y liberarse así de una culpable minoría de edad intelectual. Pero a estas alturas ya sabemos diagnosticar eso que Gadamer llamó “el prejuicio contra todo prejuicio”. Para mal o para bien, no es posible partir de cero ni evitar todo preconcepto. Lo que nos interesa, entonces, es ser conscientes de nuestras propias actitudes fundamentales y procurar que, al menos, sean razonables y abiertas.
Pero esto nos vuelve a situar en la paradoja antes detectada. El pensador cristiano no puede ni debe prescindir de su fe a la hora de filosofar. Más aún, es su propia fe la que incita al creyente a no autoimponer límites previos a sus indagaciones racionales. En tal sentido se puede decir que es más libre quien se empecina en su cerrado racionalismo. Pero ¿qué sentido tiene que el pleno uso de la razón venga imperado desde una instancia no puramente racional? ¿No habíamos dicho que, a su vez, la ciencia de la fe ha de recurrir necesariamente a la ayuda de la propia filosofía?
Todo parece indicar que nos encontramos en un círculo vicioso, según el cual la fe y la razón se reclaman mutuamente y mutuamente se apoyan. Robert Spaemann se ha enfrentado derechamente con este problema medular y le ha dado una respuesta que se anuncia ya en el título de su reflexión –“Fides et ratio: Der hermeneutische Zirkel”- publicada en la versión germana de L’Osservatore romano correspondiente al 29 de enero de 1999. Según Spaemann, el problema cultural con el que ha de enfrentarse la vivencia y la transmisión de la fe cristiana en el siglo XX es precisamente el de la hermenéutica radical de signo nietzcheano, que cierra el acceso a la aceptación de una verdad válida para todos o, al menos, para todos los que están intelectualmente preparados para acceder a ella. “¿Qué es entonces la verdad?”, se pregunta Nietzsche. Y responde: “Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”. La verdad es una ilusión; es la clase de error sin el cual una cierta especie de vivientes -los humanos- no sabrían vivir. Cuando se ha descubierto y denunciado que así son las cosas, nos encontramos ante la terrible situación de tener que anunciar la “muerte de Dios”, lo cual equivale a no atribuir a la verdad ningún carácter divino. La verdad se disuelve en sus múltiples interpretaciones, en los intereses a los que sirve, en el poder que valiéndose de ella se busca, en las vicisitudes históricas en las que ilusoriamente parece brillar. Es preciso entonces, deducen los deconstruccionistas actuales, desmontar las grandes narraciones, los discursos solemnes que pretenden situarnos ante la realidad misma. Porque la realidad nunca se presenta en su inmediatez, sino que siempre está mediada por nuestras construcciones, por nuestros valores ocultos, por nuestros modos de interpretar los datos empíricos. Se trata de desmontar la ilusoria lógica de nuestro lenguaje, en el cual la aceptación de Dios y, por tanto, de la verdad encuentra su último reducto. No en vano decía el propio Nietzsche: “Me temo que no nos vamos a desembarazar de Dios porque aún creemos en la gramática”.
Frente a este intento de desenmascarar las mediaciones “demasiado humanas que simulan lo mediado por ellas, la Iglesia sostiene que es posible una hermenéutica cultural que no conduzca al relativismo, que no sea una circularidad perversa, sino que consista en un “círculo del comprender” (un Zirkel des Verstehens, en expresión de Spaemann). En términos de la epistemología actual, se podría decir que la postura católica mantiene un cognitivismo moderado. Sabe -como reconoce la propia encíclica- que “ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios” (n. 51). Pero está lejos de defender, como pretende la hermenéutica radical, que no hay auténtica comprensión de la naturaleza de lo real. No es cierto que todo presunto conocimiento conduzca al error más que a la verdad. El conocimiento no genera de suyo error, sino que -de diversas formas y en diferentes medidas- nos acerca a la verdad, aunque sea siempre de una manera limitada, que precisa ulteriores confrontaciones e indagaciones de variada índole. Y es aquí donde se inserta la circularidad virtuosa del comprender. Desde la razón avanzamos hacia una comprensión más plena de la fe, mientras que la fe misma nos aporta un discernimiento crítico de nuestras pretensiones racionales.
Así pues, la encíclica afronta el problema cultural más candente de la actualidad en su propio terreno, que no es otro que la cuestión epistemológica de la interpretación de nuestros discursos acerca de la realidad. Sólo que en vez de derivar hacia un relativismo débil eleva su enfoque hasta la metafísica del conocimiento. No estamos, por lo tanto, ante una mera repetición de posturas consabidas. Y, en consecuencia, tampoco nos sirven ya los modelos conceptuales que se utilizaron en un pasado próximo para debatir problemáticas que presentaban otro sesgo. Como ha señalado Inciarte, el paradigma tectónico, que ordenaba estáticamente los diversos saberes en capas horizontales superpuestas, es escasamente útil, distorsionador incluso, para habérselas con planteamientos de tipo hermenéutico. Ahora hemos de acudir más bien a un esquema vertical y dinámico, que posibilite el tránsito de la fe a la razón y de la razón a la fe, como un discernimiento progresivo y mutuamente enriquecedor, no abocado a paradojas insuperables ni, mucho menos, a circularidades viciosas. Todo lo contrario: la relación actual entre la fe y la razón -sostiene Juan Pablo II -exige un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón, en su respectivo aislamiento, se han empobrecido y debilitado la una ante la otra. “La razón, continúa el Papa, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía” (n. 78). Aquí se inserta, a mi juicio, la enseñanza más profunda y original que esta encíclica proporciona en particular a los filósofos. A saber: que los misterios de la fe no son una frontera para la razón, sino que ofrecen justamente la posibilidad de ruptura de un horizonte cerrado, la apertura a algo que está más allá de lo que la filosofía podría alcanzar con sus solas fuerzas, pero que puede llegar a vislumbrar sin perder su propia identidad ni tergiversar sus métodos característicos. Cuando parece que la filosofía ya no da más de sí, que ha tropezado con enigmas indescifrables, que se ha consumido en sus propias sospechas, y que tiene que replegarse melancólicamente sobre sí misma, sobreviene el destello que abre perspectivas insospechadas y -en cierto sentido- ilimitadas. Lo cual no es un piadoso desiderátum, sino lo que estrictamente ha sucedido en la historia del pensamiento humano. Quienes siguen contraponiendo el cristianismo a una “visión científica del mundo” no se paran a pensar que la propia ciencia positiva, tal como modernamente se entiende, no habría sido posible sin la desacralización de la naturaleza que se sigue inmediatamente de la concepción creacionista del mundo. Y otro tanto sucede con la historia. “Fue el cristianismo el que inventó la historia”, dice taxativamente Umberto Eco en sus diálogos con el Cardenal Carlo María Martini. Y otro tanto acontece con las nociones de libertad, persona, espíritu, verdad, inmortalidad, amor, providencia, virtud, tolerancia, respeto y Dios personal, entre otras muchas, que no habrían podido ser comprendidas como hoy lo hacemos si no hubiera mediado la tradición cristiana que -por supuesto- incluye la historia salvífica del pueblo judío. Todos estos conceptos y realidades han sido considerados por la filosofía desde una perspectiva racional y, en no pocos casos, ha podido alcanzar un acceso estrictamente filosófico a ellos. La grandeza del hombre queda patente cuando es capaz de elaborar “una filosofía en la que resplandezca la verdad de Cristo, única respuesta definitiva a los problemas del hombre” (n.104), porque -como dice el Concilio Vaticano II- “realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, n. 22).
Juan Pablo II entiende, por tanto, que el “recuerdo” de la misión de la filosofía resulta muy oportuno en la hora actual. Pero no se trata de un enfoque coyuntural, sino profético: de una perspectiva de inteligibilidad superior, que hace de la filosofía una de las claves de esta encrucijada histórica, enigmáticamente cifrad en el fin del milenio. “La Filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso -añade el Romano Pontífice- he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su histori”" (n. 6).
Tal vocación ha sido desgranada por la encíclica en una impresionante serie de textos que nos hacen ver como la fe cristiana y la propia teología empujan al pensamiento humano a trascender se a sí mismo. “El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de la verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse: La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ser realizado el objetivo de esta búsqueda” (n. 33). Parece difícil, casi inviable, dar con un sentido último de la realidad, en medio de un panorama cultural que parece no reconocer más verdad que la del consenso logrado por la neutralización de los valores, y que se niega muchas veces a admitir algo que no sea convencional y provisional. “No obstante, a la luz de la fe, que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, dice el Papa, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo de su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve la razón a salir de su aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón” (n. 56).
El filósofo Karol Wojtyla no pacta con la superficialidad del pensamiento actual. Pero tampoco remite a la añoranza de un pasado mejor. Propugna como nadie esta pasión por la verdad en diálogo con las corrientes intelectuales más notorias del momento presente, entre las que -para esta cuestión- resulta especialmente significativa la debilidad postmoderna, que nos invita, con Vattimo por ejemplo, a movernos en la penumbra de un pensamiento postmetafísico para el que la muerte de Dios y la abolición de la dignidad humana son inevitables puntos de partida.
¿De dónde sacar aliento par afrontar un relativismo escéptico tan extendido como anclado en las formas de vida del tardocapitalismo? Para Juan Pablo II, el agua profunda (cfr. N. 16) en la que se puede beber para cobrar energías es, como estamos viendo, la confianza receptiva y abierta a un don inmerecido que queda recogida en esa espléndida expresión paulina que es la obediencia de la fe (cfr. Rom 1,5; 16,26). ¿Pero no habíamos quedado en que el cristianismo era el gran obstáculo para un libre pensamiento filosófico y para una ciencia que no encontrara continuos obstáculos en las barreras de una ortodoxia autoritariamente impuesta? Contestación: no, otros muchos y yo nunca nos habíamos plegado -ni siquiera en los momentos duros, cuando, por ejemplo, Althusser afirmaba que el marxismo era la Ciencia- a aceptar esa caricatura tan alejada de la realidad histórica que, a estas alturas, sólo puede mantenerse en fascículos de divulgación científica o en algunos suplementos dominicales. Lo cierto -insisto- es que los conceptos centrales del pensamiento moderno y la concepción del mundo que está en la base de la ciencia experimental sólo pudieron surgir y desplegarse en el ambiente humanista y no antropocéntrico aportado por la visión del hombre y de la realidad física que el cristianismo lleva consigo. De hecho, el modo cristiano de pensar ha sido extraordinariamente fecundo para mantener a la razón en vilo y lanzarla a aventuras científicas que hubieran sido inviables desde la sabiduría greco-latina o la meditación oriental (por no hablar de su versión tardomoderna en la forma audiovisual de la new age).
Lo más original e incitante de esta encíclica es que, por vez primera, se obtienen en ella limpiamente las consecuencias que una visión inteligente de la historia intelectual aporta al ejercicio efectivo y actual de la teología y la filosofía. Ambos saberes se han fertilizado mutuamente. Porque la comprensión auténtica y profunda de la fe cristiana sólo es posible desde una filosofía con alcance trascendente, que siga empeñada en pasar del fenómeno al fundamento (cfr. N. 83). Y, a su vez, la filosofía supera su tendencia al narcisismo decadente cuando la Revelación cristiana le abre panoramas insospechados para un racionalismo que, curvado sobre sí, desemboca en una forma u otra de nihilismo, según narraron anticipadamente Kierkegaard, Dostoievski y el propio Nietzsche. Heidegger saca oportuno partido de este “acontecimiento”, pero yerra -incluso desde sus propios planteamientos- cuando mantiene en Introducción a la Metafísica que la expresión filosofía cristiana es un hierro de madera, porque el pensador creyente ya tendría una respuesta (la creación) a la pregunta “¿por qué hay ente y no más bien nada?” (sin advertir que esta contestación debería ser considerada por él mismo como óntica y no ontológica).
El atisbo del misterio rompe la jaula de hierro del pensamiento ideológico y etnocéntrico, de la praxis política totalitaria y de la economía individualista y posesiva. A correr este bello riesgo le llama Wojtila la audacia de la razón (cfr. N. 48), la cual viene a ser la otra cara de la obediencia de la fe. El filósofo cristiano se siente hijo de Dios. Y, a diferencia del siervo, “sabe lo que hace su señor” (Jn 15,15). Situación que no incita a una comedia prudencia, sino a pensar por todo lo alto, ensayando de nuevo el gran estilo intelectual de una tradición que está para cumplir dos mil años.
“Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, previene la encíclica, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe. Por su parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar por su propia cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos. Tanto en un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los principios basilares de autonomía que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados” (n. 77). En definitiva, “la Revelación, con sus contenidos, nunca puede menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo” (n. 79).
Este es el telón de fondo sobre el que el Magisterio de la Iglesia Católica vuelve a destacar la novedad perenne del pensamiento de Tomás de Aquino (cfr. Nn. 43-48), justamente como serena expresión de un modo de pensar desde la fe, en el que filosofía y teología se armonizan sin confusiones y sin estridencias. A la luz de estas reflexiones, no debe extrañar -ni menos escandalizar- a nadie que el Magisterio haya elogiado repetidamente los méritos del pensamiento de Santo Tomás y lo haya propuesto como guía de los estudios teológicos, así como una orientación de las indagaciones filosóficas que los pensadores cristianos de hoy día no deben poner entre paréntesis. No es casual que muchos intelectuales conversos de este siglo hayan sentido la necesidad de estudiar a un Tomás de Aquino que la unilateralidad de su formación previa les había impedido conocer. Tal es el caso de Maritain, Gilson, Chesterton, García Morente, Flannery O’Connor, Alasdair MacIntyre o Santa Edith Stein, entre otros muchos. Y también recuerda la encíclica que la altura intelectual del Concilio Vaticano II -reflejada espléndidamente en el Catecismo de la Iglesia Católica- se debió a teólogos que, casi sin excepción, se habían formado al calor de la renovación contemporánea del tomismo, para seguir después el camino que a cada uno le marcaban sus propias investigaciones. Ahora bien, lo que interesa -precisa el pensador Karol Wojtyla- no es “tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares. La intención del Magisterio era, y continúa siendo, la de demostrar cómo Santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad. En efecto, en su reflexión, la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón” (n. 78).
Se felicita Juan Pablo II, con bastante razón, de que el tema de la tradición haya emergido en estas últimas décadas. Frente a la filosofía de la sospecha radical y sistemática, Gadamer ha abierto camino a una equilibrada hermenéutica que supere tanto las exageraciones del historicismo, como las del criticismo a ultranza. MacIntyre, por su parte, nos hace ver que es ilusoria la pretensión ilustrada y analítica de pensar fuera de toda tradición y, al mismo tiempo, que toda tradición auténticamente filosófica nos lanza más allá de sí misma, para confrontarse con versiones rivales e intentar decidir cuál es el camino por el que discurre la verdad en la historia. Mientras que Charles Taylor reivindica la pretensión moderna de autenticidad, pero -en una elaboración muy matizada del “círculo de la comprensión”- advierte que, para no trivializar este anhelo, es preciso interpretar la propia identidad cultural desde valoraciones fuertes de índole ética y religiosa. La encíclica precisa que “(…) la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro” (n.85). La evaluación que la Fides et ratio hace del multiculturalismo es, por cierto, un modelo de rigor y objetividad. La multiplicidad de culturas vividas simultáneamente en el actual globalidad económica y comunicativa constituye, sin duda, un enriquecimiento si entre ellas se alcanza el nivel de un auténtico diálogo. En cambio, se convierte en superficial relativismo cuando considera a estas culturas diversas como compartimentos estancos, ignorando sus constantes estructurales y la analogía de sus referencias religiosas. A la postre, añadiría yo, el multiculturalismo fragmentario es una estrategia de poder que trivializa las variedades y variaciones de los estilos de vida e impone a los débiles las concepciones sin salida de los fuertes. Y a eso, evidentemente, el actual pensamiento cristiano no quiere jugar. “Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida -argumenta el Santo Padre- no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas. Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino de la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado” (n.92). En la Crítica de la Razón pura utiliza Kant la bella metáfora de la paloma que no puede volar en un vacío de datos fenoménicos. Juan Pablo II es, sin duda, más audaz y mantiene -en el breve exordio a la encíclica- que “la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad”. Se trata, nuevamente, de la invitación a no tener miedo, a arriesgar un tipo de pensamiento que esté a la altura de la dignidad de la persona humana. Invitación que se hace explícita y solemne en la conclusión de este potente documento: “Mi llamada se dirige, además, a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tenga la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico. Que se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su razonamiento y argumentación como respuesta a ellas. Que se orienten siempre hacia la verdad y estén atentos al bien que ella contiene. De este modo podrán formular la ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en estos años. La Iglesia sigue con atención y simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene por la justa autonomía de la ciencia. De modo particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe” (n. 106).
Ciertamente, el pensador cristiano puede decir con San Pablo que sabe de qué y, sobre todo, de quien se ha fiado. Sabe que la fe es una obediencia racional que “ilumina a todo hombre que viene a este mundo” /Jn, 1,19), con la condición de que ese hombre -consciente de su profunda debilidad y de su alta vocación -salga de su soledad y se abra audazmente a la aceptación de un don que a la vez potencia y sobrepasa a la inteligencia humana.