Con el paso del tiempo la liturgia se había convertido para muchos fieles en ritualidad incomprensible. Los padres conciliares querían dar a conocer, de la forma más clara y nítidamente posible, que era el misterio de Dios y su obra redentora los que con toda la humilde belleza y el noble esplendor de los signos se hacen presentes en la liturgia de la Iglesia.

Cuando los padres del Concilio Vaticano II se proponen afrontar los enormes desafíos que plantea la modernidad, no dudan en este punto: lo que tienen que hacer es reformar y fomentar la liturgia. Así lo expresan en el gran proemio de la constitución sobre la liturgia, que sería en la práctica el preámbulo de todos los documentos del Concilio:

Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia. Por eso cree que le corresponde de un modo particular proveer a la reforma y al fomento de la Liturgia (Sacrosanctum concilium, 1).

Es evidente que entre esos obispos existía la certeza de la potencialidad de la liturgia para enfrentar todos esos inmensos desafíos. Pero, ¿en qué se fundamentaba esa certeza? La pregunta no es trivial si pensamos lo que significaba la liturgia para la mayoría de los cristianos de esos años. En efecto, con el paso del tiempo la liturgia se había convertido para muchos fieles en ritualidad incomprensible; y para muchos ministros había llegado a reducirse en obsecuencia ciega ante la hegemonía de un «rubricismo» inerte. Por eso no era raro que durante su celebración, los fieles ocuparan su tiempo echando mano a sus devociones predilectas [1]. La situación de la práctica litúrgica llegó a ser tan asfixiante que un teólogo tan ponderado como Romano Guardini, en cierta ocasión confesaba: «la falta de sentido de esta celebración era insoportable y pude evitar un daño interior solo en la medida en que intenté ser insensible ante semejante sinsentido» [2].

Los padres conciliares percibían —aquí la premisa fundamental de este artículo— que detrás del velo de esa «insoportable irracionalidad» se encontraba un tesoro de enorme valor. ¿Cuál era el tesoro escondido de la liturgia? ¿Cuál era esa perla preciosa que el tiempo se había encargado de ocultar hasta hacerla casi irrelevante en la vida de los fieles? A ello dedico la primera parte de este texto. En la segunda pretendo invitar a los lectores a verificar si acaso ese descubrimiento se pone de manifiesto en los textos conciliares y en la reforma litúrgica llevada adelante por el Papa Pablo VI y los pontífices que le sucedieron. Y en tercer lugar, pretendo identificar algunos principios del ars celebrandi que emergen de las definiciones del Concilio y de la reforma, y que tienen un inestimable valor.

La celebración del Misterio

Lo que los padres del Concilio entreveían —gracias a más de sesenta años de intenso estudio por parte de los actores del denominado movimiento litúrgico— era que la liturgia era mucho más de lo que se suponía; y que develar aquello iba a constituir un beneficio formidable para la Iglesia y para el mundo. El movimiento litúrgico había logrado descubrir que tras la pátina de formalismo, del rubricismo o incluso del clericalismo con la que se revestía la celebración cristiana, se escondía lo que Odo Casel llamaría el «misterio del culto cristiano». Si seguimos, aunque sea someramente, el itinerario que recorriera el sabio benedictino alemán, podremos valorar mejor el gigantesco paso que nos lleva hasta el Concilio. En efecto, Casel descubre que los antiguos, cuando hablan de «misterios», no se referían a doctrinas teológicas, a verdades reveladas o nociones del dogma, sino a la «celebración litúrgica de las realidades salvíficas cristianas, la sagrada acción mistérica, por tanto una realidad muy concreta, visible, tangible y audible, consistente no solo en objetos concretos, sino también en una acción que se desarrolla ante los ojos de los espectadores y en la que ellos mismos toman parte activamente» [3]. El Misterio celebrado era un hecho, un acontecimiento, «la historia de la salvación en acto» presencializada por medio del rito. Por eso san Ambrosio (+397) exclamaba: «Oh Cristo, te hallo y te siento vivo en tus misterios» (Ambrosio, Apologia prophetae David, 58). Y León Magno (+461) dejaba escrito en uno de sus sermones: «Todo lo que fue visible en nuestro Redentor ha pasado a los sacramentos» (León Magno, Sermo 74,2). Casel había redescubierto la contemporaneidad del Misterio —en cuanto acontecimiento— en las celebraciones cristianas. En sus propias palabras: «acción sagrada y cultual en la que se actualiza, por medio de un rito, el hecho de la salvación. La comunidad que realiza el culto bajo estos ritos, se hace partícipe de la acción salvadora, alcanzando por ella su salvación» [4].

El impacto de entender la liturgia de la Iglesia como la misma «obra de la redención» —así se expresaba en la antigua oración del sacramentario veronense, quizá la más bella y audaz de todo el misal romano y que más tarde Pablo VI emplearía en defensa del carácter sagrado y sacrificial de la eucaristía— permitía a Casel y a todos los que lo siguieron abandonar la reductiva idea de los sacramentos como meros «canales de gracia» y acercarse al hecho litúrgico con la misma fascinación con la que Pedro y Juan, la mujer samaritana y el ciego del camino se acercaron en su día al Señor. De un modo misterioso, quedaba saldada por mediación de la anámnesis la distancia que mediaba entre nosotros y la Pascua histórica del Señor. Porque cuando entramos en la liturgia, cuando ella nos envuelve y nos dejamos encontrar por el Misterio, ya es contemporáneamente para nosotros Phase Domini; ya está delante de nuestros ojos «el único acontecimiento que no pasa» (Cf. CEC 1085), aquel que el tiempo no es capaz de disolver y que encontramos ante nuestros propios ojos cuando nos constituimos en pueblo de Dios, en asamblea santa, en pueblo sacerdotal llamado por el Señor a introducirnos en el Misterio. Casel no podía dejar de decir: «al fin llegó la hora de volver al Misterio».

El aporte de Casel era simplemente extraordinario. Venía a responder a una nostalgia profundamente humana. Doscientos años antes de Casel, el poeta y pensador ilustrado alemán Gotthold Ephraim Lessing expresaba un drama personal. A partir de un texto de Orígenes, que hablaba de los milagros del Señor, reconocía que de haber él presenciado aquello, hubiera llegado a tener en ese hombre extraordinario una confianza tal que con gusto habría doblegado su propia inteligencia a la suya. Pero hoy día —escribía— ya no se dan milagros. Todo ha quedado reducido a testimonios que nos ha dejado la historia. El drama del poeta era la separación de siglos con el evento «Cristo». Y afirmaba: «Ese, ese es el repugnante gran foso con el que no puedo, por más que intenté bien en serio saltármelo. Si alguien puede echarme una mano, hágalo; se lo ruego, se lo suplico. Dios se lo pagará» [5]. Pues bien, ¿no es a esto precisamente a lo que viene a responder la bella originalidad del misterio celebrado en la liturgia? ¿No es esto justamente lo que la liturgia, entendida al modo de Casel, ha querido devolverle al mundo, nostálgico de esa presencia contemporánea de Cristo y de su obra redentora? Eso era precisamente lo que los actores del movimiento litúrgico quisieron devolverle al mundo. Con el Concilio llegó esa hora de volver al Misterio.

El Misterio en los documentos del Concilio y en los libros litúrgicos

«Volver al Misterio». ¿Era eso también lo que pretendía la Iglesia? ¿Es eso lo que los textos del Concilio nos ponen de manifiesto? Pretendo afirmar aquí que la perla preciosa que los padres conciliares querían dar a conocer de la forma más clara y nítida posible era justamente esta: es el mismísimo Misterio de Dios y su obra redentora lo que con toda la humilde belleza y el noble esplendor de los signos y de los gestos se hace presente en la liturgia de la Iglesia.

Todo el intento del Concilio al hablar, por ejemplo, de «participación plena, consciente y activa» no pretendía darle un lugar al protagonismo de la asamblea celebrante, sino provocar que los fieles —y no solo el ministro sagrado— pudieran alcanzar a tener una experiencia viva de formar parte de ese Misterio. El intento por establecer en la celebración —siguiendo el principio de inteligibilidad— el uso de la lengua vernácula tampoco pretendía meramente valorar el lenguaje de cada pueblo, sino que el Misterio de fe que se celebraba pudiera comprenderse mejor. La intención de abrir los tesoros de la Sagrada Escritura y ponerlos en el Leccionario, la reestructuración del ciclo del año en torno a la Pascua del Señor sobre la memoria de los santos, la «noble sencillez» de los objetos litúrgicos… etc. Todo se entiende en la medida que queden articulados en torno al centro vivo de la celebración: es Cristo el que está presente con su acción redentora en el hoy de la celebración. Todo se explica por la primacía de Dios en la vida de la Iglesia y en la celebración de sus misterios.

La convicción según la cual Cristo es el centro de la celebración está insistentemente marcada en la constitución conciliar. A mi juicio, el concepto de liturgia que se ha plasmado en ella es de tal envergadura, de tan enorme pretensión, que en la perspectiva de los cincuenta años que han pasado desde la promulgación de la constitución Sacrosanctum concilium hasta nuestro tiempo parece difícil encontrar afirmación más relevante sobre el talante de la liturgia que aquella que dice: «Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (SC 7) [6]. Y unida a esa, esta otra que en el texto la precede: «por medio de la liturgia se ejerce la obra de nuestra redención» (SC 2). No se trata solo de la presencia de Cristo en la eucaristía, sino que, en modalidades variadas, en toda acción litúrgica de la Iglesia, en las que encontramos también el acontecimiento redentor [7]. No solo su efecto, sino su presencia y acontecimiento. No solo Christus passus, sino la misma passio Christi. Recordemos el texto:

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt., 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno” (SC 7).

Es importante indicar que cuando los padres del Concilio dicen una y otra vez que Cristo «está presente» en el sacrificio de la Misa; que «está presente» con su fuerza en los Sacramentos; que «está presente» en su palabra; que «está presente» cuando la Iglesia suplica y canta salmos, no están haciendo uso de una simple figura retórica. Ese reiterado «está presente» manifiesta una convicción incontenible, y conviene advertir cuál es su entidad. Ella se percibe cuando la ponemos en paralelo con la promesa de Cristo a los apóstoles: «Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20), sobre la cual se asienta toda la verdad litúrgica. O con esta otra: «Cuando dos o más se reúnan en mi nombre yo estaré en medio de ellos» (Mt 18,20), que se relaciona con aquel dicho hebreo: «Cuando diez judíos se reúnan para escuchar la Torah, la Schekinah está entre ellos [8].

Ese «estar con» supone que Dios ha querido redimir al hombre estableciendo con él una relación personal, tratando a cada ser humano como un amigo (cf. Dei verbum, 2) en una relación comunional de alianza indisoluble. La insistencia del «está presente» pone de manifiesto la certeza de que la liturgia está dominada por esta presencia relacional entre quien sale a nuestro encuentro y quienes quieren dejarse encontrar por Él [9]. La convicción de esa presencia determina la misma definición de la liturgia. En el mismo número se lee:

Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.

El cristocentrismo de la afirmación es evidente. Encontramos lo que años antes había dicho con otras palabras un gran teólogo de la liturgia: «todo el culto cristiano no es sino una celebración continua de la Pascua» [10]. El Catecismo de la Iglesia, fruto postrero del Concilio, también rinde tributo a esta misma certeza sobre la centralidad de Cristo en la celebración. Lo cito según la acertada formulación del compendio del mismo, que cuando se pregunta «¿Qué es la liturgia?», responde (218):

La liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio Pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la santificación de los hombres; y el Cuerpo Místico de Cristo, esto es la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios.

En los libros emanados por especial encargo del Concilio, creo que se verifica con claridad lo que venimos diciendo. Es evidente en el Ordo Missae, que introduce siempre toda la celebración en la persona del Dios trinitario, por expreso deseo de Pablo VI. Lo es también prácticamente en toda la eucología del misal romano: en sus plegarias eucarísticas, todas dirigidas al Padre, por la mediación del Hijo y en la fuerza del Espíritu; y en la eucología menor (1.517 nuevas oraciones introducidas, es decir, más del doble del anterior misal), prácticamente siempre dirigida al Padre —retomando el deseo del antiguo Concilio III de Cartago (397) [11]— y complementada trinitariamente en la doxología de la oración colecta.

Es también así —por indicar solo un ejemplo entre otros— en el Leccionario, que da cuenta del primado de Dios al verter prácticamente toda la Sagrada Escritura en las lecturas de los diversos ciclos, excluyendo —salvo alguna secuencia, o himno de venerable antigüedad— cualquier otra palabra que no sea inspirada. Para qué decir la gestualidad que rodea la proclamación del evangelio: La asamblea se pone de pie; el ministro recita la apología: Munda cor Deum inclinado hacia el altar y en voz sumisa; procesión con ciriales hacia el ambón; el evangeliario es portado algo elevado a la vista del pueblo; saludo a la asamblea: «El Señor esté con ustedes»; incensación; los fieles se persignan; las lecturas se leen, el evangelio se proclama; las manos del ministro permanecen juntas; la aclamación de la asamblea es distinta a las precedentes: «Gloria a ti, Señor Jesús»; el ministro besa el evangeliario; tras la proclamación se deja un silencio sagrado; el ministro pronuncia en voz sumisa otra oración mientras besa el libro; en la liturgia papal, ahora también para el obispo —así como la de los griegos de rito bizantino— el pontífice bendice al pueblo con ese mismo libro. Si esto no es expresión de la primacía de Dios en medio de su pueblo que lo adora, no tengo imaginación suficiente para algo más.

La primacía divina en el ars celebrandi

Nos queda ahora preguntarnos si acaso esta centralidad del Misterio de Dios, tan evidente en los documentos y en los libros litúrgicos, ha pasado al modo concreto como celebramos. La pregunta es: cuando celebramos, ¿hay actualmente una percepción clara del Misterio por parte de los fieles? Entrar en este terreno supone una mirada lúcida para distinguir la trastienda que puede tener tal o cual elemento introducido en la celebración. En general somos reacios a reconocer que un signo muy simple puede llevar consigo una carga simbólica muy grave. Como ejemplo —y abro aquí una breve digresión— puede resultar útil recordar la antigua controversia sobre la oración de pie o de rodillas en el día sábado [12]. Hoy nos puede parecer completamente absurda la disputa que sostenía Tertuliano (s. II) contra aquellos cristianos que oraban de pie el día sábado, contrariamente a lo que hacía otro grupo de cristianos, que oraban de pie solo el día domingo. Un lector moderno dirá hoy: «pero ante algo tan simple, ¿por qué no se han puesto de acuerdo?». Por último, dirá otro: «da absolutamente igual, pues Dios escucha tanto al que está de pie como al que está de rodillas, sea día sábado o sea día domingo». Pero ese moderno lector ha perdido la capacidad de leer el simbolismo que hay detrás de un día de la semana o de una postura determinada. Escribe Tertuliano:

Nosotros, sin embargo, según la tradición que hemos recibido, únicamente el día de la resurrección del Señor debemos abstenernos, no solo de esto (orar de rodillas), sino de todas las preocupaciones que dominan nuestros sentimientos y nuestra actividad, dejando incluso los negocios a fin de no dar lugar al diablo (Tertuliano, De oratione, 23).

En este caso estaba en juego la relevancia del domingo como día pascual, en contraposición al sábado, día del descanso judío. Estaba en juego la primacía de Jesús sobre Moisés. No necesito decir que no era un detalle menor. Pues bien, hoy también podemos perder la clarividencia sobre la potencia simbólica que contienen las palabras y los gestos litúrgicos. Pese a ello, no podemos dejar de echar luz sobre algunas modulaciones que va adquiriendo el hecho litúrgico entre nosotros y ante las cuales barruntamos una relación con cierto significado que juzgamos de no poca trascendencia. No nos olvidemos, como aseguraba san Ambrosio, que en las celebraciones de la fe: «las cosas que no se ven son mucho más grandes que las que se ven, porque las que se ven son temporales, y las que no se ven son eternas (Cf. 2 Co 4,18)» (Ambrosio, De sacramentis, 1,10). No deberíamos nunca perder de vista la relación que establece lo visible con lo invisible, porque allí está la dinámica no solo de la liturgia, sino también de la fe, como rezamos con la eucología del misal romano en Navidad: «gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, lleguemos al amor de lo invisible» (Prefacio I de Navidad).

Pero cerremos la digresión y volvamos al hilo de nuestro argumento. Intentemos relacionar el principio de la primacía de Dios en el ars celebrandi para que los fieles logren remontarse con facilidad desde la fértil tierra de los símbolos y su potencia evocadora hasta la altura sobrenatural de lo que estos significan. Una primera consecuencia de ese principio es que la acción ritual no nos pertenece. Es de Dios. Los ritos no son artefactos, ni expresión pedagógica de nuestras ideas preconcebidas. Son manifestaciones de Dios. Él tiene el protagonismo, porque de Él la hemos recibido y a Él le pertenece.

Lesiona este principio cuando el centro de la celebración lo ocupa otro que no sea el Señor. Llama la atención a veces la multiplicación de venias y reverencias que ministros, acólitos, lectores, diáconos, realizan ante un presbítero presidente. ¿Se encuentra algo así en la Ordenación General del Misal Romano? Es verdad que el ministro ordenado actúa en la celebración in persona Christi. Pero también Cristo vivía en la historia ante la mirada del Padre, de quien declara que es superior a Él (Jn 14,28), y vive ante la mirada de los discípulos «como el que sirve» (Lc 22,27), hasta inclinarse para lavarles los pies (Jn 13,1-15).

A los intentos por restar protagonismo al sacerdote celebrante y hacer de la liturgia un ámbito más fraterno, de relaciones menos asimétricas entre los ministros y el pueblo, en donde el ministro no es dueño, sino servidor de la comunidad, algunos tienden más bien a eliminar aquello que pone de manifiesto las diferencias que puede haber entre quienes celebran. Así, se quita la sede, se eliminan las gradas entre la nave y el presbiterio y se evitan las expresiones del misal que hablan de «lo mío y lo vuestro» y se sustituye por un indiferenciado «nuestro». Pero, si queremos subrayar lo que todos los miembros de una asamblea tienen en común, ¿no debería más bien darse expresión a una gestualidad que indique que el ministro sagrado también está —como todos— delante de Alguien que es más que él, ante quien él se inclina como los demás y se arrodilla como los demás? La controvertida posición conversi ad Dominum, vueltos hacia el Señor, lamentable e injustamente entendida en sentido ideológico como un estar «de espaldas al pueblo», no solo es un dato seguro de la historia de la liturgia [13], sino que expresa precisamente eso: el ministro también tiene Alguien ante quien está como hijo y servidor, también como miembro de una comunidad, tensionado como ella y como miembro de ella por la espera ardiente del que ha de venir.

Un papel importante lo juegan en ese sentido las oraciones secretas que el misal prescribe para el celebrante principal. Esas oraciones son el testimonio de que el presbítero no solo está delante de la asamblea, sino que está sobre todo en actitud orante ante el Padre eterno, del mismo modo en que Cristo lo estuvo cuando celebrara la última cena (Cf. 1 Co 11,23-27).

La consideración de las oraciones secretas nos lleva a atender al hecho del silencio en el contexto de la celebración. La primacía del Misterio también se expresa, por paradojal que pueda parecer, en el silencio. La estructura dialógica de la liturgia requiere del silencio: Sin este no hay escucha. Es condición sine qua non para el encuentro con el Misterio de Dios. Juan Pablo II reflexionaba:

De este silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a sí mismo, de descubrirse, de sentir el vacío que se interroga por su significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra [14].

El silencio antecede el encuentro. Y la liturgia es encuentro. El silencio es el signo que evoca el límite de todos los recursos humanos ante el Misterio que nos sobrepasa. Evita confundir el signo con el significado. Y por representar la máxima actitud de escucha y acogida por parte de Dios, se convierte en testimonio inefable de lo sagrado. El libro del Apocalipsis, que es la descripción de la liturgia celeste a la cual nos integramos en nuestra celebración terrestre, nos habla de un silencio que se hizo en el cielo y que duró como media hora; silencio verdadero, lleno de la Presencia cuando el Cordero abrió el séptimo sello (Cf. Ap 8,1). Sobre el silencio, los libros litúrgicos insisten más ahora que antes. La nueva edición de la Ordenación General del Misal Romano le da mayor énfasis aún: en el acto penitencial, después de la invitación del mismo; después de la invitación a orar de la oración colecta, después de la proclamación de las lecturas, después de la predicación, durante la presentación de ofrendas, durante la plegaria eucarística, antes del Padrenuestro, después de la comunión, etc.

En otro plano, habría que evitar que la clara fisonomía de la liturgia, que es la persona de Cristo —por lo tanto es la fisonomía de una persona, de un rostro—, no se vea sustituida por una fisonomía «temática». En un intento por vitalizar las celebraciones, a veces se ha contemplado la posibilidad de asignarle algunos motivos «adicionales» para celebrar. Surge la celebración de «temas». Muchos de ellos brotan de los imperativos morales que se derivan de la fe cristiana, pero que no constituyen el núcleo de la celebración, a saber, el Misterio Pascual. Hace ya muchos años, en el fragor de la implementación de la liturgia postconciliar, un obispo francés, Henry Jenny, denunciaba con lucidez esta preocupación, y formulaba esta pregunta: ¿Es la misa una exposición de «temas»? Y se respondía: «querer, bajo pretexto de apertura al mundo o de una evangelización más eficaz, celebrar por medio de la eucaristía los “eventos de la vida humana” es finalmente tomar una ruta equivocada». Recordaba: «En todos los documentos del Concilio Vaticano II se encuentra proclamada en primer lugar la importancia histórica y pastoral de lo que los padres llamaban la economía de la salvación, es decir, el encadenamiento de los hechos que salvaron al mundo. Allí está la piedra angular de todo el edificio de la Iglesia» [15]. Por eso la esencia de la liturgia consiste en el anuncio y realización por medio del signo sacramental de ese acontecimiento, que como signo será y es causa de la transformación del mundo y de todo evento humano.

La liturgia no celebra los eventos de la vida humana: no celebra el día de la madre, ni el día de la solidaridad, ni el día del trabajo, ni el día del niño. La liturgia no celebra ni la vida ni los temas de la vida, sino a una persona: a Cristo y su Pascua, desde quien —eso sí— todas las personas y la sociedad entera con todas sus circunstancias vitales pueden verse redimidas. Así se entienden las misas por diversas necesidades, que abordando circunstancias humanas concretas, estas se dejan iluminar y tocar por la gracia del acontecimiento fundamental: Cristo y su Pascua [16]. En este mismo plano podemos recordar que hace años la revista Notitiae se preguntó sobre la licitud de esas misas llamadas «temáticas» [17]. La respuesta fue negativa. ¿Por qué? Es interesante la respuesta: Porque no se respetaría el curso litúrgico tradicional de la historia de la salvación. De ello resultaría la destrucción del año litúrgico, y a menudo sería una imposición de los propios gustos de algunos (de la comisión diocesana, del obispo, del equipo de liturgia…) a la comunidad (o de la comisión diocesana, etc.).

El Concilio en su intento de sana renovación quiso alejarse del inmovilismo y el centralismo romano que había caracterizado los siglos precedentes. La liturgia romana, por lo demás, es la que mejor había integrado el genio cultural de los pueblos que en el devenir de la historia se habían hecho cristianos. ¡Cuántos elementos de nuestro rito romano pertenecen en realidad al genio hispano, celta, franco-germánico, por no señalar los de origen oriental! Los elementos propios de las culturas contemporáneas, tras un cuidado discernimiento regulado por la autoridad de la Iglesia, pueden habitar en el rito romano con toda legitimidad. Sin embargo, a veces una creatividad exuberante por parte de la pastoral litúrgica puede llegar a lesionar el principio según el cual la liturgia es fundamentalmente un don. Por supuesto que es legítima una preocupación por lograr las expresiones litúrgicas más adecuadas a la configuración cultural de los pueblos o de los ambientes. Pero no se puede olvidar que la liturgia es más que la expresión gestual y simbólica de un algo ya poseído. El cristianismo es justamente la no-posesión de Alguien que sí nos posee a nosotros y que nos arrastra en pos de sí.

La forma litúrgica debe introducirnos en la presencia de ese Alguien que proviene de más allá de la historia y de la cultura. Creo que mientras más queremos que las celebraciones expresen nuestra propia cultura, conmueven menos y llegan a ser menos significativas —religiosamente hablando— para el hombre contemporáneo, siempre deseoso de Misterio. No es difícil dar con el porqué: pues estas son mucho de lo que somos y muy poco de lo que no somos, de lo que no tenemos. La liturgia no puede nunca dejar de ser el grito con el cual iniciamos cada día la oración vespertina: «Dios mío, ven en mi auxilio». Se pide que venga, porque es precisamente de lo que carecemos. La precariedad es lo que posibilita la plegaria. Eso es esencialmente el inicio de la percepción de lo sagrado, y lo que permite finalmente que uno pueda salir de uno mismo, recorrer su éxodo y retornar al paraíso del cual todo hombre —en cuanto es un ser religioso— siente una nostalgia abrasadora. Lo esencial es si la liturgia en concreto puede dar cuenta de lo que debe ser su identidad más profunda: el ser hogar fontal —y por lo tanto, anterior a nosotros— en el que se desborda el misterio de amor que nos sorprende por su imprevisto, por su originalidad, por su ser «de otro mundo en este mundo» [18].

Sin el Misterio la Iglesia no sabe nada de sí misma y no tiene nada verdaderamente original que mostrarle al mundo, nada de lo que hace verdaderamente bella la historia humana. Después de cincuenta años —entre tantos desafíos que ocupan a la Iglesia— ninguno es más acuciante que este: que el mundo pueda dejarse asombrar por la Presencia que le habita, la persona de Dios y su obra incesantemente viva entre nosotros. Es demasiado decisivo lo que está en juego. La reforma ha intentado hacer significativo para el hombre moderno esa realidad. El éxito dependerá de la fidelidad que esta generación tenga a los mismos principios que animaron a los grandes promotores del movimiento litúrgico y que quedaron plasmados en el Concilio.


Notas:

[1] Fuertes corrientes culturales influyeron también para horadar la auténtica fisonomía de la liturgia. Contra la exaltación de la razón propia de la Ilustración, apareció con fuerza en el s. XIX la religiosidad sentimental, la piedad romántica. Y con el influjo persistente del jansenismo, esta además se volvió intimista, con no poca aversión a todo lo externo. Cf. K. F. Pecklers, Atlas histórico de la liturgia (Madrid 2013), 146-153.
[2] Guardini se refiere a una ocasión en la que contrajo la obligación de celebrar en una parroquia en Maguncia, donde debía celebrar la misa con el Santísimo expuesto mientras los fieles rezaban el rosario. Cf. R. Guardini, Apuntes para una autobiografía (Madrid 1992), 140.
[3] Citado por B. Neunheuser, Misterio, en: NTL (Madrid 1987), 1327.
[4] O. Casel, El Misterio del culto cristiano (San Sebastián 1953), 136-137.
[5] G. E. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos (Barcelona 1990), 483–484.
[6] El párrafo estaba inspirado y seguía muy de cerca a la encíclica de Pío XII Mediator Dei (cf. AAS 39 [1947], 528). Constituye una novedad la afirmación de la presencia de Cristo en la Palabra. Pero más importante todavía es la consideración histórico salvífica del hecho litúrgico. Este es la prolongación del acontecimiento por medio del cual Dios reconcilia a los hombres.
[7] J. M. Bernal, “La presencia de Cristo en la liturgia” en: Notitiae 216-217 (1984), 471: “Cuando Casel habla de la «obra redentora» no se refiere exclusivamente a la Pasión y muerte de Cristo. […] La «obra redentora» abarca y contiene la totalidad de la vida de Cristo, desde la encarnación hasta su glorificación a la derecha del Padre. Se confunde con el Misterio Pascual. Según Filthaut, la diferencia con la doctrina de santo Tomás estaría en que el Aquinate «como testigo de la Tradición, enseña todavía la presencia de los actos salvadores de Cristo en los Sacramentos; pero como teólogo sostiene ya la simple presencia de la gracia con un recuerdo puramente simbólico de la obra de la salvación» (citado por J. M Bernal, ibídem).
[8] Pirké Aboth, III, 8. Citado por L. Bouyer, El rito y el hombre (Barcelona 1967), 162.
[9] Cf. J. Galot, “La cristologia nella «Sacrosanctum concilium»”, en: Notitiae 202 (1983), 305-319.
[10] L. Bouyer, Le Mystère Pascal (Paris 1945), 9.
[11] Ch. Munier (ed.) Concilia Africae a. 345- a. 525 (Turnhout 1974) CCL, 149: «Ut Nemo in precibus vel Patrem pro Filium pro Patre nominet; et cum altari adsistitur semper ad Patrem dirigatur oratio».
[12] Cf. J. A. Bernal, La pascua en la tradición y en sus fuentes (Barcelona 2012), 66.
[13] El acucioso estudio de M. Lang, es en ese sentido categórico. Cf. U. M. Lang, Volverse hacia el Señor (Madrid 2007).
[14] Juan Pablo II, Orientale lumen, 16.
[15] H. Jenny, “La messe est-elle un exposé de «themes»?” en: Notitiae (1971), 266-270.
[16] Vale la pena advertir cómo se las ha titulado en el misal romano. Un primer grupo se denomina «por la Iglesia»: por el Papa, por el obispo, por las vocaciones eclesiásticas, por la evangelización. Otro grupo se denomina «por las necesidades públicas»: por la patria, por los organismos internacionales, por…. Otro grupo se denomina «en diversas circunstancias»: al comienzo del año civil, por la santificación del trabajo humano, por los enfermos. Y un cuarto grupo se denomina «por las diversas necesidades particulares»: por el perdón de los pecados, por la concordia, por la familia, etc. Como se puede ver: misas «por», misas «en», misas «para», preposiciones todas que indican que el núcleo es el Misterio, desde el cual y hacia el cual se vinculan las diversas necesidades particulares de los fieles.
[17] Notitiae 11 (1975), 350-352.
[18] No debiera temerse, en ese sentido, a la repetición de formas rituales, pues en eso consiste precisamente un rito. La solución no es cambiar el rito, sino acompañarlo con la palabra mistagógica de la Iglesia. La sobria predictibilidad del hecho litúrgico lejos de hundirnos en la rutina nos permite reconocer esa objetividad que supera la subjetividad individualista de un equipo o de una comunidad. Los ritos no son artefactos. Si hay algo que la experiencia primordial del hombre pone de manifiesto es que el hombre elementalmente religioso no quiere manipular el rito, sino introducirse en él.

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El Papa Francisco abrió este 24 de diciembre la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro, con motivo del Jubileo del año 2025 que tiene como tema la esperanza. Las diferentes diócesis del mundo se unen a esta fiesta que celebra la encarnación y busca renovar la fe en Jesucristo.
En el marco del encuentro “Democracia y paz: retos, iniciativas y propuestas desde Perú, Chile y Colombia”, el catedrático italiano reflexiona sobre algunos de los desafíos que existen hoy para la democracia y la paz, abordando el fenómeno de la rehabilitación de la guerra como herramienta de resolución de conflictos, el desmoronamiento de los vínculos colectivos y las nuevas imbricaciones entre populismo y fundamentalismo religioso.
Ni la toma de la ciudad de Mosul el 10 de junio de 2014, ni la posterior proclamación del califato pocos días después, el 29 del mismo mes, hicieron prever lo que todavía restaba por ocurrir el 6 de agosto. El horror de lo vivido marcó la historia de una de las comunidades cristianas más antiguas del mundo, que poco a poco regresa a Qaraqosh.
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