Tomando la palabra en San Juan de Letrán, la mente corre a una basílica, lugar de oración, sede de la comunidad y espacio de investigación, donde lo divino y lo humano, la fe y la razón se encuentran y reconocen: pueden y deben reconocerse.  En este acto, nunca dado por sentado, nunca a nuestras espaldas como hecho adquirido, la filosofía tiene algo que decir, tiene su genio que la impulsa, ese genio o demonio de Sócrates, que es llamado de la conciencia y también señal divina.  El primer movimiento de la filosofía no es arrodillarse ante la fe: va a su encuentro, la interroga y a veces la acoge, buscando en tal caso el entendimiento y la cooperación.  Fe y filosofía deberían ser dos amigas, pero cierto diferentes e incluso heterogéneas, pero que se estiman y reconocen.  Después de todo, tienen el mismo objetivo, aun cuando por distintos caminos: conocer la verdad y de ella obtener alegría y satisfacción.  El objetivo de la filosofía es conocer la realidad y el ser al final de este movimiento conocer a Dios.  Esta disciplina llega a percibir su existencia y conocer algo de Él, pero no puede alcanzarlo: lanza una mirada hacia lo que es al mismo tiempo lo Trascendente y el más allá, pero no puede llevarnos a este ámbito.  Es preciso que alguien venga de “más allá del mundo” a darnos la mano para que podamos hacer el viaje.

En mi intervención, que es la de un filósofo, enunciaré algunas consideraciones que emanan de una razón filosófica dispuesta a escuchar con amplitud.  Es abierta aquella filosofía que mediante un procedimiento racional y controlable reconoce su incapacidad de ofrecer una visión completa, consciente de sus propios límites e inclinada espontáneamente a completar con los elementos de la fe lo alcanzado por la razón.  Semejante actitud de apertura y diálogo no despoja de autonomía a la filosofía.  Ésta no es ancilla de nadie. Así como en el curso de los siglos se objetaron las expresiones que consideraban a la filosofía ancilla de la teología, hoy en día existe el temor de que la filosofía se haya convertido en ancilla scientiarum: cada vez con más frecuencia, las ciencias le asignan los temas de reflexión, el perímetro dentro del cual ha de moverse y el terreno de las cosas disputables.  La ciencia es sobre todo mucho más poderosa que la filosofía en lo concerniente a su capacidad de modificar la vida; pero sus teorías son más inciertas y cambiantes en comparación con ciertas adquisiciones cognoscitivas fundamentales de la filosofía.  En el fondo de mi discurso estará la enseñanza de la encíclica Fides et ratio, en la cual se encuentran expresiones profundamente positivas sobre la filosofía, como en la actualidad tal vez ningún individuo o ninguna institución del mundo pronunciarían.  Las condiciones de dificultad, abandono y con frecuencia de radical marginamiento de la filosofía en la cultura están a la vista de todos.  Pienso que en este sentido los filósofos, tanto creyentes como no creyentes, deberían estar agradecidos con Juan Pablo II y la Iglesia por el gran homenaje que han rendido a la filosofía.  La encíclica recuerda que el hombre es naturalmente filósofo y presenta la filosofía “como una de las tareas más nobles de la humanidad” (n.3).

Considerando la fe y la razón en el sentido más amplio de estos términos, aun cuando sea genérico, la relación entre ambas no es un tema de interés únicamente para la Iglesia Católica o el cristianismo.  Es un tema universal propio de todas las culturas y religiones, especialmente en Occidente, desde el momento en que la secularización se ha adueñado del alma, el pensamiento y la filosofía, que ya no están al servicio de Dios, sino de las cosas.  El espíritu de la secularización divide.  El caso límite y emblemático de la separación de la fe y la filosofía es la tentativa de proceder como si Dios no existiese (etsi Deus non daretur) a partir de una suposición muy común en nuestros días, en torno a la cual se configura al menos un ateísmo metodológico.  Si nos circunscribimos a Occidente, la apertura recíproca de la fe y la razón, en el sentido de una mutua cooperación entre ambas, ha sido y sigue siendo objeto de vigorosas críticas.  Los dos caminos que más se han seguido son el que dice “sólo la fe” y el que afirma “sólo la razón”.  Fideísmo y racionalismo representan sistemas mutuamente excluyentes y no de colaboración.  En el marco del racionalismo, sobresalen dos posiciones: por una parte, la idea bastante difundida en los siglos XVII y XVIII de que la razón -considerada fuerte y triunfante, y enorgullecida con los éxitos de la ciencia- estaría en condiciones de resolver los enigmas de la existencia; por otra parte, la posición actual, el acceso a una razón que provoca escepticismo, de carácter incierto, problemático y falible, que exalta la inquietud permanente y aun cuando reconoce sus propios límites, está cerrada a la fe.  Así, el camino que afirma “sólo la razón” acoge dos significados opuestos y un único “no”.

El tema en juego es la verdad (y su vínculo con la libertad)

Tanto adoptando el sistema de exclusión recíproca (aut-aut) como el de la coordinación (et-et), el tema en juego es uno solo: la verdad. ¿Qué es la verdad? ¿Cómo podemos conocerla? ¿Cuáles son sus fuentes? Ante estas preguntas, reconocemos sin dificultad el carácter originario de las mismas, a partir de las cuales comenzó la filosofía, sobre todo de orden especulativo.  Vinculada con ellas está la interrogante humana sobre el bien y la felicidad.  Al respecto, la encíclica viene a nuestro encuentro con un mensaje claro: su eje no es en primera instancia la felicidad ni en sentido estricto la fe y la razón, sino la verdad, en la cual se coordinan tanto el conocimiento recibido de la revelación como el conocimiento filosófico.  Como sabemos, son dos formas distintas de conocimiento, por muchos motivos, a partir del evento primordial por el cual en la fe lo esencial es entregado desde lo alto, mientras en la filosofía todo debe conquistarse fatigosamente.  En el solemne íncipit de la encíclica, leemos, confirmando el hecho de que el texto gira en torno al tema de la verdad: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”.  Al parecer, un primer título de la encíclica, luego descartarlo, habría sido Veritatis cognoscendae studium: el deseo o pasión por conocer la verdad.

Al abordar estos temas, un filósofo que pretenda hablar con sensatez debe mirar dentro de sí mismo, hacia los demás y el mundo, buscando dondequiera ayuda para su tarea, consistente en alcanzar la verdad.  Dice una de las expresiones más vividas del libro eterno, que transmite una enseñanza de Jesús: “Conoceréis la verdad, y la verdad os librará” (Jn 8, 32).  Según los Evangelios, la libertad y la liberación son un fruto que madura bajo el sol de la verdad.  Por consiguiente, la verdad tiene un carácter anterior natural, necesario y espontáneo en relación con la libertad, ante lo cual gran parte de la cultura que impregna las sociedades occidentales tuerce los labios manifestando perplejidad.  Hay una tendencia a invertir la idea, afirmando: “Practicad la libertad, y la libertad os hará veraces”.  Así parece ser la fórmula central de un nuevo evangelio secularizado, agnóstico, a veces ateo, en el cual la libertad tiene primacía absoluta.  Aun cuando sólo sea en la vida civil, la afirmación sin límites de la libertad es fuente de numerosas actitudes que hacen ingobernable el Estado e imposible llegar a una sociedad justa.

La gran confianza atribuida a la libertad es un hecho espiritual que llama a la reflexión.  Precisamente en un momento en que se propaga la desconfianza en la verdad, llegándose no pocas veces a un nivel de escepticismo agudo y de una desperatio de veritate universal -el más inquietante de los huéspedes y la última vía de acceso del nihilismo que llama a la puerta -la libertad se eleva hasta las estrellas.  Su interrogante tal vez ha constituido el programa central del pensamiento moderno desde Descartes hasta Fichte y Schelling, desde Kant hasta Sartre.  Estos nombres son grandes e inspiran respeto.  En todo caso, es lícito agregar que indiscutiblemente todos los hombres buscan la libertad, sobre todo si con este término se entiende algo más complejo y rico que la mera libertad de elección, a la cual desde hace algún tiempo limitan ciertas direcciones filosóficas y políticas de dialéctica de la libertad, olvidando que ésta no puede abarcar únicamente la autodeterminación.  Sin embargo, el hombre igualmente desea conocer la verdad y no el error.  En el vínculo entre la verdad y la liberad, tiene primacía la primera.  Existe un carácter anterior de la verdad en relación con la libertad, la cual es radicalmente incapaz de constituir la verdad; puede reconocerla y “realizarla”, acogiéndola en su propia acción.  La nobleza del hombre se mide considerando la verdad alcanzada por el mismo, en relación con la semilla o huella del Logos que se encuentra en cada individuo y llamamos la luz natural de la mente.

Si visualizamos la fe y la razón como dos caminos hacia el conocimiento de la verdad, desaparece la competencia de base entre ambas, concebida en el régimen de la separación.  Competencia significa sustraer a una todo lo atribuido a la otra: si una adquiere, la otra no puede sino perder.  El racionalismo y luego el ateísmo han considerado de este modo el vínculo hombre-Dios: mientras más eleva el hombre a Dios, más se enajena y se priva de lo esencial.  El mismo esquema de pensamiento se encuentra en el problema del vínculo entre la libertad humana creada y la libertad divina increada.  todo lo otorgado a la primera es descartado en la otra por el racionalismo.  No se acepta la idea de que ambas libertades pueden cooperar en la producción del bien, la divina como causa primera y la humana como causa segunda, proviniendo así la buena acción en su totalidad de Dios como causa primera y en su totalidad del hombre como causa segunda.

Las experiencias de las cuales nace la filosofía

Si nos ubicamos en el área de la filosofía, es natural preguntarnos si la razón humana, limitada y falible, está en condiciones de alcanzar la verdad, al menos sus elementos más significativos, si no es toda la verdad.  Tal vez la filosofía pueda hacerlo si logramos tomar contacto con las experiencias originarias a partir de las cuales tuvo sus comienzos, si somos capaces de “repetirlas”.  Ahora bien, la filosofía desciende de dos grandes fenómenos: el sentido del asombro ante el ser y la vida y el sentido del temor, entendido no como miedo, sino como pausa y meditación sobre todo aquello que existiendo se desvanece, sobre la declinación de la vida y las cosas hacia la desaparición.

Del mismo modo que el asombro o la maravilla, la meditatio mortis hace surgir en nosotros el deseo de filosofar.  Así como en el libro de los Proverbios y en el de la Sabiduría leemos “Initium sapientiae timor Domini”, a menos una parte de la filosofía podría decir “Initium philosophiae meditatio mortis”.

El filosofar entra en una zona de peligro cuando el hombre deja de sorprenderse ante el ser con un asombro que ponga en movimiento un estrato profundo en su interior; o cuando no siente el desafío de lo absurdo, que se alejan de la certeza de la muerte, apartando cuanto puede de su vista y de la ciudad el espectáculo de la muerte.  Considerada con los esquemas de la ciencia, la muerte se entiende únicamente como un evento puramente biológico, que no plantea ulteriores interrogantes.  Esos dos grandes aspectos del filosofar no eran desconocidos para los antiguos: la mente se activa en Aristóteles y Platón, que en el Fedon entiende la filosofía como meditatio / praeparatio mortis. Cuando es escaso el asombro ante el ser y la vida -que en todas partes sobreabundan y se dan-, cuando no está presente la meditatio mortis, hay fundados motivos para sospechar que la razón humana se ha vuelto anémica y perezosa.  La razón débil de la cual tanto se habla parece una razón cansada, incapaz de explorar nuevamente las experiencias cardinales de la existencia del vivir y el morir. La gran provocación que nace de la fe puede otorgarle nuevo vigor y un horizonte pleno.  Una de las frases fundamentales de la encíclica, tal vez la más fecunda y característica, dice: “La Revelación introduce en nuestra historia una verdad universal y única, que incita a la mente a no detenerse jamás” (n.14).

Hablando de la razón, desearía no dar lugar a equívocos y hacer pensar que la razón es puramente aquella de orden lógico, conceptual, argumentativo y demostrativo.  Evidentemente, ésta ocupa un lugar inmenso e irremplazable, puesto que el conocimiento que busca la filosofía es un conocimiento de modo perfecto, que alcanza la verdad y la conoce en forma estable, a prueba de golpes y sorpresas.  Con todo, la razón y la filosofía sólo constituyen una parte de la compleja vida del espíritu, equivalente a una habitación entre muchos pabellones.  Si aludimos a la totalidad de la vida intencional del espíritu, junto a la filosofía encontraremos como hermanas el arte, la poesía, la música y la literatura.  A menudo, en estas grandes producciones nos sorprende en las formas más inesperadas una adivinación de lo espiritual en lo sensible, que trasluce en lo bello.  Quizás no es absolutamente verdadero lo dicho por Dostoievski, según el cual la belleza salvará al mundo.  En todo caso, la filosofía sabe que uno de los nombres más elevados de Dios, tal vez el más secreto y rodeado de misterio, es “Bello”.  El Simposio platónico puede leerse como un itinerario de ascenso hacia la contemplación de lo bello.  Dios es supremamente bello.  En la meditación metafísica, reconocemos lo bello como el fulgor o el resplandor de todos los trascendentales juntos.  Si no queremos limitarnos al ámbito importante, pero parcial, del saber estable y no desmentible, debemos reconocer que razón y fe pueden comunicarse en el tema de la belleza.  La filosofía tiende a lo bello, que es el rostro más elevado y oculto del ser, y la fe tiende a Dios, suprema belleza.

En la relación entre fe y razón, la belleza entra a hurtadillas y nos sorprende: huésped no esperado, pero grato, que por un lado transmite un Nombre de Dios y por otro, con su fragilidad, la fragilidad de las cosas bellas, nos recuerda el más allá y la muerte, que el racionalismo actual quisiera alejar de la mirada de la mente.

Para que la razón no huya ante estos aspectos, es preciso no pensar en lo divino únicamente con un modelo utilitarista, científico, instrumental y agnóstico.

El modelo de razón y el edificio de la sabiduría

Precisamente a este respecto la encíclica de Juan Pablo II entrega uno de los aportes más notables, que hasta ahora ha permanecido un poco en el fondo de los diversos comentarios.  En realidad, una de las principales preguntas que deberían plantearse en cuanto a la relación entre fe y razón es: ¿qué modelo de razón? Fides et ratio amplía considerablemente el modelo habitual de la razón occidental, a menudo recalcado en los hábitos de la ciencia y el racionalismo incluso en la actualidad, a pesar de que este último tiene bastante menos confianza en sí mismo y el conocimiento científico pareciera estar sobre palafitos, es decir, en una situación precaria.  La encíclica amplía el marco con una riqueza de referencias al pensamiento griego, al mundo bíblico y hebraico (son notables las alusiones a los libros sapienciales), e incluso con alusiones al Oriente.  Esto sugiere que el modelo de razón predominante hoy día en la cultura occidental se encuentra algo debilitado: el impulso hacia la existencia parece en declinación, si bien nuestro conocimiento actual es en último análisis un conocimiento del ser.  Reconozco como un hecho plausible que la actual crisis de la verdad y en suma la desperatio de veritate son producto de un modelo anémico, formal y débil de razón.  Cuando este tipo de razón se vuelve hacia el cristianismo, difícilmente ve en el mismo algo más que una ética.  Así se dan la mano dos formas de no prestar atención: ante el esplendor del ser y ante el evento cristiano, reducido a enseñanza moral, como deseaba Kant.  Su principal obra de filosofía de la religión, La religión dentro de los límites de la mera razón, es una tentativa explícita de echar el vino nuevo del cristianismo en los odres algo agrietados de la mera moral.  Es una tentativa de circunscribir al cristianismo en un recinto donde la Encarnación, la Cruz y la Resurrección se amansan y digieren dentro del orden del sistema.  La superación del racionalismo, el irracionalismo y el fideísmo sólo puede tener lugar en el ámbito de la búsqueda humana de sentido y sabiduría.  La sabiduría es un conocer gustoso, luminoso y sintético.  Para vivir, necesitamos tanto del agua como del aire.  En la cultura contemporánea, el elemento de la sabiduría se encuentra en condición bastante precaria.  El tema sapiencial parece así haberse perdido en la cultura, en la filosofía y tal vez en la teología, y con él también ha desaparecido el tema de la sabiduría cristiana, como un edificio que en su unidad diferenciada introduce en orden ascendente la sabiduría filosófica, la teología y la de los santos o del Espíritu Santo.  Sería importante, pero está fuera del alcance de mi intervención, recorrer las etapas fundamentales en la cuales -bajo el lema de una creciente separación de la fe y la razón en el pensamiento moderno- tuvo lugar la crisis del edificio intelectual de la sabiduría cristiana, dentro de la cual también la filosofía (y en ella especialmente la metafísica) tiene valor de sabiduría: humilde, pero necesaria.  Permitidme agregar, sin poder documentarlo aquí, que ésta se construyó como saber desplegado y solar, en un largo camino desde los griegos hasta nosotros, en el cual los autores cristianos marcan una profundización fundamental.  Su filosofía podría llamarse filosofía del ser dado el esfuerzo siempre renovado por conocer la existencia e ir a la raíz de las cosas.

Sin este anclaje cognoscitivo, la luz natural de la mente no encuentra otro de igual fuerza y termina dudando de sí misma y fragmentándose.  La proliferación de saberes tendencialmente anárquicos propia de la fragmentación es la tentación específica de la cultura contemporánea, con un quiebre inevitable de la visión global.  Este proceso se remonta en el tiempo y no se requiere mucha imaginación para darse cuenta del gran esfuerzo que será necesario para corregirlo.  Hegel ya observaba que el remedio para el iluminismo es tarea “regional”.  Hemos perdido la gran ventaja de la unidad intelectual de una civilización.  Su recuperación no puede darse recorriendo los dos caminos opuestos de "sólo la fe" o "sólo la razón".

Con esta serie de desarticulaciones, a las cuales se agregan otras, que han intervenido en la teología reciente, ha disminuido en la filosofía y en la vida creyente la importancia de “dar razón” (logon didonai), en el primer caso por el debilitamiento de las percepciones primarias y en el segundo en homenaje a una primacía atribuida al testimonio y a la experiencia.  Por consiguiente, el cristianismo ha llegado a entenderse puramente como experiencia y no como saber y sabiduría.  En esta restricción de horizontes, existe, con distintos grados de conciencia, una idea bastante limitada del saber, entendido únicamente como competencia técnica y funcional, como destreza útil, que a menudo en la escuela y la cultura parece haber llegado a ser el único paradigma del concepto del saber, en detrimento del aspecto sapiencial, ahora de carácter basilar.

¿La filosofía (postmoderna) como praeparatio evangelica?

Jesús y Pilatos; Sócrates y Abraham

Frente el tema del saber, nos acosa una interrogante de gran importancia, pero que hoy podría parecer extraña y disonante: ¿podemos en general concebir la filosofía como preparación evangélica (praeparatio evangelica), es decir, como un área del conocimiento que predispone a escuchar en forma abierta, positiva y sin prejuicios el anuncio cristiano? ¿Y podemos considerar en particular a la filosofía postmoderna en este horizonte? La formulación misma de la pregunta produce asombro.  Se objeta: ¿no provienen del pensamiento moderno y contemporáneo, que ha influido tanto en el postmoderno, las refutaciones más radicales al cristianismo, a Dios y a Cristo? ¿Y no ha pretendido ese pensamiento presentarse en muchas de sus expresiones como ateo y antiteísta? ¿Y no está en camino dicho pensamiento hoy día hacia el nihilismo o al menos a bordearlo?  Muchos indicios llevarían a dar una respuesta afirmativa a estas preguntas.  Por otra parte, el filósofo no prepara recetas para el futuro: le basta soportar la fatiga del concepto.  Será ya un buen paso determinar qué se entiende por praeparatio evangelica.  Al recurrir a este término, se emplea un concepto antiguo, al cual recurrió Clemente Alejandrino, concibiendo a la filosofía griega como camino de preparación para recibir el Evangelio.  Algo parecido se encuentra en Agustín en relación con la filosofía platónica (cfr. De civitate Dei).  Para Clemente, el “Testamento” para uso de los Gentiles fue la filosofía, que justificaba a los griegos, los cuales según el autor percibían las dos verdades fundamentales sobre el Dios creador y remunerador.  No está demás agregar que a esta tesis se oponía en esa época la de los gnósticos y los marcionistas, que entendían la filosofía como sabiduría demoníaca entregada a los hombres por los ángeles caídos: la filosofía o el conocimiento como fruto de la serpiente.

La idea de Clemente puede ser válida en nuestros días siempre que sepamos identificar la forma más apremiante de preparación evangélica que la filosofía puede ofrecer.  Si me interrogo al respecto, vislumbro que dicha preparación debería incluir en primer lugar la reconquista del sentido de la verdad y de Dios.  Buscar la verdad con la filosofía es buscar a Dios.

Con todo, para que la filosofía pueda nuevamente llevar a cabo la tarea de preparar el camino a la Revelación, debería superar y disolver al nihilismo, sobre todo aquel de carácter teórico y especulativo, del cual proviene en la actualidad el mayor riesgo para la integridad del hombre y su intelecto.  Es notable el hecho de que con el nihilismo, además de perderse la idea del valor de la filosofía como praeparatio evangelica, también ha entrado en la zona oscura otra función “tradicional” de la filosofía: la idea del valor del filosofar como cuidado y medicina del alma.  Absortas en el enfrentamiento secular con las culturas modernas de la acción, sobre todo el marxismo, la teología y la filosofía cristianas han dirigido en menor media su mirada crítica hacia el nihilismo, acusando cierto retraso en este aspecto.

Debemos ahora preguntarnos si la filosofía puede servir como praeparatio evangelica y de qué manera.  Pareciera ser una pretensión desenfrenada, aun cuando la concibamos únicamente en relación con el sentido de la verdad y no con la justificación y la salvación.  Tal vez estemos más convencidos que Clemente de que la filosofía no salva ni justicia y sólo puede preparar.  Para comprender en alguna medida el vínculo entre la fe y la filosofía y la mutua colaboración posible entre ambas, citaremos cuatro figuras en forma emblemática ante la mirada de la mente -Sócrates, Jesús, Pilatos y Abraham- y las observaremos en su acción.

Siempre se reconoció a Sócrates como el representante y en cierto modo el padre de la filosofía, digno del amor que el joven Platón tuvo por él durante toda su vida, recordando con nostalgia el asombro que un día experimentó al conocerlo.  El mismo Nietzsche, a pesar de ser tan contrario al gran ojo ciclópeo de Sócrates, al cual atribuía la disolución de la tragedia griega y el nacimiento con la filosofía de un desconsiderado optimismo teórico, reconoce su importancia excepcional (cfr. El origen de la tragedia).  En Jesús reside la Palabra eterna encarnada, o en todo caso una personalidad excepcional, un gran maestro de moral, como reconocía Kant.  Si observamos atentamente a estos dos personajes, similares en no pocos aspectos, algo nos impresiona y nos llama a meditar.  Sócrates interroga y Cristo es interrogado.  El ateniense recorre la plaza pública, el ágora, haciendo preguntas y fastidiando no pocas veces a sus interlocutores, ante los cuales aparecía como un moscardón inoportuno.  Él pregunta qué es la justicia, qué es el bien, qué es la felicidad.  De estas preguntas y las anteriormente planteadas por los filósofos jónicos, nació la filosofía.  Sócrates interroga.  Jesús, en cambio, es interrogado en las calles de Galilea y Judea: es interrogado por los escribas y fariseos, por el joven rico, por el pueblo, por su madre, Pilatos, el sumo sacerdote, los apóstoles, los discípulos, etc.  Es interrogado porque respondiendo da testimonio de la verdad.

Sócrates no es la verdad y por eso interroga, pregunta para saber e incluso para corregir en el diálogo crítico las opiniones infundadas.  En Cristo, los interlocutores advierten algo grande y misterioso, tal vez la verdad misma, y por eso es interrogado.  Quien interroga no sabe, pero busca.  Quien es interrogado sabe y es interrogado sobre todo cuanto sabe.  Eso establece una diferencia entre ambos personajes, que es la diferencia entre la filosofía y lo divino.  La filosofía busca a Dios, pero no es divina, nunca sabe, sino procura saber; se despliega enteramente y se fatiga en el esfuerzo de la búsqueda; rara vez alcanza un estado de quietud.  Se desprende otra diferencia del carácter distinto de la interrogación: Sócrates hace preguntas con el fin de llegar a la verdad sobre los aspectos esenciales de la ética.  Cristo es interrogado en último término en cuanto a su propio ser. “¿Quién eres?” se le pregunta.  Con eso le están preguntando al mismo tiempo qué es la verdad.  La pregunta sobre la identidad de Jesús y la pregunta sobre la verdad se enlazan y se funden.  Durante el proceso de Jesús, la última pregunta de Pilatos fue precisamente “qué es la verdad” (quid est veritas?), pero él no esperó la respuesta.  Tenía demasiada prisa, prisa por cerrar de alguna manera el caso, por no producir demasiado descontento entre las partes que le interesaban, cuyo apoyo deseaba asegurar.  Tal vez es el prototipo de tantos personajes importantes, que siempre tienen pendiente algo urgente y jamás algo esencial qué hacer.  Pilatos está distraído y por eso no espera la respuesta y se vuelve hacia la multitud preguntando: ¿Qué queréis que haga con él? Él pregunta, pero no en lo tocante a la verdad.  La verdad no responde a quienes tienen prisa.  Si hay una enseñanza que desprender del diálogo entre Jesús y Pilatos, es la invitación a la quietud y la calma: reiterar la pregunta y esperar con paciencia y perseverancia la respuesta.  Sócrates, por su parte, pregunta sin cansancio y sin fingir.  No tiene prisa.  Tal vez es un contemplativo.  De hecho lo es, como lo demuestra el episodio de Potidea durante una campaña militar, cuando permaneció absorto sin interrupción, en estado de meditación, durante todo un día y toda una noche, maravillando a sus compañeros y a los soldados (cfr. Simposio, 220 c ss).

¿Qué debemos pensar de Jesús, Sócrates y Pilatos? Jesús, interrogado sobre su divinidad, está más allá de la filosofía y la fe.  Sócrates aparece ante nosotros como el representante de la filosofía.  Pilatos se presta para muchas interpretaciones, todas válidas: es la autoridad que no cumple su tarea; es el curioso que hace preguntas y se distrae; tal vez es también el intelectual múltiple que siempre tiene demasiadas cosas que hacer.  Aun cuando hemos encontrado el representante de la filosofía, todavía no ha venido a nuestro encuentro el representante de la fe, que no puede ser Pilatos ni el Verbo Encarnado.  Sin citar a Abraham, no puede comenzar el diálogo entre la filosofía y la fe.  Abraham es el padre de todos los creyentes.  Él creyó contra toda esperanza (spes contra spem). “Abraham creyó y por eso es joven, puesto que el hombre que siempre espera lo mejor envejece al decepcionarse de la vida y quien siempre está dispuesto a lo peor envejece prematuramente; pero quien cree conserva una eterna juventud”, escribió Kierkegaard en Temor y temblor.

Nuestra “puesta en escena” podría terminar en este punto, es decir, con la determinación del representante de la filosofía y el caballero de la fe.  Con todo, en honor a la lealtad y a la adhesión a los hechos, no queremos contentarnos con este resultado, si bien es significativo, preguntándonos ahora si en Sócrates, padre de la filosofía, y Abraham, padre de los creyentes, no hay actitudes análogas fundamentales que al acercar a ambas figuras también produzcan un acercamiento entre la filosofía y la fe.

En el comportamiento de Sócrates y Abraham, nos sorprende una cosa notable, que permite establecer una secreta afinidad entre ambos personajes, y es la obediencia a unan voz que a ellos se dirige, que al escucharla da origen a consecuencias sumamente diversas.  Dispuesto a obedecer la voz de la conciencia y no desobedecer las leyes de la polis, Sócrates permanece en la prisión de Atenas, bebiendo la cicuta y enfrentando la muerte.  Para obedecer a la voz de Dios, Abraham sale de su tierra natal y se va.  Uno permaneces y otro se va: uno se queda en la cárcel y el otro sale de su país.  Uno va al encuentro de la muerte y el otro hacia lo desconocido.

Ambos dejaron atrás una cosa y se llevaron consigo una cosa: Sócrates dejó atrás el deseo de seguir viviendo y se llevó consigo la esperanza de la inmortalidad; Abraham, dispuesto a sacrificar a Isaac, dejó atrás las pautas terrenales del sentido común y adoptó para sí la fe: fe pura y absoluta, puesto que a Sócrates no se le solicita nada parecido a un sacrificio de Isaac.  Sin embargo, ambos tienen en común el haber escuchado una voz interna y haber obedecido.  Es la voz que llama a todos los hombres y habla en ellos.  Ni Sócrates ni Abraham criticaron ni rechazaron el llamado dirigido a ellos: en la sumisión, procuraron comprender, lejos del orgullo de un pensamiento centrado en sí mismo, que aleja todo cuanto no corresponde con sus medidas.

En actos culminantes de su existencia, el representante de la filosofía y el caballero de la fe consideraron imposible sustraerse a la obediencia a una voz.  Escucharon y obedecieron.  También la filosofía postmoderna, a pesar de sus recodos escépticos y sus tentaciones formalistas, podrá ser válida como praeparatio evangelica si encuentra nuevamente un contacto con el testimonio de Sócrates y comienza a escuchar su lección, sin cerrar los ojos a la lección de Abraham.

 

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