Lo más práctico para defender socialmente con eficacia el pudor, sobre todo en tiempos en los que algunos más o menos solapadamente atacan en sus mismos fundamentos el matrimonio y la familia, y otros parecen no darse cuenta de la trascendencia de los valores en juego, sea situarse en un plano de argumentación substancial: la persona, el matrimonio, la familia.
Las dificultades actuales para comprender el pudor sexual y su dimensión jurídica
El título de estas páginas contiene inequívocamente la formulación de una tesis, y su objetivo evidente es tratar de lograr que al menos se entienda esa tesis y, si convence, se llegue a compartir. Sin embargo, no se me oculta que, por donde se lo mire, el enunciado de semejante título plantea serios problemas hermenéuticos, ligados a una serie de precomprensiones culturales bastante arraigadas. De ahí que tal vez lo más sencillo sea comenzar por sacar a la luz las dificultades más relevantes que pueden obstaculizar el camino.
La primera de ellas concierne naturalmente al mismo pudor, sea en general, sea –y quizá de modo especial– en el ámbito de la sexualidad. Probablemente del pudor nunca ha sido demasiado fácil tratar en la convivencia humana, ni en la teoría ni en la práctica. Incluso cuando se lo aprecia como valor humano, es generalmente embarazoso ocuparse de él: se teme pecar por exceso en su valoración, o bien se lo ve como materia de apreciación más bien subjetiva, o bien se rehúye su consideración directa por miedo a herir la sensibilidad ajena o a caer en el ridículo, etc. De todos modos, el verdadero problema viene de parte de quienes se oponen a determinadas manifestaciones del pudor, de ordinario con razonamientos que lo descalifican globalmente. En efecto, por lo común resulta sumamente cómoda la postura dialéctica de quienes impugnan cualquier expresión pudorosa. Basta que pregunten, con aire de aparente extrañeza: ¿y qué hay de malo en ello? En tono más o menos irónico se añade a veces incluso algún comentario pretendidamente teológico: todo lo que Dios ha hecho es bueno... El defensor de la decencia queda así fácilmente en aparente situación de inferioridad, como representante del puritanismo, de la mojigatería o, en el mejor de los casos, del pudor exagerado que, de manera un tanto rebuscada, se llama pudibundez.
Si respecto al pudor sexual en sí la cuestión es ardua, las dificultades ciertamente aumentan cuando se considera específicamente su relación con el derecho. Las normas legales, los actos administrativos y las sentencias judiciales que, en general, tutelan la moralidad pública, las buenas costumbres, la decencia común, o más en particular el sentido del pudor, parecen pertenecer a épocas pasadas, en las que habría imperado una sensibilidad del todo negativa acerca de la sexualidad, y se habría limitado injustamente la libertad individual para disponer de la propia sexualidad. En nuestro tiempo, caracterizado por la liberación sexual, recurrir a medios jurídicos y coactivos para imponer parámetros superados de comportamiento en esta materia, parecería simplemente absurdo, y del todo ineficaz en la práctica (aunque de paso convenga anotar que en los Estados Unidos las multas a los medios de comunicación que transmiten programas obscenos han aumentado mucho en los últimos años). Además, incluso en la hipótesis de que se siguiera atribuyendo valor social a ciertas medidas de protección de la intimidad sexual, se piensa a menudo que un juicio social sobre esa materia es prácticamente imposible, dada la gran diversidad de sensibilidades que se da en las sociedades más desarrolladas. Por tanto, la cuestión debería quedar entregada al buen saber y entender de cada uno, en una esfera de exquisita privacidad.
El pudor sexual como hecho humano insuprimible
El problema no consiste sólo en que tanto el pudor como su protección jurídica encuentran una creciente resistencia en cuanto categorías dignas de consideración social. Lo más grave es que en la práctica, al menos en buena parte de las llamadas sociedades occidentales así como en los ambientes que de algún modo reciben su influjo en el resto del mundo, aquello que hasta hace poco era considerado sin duda como manifiesta falta de pudor en el campo sexual, arraiga de modo evidente en las costumbres habituales de no poca gente. En el ambiente social al principio juega quizá la tolerancia, pero luego se pasa a una aceptación como práctica normal, acompañada de creciente insensibilidad ante lo que antes habría escandalizado. Ciertamente en ocasiones puede no ser fácil discernir al principio entre aquello que constituye una disminución real del sentido del pudor, y aquello que es sólo una modificación meramente externa de los usos –por ejemplo en el vestir– que acaba transformándose en una nueva forma decorosa de presentarse, que no resulta impúdica para nadie con sensibilidad normal. No obstante, parece indudable que en la actualidad un proceso de cambio social normal de esta naturaleza, por exigencias prácticas o estéticas, se halla ampliamente rebasado por una abierta erotización de la sociedad, en la que los atentados contra el pudor femenino y masculino se multiplican, hasta rozar o entrar abiertamente en la esfera de la pornografía.
Con una generalización por desgracia no descaminada, se podría sostener que mientras en las sociedades en otro tiempo cristianas quien deseaba algo indecente debía buscarlo activamente, en medio de una sociedad que normalmente no sólo no se lo ofrecía al inmediato alcance de la mano, sino que tendía a ocultarlo, hoy en no pocos casos la persona que aspira a evitar lo indecente debe hacer positivos esfuerzos por evitar las agresiones de los medios de comunicación, la publicidad, las conversaciones, etc.
A pesar de todo, conviene subrayar que el pudor en la sexualidad es un sentido profundamente radicado en la persona humana, que perdura no sólo en sociedades de corte tradicional, sino también en medio de los ambientes más corroídos por un clima de hedonismo sensual. Se trata de un hecho sobre el que pocas veces se reflexiona, ya que llama mucho más la atención su deterioro a nivel personal y social, hasta el punto de que a veces se proclama o se teme la completa desaparición del pudor. Sin embargo, no es verdad: los seres humanos, incluidos los que se sienten más totalmente liberados de cualquier condicionamiento en este campo (salvo tal vez casos patológicos muy cualificados), siguen viviendo en mayor o menor medida el sentido del pudor respecto a su sexualidad y a la ajena. Lo hacen de forma espontánea, ya sea en su conducta habitual que no se sitúa directamente en el ámbito sexual, ya sea incluso dentro de este último ámbito, pues suelen mantenerse dentro de determinados límites que implican algún grado elemental de pudor. En este ámbito hay barreras psíquicas no fáciles de abatir. La indecencia trata de aprovechar esos mismos límites, jugando con ellos, pues al aparentar respetarlos no busca otra cosa que minarlos. Pero incluso eso prueba que subsisten. Otro indicio de esa presencia oculta del pudor proviene del hecho de que las formas más graves de ofenderlo tienden a substraerse de las miradas ajenas, en cuanto perdura una vergüenza existencial más o menos consciente. Por lo demás, el sentido del pudor sexual opera socialmente de modo constante, haciendo ante todo posible el bien de que la atención individual y colectiva se concentre en otras dimensiones del vivir humano.
Todo lo anterior muestra que el pudor sigue siendo un hecho, y que, por más a maltraer que se encuentre, no ha desaparecido ni parece que vaya a suceder tal cosa en el futuro. Lo más interesante del caso es que se trata de un hecho auténticamente humano. En efecto, en el pudor se esconde un signo de auténtica humanidad, algo propio de la persona humana, en la complejidad y riqueza de sus dimensiones corporales y espirituales. Este hecho humano será el punto de partida de las siguientes reflexiones, confortadas por la conciencia de no estar tratando de algo que debería existir, sino de una realidad que inevitablemente acompaña la vida humana sobre esta tierra.
El porqué del sentido del pudor en la sexualidad humana
El interés específico de este escrito es mostrar la relevancia jurídica del pudor sexual. Por eso, no pretendo considerar en sí mismo el tema del pudor con la profundidad y detalle que merecería. De todos modos, es preciso tratarlo, aunque sea de manera sintética, por el simple hecho de que captar la dimensión jurídica de algo cuya naturaleza y finalidad propias se ignora es una empresa sencillamente imposible.
De partida conviene detenerse a examinar dos explicaciones más o menos difundidas sobre el origen y el significado del pudor sexual. En primer lugar, me refiero a aquellas teorías, bastante influyentes en la opinión común, según las cuales el pudor en la sexualidad sería un sentimiento inducido por la educación recibida o bien por los hábitos colectivos. Obviamente tanto la educación como las costumbres de una sociedad desempeñan un rol importante en la configuración existencial del modo concreto de vivir el pudor en una determinada persona o ambiente social. Deducir de ahí que el mismo pudor en cuanto hecho humano tenga exclusivamente esa explicación es dar un salto, olvidando las raíces naturales de cualquier fenómeno cultural. Dentro de su gran variedad de manifestaciones, el pudor es común a las sociedades humanas más dispares, incluidas –como hemos visto– aquellas en las que goza de muy escasa estimación social. Por otra parte, si se prescinde de cualquier fundamento ligado a cómo son realmente el hombre y la mujer, resulta realmente arduo justificar de qué modo en la educación se logra inculcar con naturalidad y estabilidad, como algo interiorizado, el sentido del pudor en las nuevas generaciones.
La segunda explicación de la existencia fáctica del pudor tiende a complementarse con la precedente, en la medida en que piensa que el origen educativo-social del pudor estaría ligado a una visión substancialmente negativa de la misma sexualidad humana. Más allá de formas históricas concretas, como las del puritanismo en sentido propio, en las sociedades occidentales se acusa al cristianismo de no haberse liberado aún de concepciones represivas en materia de moral sexual. En la raíz se encontraría siempre una consideración del sexo como mal, como realidad a lo sumo tolerable para alcanzar el bien ulterior de la propagación del género humano. La falsedad histórica de esta visión salta a la vista de quien se acerque a la misma Biblia: basta leer los relatos de la creación del hombre y de la mujer en el libro del Génesis [1], y algunos de los principales lugares del Nuevo Testamento sobre el matrimonio [2]. Todo allí respira una consideración de verdadero bien humano y salvífico: la unión entre hombre y mujer como una sola carne es misterio grande en Cristo y en la Iglesia [3].
Al mismo tiempo, la revelación cristiana ha comportado una nueva sensibilidad ante las consecuencias devastadoras del pecado original y de los pecados personales en el terreno sexual; y por eso la enseñanza del mismo Cristo sobre la virtud de la castidad se sitúa en un nivel de honda exigencia interior, se dirige al corazón [4]. Es comprensible, por tanto, que en ocasiones los cristianos se hayan dejado contagiar, de manera más o menos explícita, por una consideración negativa de la pureza, como si ésta implicara el rechazo de lo sexual como un mal. Con todo, resulta completamente errado pretender que esa tendencia constituya el verdadero mensaje del cristianismo sobre la sexualidad: basta recordar la verdad de fe sobre el matrimonio como uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo en la Nueva Alianza. Por lo demás, los equívocos prácticos en esta materia no han impedido la consideración personal y social del bien del matrimonio y de la familia en los ambientes realmente cristianos, con diversos grados de percepción de su relación con la realidad del amor entre hombre y mujer y con el bien último de la salvación de los cónyuges.
En este contexto, el pudor se ha vivido de hecho como vía de protección contra los abusos de la sexualidad, y en definitiva como cauce de promoción de la realización auténticamente humana de la dimensión sexual del hombre y de la mujer. De este modo, el pudor aparece como un bien en cuanto participa del mismo bien de la sexualidad, como sucede con las cautelas y medidas de tutela respecto a cualquier bien material o espiritual por ellas protegido, por negativas que puedan antojarse a primera vista. A pesar de todos los límites y defectos, ésta ha sido la visión ampliamente predominante en las sociedades cristianas a lo largo de los siglos. Saber calibrar el modo en el que pueden aparecer y comunicarse en cada contexto las materias relativas a la sexualidad no se ha considerado expresión de una mentalidad deformada, sino una manifestación de naturalidad humana y cristiana dadas la grandeza del bien en juego y la debilidad humana en su realización adecuada. La línea de un neto y radical rechazo del sexo, en cambio, no ha sido seguida más que por algunos excepcionales exaltados pseudoespirituales, que no han captado la misma esencia del cristianismo como religión del Verbo encarnado.
La función de protección y enriquecimiento que el pudor ejercita en el ámbito del amor entre hombre y mujer ha sido objeto de atenta descripción e interpretación. Es un clásico ejemplo de las virtualidades del método fenomenológico, como lo muestra en particular el fino y detallado análisis de Max Scheler [5]. Se comprueba así que el pudor, y en particular el de índole sexual, desempeña en la vida humana un papel esencialmente positivo, de acuerdo con lo que el mismo sentido común atestigua. Las relaciones entre las personas humanas, en particular en todo aquello que dice relación con el ámbito de la sexualidad, pueden desarrollarse de modo verdaderamente humano al contar con el poderoso agente psicológico del pudor que las defiende contra todo aquello que las puede desordenar. Funciona como un sistema de autoprotección, individual y social, que ciertamente contribuye a humanizar nuestra existencia, ante todo en una esfera tan fundamental como son las relaciones con las personas concretas con quienes estamos más directamente en contacto.
Esta explicación fenomenológica es muy acertada, pero no ha de esperarse de ella más de lo que ella misma aspira a ofrecer. No busca explicar el porqué último del pudor. Quizá ya en ella están implícitas algunas nociones ontológicas y de teología cristiana, pero es menester explicitarlas. Karol Wojtyla ha realizado esa explicitación de manera especialmente lúcida y profunda. Dentro de esa obra maestra que es su libro Amor y responsabilidad, el capítulo titulado «Metafísica del pudor» [6] debería ser aquí íntegramente reproducido. Algunas citas pueden ser una invitación eficaz a su lectura directa, y muestran suficientemente la tesis personalista, central en toda la obra, que proporciona un enfoque a la vez muy original y muy tradicional de la moral sexual, y permite iluminar la sustancia metafísica latente en el análisis fenomenológico.
«El pudor es la tendencia, del todo particular del ser humano, a esconder sus valores sexuales en la medida en que serían capaces de encubrir el valor de la persona. Es un movimiento de defensa de la persona que no quiere ser objeto de placer, ni en el acto, ni siquiera en la intención, sino que quiere, por el contrario, ser objeto del amor» [7]. Wojtyla afirma resueltamente que «en nombre de la verdad, el arte tiene el derecho y el deber de reproducir el cuerpo humano lo mismo que el amor del hombre y de la mujer tales como son en realidad, tiene el derecho y el deber de decir sobre ello toda la verdad. El cuerpo es una parte auténtica de la verdad sobre el hombre, como los elementos sensuales y sexuales son una parte auténtica del amor humano. Pero no es justo que esta parte oculte el conjunto, y esto precisamente es lo que frecuentemente sucede en el arte». En esta línea, la pornografía se define como «una tendencia a poner en la representación del cuerpo humano y del amor el acento sobre el sexo a fin de provocar en el lector o espectador la convicción de que los valores sexuales son el único objeto del amor, porque son los únicos valores de la persona. Esta tendencia es nociva, porque destruye la imagen integral del amor precedentemente evocada.
Ahora bien, el arte debe ser verdadero y la verdad sobre el hombre es que es una persona» [8].
El planteamiento de Wojtyla permite comprender que la realidad psicológica del pudor y de la vergüenza no puede entenderse cabalmente si se la desconecta de su intrínseca dimensión moral. Ciertamente el pudor se halla como marcado en el plano sensible del ser humano, como sentimiento y casi se diría como instinto, según esa peculiar unidad existente entre todos los estratos de lo humano. Mas no puede olvidarse que el pudor es plenamente bueno desde el punto de vista humano en cuanto es virtud, o sea en cuanto se relaciona con el ejercicio de la libertad que tiende al bien integral y definitivo de la persona.
Las reflexiones de Amor y responsabilidad se sitúan deliberadamente en un plano filosófico, de antropología y moral arraigadas en la metafísica clásica y vivificadas por un acceso fenomenológico a la complejidad de la realidad. Sin embargo, la indagación del porqué del pudor no puede detenerse ahí, pues la necesidad de ocultar los valores sexuales para que ellos a su vez no impidan captar el valor de la persona, encierra sin duda algo que supera la capacidad explicativa de la sola razón humana. ¿Por qué en algo de suyo bueno como es todo lo ligado a la sexualidad humana acechan peligros de tal consistencia que requieran un encubrimiento personal y social?
Llegados a este punto es preciso reconocer que la misma realidad fenoménica apunta a una verdad que, en su acontecer histórico y en su trascendencia en la historia salvífica, es sólo accesible mediante la fe. Se trata de la verdad sobre el pecado original, inseparable de la verdad sobre la historia de la creación y la salvación. Precisamente aquí se inserta otra obra maestra del mismo Karol Wojtyla, ya en el ejercicio de su magisterio papal como Juan Pablo II: sus 129 catequesis sobre el amor humano y el matrimonio, entre 1979 y 1984, expuestas en su inconfundible estilo de círculos concéntricos, que abre perspectivas profundas, a un tiempo originales y sólidas. En ese contexto orgánico ha de colocarse su reflexión sobre el pudor. Como era de esperar, esta reflexión se lleva a cabo sobre todo a partir de la vergüenza por la desnudez que experimentaron ante Dios Adán y Eva después de su pecado, lo que les movió a cubrir su cuerpo y, más aún, a esconderse del mismo Dios [9]. En el contexto inmediato, la parte II de las catequesis acerca de «la purificación del corazón», son también fundamentales algunos textos del Nuevo Testamento sobre el adulterio en el corazón [10] y la concupiscencia [11].
Para penetrar en la realidad existencial del pudor es indispensable conectarla con la primera rebelión del hombre contra Dios, o sea con el pecado original, y sus consecuencias en la naturaleza humana. Pero, como enseña la doctrina católica, la naturaleza caída de la persona humana no ha perdido su bondad esencial, no se ha corrompido. Por eso mismo ha podido ser redimida por Jesucristo. De este modo, en el estado actual de la naturaleza humana –caída y redimida– el pudor es cauce necesario para la auténtica realización de la sexualidad de la persona, como realidad específicamente humana, natural y sobrenaturalmente buena.
Estas convicciones, profundamente optimistas como el Evangelio, y desde siempre arraigadas más o menos conscientemente en la verdadera actitud cristiana ante el sexo, son las que guían los análisis del Papa, que se adentra con paso resuelto, humilde y santamente audaz, en lo que él mismo denomina «teología del cuerpo», del cuerpo del varón y de la mujer, verdaderamente personales, y de la relación de comunión interpersonal varón-mujer en la unión matrimonial. La Revelación confirma y ensancha la visión del hombre como persona, que había inspirado la «metafísica del pudor». El varón y la mujer no pueden jamás ser tratados como objetos anónimos: se trata siempre de personas. El pudor busca asegurar que lo sexual en el hombre luzca siempre como personal. La amenaza de la triple concupiscencia [12] fruto del pecado, proviene en este caso directamente de la concupiscencia de la carne, aunque también están muy implicadas las otras dos, especialmente la soberbia de la vida, que lleva a tratarse como objetos de dominio, no como personas [13].
El conjunto de las catequesis merece ser estudiado y saboreado con calma. De continuo se capta la impronta personalísima de Wojtyla, en quien confluyen la metafísica tradicional, la sensibilidad fenomenológica, el amor a la Escritura, el sentido teológico, la fe profunda, y como clave constante el amor a la verdad, una de las claves fundamentales de la fecundidad de su pontificado. Renuncio a un resumen o a un florilegio de citas. Por lo demás, el mismo itinerario circular de la exposición permite que, a través de cada una de las catequesis del ciclo, el lector se haga cargo del conjunto de manera bastante fidedigna. Sin embargo, deseo reproducir un pasaje, uno de tantos que podrían citarse, luminoso y denso como casi todos, que tal vez anime a un contacto directo por lo menos con algunas catequesis.
He aquí el texto con el que comienza una de las primeras catequesis de la segunda parte, muy apto, sea dicho de paso, para poner de relieve el profundo sentido positivo del enfoque de la sexualidad: «El análisis que hicimos durante la reflexión precedente se centraba en las siguientes palabras del Génesis 3, 16, dirigidas por Dios-Yahvé a la primera mujer después del pecado original: ‘Hacia tu marido tu instinto te empujará y él te dominará’ (Gen 3, 16). Llegamos a la conclusión de que estas palabras contienen una aclaración adecuada y una interpretación profunda de la vergüenza originaria (cfr. Gen 3, 7), que ha venido a ser parte del hombre y de la mujer junto con la concupiscencia. La explicación de esta vergüenza no ha de buscarse en el mismo cuerpo, en la sexualidad somática de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano. Precisamente este espíritu es particularmente consciente de lo insaciable que él es respecto de la unidad mutua entre el hombre y la mujer. Y esta conciencia, por decirlo así, adjudica la culpa de ello al cuerpo, le quita la sencillez y pureza del significado unido a la inocencia originaria del ser humano. Con relación a esta conciencia, la vergüenza es una experiencia secundaria: si, por un lado, la vergüenza revela el momento de la concupiscencia, al mismo tiempo puede prevenir de las consecuencias del triple componente de la concupiscencia. Se puede incluso decir que el hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo, por así decir, de la concupiscencia, tal como si trataran de mantener el valor de la comunión, o sea, de la unión de las personas en la unidad del cuerpo» [14].
La dimensión jurídica del pudor sexual
En todas las sociedades humanas el pudor ha sido y –a pesar de los esfuerzos en contra– continúa siendo objeto de protección social más o menos eficaz, independientemente del grado de formalización de las normas y actos jurídicos respectivos. La colectividad aparece interesada en protegerlo, y por esta razón reconoce, determina y sanciona verdaderos deberes jurídicos en este ámbito, que encuentran su justificación en el bien público, con especial atención al bien de los menores. Basta pensar en las medidas contra la pornografía; incluso cuando ésta es más bien tolerada, se procura obstaculizarla mediante limitaciones variadas, por ejemplo de índole tributaria.
Hasta aquí la justificación habitual, por cierto enteramente legítima, de las medidas de las autoridades públicas en pro de lo que se suele conocer como decencia, moralidad pública, buenas costumbres, u otras denominaciones análogas [15]. Pero hace falta ir más a fondo. Sobre todo cuando esos valores parecen gozar de escaso prestigio, e incluso son vistos como simples restos de una mentalidad del pasado. Es preciso, pues, indagar más en profundidad en el aspecto jurídico de nuestro tema, comenzando por sus mismos fundamentos, para de ese modo contribuir a promover y tutelar el pudor en la sexualidad, como parte del patrimonio jurídico esencial de las personas y de la sociedad.
En esta materia, como en todas, debe superarse ante todo el enfoque del positivismo jurídico, conforme al cual el derecho es sólo el conjunto de normas humanas que de hecho se aplican en un cierto contexto social.
Si el derecho fuera sólo cuanto establece consensualmente la misma sociedad, no existiría nada que fuera en sí mismo justo o injusto, siendo imposible encontrar un cualquier fundamento o límite del derecho que trascienda la decisión de los hombres. Concretamente, de acuerdo con el modo de ver positivista, el pudor sería una realidad jurídica únicamente en la medida en que una norma positiva lo hace objeto de sus reglas y sanciones. Por consiguiente, asumiría, cambiaría o dejaría de estar dotado de tal valor al compás de la evolución de las normas humanas. Como es evidente, el positivista encuentra un ejemplo muy adecuado precisamente en el tema del pudor sexual, sujeto en los últimos años a tanta evolución en la sensibilidad común. En la doctrina, en la jurisprudencia de los tribunales y en la actuación administrativa, resulta fácil presentar la decencia como un valor del todo convencional y relativo, ya sea en relación con las personas singulares o bien con las colectividades humanas.
Para profundizar en la dimensión jurídica del pudor en el ámbito sexual, conviene dirigir la mirada al otro término de la cuestión, esto es, al derecho. También aquí hace falta superar una cultura bastante extendida y paradójica, en la que conviven los esquemas del positivismo jurídico con una aguda sensibilidad ante el tema de los derechos humanos, vistos como exigencias de justicia fundadas en la misma dignidad de la persona. A mi entender, la paradoja muestra a las claras que, no obstante todos los límites históricos y presentes de la cultura de los derechos humanos, en ella pervive algo que nos remonta a la gran tradición del pensamiento jurídico anterior al positivismo, esa tradición que siempre ha conectado de manera esencial al derecho con la justicia. Es la tradición del pensamiento clásico y cristiano, a mi juicio camino imprescindible para seguir pensando con fecundidad sobre el derecho [16].
Sin embargo, es indispensable ir más allá de la mera erudición histórica, y descubrir en cambio tanto el valor como los límites de lo que vieron los que nos precedieron desde el punto de vista de fondo que nos une a ellos: la verdad del derecho. Sólo así estaremos en condiciones de seguir trabajando creativamente en el surco que abrieron. En definitiva, cualquier fidelidad a una tradición cultural tiene sentido sólo en cuanto está animada por el amor a la verdad, a la verdad esencial sobre el derecho, permanentemente inscrita en el ser mismo del hombre. Señal de la grandeza de los maestros del pensar humano es justamente el saber en cierto modo desaparecer, para que los discípulos puedan ir por sí mismos a la realidad, y así puedan llegar más lejos.
Dentro del pensamiento clásico y cristiano sobre el derecho, existe un filón que ha prestado particular atención a su índole concreta y a su esencia específica. En él se sitúan Aristóteles [17], los juristas romanos (en el ámbito del conocimiento jurídico inmediatamente práctico) y Santo Tomás de Aquino [18]. En esta línea el derecho se concibe como objeto de la justicia, es decir, como un bien perteneciente a una persona, en cuanto le es debido por otra, que ha de dárselo o respetarle en su posesión. La clásica definición de justicia en el derecho romano contiene precisamente la conexión esencial entre derecho y justicia: iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi [19] (la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho). El nexo se manifiesta en los mismos términos latinos ius y iustitia (y otro tanto sucede en la lengua griega). En este sentido, en plena sintonía con esa concepción clásica, pudo Santo Tomás afirmar que el ius es la ipsa res iusta [20] (la misma cosa justa), con una visión objetiva del derecho que sería muy reductivo limitar a la sola esfera de las cosas materiales. Las «cosas justas» fundamentales son las más directamente ligadas a la persona humana: la vida, la libertad, la intimidad, etc. Son justas en cuanto, en primer lugar, son propias de la persona, y enseguida porque a ésta le son debidas por los demás, ante todo en la modalidad del respeto mutuo y de la tutela por parte de la sociedad.
Podemos preguntarnos ahora por qué el pudor tiene una dimensión jurídica. Quizá la mejor manera de contestar sea simplemente decir que la tiene en la exacta medida en que tiene una dimensión de justicia. Es a través de la relación con la justicia como podemos reacercar el pudor al mundo del derecho y hacerlo de una manera que evite de raíz el peligro del positivismo relativista.
Es justo que la persona humana, según lo exijan sus propias circunstancias y el contexto interpersonal, viva el pudor en el ámbito de la sexualidad, tanto respecto a su propio cuerpo y conducta como, en lo que de ella dependa, respecto al cuerpo y a la conducta de los demás, así como en cualquier tipo de representación privada o pública de todo lo que se relaciona con la sexualidad. Es una afirmación que puede ser interpretada en clave moral: así leída, equivale a ésta otra: es bueno que la persona viva el pudor en el ámbito de la sexualidad, tanto respecto a sí misma como en sus relaciones con los demás. Se entiende que es bueno ante todo para la misma persona, que ha de comportarse así para adecuarse a las exigencias éticas fundadas en su propio ser persona de naturaleza humana sexuada. Esta visión moral no sólo es perfectamente adecuada, sino que resulta necesaria para fundar la visión jurídica, pues ambas están inseparablemente ligadas.
Con todo, aquí nos interesa poner en evidencia lo que es propio de la visión jurídica. La tesis enunciada, según la cual es justo comportarse como lo exija el pudor, se puede comprender entonces desde otro significado de la justicia, esto es, de la justicia como hábito de dar a cada uno lo que le es debido como suyo, su derecho. El pudor aparece aquí no en cuanto es un bien para quien debe actuar conforme a sus exigencias –lo que se presupone–, sino en cuanto es un bien cuya presencia o ausencia repercute positiva o negativamente en los demás, tanto en las personas singulares como en la sociedad en su conjunto [21]. De este modo, se pone de manifiesto que en la virtud del pudor hay un aspecto de verdadera justicia, en la medida en que comportarse o no conforme al pudor afecta a los demás. Vivir según el pudor, u ofenderlo, es una conducta externa que puede incidir –y ya por ello hay verdadera justicia o injusticia, tanto más cuanto que en la comunicación social no es posible prever cuáles serán los efectivos destinatarios–, y de hecho muchas veces incide, en la conducta sexual de los demás, ya sea respecto al mismo pudor o a su falta, ya sea en el ámbito de la recta o desordenada conducta sexual de las personas. Esto adquiere particular gravedad cuando están de por medio personas débiles, como los menores, pero la experiencia muestra que todos, también los adultos de cualquier edad, reciben los efectos positivos o negativos de las conductas ajenas y del clima social en esta materia.
En este caso lo justo es un comportamiento humano, el conjunto de acciones u omisiones que en cada circunstancia la persona debe adoptar para no atentar contra los demás, que tienen derecho a un entorno humano que proteja y valore los bienes auténticamente personales de la sexualidad del varón y la mujer según su naturaleza propia. Tales bienes incluyen ante todo la libertad y la intimidad que han de caracterizar específicamente el ámbito sexual y, más globalmente, corresponden al orden intrínseco de la sexualidad humana según la ley natural propia de la naturaleza humana, cuya expresión en este campo es el matrimonio y la familia.
Esta perspectiva choca frontalmente con el enfoque liberal-individualista, que abomina de todo lo que pueda suponer una limitación del comportamiento de cada persona en ámbitos considerados como «privados», y se escandaliza frente a la idea de cualquier intervención de la autoridad pública en ellos. Para superar este prejuicio, que impregna con más o menos fuerza y sutileza todas las sociedades occidentales del presente, tal vez convendría poner de relieve que la sexualidad, como dimensión de la vida humana, no constituye ninguna excepción respecto a una regla general: en todos los aspectos con relevancia externa las personas humanas se encuentran realmente unidas entre sí, de tal manera que, en mayor o menor medida, se pertenecen mutuamente según los diversos aspectos de la relacionalidad. Tocamos aquí el núcleo de lo que Sergio Cotta llama la forma jurídica (o sea, según justicia) de la coexistencia humana [22]. En efecto, los seres humanos estamos de suyo, con anterioridad a cualquier acuerdo histórico, intrínsecamente conectados en nuestra humanidad con lazos recíprocos de justicia, incluso –siempre en lo que se refiere a la dimensión externa– respecto a lo más «privado» (cuestión diversa son los límites de competencia de las distintas autoridades sociales). Por este motivo, nadie puede arrogarse de modo verdaderamente jurídico la facultad subjetiva de disponer de su propio cuerpo o imagen, o de comunicarse o crear obras de arte como si los demás jurídicamente no existieran, como si el agente no tuviera responsabilidad respecto a los efectos positivos o dañinos que su actuación produce sobre los individuos o las colectividades. En el fondo, lo que cada uno realiza en este campo, igual que en todos los sectores de la coexistencia humana, afecta inevitablemente a algo que pertenece al otro, que le es debido en justicia.
Para ahondar en el sentido jurídico de nuestra interdependencia podemos detenernos a considerar algunas evidencias del mundo del derecho. En primer término, es obvio que si la palabra dada careciera de eficacia jurídica para comprometer una propia actividad futura, la cual pasa a ser realmente de otro a quien le es debida en justicia, sería simplemente impensable el mundo de la economía y del comercio, así como todo el ámbito asociativo. Por otro lado, el hecho de que la autoridad social pueda legítimamente establecer reglas comunes de convivencia, presupone que cada uno de los destinatarios de esas reglas no son propietarios ilimitados de su actuar social, sino que en esa misma actuación deben respetar los derechos naturales y positivos de los demás. En fin, tal vez el mejor modo de comprender la relevancia jurídica de la coexistencia humana consiste en la valoración del simple respeto humano mutuo, como exigencia fundamental de justicia. En la inmensa mayoría de los casos no se pide a la persona más que respetar al prójimo, pero vivir así es ya haber cumplido una parte muy importante del deber de dar a cada uno su derecho.
Precisamente el respeto es el aspecto que se conecta más directamente con el pudor en materia sexual. Sin olvidar el valor moral del pudor respecto a sí mismo, la dimensión relacional es tan intrínsecamente constitutiva del pudor sexual como lo es de la misma sexualidad humana. Lo debido en este campo siempre es jurídicamente relacional, al menos de manera potencial, pues en cuanto exterior repercute o puede repercutir sobre los demás. Y esta repercusión puede describirse en términos del respeto (o su falta) debido a las personas en su sexualidad, y a la sociedad en su conjunto como ámbito que favorece o perjudica los bienes morales. Para que las personas, especialmente en su desarrollo inicial pero incluso hasta el fin de sus días, vivan según la vocación al amor propia de cada uno, para que las familias puedan ser ámbitos verdaderamente humanos, y para que todas las instituciones sociales se fortalezcan y enriquezcan, el ser dejados en paz en una materia tan fundamental y delicada como la sexual, constituye una elemental exigencia jurídica (obviamente también moral). Esta exigencia de deber ser dimana del pudor como bien humano, para cada persona en particular, y para todos en común. Sólo de este modo es posible una coexistencia interpersonal en la que la sexualidad humana se exprese según su valor antropológico, incluidas las defensas imprescindibles para que brille en este mundo la verdadera belleza del cuerpo y del amor.
Se descubre así la raíz de la importancia jurídica del pudor, y el porqué del carácter antijurídico de los atentados contra él. Las categorías de bien jurídico –el mismo pudor en lo sexual– y de antijuridicidad, tan fundamentales en el derecho penal, resultan pues aquí perfectamente aplicables, y obviamente deben ser objeto de otros tipos de protección menos extremos, sin descartar las intervenciones de legítima prevención, sobre todo en favor de los sujetos más desprotegidos. Percibidas como grave y profundamente injustas, las agresiones manifiestas y continuas de que a veces somos objeto en este terreno, por ejemplo en la publicidad, incluso callejera, o en los medios de comunicación (televisión, internet, etc.), deben provocar una reacción de defensa de lo que es justo, para cada uno, para las familias y para toda la sociedad. La acción asociativa de las personas, familias, escuelas, etc., que sepan sensibilizar a la opinión pública y echar mano de los recursos (leyes, procesos, sanciones, etc.) que cada ordenamiento jurídico ofrece –también para mejorarlos cuando sea el caso–, resulta muy adecuada cuando se trata de injusticias que van más allá de las personas singulares. Esto cobra aún mayor relevancia cuando existe el alto riesgo de que algunas autoridades se dejen llevar por posturas ideológicas liberal-individualistas o simplemente carezcan de fuerza moral para atajar la inmoralidad pública que siempre cuenta a su favor con la complicidad de las tendencias que son fruto del mal moral en el hombre.
Contra el planteamiento expuesto pueden dirigirse objeciones variadas. La mayor parte cuestionan los presupuestos antropológicos de fondo, precisamente los que hemos procurado esclarecer antes. Por eso no entraré a analizar las objeciones de ese tipo. En cambio, desearía mencionar otra dificultad, relevante incluso para quienes quieren favorecer la moralidad pública: ¿es posible determinar en concreto lo justo y lo injusto en un ámbito tan dependiente del contexto histórico y de la sensibilidad de las personas? Es una objeción muy pertinente, porque de responderse negativamente, se haría imposible toda intervención pública jurídicamente vinculante en favor del pudor.
Debe admitirse que en esta materia las circunstancias particulares influyen mucho, dando lugar a una notable diversidad de expresiones históricas del auténtico pudor humano, las cuales pueden ser fácilmente objeto de mutuas incomprensiones entre personas que se mueven en contextos culturales diversos. Esta variedad de formas contingentes se comprende quizá mejor si se tiene en cuenta que estamos en la esfera de los medios, no directamente en la de los fines personales, a la que pertenecen en cambio el matrimonio y la familia. No obstante, la exigencia esencial del pudor sexual permanece intacta a través de sus más variadas concreciones, como lo evidencia el mismo hecho de que, de una u otra manera, y con muy diversos grados de cultura y de moralidad, el sentido del pudor sexual es un fenómeno insuprimible en la convivencia humana.
Toda persona debe vivir las exigencias de justicia intrínsecas en el pudor, como un aspecto de la misma virtud del pudor. Para medir concretamente esas exigencias es necesario tener presente la diversidad de situaciones de la vida, contextos culturales, etc. Ante ofensas especialmente graves como las que se dan en público, la determinación adecuada de su injusticia sólo puede realizarse por parte de quienes, apreciando el bien moral y jurídico del pudor, conozcan sus manifestaciones propias en cada contexto histórico. Se comprende así la sabiduría de viejas fórmulas como «aquello que ofende al común sentido del pudor», y la importancia de que existan jueces ejemplarmente rectos e imparciales, capaces de dictar sentencias justas en una materia que, de modo singularmente acentuado, se resiste a ser rígidamente enmarcada en reglas abstractas, por lo que requiere una arraigada posesión de la virtud de la prudencia jurídica.
Ulteriores anotaciones operativas sobre el fomento y la protección del pudor no entran en el objetivo de este artículo. Sólo haría una observación: tal vez lo más práctico para defender socialmente con eficacia el pudor, sobre todo en tiempos en los que algunos más o menos solapadamente atacan en sus mismos fundamentos el matrimonio y la familia, y otros parecen no darse cuenta de la trascendencia de los valores en juego, sea situarse en un plano de argumentación substancial: la persona, el matrimonio, la familia. Pero sin olvidar que un modo concreto de defender estas realidades fundamentales es promover la justicia del pudor y combatir la opuesta injusticia, poniendo los legítimos medios de tutela y protección, propios de un sistema jurídico desarrollado. Es un modo eficaz de contribuir a que, superando la fuerza de la concupiscencia, se descubra el verdadero amor, ese amor a la vez divino y humano al que Benedicto XVI ha querido dedicar su primera encíclica [23]. A la luz de este amor, también el pudor, como la pureza que salvaguarda, es una gozosa afirmación [24].