“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.  Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo” (Fides et ratio n. 1).

Así comienza esta Encíclica que, a más de un siglo de la Aeterni Patris, de León XIII (4 de agosto 1879), plantea de nuevo el tema de la relación entre fe y razón y, por lo tanto, entre teología y filosofía.

La relación entre la teología y la filosofía, siempre afirmada por la Iglesia, radica en el deseo innato en el hombre de conocer la verdad.  El hombre no puede vivir sin la verdad.  Desde el despertar de su conciencia necesita saber lo que son las cosas, el porqué de lo que sucede.  Basta escuchar a un niño desde que empieza a hablar, a comunicarse y a maravillarse frente al mundo que lo rodea, y a interrogarse sobre lo que hay que hacer o no hacer.  Esa inquietud termina por ir dirigida hacia sí mismo: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y adónde voy?.  Es decir, el hombre se pregunta acerca de su identidad, ya que, como Adán, no puede menos que sentirse diferente de todo lo que lo rodea, incluidos los animales, acerca de su origen y su destino.  Pero junto con estas interrogantes están las que se refieren a circunstancias que afectan su existencia de manera muy especial, como la existencia del mal; del mal físico y del mal moral.  De ahí las preguntas acerca del sentido de los actos humanos.  Qué es lo que los hace buenos y qué es lo que los hace malos.

Tener una respuesta a estas interrogantes es lo que le permite al hombre sentirse en posesión de una vida propiamente humana.  Desde que el hombre es hombre no hay grupo humano, por primitivo que sea, que no tenga respuestas precisas acerca de esas interrogantes, que, en el desarrollo multisecular del pensamiento, han alimentado la reflexión sapiencial y las diversas escuelas de filosofía.  Como dice la Encíclica, “el hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia” (n. 3).  Entre esos medios destaca la filosofía.  Ella, reconociendo la dignidad del acto de pensar que busca la verdad, ha conseguido, al margen de la diversidad de sistemas, llegar al reconocimiento de los principios básicos de un pensar que se encamine con seguridad al descubrimiento de la verdad.  La Encíclica recuerda, por ejemplo, los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, y también la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente, capaz de conocer a Dios, la verdad y el bien (cfr. N.4).

La filosofía se encuentra con la teología

En este caminar, la filosofía no puede dejar de encontrarse con la teología, que razona a partir del hecho de la Revelación.

Es cierto que “La verdad alcanzada a través de la reflexión filosófica y la verdad que proviene de la Revelación no se confunden”.  Como enseña el Concilio Vaticano I, “hay un doble orden de conocimiento, distinto no sólo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque en uno conocemos por razón natural, y en otro por fe divina; por su objeto también porque aparte de aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos en Dios, de los que, al no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia” (Const. Dei Filius, CIV, FR n.9). Sin embargo, también es cierto “que hay una profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe”.  “El Dios que se revela en la historia de la salvación no es otro que el que los hombres buscan conocer aunque sea a tientas, y que, al menos imperfectamente, llegan o deben llegar a conocer, como dice San Pablo en la epístola a los Romanos (1,19s).  La vida más allá de la muerte, que el hombre llega a intuir con su inteligencia, es la que se nos revela en plenitud por Jesucristo.  La felicidad que el hombre se esfuerza por alcanzar por sus actos buenos es, en definitiva, la que Dios le ofrece por su gracia.  Es verdad que la Revelación descubre misterios que el hombre nunca podría alcanzar por su sola razón.  Como dice lo Encíclica, no hay que olvidar que la revelación está llena de misterio (n.13): que el Dios que el hombre busca conocer es Trino; que Jesús es el Hijo de Dios encarnado; que la felicidad radica en la participación de una bienaventuranza que se consuma en el conocimiento y el amor de Dios en Jesucristo; que el misterio del mal alcanza su plena explicación sólo a la luz de la sabiduría de la Cruz.  Son verdades que superan lo que la mera razón humana puede alcanzar por sus fuerzas, porque se trata de conocer al mismo Dios como Él es y su plan de salvación tal como Él, en su infinita sabiduría y libérrima voluntad, lo ha decidido.  Pero no contradicen a la razón, que busca la verdad con sus propios modos de proceder, y que lo hace rectamente.  La verdad revelada acogida por la fe ilumina la razón desde lo más alto y la obliga a plantearse, como razón humana y respetando sus propias leyes, cuestiones que, sola, ni siquiera había sospechado: como el misterio de Dios en sí mismo, o el de la Encarnación.  Y también otras que sin ser en sí inaccesibles a la razón, ésta, dejada sola, tal vez nunca habría descubierto.  Entre éstas, el Papa menciona: “el concepto de un Dios personal, libre y creador, que tanta importancia ha tenido para el desarrollo del pensamiento filosófico y, en particular, para la filosofía del ser, (…) la realidad del pecado (…) la cual ayuda a plantear filosóficamente de modo adecuado el problema del mal. Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe.  El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres (…), el descubrimiento de la importancia que tiene también para la filosofía el hecho histórico, centro de la Revelación cristiana” (n.76).

La teología necesita de la filosofía

La teología, por su parte -recuerda la Encíclica-, requiere de la filosofía y recurre a ella.  La teología es una reflexión racional y crítica sobre la verdad revelada, a la luz de la fe. Presupone, por lo tanto, “una razón educada y formada conceptual y argumentativamente”.  La necesita además “para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones” (n.77).  De ahí la necesaria relación entre ambas.  Esta es una de las conclusiones de la Encíclica a la que se debe poner especial atención en nuestros días.  Que los teólogos “dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica”.  Y, en la formación sacerdotal, tanto académica como pastoral, “que cuiden (quienes tienen esa responsabilidad) con particular atención la preparación filosófica de los que habrán de anunciar el Evangelio al hombre de hoy” (ss.105).

La oportunidad de esta Encíclica, que prolonga la reflexión de la Veritatis splendor acerca del tema de la Verdad, resulta de la actual situación de divorcio que reina entre la filosofía y la teología.  A ella se refiere este documento, como un “drama”.  A partir de la Baja Edad Media, la legítima distinción reconocida por los grandes teólogos medievales, San Alberto Magno y Sto. Tomás de Aquino, se transforma en “una nefasta separación” debido al “excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores” (n.45).

Este proceso, descrito en la Encíclica, que ha llevado al pensamiento filosófico moderno a alejarse progresivamente de la Revelación cristiana, a través del idealismo, el humanismo ateo, el positivismo y el nihilismo, ha cambiado el papel mismo de la filosofía, reduciéndola de su carácter de sabiduría y saber universal a “una de tantas parcelas del saber humano”, papel -en algunos aspectos- del todo marginal.  Más aún, se ha llegado al “ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón”, negándole su capacidad de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto (cfr. N. 47).  Por otra parte la fe privada de la razón, “ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal” (n.48).

Credo ut intellegam

Así, la Iglesia defiende decididamente los fueros de la razón humana, y al hacerlo, defiende también la autenticidad y la validez de la fe porque, como dice la Encíclica, “es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición.  Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser” (n.48).  Es la fe la que obliga a la razón a mirar y a reflexionar acerca del ser absoluto, subsistente, a partir del conocimiento de Aquél que se presenta a sí mismo como “El que Es” (Ex 3,14s).

Estas advertencias resultan muy oportunas en nuestro tiempo, que ha visto una real desafección en los medios eclesiásticos y en los currículos de la formación sacerdotal por el estudio de la filosofía, y en particular de la metafísica, con un real peligro de fideísmo; y en que la acción pastoral ha sido entendida con frecuencia como contrapuesta a “lo doctrinal”, tomando lo último como el esfuerzo que la razón debe hacer por comprender las verdades de la fe con una inteligencia crítica.  Estas posturas, hasta donde puede ver, ya van pasando, pero en sus momentos más críticos significaban una literal renuncia a “enseñar”, pretextando que cada fiel cristiano, asistido por el Espíritu Santo y fundado en su propia experiencia, debía llegar al conocimiento de la voluntad de Dios, es decir, de la verdad práctica.  Porque la verdad dogmática era para ellos carente de significado pastoral.  Esta actitud desconocía evidentemente que Jesús apareció en primer lugar como un Maestro.  Que en la mayor parte de los Evangelios aparece enseñando, tratando de hacer accesible a la inteligencia no sólo la conducta que el hombre debe llevar, sino también el misterio del Reino, y de la naturaleza misma de Dios que Él vino a revelar como Padre.  Lo mismo puede decirse de San Pablo, que en cada una de sus Epístolas expone el misterio cristiano, cuya inteligibilidad presupone accesible a todo hombre de toda cultura, y del cual deduce el comportamiento moral correspondiente.  La enseñanza, la didajé, es así uno de los pilares sobre los que se asienta el cristianismo desde sus primerísimos orígenes (Hech 2,42).  Como dice la Encíclica: “La Sagrada Escritura presupone siempre que el hombre (…) es capaz de conocer y de comprender la verdad límpida y pura.  En los Libros Sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico.  En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva (n.82).  San Juan y San Pablo hacen afirmaciones sobre el ser de Cristo.  Y lo mismo es válido para los juicios de la conciencia moral que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos.

En la Encíclica aborda esta verdad siempre conservada por la Iglesia citando el conocido texto de los Hechos de los Apóstoles, en el que se narra lo que podemos considerar el primer encuentro de la fe cristiana con la filosofía (Hech.17, 22-34).  Es claro que a los atenienses San Pablo no les argumenta como a los judíos.  No parte por el Dios de la Historia de la salvación, sino por el Dios creador, Aquel que trasciende todas las cosas y que ha dado vida a todo.  Pues bien, ese Dios creó todo el linaje humano con el fin de que buscasen a la divinidad, para ver si a tientas las buscaban y la hallaban (17, 26-27).  Es que el que cree en Jesucristo está cierto de que “en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios” (n.24).  Esa nostalgia es la que aflora frente a Jesucristo en la forma de una súplica: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta” (Jn.14,8).  Por eso, aunque San Pablo acomode su argumentación a las premisas conocidas por las atenienses, su objetivo es anunciar el misterio de Cristo, en el que se encuentra la culminación de toda sabiduría humana.  La actitud del Apóstol de los gentiles prepara ya la de San Justino con su teoría del logos spermatikos, según la cual el Logos que se manifestó proféticamente (en figura) a los judíos en la Ley, también se manifestó, aunque parcialmente, bajo la forma de semillas de verdad a los griegos.  Por lo cual, si el Antiguo Testamento tiende a Cristo como la figura (typos) tiende a la propia realización (la alezeia, la verdad), o la verdad griega tiende a Cristo y al Evangelio como la parte (meros) tiende al todo.  En consecuencia, la filosofía griega no puede acudir a ella como si fuera un bien propio, porque “todo lo hermoso (kalos) que haya dicho cualquier persona, nos pertenece a los cristianos” (2 Apología, 13,4).

Buscar la sabiduría

Tocamos aquí un tema que el Papa desarrolla a lo largo de toda la Encíclica: el de la filosofía en su “dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida” (n.81).

Tal fue el objetivo de la sabiduría en la antigüedad, y sus preocupaciones fueron asumidas en la Revelación.  Con la Ley y los Profetas, los libros de Sabiduría asumen en el canon bíblico el esfuerzo del pensamiento antiguo para aprehender la verdad.  Sus preguntas son las que ya hemos mencionado: el origen y el sentido del hombre, del mundo, de las instituciones fundamentales (el matrimonio, la familia); el mal, la muerte, el destino último; en fin, cómo alcanzar la felicidad.  Las respuestas dadas por los mitos clásicos a partir de concepciones dualistas o panteístas, muestran bien la dificultad que tiene frente a esos temas la inteligencia humana para alcanzar la verdad plena, que supere un inmanentismo naturalista que, en definitiva, es incapaz de reconocer toda la dignidad del hombre.  Para el mito de Gilgamesh, por ejemplo, el hombre no merece ningún canto de admiración como el que entona el Ps.8 (“¿qué es el hombre…?  Apenas inferior a un dios le hiciste…”).  Pero el salmo está iluminado por la fe en un Dios que muestra un interés sorprendente por el bien, la felicidad, la vida del hombre.  Ese interés divino por el hombre es el que, en la plenitud de la Revelación, va a hacer exclamar a San Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoce a Él, queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.  Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn.3,1-2).  Como vemos, San Juan habla de un “conocimiento” que el mundo debería alcanzar.  Es el conocimiento de quién es verdaderamente el hombre, y que no se puede alcanzar sino desde el conocimiento de Dios, o tal vez, de Jesucristo, que es, según el prólogo de su Evangelio, aquél que “el mundo no conoció” (Jn.1,10).  Ese conocimiento constituye una auténtica sabiduría cristiana que se cumple en la visión de la realidad del hombre en su perfecta realización, tal cual se manifiesta en Jesucristo glorioso. Nada de esto en Gilgamesh ni en los mitos en general, para los cuales el hombre es un ser trágico carente de verdadero sentido.  Incluso la filosofía griega, que llega a reconocer las cualidades más altas del hombre, plantea una cierta melancolía ante la conciencia, tanto más penosa, de su precariedad, de la fugacidad de la belleza y de las alegrías de esta vida.  Seguramente eso es lo que los griegos expresaban con la estatua al dios desconocido.  Los dioses que ellos conocían no conseguían darles la tranquilidad definitiva acerca del sentido de su propia existencia.  Pero este sentido lo esperaba de una fuente de conocimiento más alto, aunque aún desconocida.

Y si esto era así en una filosofía capaz de asumir la trascendencia, como se ve por el uso que de ella hizo la fe cristiana, ¿qué se puede esperar de ciertas corrientes modernas filosóficas que positivamente rechazan la posibilidad de conocer la verdad, lo que es, y se niegan a considerar cualquier dimensión del hombre y de los seres que transcienda lo puramente fenoménico (cfr. N.82).  Sus frutos no pueden ser sino el pesimismo y un pragmatismo que, como ya se ha visto, puede terminar en los peores excesos contra el hombre.

Pero cuesta entender por qué cerrar la mente a una verdad que, aunque no se reciba en la fe, abre pistas de comprensión del hombre en primer lugar, y de Dios y la naturaleza que superan sin comparación lo que la pura razón sin los aportes de la Revelación ha podido alcanzar.  Esos temas, que el cristiano conoce en cuanto revelados, pueden, y deben ser considerados por la razón filosófica según sus propios métodos.  Ellos nos obligan a rechazar lo que la pura razón ha podido establecer como verdadero, pero ciertamente enriquecen la comprensión del hombre, del mundo, de Dios.  Desde luego, no se puede pensar un fundamento mejor para la comprensión de la dignidad humana que la enseñanza cristiana acerca del hombre. ¡Llamados a ser hijos de Dios en Jesucristo! ¡Participantes de la vida divina trinitaria! Y esta posibilidad de filosofar a partir de datos aportados por la Revelación, se cumple de hecho en relación a una serie de valores asumidos como “verdaderos” y racionales por la mentalidad contemporánea, incluso por los no creyentes, y que tienen su origen en la fe cristiana.  Por ejemplo, la valoración de la libertad del hombre (que no está sometido a la naturaleza o al poder que se funda en ella), la igualdad radical de todos los hombres, la igual dignidad del hombre y la mujer, y tantos otros.  Como contraprueba vale la comprobación de que el rechazo filosófico de la trascendencia fácilmente cae en regresiones que lesionan gravemente esos valores que una cultura cristiana considera inviolables.

Una metafísica iluminada por la Palabra de Dios

En definitiva, como concluye la Encíclica, la Palabra de Dios “contiene, de manera explícita o implícita una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico” (n.80).

Que sólo Dios es el absoluto.  Que el hombre, por su condición de imagen de Dios posee cualidades que lo destacan sobre todo ser creado en cuanto a su ser, su libertad, su condición espiritual y, en cuanto tal, inmortal.  Que el ser creado, incluido el hombre, no es autónomo respecto a Dios.  Que el mal moral no es una realidad inevitable, indisoluble de la condición material del hombre o de su limitación.  Sobre todo, la Palabra de Dios afirma la certeza de que la existencia humana y del mundo tienen un sentido.

Hoy es necesario responder a lo que la Encíclica llama “crisis del sentido” (n.81).  Sufrimos las consecuencias de lo que se conoce como la “fragmentación del saber”.  No cabe duda de que la especialización ha permitido grandes avances científicos sectoriales, pero se ha oscurecido el “sentido” último de la totalidad y de esos mismos avances.

De ahí la conclusión de Juan Pablo II en esta importantísima Encíclica: “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (n.102).  Y esto vale también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos (cfr. N.82).  Esto en cuanto descansan en el conocimiento del sumo bien, que se alcanza mediante la reflexión propiamente metafísica.

El Papa expresa su convicción de que “es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico capaz de transcender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental” (n.83).  Falto de esa base metafísica, el pensamiento sucumbe fácilmente ante alguno de los riesgos que hoy afectan a la actividad filosófica (cfr. 86ss): el eclecticismo, el historicismo, el cientificismo, el pragmatismo y, por último, el nihilismo que “niega la humanidad del hombre y su misma identidad”, que desemboca en “una destructiva voluntad del poder” o en “la desesperación de la soledad” (n.90).

Para alcanzar esa base metafísica necesaria, el espíritu humano, debilitado por el pecado, necesita el estímulo y la luz de la fe.  Así lo demuestra, por lo demás, la historia de la filosofía.

En resumen, la intención del Santo Padre el entregarnos esta encíclica ha sido “subrayar el valor que la filosofía tiene para la comprensión de la fe y las limitaciones a las que se ve sometida cuando olvida o rechaza las verdades de la Revelación” (n.100).  Y concluye con un llamado a los teólogos y a los filósofos.  A los primeros: que dediquen particular atención a las implicaciones filosóficas de la palabra de Dios y realicen una reflexión de la que emerja la dimensión especulativa y práctica de la ciencia teológica” (n.105).  A los segundos, “que tengan la valentía de recuperar… las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica del pensamiento filosófico”, y “se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios”.

Así aparecerá la “armonía que existe entre la razón y la fe” y la complementariedad y mutua necesidad que existe entre la filosofía y la teología.

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