La concepción tomista del derecho y la política basada, por una parte, en el carácter participado de su autonomía, que circunscribe la libertad humana en los límites de una esencia y, por otra, en el reconocimiento del bien humano como un bien común, no meramente agregativo, justifica razonablemente la imposición al sujeto, aun jurídicamente, de normas morales que no son fruto de su autoría, sino que se siguen de una consideración racional y objetiva de la realidad humana.

Una de las convicciones de mayor permanencia en la historia de la humanidad, ha sido la necesidad de que las leyes civiles, las normas jurídicas de la sociedad política, reforzaran, exigieran o impusieran el cumplimiento de ciertas normas morales consideradas fundamentales para el bien vivir, y aun para la subsistencia misma de la comunidad política. En efecto, durante épocas las normas jurídicas de la sociedad política proscribieron o circunscribieron, al menos en sus manifestaciones públicas, conductas tales como la sodomía, el incesto, el bestialismo, los juegos de azar por dinero, el alcoholismo, la pornografía, y otras de un tenor similar [1]. Además, este tipo de legislación no recibió, durante toda la historia de Occidente, ningún cuestionamiento serio de principios; sólo se ponían en tela de juicio algunos preceptos particulares o su aplicación concreta, pero nunca se descalificó de modo global ese tipo de legislación, considerándola en bloque como injustificada o despótica.

Muy distinta es la situación en nuestros días, en los que la versión más contemporánea del liberalismo, representada por autores de enorme difusión, como John Rawls [2], Ronald Dworkin [3], David Richards [4], sostiene decididamente el carácter injustificado de toda esa legislación. Pera estos autores liberales, normas morales pueden ser únicamente las que cada individuo crea o acepta para sí mismo, basado en sus personales opciones acerca de cómo ha de vivir y de cuáles son sus bienes propios. Más allá de las opciones del sujeto, no existen bienes morales ni modos de vida éticamente mejores que otros. Desde este supuesto, es evidente que cualquier pretensión de la autoridad política de imponer o prohibir, a través de su legislación, determinadas conductas en el ámbito de la moralidad, no puede consistir sino en la imposición de una particular opción moral, creada o aceptada por ciertos sujetos, a otro grupo de sujetos que no la comparten; esto significaría, en palabras de Dworkin, tratar al segundo grupo con “desigual consideración y respeto” [5], violando sus derechos morales e incurriendo en una coacción injustificada y opresora.

Según estos autores, cuyo exponente paradigmático es John Rawls, sólo resultan justificadas aquellas normas jurídicas que prohíben conductas que causan daño a otros, o que al menos crean el marco normativo necesario para que cada sujeto autónomo realice en la mayor medida posible su “plan de vida” [6]. Ahora bien, estas pocas reglas de convivencia, que establecen el mínimo necesario de “lo justo” en la sociedad, tampoco pueden fundarse o justificarse sobre la base de algún bien humano, menos aún de un bien humano común, y deben ser el resultado de un cierto acuerdo entre los sujetos adherentes a la colectividad. Este acuerdo justificará las reglas generales de la convivencia y las políticas específicas del Estado, orientadas hacia objetivos meramente agregativos, que nunca deberá orientar la vida común hacia un modelo de perfección humana; esto significaría caer en el “perfeccionismo” [7], y privilegiar indebidamente un modelo humano particular –todos los modelos humanos son particulares en clave liberal- sobre otros tan valiosos como aquél y que merecen ser considerados en “igual consideración y respeto”. Finalmente, cabe consignar que, desde la perspectiva que reseñamos, cada individuo tiene un derecho moral a realizar autónomamente su propio “proyecto vital” y, en el caso de que ese derecho colisione con un objetivo general agregativo, el derecho individual ha de “triunfar” [8] necesariamente sobre el interés colectivo, ya que la única justificación de las políticas del Estado radica precisamente en la salvaguarda o promoción de los derechos individuales.

Esta nueva y extremada versión de la ideología liberal, llamada comúnmente “liberalismo deontológico”, por la primacía que establece de los derechos y sus principios fundantes sobre los bienes u objetivos humanos, ha sido en los últimos años objeto de una severa crítica en su mismo lugar de origen: los Estados Unidos de Norteamérica. Allí ha surgido una corriente de pensamiento llamada comúnmente “comunitarismo”, que incluye a pensadores de diversos orígenes filosóficos: Alasdair Mac Intyre es aristotélico; Charles Taylor un hegeliano singular; Mary Ann Glendon sigue a Tocqueville; Robert Bellah, Robert Nisbet, Michael Sandel, Michael Walzer y varios otros se consideran pertenecientes a la tradición comunitario-republicana norteamericana [9]. Pero a pesar de sus diversas raíces filosóficas, todos estos autores centran su crítica al liberalismo en determinados puntos comunes; ante todo, afirman que el liberalismo deontológico maneja un concepto inadecuado de sujeto, al considerarlo aislado de sus condicionamientos sociales y culturales e independiente de sus bienes propios [10].

Por otra parte -afirman los comunitaristas- los liberales traicionan su antiperfeccionismo, toda vez que sus políticas están suponiendo subrepticiamente una visión o modelo de hombre perfectamente delimitada: individualista, universalista, hedonista, subjetivista y economicista. Por lo tanto, el “Estado neutral” que los liberales defienden no es tal, ya que se inclina decididamente por la promoción de aquel modelo particular de hombre, tratando con “desigual consideración y respeto” a todos aquellos que no participan de él. Además, la negativa por parte del liberalismo de todo bien común participable, hace imposible la solución de la mayoría de los problemas políticos [11] y conduce necesariamente a la disgregación social. Y respecto al tema de las leyes que refuerzan las normas morales, los comunitaristas las defienden como absolutamente justificadas; estas leyes -afirman- toman su contenido de las diversas formas culturales de moralidad y deben ser defendidas frente a las pretensiones universalistas de la ideología liberal [12].

El carácter central que este debate ha adquirido en el pensamiento contemporáneo, ampliándose desde los Estados Unidos hacia el resto del mundo, hace conveniente una indagación, aunque sea somera, de las enseñanzas de Tomás de Aquino de las “leyes morales”, dado que ese pensador debe ser considerado como el principal representante de la tradición central de Occidente en materia ético-jurídica [13]. La exposición y clarificación de su pensamiento en esa materia, hará posible terciar en la controversia acerca de la exigibilidad jurídica de ciertas normas morales e intentar una solución equilibrada y realista del problema. Por supuesto que esta tarea de elucidación, cotejo y elaboración crítica supone la superación del prejuicio historicista según el cual cada pensador se halla completamente encerrado en los límites de su tiempo, y no puede proveer enseñanza alguna para quienes no hayan sido sus contemporáneos [14]. Por otra parte, toda una serie de autores actuales -john Finnis, Robert P. George, Germain Grisez- han intervenido en la polémica que nos ocupa tomando como punto de partida las ideas del Aquinate [15]; esto transforma en especialmente oportuno el estudio de su enseñanza y su aplicación al debate que aquí analizamos.

Los textos tomistas y su interpretación

Tomás de Aquino ha dedicado varias cuestiones de la Summa Theologiae al estudio del tema de la exigibilidad jurídica de ciertos preceptos morales; de entre ellas, la que resulta central es aquella en la que el Aquinate se pregunta “si es un efecto de la ley el hacer buenos a los hombres”. Allí sostiene que la ley positiva tiene como efecto inducir a los hombres a la virtud, ya que los somete al dictamen de la razón práctica del gobernante, y como la virtud es algo que tiende a hacer bueno al que la posee, es innegable que la ley tiene como uno de sus efectos propios el hacer buenos a aquellos a quienes se aplica [16]. “La ley -escribe el Aquinate- se da para dirigir los actos humanos, y en la medida en que los actos humanos conducen a la virtud, en esa medida la ley hace buenos a los hombres” [17]. Pero también aclara que, para producir plena y absolutamente ese efecto, la ley debe ser conforme a la recta razón, toda vez que “la ley tiránica, por lo mismo que no es conforme a la razón, no es ley propiamente sino más bien una perversión de la ley” [18]. De aquí se siguen dos principios generales en cuanto a las funciones de la ley, en especial de la ley jurídica: que ella se ha de ordenar al logro de la perfección moral de los hombres induciéndolos a la virtud, aun cuando esta inducción haya de ser por vía de la imposición coactiva de los actos propios de la virtud [19]; y que para que la ley pueda surtir ese efecto, es preciso que se trate de una norma justa, es decir, conforme a la razón práctica verdadera, adecuada al apetito rectificado hacia el bien común político.

Ahora bien, y refiriéndonos ya más concretamente a nuestra cuestión, Tomás de Aquino precisa de qué modo la ley positiva, promulgada por la autoridad política, puede ordenar la conducta de los ciudadanos hacia la virtud y el consiguiente bien moral. “La ley humana -escribe a este respecto el Aquinate- se ordena a regir la comunidad de los hombres entre sí. Pero los hombres se relacionan unos con otros por los actos exteriores con que se comunican unos con otros, y esta comunicación pertenece a la razón de justicia, que es propiamente la directiva de la sociedad humana. Por esto -concluye Santo Tomás- la ley humana no impone preceptos, sino actos de justicia; y si manda algún acto de las otras virtudes, es sólo considerándola bajo la razón de justicia, tal como lo evidencia el Filósofo en el libro V de la Ética[20]. Y en otro lugar aclara aún más la cuestión, cuando dice que “la ley humana no prescribe lo concerniente a todos los actos de cada una de las virtudes, sino solamente aquellos que son referibles al bien común, sea inmediatamente (…), sea mediatamente…” [21].

Pero más relevantes todavía son los textos de Tomás de Aquino referidos al caso inverso, es decir, a la cuestión de si la ley jurídica debe prohibir o no la totalidad de los vicios; aquí el Aquinate desarrolla su doctrina, ya expuesta en cuestiones anteriores, acerca de la necesidad de que los preceptos de la ley sean adecuados o proporcionados al carácter y condición de los hombres a los que ha de aplicarse. En el caso especial de la ley jurídica, afirma Tomás, ella “se impone a una multitud de hombres, una gran mayoría de los cuales es imperfecto en la virtud. Por ello, la ley humano no prohíbe todos los vicios, de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos que la mayor parte de la multitud puede evitar y, sobre todo, los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición de la sociedad humana no podría sostenerse” [22]. Y concluye afirmando que “la ley humana pretende inducir a los hombres a la virtud, no repentina, sino gradualmente. Por eso no impone desde un principio a la multitud de los imperfectos obligaciones propias de los ya perfectos” [23].

Ahora bien, el Aquinate efectúa sobre este tema dos distinciones que merecen ser tenidas en cuenta para comprender la riqueza de su solución a la problemática que nos ocupa; la primera de ellas es la que se establece entre los efectos: 1) de la ley justa que induce a los hombres a la virtud pura y simple y 2) de la ley injusta que, no obstante ser una ley corrupta, puede mover a los hombres a la virtud en un cierto sentido, es decir, en relación a un régimen determinado de gobierno; “el efecto propio de la ley -sostiene Tomás de Aquino- es hacer buenos a aquellos a quienes se da: buenos absolutamente o buenos relativamente. Porque si la intención del legislador se dirige al verdadero bien (…), se seguirá que el efecto de la ley será hacer buenos absolutamente a los hombres. Pero si la intención del legislador se dirige hacia aquello que no es bueno absolutamente, sino útil y deleitable para él y repugnante a la justicia divina, entonces la ley no hace buenos absolutamente a los hombres, sino relativamente, es decir, buenos en orden a tal régimen” [24].

La segunda de las distinciones es la que corresponde efectuar entre: la realización de los actos propios de la virtud por el mero temor al castigo y la realización de esos mismos actos con “voluntad propia”. “Por el hecho de acostumbrarse una persona a evitar el mal y obrar el bien por el temor al castigo, viene unas veces a realizar aquellos actos con deleite y con voluntad propia. De esta manera -concluye el Aquinate- la ley hace buenos a los hombres aun castigando” [25]. En rigor, la ley humana jurídica cumple su objetivo inmediato con el primer tipo de cumplimiento, aun cuando su fin mediato sea la perfección humana pura y simplemente tal, la que se alcanza sólo con el cumplimiento voluntario de los actos objeto de las virtudes [26].

De todos estos pasajes citados, así como de varios otros concordantes con ellos, surge una solución sistemática a la cuestión de la exigibilidad jurídica de ciertas normas morales, solución que puede ser sintetizada en algunos puntos centrales; ellos son los siguientes:

a) La ley humana ha de establecer para el bien de los hombres, concretamente para su bien común, bien que se adquiere, en su dimensión ética, a través de la práctica de las virtudes morales; esta es la razón por la cual corresponde que la ley jurídica promueva en los ciudadanos el cumplimiento de los actos propios de esas virtudes;

b) No obstante lo anterior, como la ley jurídica sólo se ordena al bien común político en materia de justicia, no corresponde que la ley ordene los actos que son objeto de todas las virtudes sino únicamente de la justicia, o aun de las otras virtudes pero sólo en cuanto ordenables o rectificables por la justicia;

c) Conforme lo afirmado en el punto precedente, no es propio de la ley jurídica prohibir y castigar todos los vicios, sino sólo: los más graves; los que perjudican a los demás; aquellos sin cuya prohibición la sociedad humana no podría mantenerse; aquellos cuya prohibición no acarree males mayores; y todo ello ha de hacerse de modo gradual y progresivo, teniendo en cuenta el tenor moral de la sociedad a la que ha de aplicarse la ley;

d) De lo anterior se sigue que deben quedar excluidas de la regulación de la ley civil las siguientes conductas: las que son impuestas o prohibidas por una ley tiránica, que no contiene preceptos verdaderos y sí normas erróneas de moral [27]; los actos meramente internos, que no pueden ser ordenados por la justicia al bien común político; los vicios menores o sin importancia social;

e) La ley humana tienen, en lo que respecta a la exigibilidad jurídica de ciertos actos morales, un carácter eminentemente supletorio o subsidiario [28]; no se trata de que por la coacción puedan promoverse directamente actos de valor moral, sino sólo de evitar la propagación de los vicios más graves a través del mal ejemplo o de prevenir la formación de vicios fuertes y seductores, evitando así la reiteración de los actos viciosos, aun cuando sea por mero temor al castigo; en rigor, a quienes corresponde principalmente la promoción directa de la virtud es a los grupos sociales infrapolíticos, en especial a la familia y a las Iglesias; y

f) Finalmente, es necesario destacar que, en esta sistemática, es legítimo que las leyes civiles prohíban los actos de ciertos vicios que no causan daño directo a otros, siempre que se reúnan las restantes condiciones enumeradas en el punto c, en especial que se trate de vicios graves y que sus actos trasciendan la mera interioridad del sujeto.

El iusnaturalismo tomista frente al liberalismo y al comunitarismo

Expuesta en sus rasgos generales la doctrina del Aquinate, corresponde efectuar ahora un cotejo somero con las ideas difundidas en nuestros días por el liberalismo y el comunitarismo sobre el espinoso tema de las “leyes morales”. Si comenzamos nuestro cotejo con las ideas liberales, lo primero que es necesario destacar es que la solución tomista es mucho más rica y matizada, ya que toma en consideración no sólo el bien del individuo considerado abstractamente y en cuanto opuesto al interés social, sino que, partiendo de la necesaria ordenación de la ley al bien común, pone en evidencia que ese bien se resuelve en bienes concretos y personales de los miembros de la sociedad; por eso la ley jurídica, ordenándose al bien común, tiene como efecto la virtud, es decir el bien perfecto, de quienes participan de ese bien común en cuanto miembros de la comunidad. La autoridad política no es por lo tanto, en Tomás de Aquino, un agente neutral respecto a la perfección de sus ciudadanos, ni tiene tampoco un objetivo distinto de esa perfección, sino que, por el contrario, esa misma perfección es su fin propio y lo que justifica su existencia y actividad.

Por otra parte, la doctrina de Tomás de Aquino no sólo supera la oposición individuo-sociedad propia del pensamiento liberal, sino que da muestras de un enorme realismo al tratar el tema de la imposición jurídica de la moral. En efecto, aún reconociendo la necesidad de que las leyes de la comunidad política prohíban ciertos vicios especialmente graves, el Aquinate defiende que esa prohibición ha de hacerse teniendo en cuenta el tenor moral de la sociedad a la que ha de aplicarse y la posibilidad de que esa aplicación produzca males mayores que aquellos que se pretende remediar, lo que ha de ser apreciado prudencialmente en cada caso concreto. Además, este mismo realismo le hace comprender la imposibilidad de prohibir jurídicamente los actos viciosos que de ningún modo trascienden al exterior del sujeto, pero sin aceptar por ello el harm principle de Mill [29], según el cual sólo pueden prohibirse aquellos actos que causan directamente un daño a otro.

También es posible, a partir de las enseñanzas del Aquinate, rebasar las aporías del subjetivismo liberal, que termina privando de justificación racional toda la actividad de la autoridad política, no sólo la que tiene que ver con el refuerzo de la moralidad social. Efectivamente, si todo bien es meramente subjetivo, queda claro que la acción del gobierno quedará sin sentido final, ya que aun la misma garantía de los bienes privados y la persecución de los crímenes resultan ser bienes comunes a todos los ciudadanos; si todo bien fuera meramente privado, ni siquiera estas actividades, reservadas al gobierno aún por los más consecuentes liberales, resultarían justificadas racionalmente; con mayor razón aún, actividades como la educación, la promoción de las ciencias y de las artes y la protección de la salubridad pública quedarán fuera del ámbito de actividad de la autoridad política. El objetivismo de Tomás de Aquino, centrado en la idea del bien común político, no sólo justifica la actividad del gobierno ordenada, entre otras cosas, al resguardo de la “ecología moral” [30] de la sociedad, sino que precisa también sus límites, que aparecen dados casualmente por la búsqueda del bien de los ciudadanos, de la perfección proporcionada a su propia naturaleza racional. Pero además, la doctrina tomista también supera en este punto a las propuestas comunitaristas de defensa a ultranza de la moralidad de cada sociedad particularizada, cualquiera sea su contenido normativo. En efecto, uno de los caracteres de la postura comunitarista es su decidido antiuniversalismo, que los lleva a negar la existencia de un derecho natural y de los consiguientes derechos naturales; esto se pone de manifiesto especialmente en los escritos de Mac Intyre, quien escribe que “por derechos no me refiero a los derechos conferidos por la ley positiva o la costumbre a determinadas clases de personas; quiero decir aquellos derechos que se dicen pertenecientes al ser humano en cuanto tal (…); la verdad es aquí sencilla -concluye-, no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios” [31]. También Robert Nisbet es terminante en este sentido: “…no existen derechos de los hombres -afirma- que no procedan de la sociedad en la que los seres humanos viven” [32]. Y Lord Devlin sostiene expresamente que las normas de la moralidad propia de un pueblo deben ser defendidas a ultranza, cualquiera sea su contenido, aun cuando ellas establezcan v.gr. la poligamia [33].

Desde la perspectiva tomista, por el contrario, las normas de la moralidad común que merecen ser defendidas son sólo aquellas que resultan ser conformes con la recta razón y, como consecuencia, con la ley natural [34]. Para Tomás de Aquino, en efecto, la defensa de v.gr la poligamia o el racismo, no puede alcanzar justificación racional, ya que se trata de conductas éticamente erróneas, contrarias a la verdad práctico-moral contenida en la ley natural, que abarca con sus prescripciones a todos los hombres de modo universal [35]. El cognitivismo ético del Aquinate, se opone aquí claramente al relativismo cultural y al no cognitivismo ético de una buena parte de los comunitaristas anglosajones.

Conclusión: el derecho y las normas morales

Al momento de extraer una conclusión sintética de los desarrollos realizados, es necesario recalcar que las aporías y dificultades, muchas de ellas insolubles, que se presentan al pensamiento liberal en el tema de la exigibilidad jurídica de las normas morales, tienen su raíz principal en su concepción de la autonomía humana, pensada como absoluta y sin límites intrínsecos o de principios [36]. Una autonomía así concebida, conduce necesariamente a la noción subjetivista del bien, al postulado de la autonormación humana y al “triunfo” de las exigencias individuales sobre los bienes comunes. Y como consecuencia, conduce también a la pérdida de justificación de la exigibilidad jurídica de aquellas normas morales cuyos actos resulten ordenables al bien común político y de su propósito de salvaguardar el ambiente moral en el que los sujetos han de tomar sus decisiones éticas.

Por el contrario, la concepción tomista del derecho y la política basada, por una parte, en el carácter participado de su autonomía, que circunscribe la libertad humana en los límites de una esencia y, por otra, en el reconocimiento del bien humano como un bien común, no meramente agregativo, justifica razonablemente la imposición al sujeto, aun jurídicamente, de normas morales que no son fruto de su autoría, sino que se siguen de una consideración racional y objetiva de la realidad humana. Esta afirmación del iusnaturalismo tomista cobra una especial relevancia en las sociedades pluralistas contemporáneas, ya que en ellas se ha tornado especialmente importante el descubrimiento y resguardo de una moralidad común a todos los sectores sociales y grupos culturales, que haga posible su convivencia en una colectividad armónica presidida por la justicia. Y esta moralidad común no puede basarse en el mero acuerdo, como lo proponen los liberales, ni en la pura tradición particularizada, como lo definen los comunitaristas. Es necesaria una develación y afirmación del modo de ser propio del hombre [37], dicho brevemente: de su naturaleza, para que la sociedad redescubra sobre sus bases su necesario ethos común y se haga posible, de ese modo, una coexistencia ordenada a promover la perfección propiamente humana.


NOTAS 

[1] El mismo Kant, tan reacio a referirse a los contenidos de las normas morales y jurídicas, considera a la sodomía y al bestialismo como “delitos contra la naturaleza” (unnatürlich), que deben ser castigados con la exclusión del culpable de la sociedad: Kant, L., Die Metaphisyc der Sitten, Rechtslehre., Anhang. 6 (Sttutgart, Philipp Reclam, 1990, p. 231).
[2] Vide, Rawls, J., A theory of Justice, Cambridge-Mass., m Harvard U.P. 1971 y Political Liberalismk, New York, Columbia U.P. 1993.
[3] Vide, sobre todo, Dworkin, R., A Matter of Principle,, Cambridge-Mass, Harverd U.P., 1985, así como “Rights as Trumps” en AA.VV., Theories of Rights, comp. J. Waldorn, Oxford U.P., 1984 y el reciente Lifes’s Dominion. An Argument about Abortion and Euthanasia, London, Harper Collins, 1993.
[4] Vide, Richards, D., Sex, Drugs, Death, and the Law, Totowa-N.J., Rowman & Littlefield, 1982
[5] Dworkin, R., Taking Rights Seriosulv. Cambridge-Mass, Harvard U.P., 1977, pp. 198 y passim.
[6] Vide, Rawis, J., A Theory of Justice, cit. Pp. 127 y passim.
[7] Sobre la noción liberal de perfeccionismo y su crítica, vide., Hurka, TH., Perfectionism, New York, Oxford U.P., 1993.
[8] Vide, Dworkin, R., Rights as Trumps, cit., pp. 158 ss.
[9] Sobre el movimiento comunitarista, vide, el meritísimo libro de Concepción Naval. Educar ciudadanos. La polémica liberal-comunitarista en educación, Pamplona, EUNSA, 1995, pp. 59 ss.; sobre Mac Intyre en especial, vide. Matteini M., Mac Intyre e la rifondazione del’etica, Roma , Cittá Nuova ed., 1995.
[10] Vide, Sandel, M., Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge, Cambridge U.P., 1982.
[11] Vide, Bellah, R., et ALH, The Good Society, New York, Vintage Books. 1992, pp. 124 ss. Para una crítica aguda y rigurosa del lenguaje individualista de los derechos, vide, Glendon, M.A., Rights Talk. The Impoverishment of Political Discourse, New York, The Free Press, 1991.
[12] un precursor de los comunitaristas en este punto ha sido, indudablemente, Lord P. Devlin, quien mantuvo una agria polémica con Herbert Hart sobre el tema de la exigibilidad jurídica de ciertas morales; vide. Hart, H.L.A., Law, Libertad and Morality, Oxford, Oxford U.P., 1991. Un buen análisis de este debate se encuentra en el libro de Simon Lee, Law and Morals, Oxford, Oxford U.P. 1992.
[13] Esta es la opinión de Robert P: George en Making Men Moral. Civil Liberties and Public Morality, Oxford, Claendon Press, 1995, pp. 28 ss.
[14] Sobre el historicismo en materia ético-política, vide. Theron Recovery of Purpose. Western Ethical Crisis: Diagnosis and Proposed Remedies, Frankfurt am Main, Peter Lang Verlag. 1993, pp. 131 ss., así como Elders. L., Les theóries de l’historicité de la pensé et S. Thomas de’Aquin, en AA.VV., San Tommaso D’Aquino Doctor Humanitatis, Cittá del Vaticano. Libería Editrice Vaticana, 1991, pp. 237-248.
[15] Acerca de estos pensadores, vide, Gajil R., Practical Reason in the Foundation of Natural Law according to Grisez, Finnis, and Boyle, Romae Athenaeum Romanum Sanctae Crucis, 1994.
[16] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 92, a I: vide, Tomás de Aquino, In Ethicorum, II,I, nº 157, sobre la posición de Aristóteles en este punto, vide. Vergnieres, S., Ethique et politique chez Aristote, París, P.U.F., 183 ss.
[17] Tomás de Aquino, ST, I-II, q. 92, a.1., ad. I
[18] ST, I-II. q, a. 1, ad. 2.
[19] St, I-II, q. 92, a . 2, ad. 4.
[20] St, I-II, q. 100, a.2.
[21] St, I-II, q. 96, a. 3.
[22] St, I-II, q. 96, a. 2.
[23] St, I-II, q. 96, a.2, ad. 2.
[24] Vide, MacInerny, R., The Basis and Purpose of Positive Law, en AA.VV., Lex et libertas. Freedom and Law According to St. Thomas Aquinas, ed. L. Elders y K. Hedwig, Cittá del Vaticano, Librería Editrice Vaticana, 1987, pp. 137-146.
[25] St, I/II, q. 92, a 92, a. 2, ad. 4.
[26] Cfr. Abbá, G., Lex et virtus. Studi sull’evoluziones della dottrina morale di san Tommaso D’Aquino, Roma, LAS, 1983, pp. 240 ss.
[27] acerca de la verdad o falsedad de las normas morales, y, en general, del cognitivismo ético, vide. Kalinowski G., La justificatiom de la morale naturelle, en AA.VV., La morale. Sagesse et salut, comp. J. Ladrière, París, Fayard, 1981, pp. 209-220.
[28] Conf. Lafont G., Estructuras y método en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, trad. N. López Martínez. Madrid, Rialp, 1964 p. 253.
[29] Sobre el principio de J.S. Mill, vide. George, R.P., Making Men Moral, cit., pp. Y passim.
[30] Vide, George, R.P., o.c., p. I y passim.
[31] Mac Intyre, A., Tras la virtud, trad. A. Valcárcel, Barcelona, Crítica, 1987, p. 95.
[32] Nisbet, R.A., The Quest for Community, New York, Oxford U.P., 1981, p. 256.
[33] Vide. Devlin, P., The Enforcement of Morals, London, Oxford U.P., 1965, pp. 102-123.
[34] Vide, Supra, nota 25
[35] Vide. Sobre el “universalismo” de la ley natural en Tomás de Aquino, May. W., La ley natural y la modalidad objetiva: perspectiva tomista, en AA.VV., Principios de la vida moral, ed. William E. May, trad. A. Sarmiento, Barcelona, EUNSA, 1990, oo. 119 ss., Vide. También, el notable trabajo de Joseph Boyle, Natural Law and the Ethics of Traditions, en AA.VV., Natural Law Theory. Contemporary Essays, ed. R.P. George, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 3-30, en el que se pone en evidencia claramente la necesidad de un cierto universalismo de los principios jurídicos para que pueda hablarse de “derecho natural”.
[36] Sobre la noción de “autonomía”, vide. Millán Puelles, A., El valor dela libertad, Madrid, Rialp, 1995.
[37] Cfr. Millán Puelles, A., La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Madrid, Rialp, 1994.

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