Existe una excelencia ética de carácter primordial. Existe una excelencia social, profesional y por tanto política. Falta asegurar esas dos excelencias, falta afirmarlas a ambas. Falta redefinir el campo autónomo de una y otra. Falta recordar a cada una que son inseparables, como lo son las verdaderas gemelas. Falta reconciliarlas, por cuanto las discordias familiares son las más insoportables.

Una pregunta, una hipótesis. “¿Qué ha ocurrido en este fin y comienzo de milenio con la cosa política, la res publica?”.

La hipótesis que presento es la siguiente: la ética y la política, como lo sugiere la historia de los últimos siglos más que la consonancia de los términos, en realidad habrían salido, como dos gemelas, del mismo huevo -el del destino humano- y nacido del matrimonio del bien y la necesidad. La primera, la ética- ¿pero es realmente la primera? (siempre ha sido un problema determinar la primogenitura ente gemelos)-, provendría más bien del lado del padre, al cual se considera un poco soñador, esperando del cielo la señal decisiva que finalmente convenza a los hombres haciéndolos mantenerse de pie y comprometerse en las vías de la generosidad. Se ha definido a veces la ética como la ciencia del buen proceder. Su hermana, la política, siempre ha mirado hacia el lado de la madre. Como la necesidad, ha mantenido los pies sobre la tierra y se presenta gustosa como el ama de casa de la Ciudad, preocupada de poner orden donde tantas razones, pasiones e inclinaciones llevarían al abandono y la negligencia. La política es la guardiana del vivir juntos.

En realidad, las dos hermanas tienen algo de ambos padres. ¿Qué sería, en efecto, una ética que desconociera las necesidades humanas del corazón y el espíritu, del cuerpo y el alma? Santo Tomás explicaba que en la moral era preciso partir por principio de lo que se hacía. Así, la ética parte de las costumbres, y por ese motivo también podemos llamarla moral. ¿Qué sería, por lo demás, una política ajena a la utopía, ocupada del bienestar de los ciudadanos, sin procurar despertarlos a los deberes del buen vivir juntos? La política también tiende a soñar, como su padre, en algún “reino de justicia y paz”…

Ahora bien, la ética y la política comparten un mismo legado, un dominio familiar común: el actuar de los hombres.

Podemos ser gemelos -y gemelos cigotos- y además soñar con otras relaciones. Llegó un momento en que nuestras hermanas buscaron contraer nuevas alianzas más allá del seno familiar. Durante mucho tiempo la ética miró hacia el lado de la religión. Creyó poder apoyarse en su antigua sabiduría para fundar y justificar las normas y principios requeridos por los hombres para guiar su existencia.

Luego, en fecha reciente -con Kant exactamente- eligió su autonomía y decidió apoyarse únicamente en sí misma. También durante mucho tiempo, la política estuvo ligada con la filosofía: ¿no deseaba Platón confiar el gobierno de la Ciudad a filósofos, por cuanto sólo podían reinar con la mayor prudencia, ya que habían logrado elevarse al ámbito empíreo de las ideas puras? Luego, los frutos cosechados de esta alianza -quiero hablar de las ideologías- le parecieron demasiado verdes; la política se independizó a su vez de la filosofía y se creyó capaz de conducirse por sí misma.

Así, nuestras dos hermanas se encontraron solas, condenadas a ocupar un mismo espacio estrecho, necesariamente estrecho. Su “convivencia” conoció distintas estaciones. Hubo conflictos y guerras abiertas, seguidas de largos períodos de calma. En las familias de bien no hay separación. La paz se mantenía armada. Las gemelas pretendieron respetarse siempre; en realidad, su rivalidad nunca se debilita. Es una historia tan antigua como el mundo. La Biblia alude a ella en diversas instancias, con Caín y Abel, Esaú y Jacob, José y sus hermanos. Bajo la apariencia de una mutua estimación, cada una soñaba con suplantar a su hermana gemela.

En esta historia familiar -la nuestra, en suma- dos fechas, a mi modo de ver, son dignas de prestarles nuestra atención, dos fechas separadas exactamente por dos siglos. 1789, 1989: en la exactitud de este espaciamiento hay un motivo adicional que hace pensar.

1789. Recordemos: Francia estaba encinta de la República, y con la toma de la Bastilla su hijo ya le daba patadas en el vientre. Tal vez hoy día ya no se aprecia la novedad radical del hecho. Cansados de milenarias tutelas, los pueblos aspiraban a un mundo nuevo, más nuevo aún que esos Estados Unidos de América nacidos algunos años antes. Se trataba de construir una sociedad jamás concebida hasta ese momento, pero presentida por esos grandes visionarios como Locke y Montesquieu. Se trataba en suma de sobrepasar los sueños más locos, pues contentarse con realizarlos habría parecido demasiado simple y común. El hecho se convertía en advenimiento. En síntesis, la política creyó finalmente prevalecer definitivamente sobre su eterna rival. Imaginó uno de esos ardides geniales, como le gustaban a Hegel.

El primer acto de la joven República se asemejaba a un reflejo de apariencia aristocrática. Ella adoptó un lema. Como en las familias bien nacidas, quiso reconocerse y hacerse reconocer sobre todo por un emblema, versión moderna de los escudos de antaño. Su hallazgo se presentaba a primera vista como homenaje a la ética, su hermana: libertad, igualdad, fraternidad. Ninguno de esos conceptos parecía tener carácter político. La República quiso reunir en ellos lo mejor de ese inmenso esfuerzo de los hombres de buena voluntad, a través de los siglos, a través de los milenios, por dar testimonio del bien. Se erigió en heredera de Atenas, Roma y Jerusalén.

Nada de más: de ese orden griego, de esa medida, de esa armonía original, donde nacen los más elevados valores de lo verdadero, el bien y lo bello, brota una razón clara, capaz de penetrar y confundirse. La llamaron libertad: con sus ojos garzos, de color azul verdoso, vacilando entre el cielo y la tierra, escrutaba los mil misterios del mundo.

Responsabilidades compartidas, búsqueda del bien común para todos, solidaridad y naturaleza en común: la nueva Francia, después de Roma, pretendió enunciar las bases mismas de la igualdad.

La primera República no era anticristiana, al menos en sus comienzos. Conocía sus Escrituras. Del Evangelio desprendió que los hombres debían recibirse como hermanos.

El genio de la astucia consistía en lo siguiente: bajo la apariencia de rendir un homenaje apoyado en la ética, la política le notificaba su despido. El homenaje disimulaba un adiós, o más exactamente un doble adiós: al pasado en primer lugar, puesto que la humanidad entraba en una nueva era; a la ética enseguida, y sobre todo que, demasiado halagada, en el momento no midió en absoluto su profunda caída. A partir de 1789, la política ocupó todos los campos del hacer humano y pretendió reinar en ellos exclusivamente.

Durante dos siglos, la política se dedicó a convertir la libertad en libertades públicas. Nadie podría negar los verdaderos progresos humanos generados por el nacimiento de esas libertades, pero en el paso del singular al plural, la política se otorgaba el derecho de reglamentar, de limitar, aun de suprimir, de acuerdo con la necesidad -¡siempre ella!-, aquello que por naturaleza no soportaba coacción alguna. Regímenes poco preocupados de la moral, por tanto de la libertad, no dejaron de usar ampliamente ese derecho y de abusar del mismo.

Bajo pretexto de hacer reinar la igualdad entre los individuos y los pueblos, la política de esos siglos déspotas, según la justa expresión del poeta Ossip Mandelstam, impuso el principio absoluto de la ley del más fuerte: ley de bronce del mercado, mientras una improbable “mano invisible” debía restablecer la armonía de los intereses; ley más dura aún de las nacionalidades, que provocó en nuestro continente las guerras más sangrientas de todos los tiempos; ley de Realpolitik, tan estimada por el Canciller Bismarck y ya enunciada en teoría por Maquiavelo y Hobbes, que sacrificaba sin exagerados remordimientos la inocencia y la verdad en el altar de la razón de Estado; ley, por último, de la desigualdad de las razas, que edificó Auschwitz, o de la desigualdad de las clases, que hizo construir los “gulag” de Rusia y China.

No he hablado de fraternidad, y con razón: este valor eminentemente ético, eminentemente cristiano, no podía aclimatarse a la política. Fue preciso evocar la figura del padre para que los hombres se reconociesen hermanos. Ahora bien, al padre lo habían matado en 1793, y su lugar sólo podía quedar vacío definitivamente. El Ser supremo no experimentaba ternura paterna alguna…

Los dos últimos siglos llevaron así a la política a su punto máximo, que logró imponer en 1968 este asombroso eslogan: Todo es política. Pero la ruina ya se anunciaba bajo el triunfo.

La ética es buena hija y a menudo le reconozco un candor culpable. Con todo, terminó por debilitarse en las sacristías o en las cátedras universitarias de tercera categoría donde la había relegado su hermana. Había perdido toda consideración social. Hasta los años 70, ningún político habría aceptado referirse a ella en público, por temor de parecer chapado a la antigua o reaccionario. “¡Cómo! ¿Todavía existe?”, me preguntaba un periodista cuando supo que enseñaba moral. La ética se cansó de ser tratada como paria de la filosofía, la teología y otras ciencias humanas. Se sacudió. Las rebeliones de los débiles se cuentan entre las más terribles.

La ética también se propuso obrar con astucia, y lo hizo de manera no menos genial que su hermana.

El Muro, que el 9 de noviembre de 1989, en Berlín, desaparecía ante un mundo estupefacto, representaba la omnipotencia política que había cercenado en vivo las familias y un país. Todavía carecemos de la distancia histórica para medir la importancia del hecho. Formulo aquí como hipótesis que fue decisivo y el acontecimiento marcó el retorno ofensivo de la ética.

Desde hacía ya algunos años la ética trabajaba con miras a sustituir la antigua trilogía por una especie de triángulo mágico, según la expresión de Pierre Hassner, constituido por la democracia, la responsabilidad y los derechos humanos. Esta nueva tríada cuyos términos parecían de marcado tenor político, ya que el primero estaba tomado de la filosofía del mismo nombre (Aristóteles ya hablaba de eso) y los otros dos del derecho, ¿no constituía un homenaje a la política? En realidad -y en eso consistía su ardid- la ética los infló y los hizo adquirir tal volumen que estos tres conceptos terminaron sofocando a su hermana, a la cual supuestamente debían valorizar y regenerar.

La ética comenzó por retirar toda esperanza a la política. La fuerza simbólica de ese gran momento histórico que representó la caída del muro de Berlín consistió en permitirnos creer que finalmente llegábamos al triunfo universal de la democracia. Si éste era el fin natural hacia el cual tendían o debían tender todos los regímenes, su advenimiento marcaba lo que el estadounidense Fukuyama llamaba el fin de la historia. Habiendo ocurrido lo mejor, no podían esperarse sino infinitas repeticiones. Y así la ética, llevando la democracia al extremo, retiró a la política, para hablar como Ernst Bloch, su principio esperanza. El Acontecimiento de 1989 permite comprender el cambio total de la historia reciente: el paso de un mundo experimentado como culminante y acabado a un mundo condenado a la degeneración.

Enseguida, la ética se dedicó a paralizar a su gemela otorgando a la responsabilidad dimensiones realmente extravagantes. No se trataba ahora de concebirla como una imputación o una paternidad del sujeto para con sus actos -como ocurría desde los romanos-, sino de someterla a un cambio en escala. Según el principio formulado por Hans Jonas, deberíamos reconocernos responsables de decisiones que en lo sucesivo ya no implican lo próximo e inmediato, sino lo muy lejano en el tiempo y el espacio. ¿No es preciso hasta pedir perdón por las faltas de los siglos que nos han precedido? Esta excrecencia llevó al desprestigio de la acción política y a la excesiva moralización del lenguaje: “Mientras más responsable me siento, menos me siento ciudadano. Mientras menos implicado me siento en la vida pública, más busco en cambio conducirme según los preceptos de un código ético” (Olivier Mongin): ése podría ser el leitmotiv presente en literatura moral contemporánea en su mejor forma.

Quedaba por asestar el golpe de gracia. La ética se valió de los derechos humanos, enfocándolos ya no como principio ético, sino como condición política previa. No hay reconocimiento diplomático ni ayuda financiera ni intercambios comerciales para quienes no hayan obtenido previamente buenas notas en la escala de los derechos humanos: presionados por la opinión y a amenaza de un nuevo derecho de injerencia, numerosos Estados se encuentran ahora reducidos a la impotencia.

Nadie pretendería desconocer que la democracia, la responsabilidad y los derechos humanos se encuentran entre los más elevados valores del espíritu. El peligro reside en el hecho de que hoy en día han sido adoptados por una ideología que aspira a hacer política instrumentalizando la moral. La autonomía del político: es eso lo que está desvaneciéndose lentamente ante nuestra vista. La ideología moral lleva a creer que Todo es ético, del mismo modo como ayer se decía: Todo es político. Contrariamente a lo que mis palabras tal vez hacían pensar, la moral contemporánea no está llena de excesos de humanismo y confianza. Por el contrario, está herida por el sentimiento de una profunda fragilidad humana (Olivier Mongin). No se resigna ante ese mal radical, irreductible, que la obliga a considerar lo que hay de inhumano en lo humano. A ese mal, ella lo llama -¡ay!- política.

Después de estos dos siglos y al comienzo de un nuevo milenio, ¿no es el momento ya no de separar lo inseparable, sino de enseñar a nuestras gemelas a vestirse finalmente de distinta forma, a redefinir su carácter de tales y amar su complementariedad? Esta tarea nos incumbe a todos, ciertamente, y tal vez le corresponde un poco más a la Universidad, y he aquí por qué.

El 31 de octubre de 1999, en una carta apostólica en forma motu proprio, el Papa Juan Pablo II proclamaba a Tomás Moro patrón de los responsables del gobierno y los hombres políticos. Me es grato evocar la figura de ese universitario. Nacido en Londres en 1478, Tomás Moro estudió derecho en las prestigiosas universidades de Londres y Oxford. Toda su vida y hasta morir en el cadalso, procuró conciliar la excelencia política con la excelencia ética.

La excelencia política, Tomás Moro la buscó en primer lugar en la cultura. Aprendió en profundidad el griego y lo enseñó a sus hijas, prohibiendo en la mesa familiar las conversaciones en otros idiomas que no fueran la lengua de Platón y Aristóteles. Estableció vínculos estrechos, a menudo impregnados de amistad, con los protagonistas más importantes de la cultura renacentista, especialmente con Erasmo de Rotterdam. Y mientras este último escribió para él El elogio de la locura, él mismo le dedicó uno de los más grandes tratados políticos de todos los tiempos: La Utopía. Llegó a ser uno de los mejores especialistas de su época en literatura y teología. Mantuvo esta excelencia política hasta ser nombrado Canciller de Inglaterra, una especie de Primer Ministro, siendo el primer laico elevado a ese cargo.

La excelencia moral, Tomás Moro la realizó en el modo inmediato de la fidelidad conyugal y el afecto por sus hijos; en el modo político, cuando fiel a sus principios, se dedicó a promover la justicia y contener el influjo de quienes perseguían sus propios intereses en detrimento de los más débiles; en el modo sublime, por último, de la preeminencia de la conciencia, que lo llevó a la prisión, en la resistencia a las diversas presiones psicológicas que se ejercían sobre él y en el martirio. Durante el proceso emprendido en su contra, pronunció una apasionada apología de sus convicciones sobre la indisolubilidad del matrimonio, el respeto por el patrimonio jurídico heredado de los valores cristianos, la libertad individual frente al despotismo y la libertad de la Iglesia frente al Estado,

El carácter ejemplar de Tomás Moro nunca ha sido tan moderno como en nuestros días. ¿No señala éste la línea de conducta de una Universidad?

Existe una excelencia ética de carácter primordial. Existe una excelencia social, profesional y por tanto política. Falta asegurar esas dos excelencias, falta afirmarlas a ambas. Falta redefinir el campo autónomo -insisto en el término- de una y otra. Falta recordar a cada una que son inseparables, como lo son las verdaderas gemelas. Falta reconciliarlas, por cuanto las discordias familiares son las más insoportables.


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