¿De qué manera y en qué puntos fue la visión reformadora rosminiana una "fuente" inspiradora de la reforma conciliar?
La relación entre Antonio Rosmini y el Concilio ecuménico Vaticano II puede analizarse desde múltiples puntos de vista: en algunos de estos (por ejemplo, el teológico-pastoral) tal vez es posible utilizar oportunamente la categoría de “precursor” (o de “profeta”).
En cambio, en el plano puramente histórico (que es aquel en el cual me sitúo), el uso de semejante categoría parece ser problemático y —en último análisis— de dudosa legitimidad. Concentrándose entonces en el tema de la “reforma de la Iglesia”, será más oportuno preguntarse, por una parte, si la visión reformadora rosminiana fue de alguna manera una “fuente” del Concilio, y por otra, si en el enfoque renovador y reformador del Concilio Vaticano II se reflejaron los desarrollos de la “cuestión rosminiana”.
De este segundo aspecto ya me he ocupado, y remitiendo para los detalles al correspondiente trabajo [1], observo únicamente que la renovación del Concilio Vaticano II fue decisiva para resolver definitivamente esa “cuestión” y eliminar toda sombra de duda sobre la ortodoxia de Rosmini: desde los estudios de Giacomo Martina sobre la condena de las Cinco Llagas y la reedición postconciliar de la pequeña obra de Rosmini, de la cual se encargó Clemente Riva (y para los tipos de la Editorial Morcelliana) [2], hasta llegar a la cita de Rosmini en la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II, a las declaraciones rehabilitadoras por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y por último a la beatificación del roveretano.
Cabe señalar que en la etapa postconciliar las posiciones más o menos hostiles a la reforma promovida por el Concilio Vaticano II fueron también hostiles a la rehabilitación de Rosmini: no por azar se llegó a registrar un sólido y biunívoco vínculo entre fidelidad conciliar y atenta simpatía por las reflexiones rosminianas.
Más complejo parece ser en cambio el primer aspecto: ¿de qué manera y en qué puntos fue la visión reformadora rosminiana una “fuente” inspiradora de la reforma conciliar? Ciertamente, ningún documento conciliar cita a Rosmini, pero una apresurada y neta respuesta negativa sería no solo superficial y banalizadora, sino sobre todo esencialmente errónea. En el plano metodológico, es preciso considerar que en los períodos preconciliar y del Concilio Rosmini era todavía un autor sospechoso y prohibido, por lo cual no siempre era citado, ni siquiera por quienes en él se inspiraban.
Seguramente hubo, en cambio, cierta presencia del rosminianismo en algunos Padres conciliares —importantes— y en algunos de sus “expertos”. Lo más influyente en particular no era el planteamiento filosófico rosminiano, en torno al cual siempre gravitaba el prejuicio de su presunta heterodoxia filo-idealista, y tampoco su teología (poco conocida entonces), ni el Nuevo Ensayo ni la Teosofía. Era más bien la espiritualidad rosminiana lo que tenía cierta influencia no menor; pero precisamente en ella se expresaba de mejor manera el impulso hacia la “reforma católica”. Así, eran más conocidas las Máximas de perfección cristiana (y las demás pequeñas obras espirituales) y las Cinco Llagas, junto con —según algunos— la Antropología Sobrenatural y las obras de filosofía política y filosofía del derecho (que definían el “personalismo” rosminiano). En todo caso, es preciso advertir que en la espiritualidad rosminiana obviamente subyace la teología (pero también la filosofía) de Rosmini, en cuya perspectiva cada aspecto “sintetiza” con los demás.
Un reconocimiento capilar de la influencia rosminiana en los Padres conciliares no es posible en esta instancia. Simplemente recuerdo que el rosminianismo espiritual estuvo presente en Roncalli, el Papa que convocó el Concilio, pero también en Montini, quien fuera en primer lugar Padre conciliar autorizado y luego el Papa que condujo el Concilio a su realización (y siguió su posterior ejecución) [3]. También conocía el rosminianismo Albino Luciani (Padre conciliar y luego sucesor de Pablo VI) [4]. Con todo, Rosmini estaba muy presente además en Dossetti (y también por su mediación, en Lercaro y en Bettazzi). Y se puede reconocer una veta rosminiana en el Padre Bevilacqua [5], quien llegó a ser cardenal y siguió la reforma litúrgica. Además de los italianos, el rosminianismo probablemente dejó cierta huella en alemanes influenciados por Romano Guardini o por teólogos más jóvenes como Von Balthasar, los cuales, si bien no lo citaban a menudo, apreciaban a Rosmini.
Pero —en el plano metodológico— es preciso señalar sobre todo un enfoque fundamental sin el cual no sería posible una verdadera y adecuada comprensión histórica de la cuestión, es decir, se trata de insertar ciertos aspectos en los procesos históricos más amplios que los incluyen. Quiero decir que con la reforma del Concilio Vaticano II se venía abajo esa hegemonía del paradigma intransigente y antimoderno predominante en la edad “plana” de la historia de la Iglesia, esa edad que se extiende desde la Revolución francesa hasta la segunda posguerra y vio cómo de once papas siete tomaron el nombre Pío: desde Pío VI (1775-1799) hasta Pío XII (1939-1958). Precisamente en ese período, el “gran temor” generado por los excesos revolucionarios hizo triunfar una “teoría del complot” (según la cual la Revolución se entendía sustancialmente como obra de un secreto complot masónico) y condujo a una pastoral de intransigente condena en bloque de la modernidad, de fortificada posición cerrada, de cruzada y choque contra la civilización moderna, hija de la Reforma protestante, del Iluminismo y de la Revolución francesa misma. De aquí una eclesiología de la Iglesia-ejército, un mito medievalista (que incluía el neotomismo como filosofía única de los católicos), una visión autoritaria y confesional contraria a los regímenes constitucionales, a las libertades civiles, a la laicidad del Estado.
Con respecto a este paradigma intransigente y antimoderno, también hubo —pero con carácter minoritario y en diversos grados marginado— un paradigma opuesto de conciliación y diálogo con la modernidad, que veía con simpatía un reformismo —en sentido constitucional, liberal, laico— de las Instituciones civiles y pedía a la Iglesia autorreformarse para lograr hacerse comprender por los hombres y las mujeres de la era contemporánea, para poder anunciarles el Evangelio. De este segundo paradigma, Rosmini fue ciertamente una de las voces principales, por amplitud de visión y profundidad de pensamiento: una voz por lo demás siempre sumamente fiel a la Iglesia.
Cuando, por consiguiente, con el Concilio nos percatamos de que era preciso “abatir los bastiones” y reabrir el diálogo crítico con la modernidad, precisamente entonces el paradigma intransigente decayó, y como consecuencia obvia pudo finalmente emerger el paradigma de la conciliación.
Son estos procesos históricos más amplios —aquí citados sintéticamente y por lo tanto de manera necesariamente esquemática— los que explican la relación histórica profunda entre el reformismo rosminiano y el reformismo del Concilio Vaticano II.
Una espiritualidad de reforma católica
El nudo decisivo para comprender el “hilo rojo” que une a Rosmini con el Vaticano es, como se ha dicho, la espiritualidad, más precisamente una espiritualidad que puede definirse como de “reforma católica”, por cuanto aspira a una autorreforma de la Iglesia, reforma interna y desde adentro, con la participación armónica tanto de la Iglesia docente como de la Iglesia discente (para emplear categorías de esa época). Los nombres principales de esta línea espiritual, que floreció en Italia en el siglo XIX, son los del sacerdote Antonio Rosmini y del laico Alessandro Manzoni, amigo y “alumno” suyo (pero junto a ellos se encuentran los laicos D’Azeglio, Pellico, Tommaseo y Capponi, y los presbíteros Gioberti, Lambruschini y Aporti). Por otra parte, Rosmini conoció a muchos fundadores de nuevas congregaciones religiosas italianas de la época o tuvo contactos con ellos o fue ciertamente apreciado por los mismos: desde la Canossa a Bertoni, desde Passi a los Cavanis, desde Pavoni a Bosco, desde Ludovico da Casoria a Biraghi, entre otros. Tuvo además relaciones estrechas con los camaldulenses, así como con los franciscanos, los barnabitas, los escolapios y los teatinos.
Esta línea italiana de espiritualidad, en medio de muchas dificultades bien conocidas y de modo minoritario, siguió con vida influyendo de distintas formas en figuras como Fogazzaro y Bonomelli, Mazzolari y Bevilacqua, Roncalli y Montini, como ya se señaló. Llega así al Concilio Vaticano II, del cual más bien constituye, por consiguiente, no tanto un antecedente o una premisa, sino una raíz espiritual [6]. Las obras fundamentales de esta espiritualidad son Los novios, a la cual se pueden agregar los Himnos Sagrados y también las Observaciones sobre la Moral Católica de Manzoni, pero sobre todo, de Rosmini, Las cinco llagas de la Santa Iglesia y sus demás obras ascéticas y de antropología sobrenatural.
Por otra parte, esta espiritualidad se interpretaba debidamente como heredera de una larga tradición de espiritualidad italiana, es decir, como se ha dicho, la tradición de la “reforma católica”, que estaba animada por una tentativa de purificación evangélica y de pureza moral de la Iglesia, y que por lo tanto cultivaba ideales de reforma de los males o de las llagas de la Iglesia. Dicha reforma por lo demás no tiene relación con los dogmas, sino con las actitudes morales, las opciones de vida y los estilos pastorales. Era una tradición que encontraba sus antecedentes en la reforma gregoriana y sobre todo en Pier Damiani, tal vez también en Gioacchino da Fiore, pero de manera más elevada y completa en Francisco de Asís y en el franciscanismo, y por consiguiente también en Jacopone da Todi, así como en Dante Alighieri y más tarde en Catalina de Siena y en la corriente dominica que llegaba hasta Savonarola. Proseguía en los exponentes de la “Reforma católica” propiamente dicha de los siglos XV y XVI, especialmente en los camaldulenses Quirini y Giustiniani y en su Libellus ad Leonem, y en el cardenal Contarini, pero también en Carlos Borromeo, en Felipe Neri y en la tradición filipina. Continuaba también con los protagonistas de la llamada “reforma tridentina”, como el filipino Mariano Sozzini y el capuchino Buenaventura da Recanati [7], con los cardenales “liturgistas” Bona y Tomasi, hasta llegar, en el siglo XVIII, a Muratori, a Benedicto XIV, a los Augustinenses ortodoxos (Noris, Bellelli, Berti) y por último, de manera singular, a Alfonso de Ligorio. Se puede vincular con esta tradición también la exigencia espiritual íntima que animaba al “zelantismo” romano o al menos la parte del mismo más inclinada a la reforma espiritual (por ejemplo, en el período de la “reforma tridentina” o también entre el siglo XVIII y comienzos del XIX: pienso en el Piano di Riforma umiliato a Pio VII, de Giuseppe Antonio Sala, posteriormente cardenal [8]). Y luego seguramente la entonación “oratoriana” del siglo XIX, que incluye a Newman, pero también a Rosmini mismo [9].
Ciertamente, con los auspicios de esta espiritualidad, se obtendría una regeneración civil, pero como efecto indirecto de la reforma de la Iglesia, llevada a cabo principalmente mediante la reforma del clero, madurando a su vez mediante la reforma de sus modos de educación [10]. Dicha reforma combinaba por lo tanto una recuperación de la simplicidad y de la pureza evangélica con el diálogo, crítico (es decir, en forma precisamente moderna), pero siempre abierto y simpatético, con la modernidad: ad intra, significaba una valorización de la dimensión sinodal y conciliar de la Iglesia [11]; ad extra, tanto una visión respetuosamente atenta a las demás religiones monoteístas [12] como, en el plano de la sociedad civil, una perspectiva de la libertad religiosa y de la “laicidad” de las instituciones [13].
Una vibración típica de este reformismo rosminiano tiene relación con la conocida cuestión de la nómina de obispos. Rosmini vinculaba en gran medida esa “indiferencia religiosa” (o secularización descristianizadora), propia de muchos católicos de la sociedad moderna, con los procedimientos de selección de los candidatos al episcopado: “¿Y se pronunciarán invectivas contra la indiferencia pública en materia de religión? ¿Cuándo se llega a exigir al pueblo o se lo educa de tal manera que esté dispuesto a recibir como Obispo suyo a cualquier personaje incógnito y extraño con el cual no tiene comunidad alguna de afectos ni vínculos por beneficios recibidos, y cuyas sagradas obras jamás ha visto ni escuchado sobre ellas, o ha visto o escuchado sobre obras muy poco edificantes?” [14]. De esto proviene la sugerencia de un replanteamiento crítico complejo para evaluar las mejores formas de restaurar la antigua práctica eclesial de la elección de los obispos por el clero y el pueblo:
Ciertamente, no siendo el gobierno instituido por Jesucristo en su Iglesia de dominio terrenal, sino un servicio en favor de los hombres, un ministerio de salvación para las almas, no está regido por el arbitrio de una autoridad dura (…). De ahí ese dulce principio del régimen eclesiástico, que en todo se manifestaba en los primeros siglos de la Iglesia, y especialmente en la elección de los principales pastores, a saber: “EL CLERO JUEZ, EL PUEBLO CONSEJERO”. (…) Así, los deseos de los pueblos designaban a los Obispos y a los Sacerdotes, y era sumamente razonable que quienes debían abandonar sus propias almas (y cuando digo las almas, digo todo cuanto puedo decir hablando de pueblos en los cuales está viva la fe) en manos de otro hombre supiesen de qué hombre se trataba y confiasen en él, en su santidad y en su prudencia. [15]
Los dos sentidos rosminianos de la reforma
El lema “Reforma” constituía en el ámbito católico una expresión de la connotación negativa (dado el evidente recuerdo del protestantismo y de Lutero) de toda la edad plana y hasta el Concilio: no se empleaba por lo tanto a menudo ni con serenidad, sino rara vez y con circunspección, casi a disgusto. Se trataba, todavía en la etapa preconciliar, de distinguir entre verdadera y falsa reforma de la Iglesia (y en cierto modo el tema fue retomado en las conocidas puntualizaciones de Benedicto XVI sobre la correcta hermenéutica del Concilio). Por otra parte, el Concilio Vaticano II habría presentado la imagen de una Ecclesia semper reformanda.
Aquí —me parece— se abre el espacio para una reflexión específica: creo que los dos sentidos en que Rosmini entendía la reforma eclesial son también los dos sentidos presentes al interior mismo del magisterio del Concilio Vaticano II.
El primer sentido (presente también en Newman) es de la reforma como progreso, como crecimiento: la Iglesia es un organismo vivo que crece en peregrinación hacia el Reino. De ese modo se inserta un sentido histórico en la autocomprensión de la Iglesia: ya sea porque la jerarquía, si lo desea, puede introducir modificaciones, ya sea porque lo que inicialmente estaba bien, puede ya no estarlo, no porque fuese equivocado, sino sencillamente porque el organismo creció (y la “vestimenta” anterior es estrecha y pequeña, ya no es adecuada). Rosmini hablaba de “progreso de la Iglesia” [16], con una especial “sociología religiosa” propia, que distinguía entre “épocas de marcha” y “épocas de estación” [17]. Independientemente del valor heurístico y del carácter científico de dichas categorías, ciertamente, con la expresión “época de marcha”, el roveretano indicaba un desarrollo, un crecimiento, un progreso de la Iglesia: “uno de esos períodos nuevos, que pueden llamarse de movimiento, en los cuales ella se eleva, por así decir, de su estación y comienza una marcha, períodos en que desarrolla por sí misma una actividad nueva, anteriormente oculta en su seno por falta de ocasión de manifestarse” [18].
Este sentido está presente en el magisterio del Concilio. La constitución Lumen gentium, recordando que la Iglesia no es sino el “germen y el principio” del Reino, afirma que “paulatinamente va creciendo, anhela el Reino consumado, y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria” (n. 5). La constitución Sacrosanctum concilium habla de un “progreso legítimo” (n. 23). La constitución Gaudium et spes observa que “la estructura social visible” de la Iglesia se adapta “con mayor acierto a nuestros tiempos” (n. 44): “De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo” (n. 43). Y la constitución Dei verbum aclara debidamente estos aspectos hablando de la Tradición:
Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón (ver Lucas 2, 19 y 51), ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios (n. 8).
Un segundo sentido es el de la reforma como purificación y renovación para sanar las “llagas”, es decir, los males que en el presente afligen a la Iglesia. Es precisamente el sentido de la “reforma católica” que Rosmini señalaba:
Se me presentaban a la vista los ejemplos de tantos hombres santos que en cada siglo florecieron en la Iglesia, los cuales, sin ser Obispos, como un San Jerónimo, un San Bernardo, una Santa Catalina y otros, hablaron no obstante con admirable libertad y sinceridad de los males que afligían a la Iglesia en sus tiempos y de la necesidad y la manera de restaurarla. No es que yo me comparase, ni siquiera en grado mínimo, con esos grandes; pero pensé que su ejemplo demostraba no ser en sí reprobable investigar y llamar la atención de los Superiores de la Iglesia sobre lo que atormenta y fatiga a la Esposa de Jesucristo. (…) Me venía a la mente, entre otras cosas, esa insigne Congregación de Cardenales, Obispos y Religiosos a quienes Pablo III encargó bajo juramento, en el año 1538, buscar y mani festar libremente a Su Santidad todos los abusos y desviaciones del camino recto introducidos en la corte romana misma. No podían darse personas más respetables que aquellas que la constituían, puesto que la integraban cuatro de los más insignes Cardenales, a saber Contarini, Caraffa, Sadoleto y Polo [19].
También está presente este sentido en el magisterio del Concilio. La constitución Lumen gentium afirma que la Iglesia no cesa “bajo la acción del Espíritu Santo, de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso” (n. 9). Y aclara que en la tierra la Iglesia, siendo “imperfecta” y “peregrina”, lleva “la imagen de este siglo que pasa” (n. 48). Así, la Iglesia “exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia” (n. 15). Agrega la constitución Gaudium et spes: “Aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios” (n. 43). Así, el decreto Unitatis redintegratio observa:
Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad hasta el punto de que si algunas cosas fueron menos cuidadosamente observadas, bien por circunstancias especiales, bien por costumbres, o por disciplina eclesiástica, o también por formas de exponer la doctrina —que debe cuidadosamente distinguirse del mismo depósito de la fe—, se restauren en el tiempo oportuno recta y debidamente (n. 6). Por tanto, todos los católicos deben tender a la perfección cristiana y esforzarse cada uno según su condición para que la Iglesia, portadora de la humildad y de la pasión de Jesús en su cuerpo, se purifique y se renueve de día en día, hasta que Cristo se la presente a sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga (n. 4).
Naturalmente, el lado “humano” de la Iglesia, en el cual se enquistan las infidelidades, los males y las “llagas”, incluye en el interior de la misma una resistencia a la renovación y a la autopurificación. Rosmini consideraba impropio el llamado a la “prudencia” manifestado por estas resistencias. Y advertía cómo semejante prudencia era absolutamente mundana (mientras la prudencia evangélicamente entendida podía a veces parecer, en el plano humano, una imprudencia). Escribía:
Todo está bien, a juicio de los prudentes de este siglo. A juicio de otros aún más prudentes, es necesario que los católicos no tengan la temeridad de hablar: conviene observar perfecto silencio para no provocar inquietudes y rumores desagradables, y todo cuanto puede generar turbación no es sino imprudencia y temeridad. Esa clase de prudencia es el arma más terrible que socava a la Iglesia: ellos la socavan sordamente, y quienes denuncian su debilitamiento, quienes revelan la traición, son los turbulentos, son los perturbadores de la sociedad. Entretanto, la Iglesia gime, y con mucha razón puede decir las palabras del Profeta, “que en su paz, su amargura llegó a ser sumamente amarga”. Por consiguiente, si una voz, interrumpiendo el silencio mortal, se alza para hablar de los medios de salud que le quedan a la Iglesia, observad de dónde viene: surge de algún sencillo fiel [20].
También en el Concilio Vaticano II se advierte la conciencia implícita de semejantes posibles resistencias. Y por este motivo la Constitución Gaudium et spes recurre a afirmaciones netas y radicales: “Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio” (n. 43). Estos dos sentidos fundamentales de la Reforma reflejan algunas imágenes eclesiológicas: el Cuerpo de Cristo que crece en la historia; la Esposa de Cristo que debe quitarse manchas y arrugas para ser más bella para su Esposo que viene; pero hay una imagen que retoma ambas: la de la Iglesia crucificada, es decir, la Iglesia que sigue a su Señor en el despojo de la muerte en la Cruz, en la Kenosi, en la consiguiente pobreza. La imagen rosminiana de las cinco llagas de la Iglesia, sobreponiéndose a la imagen de Cristo en la Cruz y de sus cinco llagas, representa ante todo y sobre todo precisamente esto: una Iglesia crucificada. Y pobre.
Y el Concilio, en uno de los puntos “apicales” de su magisterio, afirma en el n. 8 de la constitución Lumen gentium:
«Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación».
Aquí me parece posible una conclusión con referencia a un aspecto de la reforma conciliar recientemente retomado por el Papa Bergoglio (pero también presente en algunos aspectos del magisterio del Papa Ratzinger): lo relativo a la Iglesia pobre y de los pobres. En el fondo, dicho aspecto es de carácter interno en la eclesiología de la Iglesia crucificada. Rosmini presentaba muchos indicadores de reflexión específica al reflexionar sobre la quinta llaga (la servidumbre de los bienes eclesiásticos). Se daba cuenta de que tocaba un punto doloroso y difícil, pero también urgente y necesario. Observaba:
«Tal vez en ciertas naciones se habría salvado al Catolicismo de su naufragio liberándolo a tiempo de las riquezas mal empleadas, que lo ponían en peligro, tal como se aligera una nave en medio de una tempestad furiosa, arrojándose al mar hasta las cosas más preciosas y apreciadas para así salvar la embarcación con las vidas de los navegantes. (…) ¿Pero en qué parte encontraremos un Clero inmensamente rico que tenga el valor de volverse pobre? ¿O que simplemente no tenga empañada la luz del intelecto y pueda ver que ha llegado la hora en que empobrecer a la Iglesia es salvarla?» [21]
¿Y entonces, en realidad, no eran tal vez ciertas acciones seculares que despojaban a la Iglesia de sus riquezas una forma de ayuda del exterior, de sus propios enemigos? Una Reforma forzosa, podríamos decir: una astucia de la Providencia.
Y al hilo de la reforma conciliar, es esta una observación, tal vez osada, ciertamente radical, que volvió a discurrir en estos últimos años, a través precisamente de Benedicto XVI:
En cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior. En efecto, las secularizaciones —sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares— han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza terrena. (…) Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con San Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado. (…) Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres —tanto a los que sufren como a quienes los ayudan—, precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana [22].