Resulta desafiante abordar la realidad del Espíritu Santo, su presencia y rol en el Schema chilense De Ecclesia, que los obispos, encabezados por Monseñor Raúl Silva Henríquez y apoyados por un equipo de asesores destacados como J. Medina, E. Viganó y J. Ochagavía, hicieron circular en el Aula Conciliar en 1963, durante la elaboración de los documentos del Concilio Vaticano II, que desembocaron en la Lumen Gentium y Gaudium et spes[1]. Pues dicho Espíritu- el siempre alliende de la Palabra- se deja reconocer sólo con dificultad en sus contornos propios, distinguibles del Padre y del Hijo, tornándose más bien perceptible como presencia misteriosa a causa de efectos siempre desbordantes en un cuanto más de liberalidad excesiva, que tiende a escaparse de toda delimitación conceptual.
A su vez, el Schema chilense representa un texto de índole excepcional, especie de joya escondida, que sin lugar a dudas es fruto de una singular constelación de buena Teología y efervescencia pastoral impulsante, compartida por pastores y teólogos dentro de la complejidad situacional, que estaba viviendo la Iglesia en Chile durante aquel momento histórico privilegiado, conocido por el mundo como la era Kennedy. Detenerse en dicho documento promete no sólo un mejor conocimiento de los aportes del pasado, sino también donará una inspiración acertada a la invitación del Papa: celebrar el año del Espíritu Santo, a modo de aguas cristalinas que se revelan como tales, en la medida en que uno se acerca a ellas.
Por tanto no interesa aquí el riquísimo contenido del Schema chilense en sí, pulido y afinado en sus líneas conceptuales de fondo, tal como ellas se transparentan en los documentos conciliares definitivos; tampoco preocupan los pasos concretos de su Redaktionsgeschichte, ni de su integración al texto conciliar -esto da para otro estudio- sino lo que se busca es el contacto vivo con las raíces de una Teología del Espíritu Santo, capaz de iluminar el futuro próximo: permite comulgar con las fuentes propias, las cuales desbordaron desde la Iglesia local de aquel entonces hacia el mundo entero. De este modo se obtendrá mayor claridad para la cuestión ecuménica, cada vez más escabrosa en el medio nuestro -de índole marcadamente pentecostal-, a la vez que se redescubrirá aquella profundidad e identidad católica, desde la cual se gesta la anhelada unidad a través de la diversidad, -expresión ésta no sólo denotadora de una riqueza multifacética querida por Dios, sino también esclarecedora de la perversión pecaminosa del espíritu del hombre, que podrá ser sanada -en definitiva- sólo por el mismo Espíritu Santo.
1. El Espíritu Santo y el origen trinitario de la Iglesia
Si el documento De Ecclesia se abre con la lapidaria constatación “la Iglesia de Dios peregrina en la tierra hacia el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo”, ello no sólo resalta la índole dinámica de la Iglesia, que más que delimitada por muros acontece “en la tierra”, pues Dios es su propietario, también se explicita un dinamismo abierto -entremezclado de elementos humanos y divinos- que trasciende hacia una meta explícita, no abstracta, ya que ella se muestra con rostro de Padre -ad Patrem- y se articula en un espacio mediador común, también de rostro, el Hijo -in Filio-. De tal modo, la mención del Espíritu Santo en un mismo nivel -el tercer lugar resaltado ya por los Padres- y con pronombre personal -destacado por san Pablo-no permite dudar de los rasgos faciales suyos, sin que esos sean de índole frontal -como los del Padre y del Hijo- sino más bien de tipo relacional -tanto con respecto de ambas personas divinas cuanto de la Iglesia de Dios- y como tal envolvente y catalizador por su actividad destacada -per Spiritum Scanctum. Esta actividad acentuada del Espíritu -tónica de fondo de todo el documento- compromete no sólo el Misterio escondido desde siglos, también representa por igual su manifestación a través de la Iglesia en el presente.
El Schema, que proyecta de tal modo el origen trinitario del Misterio en el Iglesia in nuce, tal como la Lumen Gentium lo desarrolla ampliamente en los primeros números, no remonta al interior de Dios Uno y Trino, a su realidad inmanente; tampoco Lumen Gentium lo hace -a diferencia de Ad gentes- pero sí precisa su revelación hacia fuera -la económica- de tal modo que a través del Espíritu de Su Hijo de parte de Dios -Padre- trasluce aquella profundidad divina interna, más allá de la cual no hay nada, pero que como tal se hace presente en nuestros corazones: para que tengamos acceso al Padre, insiste el Documento. De esta manera el texto resalta el envío del Espíritu Santo desde Dios -origen último- y no designa Espíritu de Su Hijo: con esto trasunta aquella relación del Padre y del Hijo, que da origen al Espíritu en Dios. Queda esbozado el núcleo de eclesialidad -el Vaticano II lo describe como “sacramento de comunión entre Dios y los hombres”- como proveniente del origen intradivino, pero proyectándose en el tiempo hacia un futuro claramente diseñado.
Ese dinamismo trinitario que De Ecclesia proyecta en relación con la Iglesia, percibe al Espíritu Santo como aquel catalizador que se constituye en eje entre la vida de Dios y el corazón humano; no tiende a la dispersión ni se diluye de modo amorfo, se constituye en cuanto única Iglesia: ella es una, porque “Dios es Uno en cuanto Padre de todos, uno solo el Señor Jesucristo y uno solo el Espíritu Santo, como también uno solo es el cuerpo al cual somos llamados, uno solo el bautismo, una sola la fe, esperanza y caridad, uno solo el pan, en que todos participamos, y un solo orden de obispos, una sola roca, sobre la cual se basa todo, Pedro”. Esta encadenación de elementos diferentes -a modo invertido de Ef 4, 4-6- subraya que la única Iglesia se constituye a partir de una diversidad impresionante de componentes, por cierto, no yuxtapuestos y si compenetrados, que además reflejan un ordenamiento descendente hacia lo cada vez más concreto, ordenamiento en el cual el Espíritu Santo aparece situado en el preciso paso de lo divino a lo humano.
Cuando luego el Schema evoca la designación de la Iglesia como “Pueblo Nuevo de Dios” -en la Lumen Gentium ella complementará la categoría Misterio- que se encuentra “unido por la fe, esperanza y caridad, la jerarquía, predicación y los sacramentos con Cristo en el Espíritu para la gloria del Padre”, la presencia del Espíritu Santo se abre, más allá de lo puntual, como aquel espacio envolvente, que penetra y aúna todo a partir del encuentro de lo divino con lo humano, una dimensión que el texto especifica, en la mención siguiente por el agregado in unitate Spiritus Sanctus. Pero al destacar el papel mediador de Cristo en relación con esa unidad del Espíritu -Cristo como “camino, verdad y vida conduce a los hombres al Padre”- el texto vuelve, a modo de una recirculación, a su punto de partida: el Padre.
En consecuencia, consta que la presencia unificante y recirculante del Espíritu Santo emerge en aquellos hitos claves del Schema, donde confluyen la eclesiología y la cristología, en cuanto provenientes del misterio trinitario. Esta confluencia se concreta en la descripción de la constitución histórica de la Iglesia en cuanto Esposa y Cuerpo de Cristo, que articulará la realidad del Espíritu Santo con otras facetas nuevas.
2. La constitución histórica de la Iglesia y el Espíritu Santo
Sin duda, con la presentación de la Iglesia como única Esposa de Cristo -una imagen que en la Lumen Gentium pasa a ser una entre otras- el Schema resalta la centralidad y profundidad del amor nupcial, que el Antiguo Testamento articula, bajo la imagen de la Alianza de Dios con su Pueblo, y también aquella densidad mayor, asimétrica, que explica el origen histórico de la Iglesia a partir del costado abierto del Crucificado como nueva Eva. Si el texto hace caso omiso de la mención joánica del Espíritu Santo, y posterga su envío desde la Cruz y Resurrección a Pentecostés, queda a descubierto el esquema lucano de comprender la venida del Espíritu Santo sobre “la comunidad de los apóstoles y discípulos, reunidos en la oración en torno a María”. No cabe duda, entonces, que está en juego aquel paralelo entre Pentecostés y la Anunciación, conocido por los Padres de la Iglesia y que Juan Pablo II suele invocar con predilección para designar el parentesco intrínseco de la concepción virginal de Cristo por obra del Espíritu Santo con el nacimiento también virginal de su Cuerpo total, la Iglesia, gracias a la venida del mismo Espíritu.
Trasunta aquí uno de los frutos más paradojales de la actividad del Espíritu Santo: una simultaneidad de ser la Iglesia Esposa y Cuerpo de Cristo -envoltura global- a la vez, simultáneamente que se refleja también en la misma persona de Cristo, tanto ser histórico concreto como realidad universal que incluye a todos los hombres. En definitiva, es la figura concreta de María de Nazaret, que media entre esa Iglesia, cuyo typus es, y Jesucristo, Su Señor, dando a toda la configuración el rostro de mujer singular y madre de todos por medio de una receptividad activa receptiva, ya que es “el mismo Cristo quien quería nacer de una virgen para designar que sus miembros nacieran de la virgen Iglesia según el Espíritu Santo”. Esto es el “misterio de Pentecostés”, gracias al cual “el Espíritu Santo da a los Apóstoles el hablar en diferentes lenguas, de tal modo que cada uno puede escucharlo en su lengua propia”.
Sin duda, resalta aquí con fuerza que el Espíritu Santo siendo tan poco definible en sus propios contornos concretos, se exprese con una configuración tan perfilada, que más allá de su valor simbólico profundo, se presenta con rasgos nítidos de individualidad, aunque siempre trascendidos por la universalidad. Por lo mismo, no sorprende encontrarlo del modo connatural en el origen de la institución que el Schema evoca como “comunión de ministerios” en cuanto “los miembros del Cuerpo de Cristo son diversos y tienen diversas y muchas gracias, ya que cada uno es miembro del otro”. Por lo cual cada uno, ejerciendo sus obras en los diversos ministerios, según la donación del Espíritu Santo, contribuye a la edificación mutua por la caridad, de tal modo que se transparenta el “todo ordenado en la unidad de la jerarquía instituida por Cristo” a través de un principio determinante de la totalidad eclesial, que en su expresión “petrino” complementa el “mariano”, no como aparte de una estructura pneumática, sino profundamente compenetrado por el mismo Espíritu Santo[2].
Dicho ordenamiento jerárquico-pneumático explicita el Schema: primero y de modo preeminente, el Señor constituye el ministerio de los apóstoles, separados de los discípulos como fundamento sobre el cual se edifica la Iglesia, y los envía hacia todas las gentes para convocarlos a la unidad de la comunión por el Evangelio y santificarlos en el Espíritu, de tal modo que ofrezcan la oblación a Dios como ministros de Cristo. Esta misma misión es propia del “ministerio de los obispos”, una vez recibidos la “unción del Espíritu Santo”. Ellos poseen “la gracia capital que es principal para la edificación de la Iglesia y por lo cual se ejerce la autoridad, porque el Espíritu Santo los ha puesto a ellos para apacentar y regir la grey de Dios, y para que en su conjunto como colegio ejerciten su misión -munus- común sobre la Iglesia universal, según la inspiración del Espíritu Santo, acorde a las necesidades de la Iglesia y al beneplácito del Romano Pontífice”.
El obispo, sin duda, es maestro-doctor, porque posee el carisma cierto de la verdad, recibido de parte del Espíritu Santo, de manera que puede custodiar fielmente el depósito de la gracia” en cuanto” en cuanto “ministro ordinario de la Confirmación, que perfecciona al Pueblo santo de Dios por la unción del Espíritu Santo”. Además, constituye a los presbíteros, quienes con él y en nombre suyo consagran el cuerpo y la sangre del Señor y ofrecen el sacrificio en cuanto ministro ordinario del sacramento del Orden.
Por medio de su consagración, el obispo es adornado con el carácter y el don del Espíritu Santo; de tal modo integra el colegio de los obispos y luego es investido con el carisma de la verdad para ejercer, por la jurisdicción recibida, el ministerio de la Palabra imparcial y así pueda ofrecer el culto eucarístico en cuanto Sumo sacerdote, vigilando solícitamente sobre su grey, que preside. Precisa el Schema, que “la ordenación del obispo” -su constitución en portador del Espíritu- se lleva a cabo, según la tradición en la liturgia de los ritos conocidos en Oriente y Occidente, por la imposición de las manos y las palabras de la consagración episcopal que confiere la gracia del Espíritu Santo, de tal modo que nadie dude que el episcopado es verdadero y propiamente el grado supremo del Sacramento del Orden”.
Por su parte, al diaconado se accede por el rito de la imposición de las manos, que confiere el carácter permanente y la unión del Espíritu Santo para el ministerio. Los diáconos, unidos a los obispos en el ministerio litúrgico en diversos tiempos y lugares, también implementan el ministerio de los obispos en lo que se refiere a las obras catequéticas, de misericordia espiritual y temporal y en la administración de los bienes temporales de la Iglesia. Por igual, agrega el Schema, “en todos los tiempos hasta hoy día el Espíritu Santo suscita entre los cristianos apóstoles llamados de modo especial, como sucedió en Antioquía de aquel entonces”. Estos, sean ellos sacerdotes, religiosos o laicos son enviados de parte del Espíritu Santo a participar de modo especial en la tarea episcopal de la predicación.
La Iglesia, a modo de María -ella, por cierto, singular en su excelencia de Madre de Dios y de los hombres- está “llena de gracia” y puedes ser saludada del mismo modo como María lo fue de parte del Ángel y de Isabel, quien también se encontró “llena del Espíritu Santo”. No cabe duda que esta Iglesia, constituida en cuanto “repleta de gracia”, es la única Esposa, siempre a la espera de su Señor, que con el Espíritu Santo dice: “Ven, Señor, Jesús”. Con esto la circulación de vida que se abrió en el costado abierto del Crucificado, y que es perfeccionada por el “misterio de Pentecostés”, vuelve al punto de partida: el de la Anunciación, aunque ahora para lograr una mayor concreción hacia la vida nueva.
3. El Espíritu Santo, principio de vida eclesial nueva.
Cuando el Schema usa la fórmula “alma de la Iglesia” -Anima Ecclesiae- desconocida por la Biblia pero acuñada por los Padres, y aplicada por Sto. Tomás al Espíritu Santo de modo explícito, se refiere al “Espíritu de vida de la criatura nueva”, es decir, al principio vital de la comunidad de los discípulos que creen, esperan y aman, principio “no sólo en el sentido metafísico, sino en cuanto actividad”[3]. En este sentido, resulta significativa la precisión hecha por el Schema al trasluz de Jn 7, 38 respecto del agua que salta a la vida eterna “en cuanto Espíritu Santo, quien resucita con Cristo a los muertos por el pecado”, pues se trata de una actividad del Espíritu destacadamente cristiforme, e impregna la forma de Cristo en aquel que emprende el seguimiento suyo a partir de la Resurrección.
Se trata, sin duda, del mismo Espíritu, que anuncian los Profetas cuando Jer 31, 31 habla del corazón que reemplaza el de piedra, en cuanto corazón “de carne”, es decir, un corazón nuevo y un espíritu nuevo, pues la “creatura nueva” caminará según la ley nueva, la del Espíritu. Con esto el documento apunta al pacto, la alianza nueva, que más allá de la índole nupcial señalada, se revela a través de su contenido profundo como filiación adoptiva, como una pertenencia más íntima de Dios al interior del “pueblo nuevo” de Dios.
Ello, sin duda, es fruto de la conversión que se produce no desde el hombre mismo -su sabiduría- sino gracias a la fe: surge a partir de la escucha de la Palabra en el Espíritu. Es este Espíritu quien posibilita el cumplimiento de la Palabra en todos aquellos quienes lo reciben por el Verbo, mediante el bautismo.
Al respecto, el Schema afirma que por medio de la conversión, a la cual invita la predicación de la Palabra y en virtud del Evangelio, el Espíritu rejuvenece la Iglesia y la renueva perpetuamente -en términos de san Ireneo- lo cual conlleva una dura lucha de la carne contra el Espíritu y del espíritu contra la carne. Además, implica la insurrección de los “espíritus de la mentira, que adoran los ídolos, contra los testigos de Cristo”. Pero como los que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias, y caminan según el Espíritu, ellos superan estos ataques por los frutos del Espíritu, tales como caridad, gozo, paz, modestia, continencia y castidad. De este modo, se constata que la presencia del Espíritu Santo en la vida concreta del cristiano sólo se puede discernir a raíz de sus frutos y efectos.
El Schema da todavía un paso más, cuando sintetiza la vida en el Espíritu a la luz de Rm12,6, como culto espiritual: los que son de Cristo “adoran a Dios sin fin en espíritu y verdad, ofreciendo sus cuerpos como hostia viva y santa al beneplácito de Dios”, como “liturgia espiritual”. Dicho culto, a su vez, implica una “consagración del mundo material y de sus criaturas, de tal modo que los pueblos se preparan para una ofrenda aceptada y santificada en el Espíritu Santo”.
Con esto, también el tercer movimiento que circula a través de los textos, que se refieren al Espíritu Santo en el De Ecclesia vuelve a su origen, esta vez por medio del culto espiritual, que transforma toda la vida humana cristiana en una oblación agradable al Padre por medio del Espíritu en clara conformación con Cristo. Este mismo círculo no se detiene, sin embargo: se abre nuevamente para una penetración progresiva hacia aquel punto, donde la Iglesia se topa con la capacidad más importante del hombre, su libertad en cuanto autoposesión, su relación con el mundo y la necesidad de ser ella liberada en su dinámica más propia.
4. El Espíritu de la libertad en la Iglesia.
El Schema parte con la afirmación “la ley de la vida según el Espíritu ha liberado al cristiano en Cristo de la ley del pecado y de la muerte”. Lo cual implica que “los cristianos, a quienes conduce el Espíritu de Dios, en gran medida ya no se encuentran bajo la ley, porque la gracia de Cristo opera para que la ley no se experimente como una imposición desde fuera y como tal odiosa, pues -según Mt 11,28-30- el yugo del Señor es suave y su carga liviana” del mismo modo, como acorde a lo “visto por el Espíritu Santo y los Apóstoles no hay que imponer a los cristianos otra carga fuera de la necesaria”. Pero el documento insiste: “el principio de la verdadera libertad cristiana es el mismo Espíritu de Dios, quien habita en la Iglesia y distribuye sus dones para la utilidad de ella”, es decir, se trata de una libertad no a modo de libertinaje, ni de mero libre albedrío, sino de una autoposesión a partir de otro y para otro.
A ello obedece que el Schema insista: “todos están llamados a cumplir los mandamientos no con espíritu de esclavo y temor, sino que lleven a cabo las obras de santidad en el Espíritu de libertad y amor”. “Porque Cristo mismo es la verdad que nos libera, sólo en Él somos verdaderamente libres, pues por Él recibimos la adopción de hijos, cuando Dios envía el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones y nos hace exclamar. Abba Padre, pues donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” -libertad que se articula en formas generales y válidas para todos los cristianos, pero también especiales como se puede apreciar a continuación.
Subraya el Schema, que “cada uno busque la aplicación de la perfección especial” con docilidad al Espíritu Santo, en la medida en que es llamado a permanecer cerca de Dios. “Somos pues llamados a la libertad, no para una libertad con ocasión de la carne, sino para aquella según la cual, por la caridad del Espíritu, nos servimos mutuamente”. Esta libertad expresa la “comunión perfecta con Cristo, inspirada por el Espíritu Santo” y es propuesta a todos los tiempos para la imitación de Jesucristo, quien fue enviado a evangelizar a los pobres, se hizo pobre siendo divino, para que por su pobreza nos hagamos ricos”. A ello se debe -advierte el Schema- que muchos fieles anhelan, según sus condiciones, la imitación de la vida verdaderamente apostólica en el mismo pueblo cristiano de nuestros tiempos actuales. E insiste: en esta aspiración se puede diagnosticar con gran certeza la inspiración del Espíritu Santo.
Tal sublime expresión de libertad es complementada en el documento por otra no menos impactante: “todo cristiano lleva en sí a toda la Iglesia si Cristo, cuyo Cuerpo es la Iglesia, vive en él” y por eso, “todo cristiano presente en cualquier lugar y cualquier tiempo lleva en sí la misión de toda la Iglesia. Como tal cada uno es responsable de la misión de la Iglesia, según la medida de la gracia recibida”. De este modo, a los hombres “les es ofrecido la sola fe en Cristo y la gracia del Espíritu Santo, de tal manera que se origina en ellos la vida eterna, la restauración de la paz y el verdadero orden humano”. Concluye el Schema: “poseemos la luz no para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, lo cual nos urge a implorar insistentemente al Espíritu de la paz para que seamos lo que es el bien de la paz”.
Pese a toda la insistencia del Schema, en la realidad de la libertad, subjetivamente potencializada por el mismo Espíritu Santo, pero objetivamente ligada a la caridad como su principio estructurante, el texto es muy realista cuando admite que “mientras peregrinamos lejos del Señor, nuestra libertad no es perfecta, porque poseemos tan sólo las primicias del Espíritu en cuanto arras del Espíritu de la libertad”. Queda evidente a la luz de Rm 8, 23 que “somos salvados en la esperanza, de tal modo que esperamos con paciencia, ya que toda criatura gime y se angustia hasta el momento. Pero no sólo ella, sino también nosotros que poseemos las primicias del Espíritu estamos esperando la revelación plena de la filiación de los Hijos de Dios”. Tal herencia eterna prometida de parte del Padre, de facto, es “común a todos aquellos a quienes el Espíritu Santo ayuda a esperar con certeza”.
Pese a que el Padre emerge como origen fontal de todo movimiento liberador siendo el garante último de certeza, el impulso de liberación iniciada por el Espíritu Santo, sin embargo, queda abierto en el presente texto, en cuanto tarea pendiente, sobre todo, en relación con el mundo y sus dimensiones más recónditas. Y esto vale más allá de los llamados a la perfección especial -los religiosos- para todos los cristianos, quienes, en su diversidad, aspiran la unidad eclesial bajo la inspiración de la libertad.
5. El Espíritu Santo, gestador de unidad abierta en la diversidad.
El Documento, al definir al Espíritu Santo como “alma de la Iglesia”, lo comprende como aquel principio de vida que “crea la unidad del Cuerpo de Cristo”: insiste que de “este mismo Espíritu procede la diversidad y unidad de los carismas y ministerios”: “los dones son diversos, pero uno sólo es el Espíritu y su manifestación en cada uno es para la utilidad común”. Al trasluz de 1 Co 12, 7 el Schema subraya “todo lo opera el único y mismo Espíritu, entregando a cada uno los dones que él quiere, pero ordenado todo para la edificación del único Cuerpo”. Y exhorta luego, con el Apóstol, a “conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, continencia, mansedumbre y paciencia, sirviéndose mutuamente en la caridad”.
Emerge así una unidad en la diversidad, de la cual no cabe duda que el mismo Espíritu Santo es su gestador, pues “gracias a los vínculos de tan estrecha interrelación de los dones entregados y recibidos, la comunión verdadera, que se encuentra en lo que se refiere a la oración y de los beneficios espirituales entre todos los cristianos, es una comunicación de gracia en el Espíritu Santo, porque se realiza por la fuerza de ese Espíritu, de tal modo que todos encuentren el camino de salvación en la Iglesia y por la Iglesia”.
Pero resulta válido que esa “misión cristiana no se realiza a modo de los negocios de la sabiduría humana, sino que es inspirada por el Espíritu Santo, que la gracia de ese Espíritu es múltiple y diversa y que todos los bienes entregados por El son para la utilidad de la Iglesia, a fin de que cada uno cumpla su misión según la gracia que le fue dada. El único Espíritu no puede querer distinta cosa salvo la cooperación de todos los miembros en la edificación del único Cuerpo de Cristo”.
De hecho, a partir de la misión recibida en el día Pentecostés “todos se encuentran repletos del Espíritu Santo y son enviados a evangelizar a todos los pueblos, lenguas y naciones. Pues allí es dado a la Iglesia el poder del Espíritu Santo para predicar a Jesucristo crucificado, que los impulsa hasta los confines de la tierra para colaborar en la edificación de la Iglesia”. Así la comunión de la Iglesia no termina en sí misma, se abre por su envío a todos los pueblos. Mediante tal envío todo carisma es ordenado de modo que la Iglesia sea más dócil al Espíritu Santo, quien la envía para que prosiga adelante hasta alcanzar los últimos extremos. Tal misión no considera sólo unos pueblos, sino la humanidad entera, lo cual no se puede realizar sino en la comunión de trabajos misioneros por realizar y de la comunicación de todos los carismas, que el Espíritu Santo inspira en algún lugar de la tierra.
Con una afirmación escueta -que repite palabras de san Ireneo -el Schema sintetiza el papel gestador de unidad en la diversidad propia del Espíritu Santo, cuando pone de relieve que “allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia y toda primicia de la herencia futura nuestra”. En esa constatación se trasluce una certeza de presencia única, presente tanto en la Iglesia como tal, como en cada uno de los cristianos en cuanto “templos del Espíritu Santo” y “herederos de la gloria”.
El Documento aún va más lejos: tal certeza trasciende los muros de la Iglesia propiamente tales, por una aspiración viva en muchos hombres, aspiración que Lumen Gentium explicita claramente cuando en los números 14-16 especifica la pertenencia a la Iglesia. Hay pues, quienes pertenecen a la Iglesia in voto, sin ser contados entre los catecúmenos: aquellos quienes bajo el impulso del Espíritu Santo aspiran por el anhelo consciente y explícito a la Iglesia, pero también aquellos que ignoran la Iglesia Católica como arca y camino de la salvación” y, sin embargo, pertenecen a ella.
Finalmente, el Schema recuerda una vez más a María “como madre y typus de la Iglesia del único Dios”, y subraya el deseo vehemente de ella -cupit- respecto a que de ningún modo aquellos que no recibieron el don del bautismo y actúan en el único Espíritu ignoren que también ellos pueden haber sido redimidos por Cristo, de tal modo que la misma fe y caridad los hace encontrarse interrelacionados tanto con el divino Salvador como entre ellos mismos. De este modo, la recirculación en el Espíritu, que atraviesa todo el Schema, de modo impresionante e incluso atrevido, queda definitivamente abierta por una gestación de unidad en la diversidad gracias a la esperanza sin límites.
A modo de conclusión
Cabe finalizar con algunas implicaciones concretas que trasuntan en los aspectos principales descubiertos respecto de la realidad del Espíritu, su presencia y rol en el Schema De Ecclesia. Impresiona, sin duda, la frecuencia estadística de las menciones del Espíritu Santo -más que 90 en tan sólo 20 páginas-[4], pero sobre todo la aparición de dicho Espíritu en los momentos claves de la argumentación eclesiológica, donde ella se topa con hitos teológicos de peso, ya cristológico-trinitario, ya antropológico escatológicos y hasta creacionales. Si se acusa al Vaticano II injustamente de una deficiencia pneumatológica[5], ¿no será que el Schema chilense habrá aportado los mayores datos para la articulación de la presencia efectiva del Espíritu Santo en los documentos conciliares? Por lo menos un primer vistazo sobre los schemata restantes -de lengua francesa, germana e italiana- confirman esa apreciación, que habría que demostrar por medio de un análisis minucioso, texto por texto, desde la Synopsis Histórica del Vaticano II.
No cabe duda, respecto de la importancia del hecho, que la argumentación del De Ecclesia se sirve, en gran parte, de textos bíblicos -y de san Ireneo- para articular la realidad del Espíritu como íntimamente ligada con la Iglesia. Se trata de un aporte eclesiológico- por lo cual emerge no sólo una comprensión nítida y genuina del Espíritu Santo desde las fuentes, sino también el hecho fundamental, de singular relevancia para toda búsqueda de comprender al Espíritu Santo: sólo en la Iglesia y a partir de la experiencia eclesial vivida concretamente, tanto de modo individual como colectivo hay Espíritu, en un sentido amplio: sólo a partir de la comunidad, puede ser reconocida Su Verdad. Con lo cual no se pretende dar oído a un fanatismo eclesial; por el contrario, llamar la atención sobre la importancia del otro y de los otros para una comprensión originaria de Aquel que tiene su origen a partir de la distinción real de relaciones opuestas: la del Padre y del Hijo -oposición de relación, que se hace notoria por doquier: el Espíritu Santo aparece a través de otros, en otros y detrás de otro- el mismo un tanto oculto a modo de la luz, o mejor a modo del amor humano. Sólo a través de otros -no mirando la luz directamente o el amor en sí- se descubre la verdadera esencia del Espíritu Santo.
Tal capacidad connatural de dar a conocer al otro, dándose a conocer él mismo, la posibilita la relación y como tal una comunión genuinamente eclesial en una certeza originaria, que no proviene del discurso lógico -que a la vez posee una logicidad profunda- ya que brota de una apertura que adquiere Rostro; tan pronto como el Espíritu se hace lúcido, cabe a sí mismo, a partir del encuentro con el otro: emerge él mismo por medio del Otro, frente al otro en sí mismo. Esa experiencia originaria, que toca fondo, se expresa a través de efectos visibles, pero en gran parte paradojales: ¿cómo es posible pues que uno exista en el otro, sobre todo, si se trata del amor? ¿Cómo explicar, en este sentido, el ser Iglesia, a la vez esposa y Cuerpo de Cristo?, contenido plenamente en todo fiel o contenida en toda Iglesia local, a la vez que no agota la totalidad eclesial. De ahí esta singular relevancia: una Iglesia local -la cual existe en Chile- aporta un contenido pneumatológico de tanta riqueza a la Iglesia Universal, a la vez que su inspiración es netamente bíblica.
Cuando el Schema chilense, más allá de esta dimensión básica eclesial de toda experiencia del Espíritu Santo, articula una asombrosa vinculación explícita de este Espíritu con la persona de Cristo y su Misterio, tanto al interior de Su Cuerpo en cuanto principio de vida sacramental, que mueve el mundo sobrenatural desde dentro, cuanto hacía todos los que pertenecen a este Cuerpo sin saberlo explícitamente -no se sabe cómo el Espíritu Santo los interrelaciona con el misterio pascual, afirma Gaudium et spes 22- también, se revela otra faceta congénita del espíritu: se expresa en formas concretas y medidas, pero a modo del regalo, como lo sin medida: nunca agota el significado y el ser profundo de lo que se desea donar, siempre hay algo más hacia lo cual trasciende y desborda la expresión concreta del regalo, con frecuencia humilde y hasta insignificante. Por eso, no cabe duda, que toda analogía tiene su origen en el Espíritu, lo cual se vislumbra con mayor claridad en la plenitud de carismas y dones particulares que brotan de la totalidad eclesial envolvente, a la vez que contribuyen a su edificación y vitalidad como, sobre todo, san Pablo lo muestra cuando remonta la sobreabundancia de dones explícitamente a su origen trinitario.
Si el Espíritu procede del Padre y del Hijo, el Schema no lo afirma explícitamente -tal vez por respeto a los hermanos separados de la Iglesia oriental- pero sí toda la argumentación está impregnada de un fuerte impulso del Espíritu por hacer volver a todo y a todos, junto con el Hijo, al Padre, también resalta una de las líneas de fuerza más notorias en el De Ecclesia, su impulso ad Patrem, también allí, donde -con el Vaticano II- se podría esperar un a Patre. Sin duda, en todo el documento prima el impulso de conducir hacia adelante la pregunta por el origen, siempre la escatología ha tenido su peso existencial sobresaliente en América Latina; se trasciende desde la filiación, a la comunión eclesial para desembocar en el Padre como origen fontal de todo. De este modo, el Espíritu Santo revela su diferencia real con el Padre y el Hijo, quien se posee a sí mismo y hace poseerse como don siempre más, es decir, es libertad por esencia. Si este Espíritu de libertad se recibe desde Otro y trasciende hacia Otro, no puede haber en Él otra cosa que el permanente ¡ven al Padre! El De Ecclesia aporta, sin duda, los primeros elementos constituyentes de una Teología de la liberación, ya orientada por la dimensión mundana y hasta política, y, sin embargo, se resiste a toda comprensión totalizante, lo cual tendrá su razón en la fuerte ligazón entre libertad, liberación y Espíritu Santo, que prefiere el fragmento, lo concreto, el rostro, a la totalidad abstracta, sin contornos personales.
Queda una última cuestión, tal vez la más intrigante: ¿por qué emerge tanta sensibilidad por el Espíritu Santo en un documento de origen chileno, documento que no sólo influyó decisivamente en la Mariología del Vaticano II, sino también, conjuntamente con otras Iglesias en América Latina, en la comprensión de la relación de la “Iglesia con el mundo” por sus aportes pulsantes respecto a la Gaudium et spes, sobre todo, en relación con la paz y hasta en la temática de los pobres? Por cierto, es fruto de una buena teología y de una pastoral viva y creativa, junto con la valentía de sus pastores de enrostrar el espíritu malo y sus mentiras. Pero ¿por qué aflora esa disposición más allá de los límites visibles de la Iglesia, de un modo genérico, cuando se presta atención a este hecho llamativo: en Chile los hermanos separados en gran parte son pentecostales, es decir, confiesan una fe entusiasta en el Espíritu Santo?
Pregunta del todo abierta, sin respuesta, salvo que se trate de comprender algunas facetas de chilenidad como analogía del ser que explique su afinidad intrínseca con la manifestación del Espíritu Santo, en cuanto experiencia humana paradojal: el hombre necesita de Dios, pero lo puede alcanzar sólo gratis por medio del Espíritu. Es este sentido, ¿puede dudarse que un país de contrastes como Chile no tenga, en efecto, una sensibilidad mayor que otros para la manifestación del Espíritu, suave y abrupta a la vez, si desde siempre ha vivido la experiencia vital, incluso devastadora, de lo abrupto con que la brisa suave se transforma en terremoto y temporal súbitamente? ¿O distinta experiencia, si del mismo modo inesperado se enfrenta al otro y logra acogerlo como otro -extranjero o no- en una solidaridad sin igual? ¿O la del genio creativo de sus grandes personajes, que logran expresiones artísticas inauditas a partir de un material y unas intuiciones modestas?
¿Acaso no aflora todavía algo más profundo, si se piensa en este singular anhelo de libertad, que impregna todo este país desde sus orígenes más remotos en una lucha sin igual por el rostro concreto, sus gozos y sufrimientos? ¿No resulta evidente que aquí se debe vibrar con el Espíritu Santo de modo congénito, con Él en cuanto Espíritu de la libertad y de amor?