En enero se conoció la noticia de que Jérôme Lejeune ha sido declarado Venerable en el marco de un acelerado y esperado proceso de beatificación para quien representa lo mejor del compromiso de la ciencia con la fe. Originalmente nada más que un médico católico afanado en la investigación de los efectos genéticos de la radiación nuclear, poco a poco encuentra la ruta hacia una ciencia llena de sentido y compromiso evangélico. Incluso se dice que fue en Tierra Santa donde cae en la cuenta del alcance de su propio descubrimiento.

Como se sabe, Lejeune hizo un sencillo hallazgo: contó 47 cromosomas en niños con síndrome de Down en vez de los 46 que tenemos normalmente. Como suele ocurrir en la ciencia, lo simple es lo verdaderamente importante. Este cromosoma supernumerario indicó por primera vez en la historia de la medicina el origen cromosómico de una enfermedad humana, lo que abrió perspectivas de investigación extraordinarias en lo que se conoce hoy como citogenética. A la sazón se consideraba que el síndrome de Down (que se conocía popular y médicamente como mongolismo) era hereditario y provenía de alguna clase de transmisión aberrante por la vía de la madre, para refrendar una aguda e inveterada discriminación contra la deficiencia intelectual que se expresaba además en un cuerpo deforme (y que de paso menoscababa a la mujer). El descubrimiento de Lejeune barrió todos los prejuicios porque demostró que el origen del síndrome de Down era el resultado de una contingencia cromosomática.

Por de pronto, Lejeune no dejó el impacto social de su propio descubrimiento en manos de otros, y se dio inmediatamente a la tarea de entregar respeto y consideración social a los niños Down. Al parecer tuvo algún contacto con la iniciativa del Arca, la fundación de Jean Vanier que comenzaba por la misma época a crear sus primeras casas de vida en común con personas con síndrome de Down, a las que recogía desde los hospitales y asilos en que eran abandonadas por sus propias familias. Vanier mostró que tales personas podían convivir razonable y provechosamente con los demás, como se sabe ampliamente hoy en día, y ayudó a vencer –al igual que Lejeune– muchos de los motivos de rechazo social y vergüenza familiar en una tarea pionera que enorgullece al catolicismo francés.

Lejeune tuvo que afrontar todavía la dura prueba de la legalización del aborto que arreciaba en Estados Unidos (Roe vs. Wade, 1973) y en Francia (ley Veil, 1975) de la mano de los movimientos de revuelta cultural de los sesenta en adelante. En Tierra Santa toma una deci-sión inspirada: poner todo el peso de su prestigio científico en la tarea de evitar la legalización del aborto. El descubrimiento de Lejeune y de toda la genética moderna establecía inequívocamente que todas las determinaciones de un ser humano están inscritas desde el comienzo en el mensaje cromosómico. Transcribo sus propias palabras: “La genética moderna se resume en un credo elemental que es este: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida. Este credo, paráfrasis del inicio de un viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque conocemos con certeza que toda la información que definirá a un individuo, que le dictará no solo su desarrollo sino también su conducta ulterior, está escrita en la primera célula” (citada en Ignacio del Villar, “Ciencia y Fe Católica. De Galileo a Lejeune”. Biblioteca Online, 2017). Es la genética moderna la que configura la realidad de la individualidad humana desde el momento de la concepción, algo que no se entendía cabalmente de esta manera incluso en la doctrina católica acerca del aborto.

La atención del científico al dato de la naturaleza es algo que ha honrado siempre la tradición del pensamiento católico y que, al revés de lo que se dice, ha conciliado religión y ciencia de manera muy amplia y expedita. La controversia de Galileo ha ocultado la larga lista de científicos entera y decididamente cristianos, entre los cuales debe contarse al padre de la genética moderna, el monje agustino Gregor Mendel. Como se ha dicho alguna vez: ha sido más la ciencia la que ha tenido problemas con la religión que la religión con la ciencia. 

Había algo paradojal, sin embargo, en el descubrimiento cromosómico de Lejeune, a saber, que el síndrome de Down podía detectarse muy precozmente en el vientre materno a través de una sencilla prueba de laboratorio. La posibilidad de eliminar niños con síndrome de Down a través del aborto se abrió de par en par, una oportunidad que ha sido largamente aprovechada para renovar de manera escandalosa el rechazo social de la discapacidad intelectual que apenas se puede ocultar con las nuevas formas de integración y normalización del Down que se ponen en práctica por doquier y felizmente en diversos ámbitos de la vida social actual. Es el escándalo del aborto que al tiempo que se esmera en el cuidado y respeto del recién nacido permite, sin embargo, eliminarlo unos pocos días antes de que nazca. 

Lejeune colocó en el epicentro del debate sobre el aborto a los niños con síndrome de Down, lo que despertó la furia de la postura proelección que siempre ha buscado motivos más nobles para justificar el aborto. Tuvo que soportar durante muchos años los insultos y el desprecio de un público airado que incluía a la propia comunidad académica, aunque nunca dejó de contar con el apoyo de su familia (puede leerse sobre todo la biografía de su hija, Clara Lejeune, que tiene versión en castellano en ‘La Dicha de Vivir’. Rialp, 2012) y con la amistad personal de Juan Pablo II. 

Una fe ardiente, una integridad a toda prueba, y la firme convicción de que el saber se debe a algo que lo trasciende animaron los sinsabores de una vida que trocó el prestigio y el reconocimiento (probablemente no obtuvo el Nobel debido a su postura frente al aborto) por algo mucho mayor: el respeto al misterio de la vida que el científico está llamado a conocer más de cerca que ningún otro. 

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