Al dudar de la capacidad intelectual del hombre y al rechazar la dirección de la voluntad hacia los bienes más altos, se duda también de que existan realidades superiores al hombre, y se incurre en el agnosticismo religioso. Este angustioso descrédito del sentido de la vida, induce a tomar como criterio de actuación a las vivencias más inmediatas, que son las sentimentales.


La cuestión más importante de la vida humana es saber con qué criterios se dirige a su propio fin, a su destino. Por tanto se han de examinar las instancias dinámicas del hombre, capaces de alcanzar objetivos, así como los obstáculos que le salgan al paso o las dificultades. La conducta humana debe ser racional, es decir, guiarse por la razón. También debe obedecer a los dictados de las virtudes de la voluntad. Pero esto, por decirlo de alguna manera, tiene que ver con los sentimientos. Sin embargo, no se conoce exactamente el puesto de los sentimientos, es decir, de qué manera se relacionan con la inteligencia y con la voluntad.

Según algunos psicólogos, los sentimientos, especialmente los sentimientos profundos, son algo así como disposiciones que favorecen la actividad si son positivos o la inhiben, si son negativos. Por otra parte, los sentimientos son de dos tipos: profundos y duraderos, o superficiales, variables o intercambiables con otros sentimientos. Otros sostienen que los sentimientos marcan el enlace de las facultades espirituales con el sujeto humano, pero el asunto es más complicado. Los sentimientos son algo así como precedentes de ciertas direcciones del pensamiento, o de ciertos rasgos de la conducta, a las que suelen acompañar. En el supuesto de que aceptemos esta opinión que es algo vaga o amorfa, según la cual se da una cierta alternancia entre los sentimientos, los actos de la inteligencia y de la voluntad, conviene añadir que hay sentimientos más profundos que otros que dependen del estado de salud, de circunstancias corpóreas o de accidentes de la vida. La importancia de los sentimientos reside sobre todo en su relación con la inteligencia y con la voluntad, y no simplemente como precedentes suyos, sino como derivados de las dimensiones activas del ser humano. Sin embargo, en nuestra época las facultades espirituales del hombre, la inteligencia y la voluntad, están desacreditadas. Por este motivo ha aumentado el relativismo, es decir, la opinión que niega la universalidad de la verdad, así como el control de la voluntad. Por eso, en nuestra época se concede un mayor crédito a los sentimientos; se acude a ellos por considerar que son lo que resta después de la duda sobre el alcance de la inteligencia y de la voluntad.

Esta situación, la diferencia entre los sentimientos profundos y los superficiales tiende a difuminarse. Al dudar de la capacidad intelectual del hombre y al rechazar la dirección de la voluntad hacia los bienes más altos, se duda también de que existan realidades superiores al hombre, y se incurre en el agnosticismo religioso. Este angustioso descrédito del sentido de la vida, induce a tomar como criterio de actuación a las vivencias más inmediatas, que son las sentimentales.

Trayectoria del auge de los sentimientos

Es obligado referirse a una doctrina aparecida en Inglaterra, sobre todo en Escocia, a lo largo el siglo XVIII, y que duró hasta la primera parte del siglo XIX, llamada moral sentimental. Aludimos a esta doctrina porque los pensadores escoceses notaron que los sentimientos no se pueden sustituir, y por otro lado se dan cuenta de que los sentimientos aunque fueran profundos tienden hacia abajo. Son dominantes en el sentido de que dirigen al hombre según una dinámica que no es positiva. El sentimiento que estos autores sacan a relucir porque entienden que tiene relevancia moral es la filantropía. La filantropía es el sentimiento que inclina a considerar a los demás, a tratarlos con benevolencia, a ser amables con ellos; como todo esto es positivo, parece que la filantropía conduce al hombre rectamente. Sin embargo, entre los autores escoceses se aprecia una valoración pesimista de este sentimiento. Después de sostener la importancia de la filantropía, cayeron en la cuenta de que no es posible fiarse de ella, porque en las relaciones humanas la filantropía no se mantiene, sino que abre paso enseguida a sentimientos negativos que la desdibujan y se dirigen hacia abajo como decía antes.

Entre los moralistas sentimentales escoceses se cuentan David Hume, pensador muy conocido e influyente, y Adam Smith, que es también muy importante por su contribución a la ciencia económica. Ellos sostienen que la filantropía tiende a ser sustituida por otro sentimiento, al que llaman vanidad. El filósofo benevolente tiene sentido de la propia vanidad, y como es respetado por los demás incurre en vanagloria. La filantropía deriva en vanidad y ésta en otro sentimiento todavía más negativo que es la envidia. El vanidoso acaba siendo envidioso.

Según esto, al basar las relaciones humanas en la filantropía, el intento se frustra al aparecer la vanagloria, es decir, porque las ganas de quedar bien son alimentadas al recaer sobre uno mismo la benevolencia. Además, de las comparaciones entre sujetos humanos surge la envidia, la cual hace imposible la convivencia. La envidia es un sentimiento tan negativo que lleva al homicidio. Es el caso de Caín y Abel. La envidia de Caín a Abel le llevó a cometer el primer asesinato que registra la Biblia. Cuando Dios se dirige a Caín y le pregunta por Abel, Caín le contesta: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?”. En esta reacción se nota que el cariño entre hermanos, una forma alta de filantropía, ha sido sustituido en Caín por otro sentimiento completamente dispar.

Si esto es así, la pretensión de guiar la vida de un modo elevado y honesto, con sentimientos positivos, no es capaz de aguantar la pluralidad humana. Si todos los hombres pretenden se filantrópicos, el rendimiento social de ellos viene a ser completamente negativo. Por consiguiente el rendimiento moral de los sentimientos positivos es nulo, más aún, contradictorio: se trueca en su contrario. De aquí se concluye que uno no se puede fiar de sus sentimientos, puesto que cuanto más profundos son más se modifican según una dinámica dialéctica. Por eso Adam Smith en su Tratado de los Sentimientos Morales dictamina que la filantropía sólo se puede vivir de un modo muy matizado; así por ejemplo, si a algún conocido se le ha muerto su padre; lo propio de un amigo filantrópico es que vaya a darle el pésame, con la intención de compartir su sentimiento. Sin embargo, como es obvio, su sentimiento de pesar es inferior al del huérfano, por lo cual concluye Smith que aquel a quien se le ha muerto su padre tiene que ser muy parco en su manifestación de dolor, ya que no puede pretender que el amigo lo experimente con la misma intensidad que él.

En suma, para vivir filantrópicamente hay que manifestar el propio dolor de una manera moderada, y el que lo sufre directamente no puede desahogar su dolor profundo, sino que tiene que expresar su propia manifestación de dolor ante el que le demuestre su simpatía filantrópica. Así pues, la filantropía pasa a ser -al margen de que se transforme en vanidad y envidia- frialdad sentimental. Si el amigo no experimenta demasiado dolor por la muerte del padre de otro, este último también debe darse cuenta de que el sentimiento de aquél es débil, por lo que también ha de mostrarse parco en su manifestación de pena.

En definitiva, la mostración social de los sentimientos debe ser muy tenue, lo que se corresponde con un cambio del carácter de los ingleses. Por eso la moral sentimental escocesa fue sustituida por lo que podría llamarse frialdad emocional. Si uno consulta la historia de Inglaterra, se da cuenta de que en los siglos XVI y XVII los ingleses eran apasionados. Pero la idea de que la moral se basa en los sentimientos conduce en definitiva a la frialdad. Por tanto, hay también una especie de conflicto entre el modo de comportarse y los sentimientos internos. Es notorio que en Inglaterra del siglo XIX la moral victoriana implica la escasez en la manifestación de los sentimientos.

De este conflicto entre el estado sentimental interno y la manera de conducirse, se sigue que los sentimientos profundos no pueden ser guías del comportamiento humano. A esta conclusión Adam Smith añade otra. En efecto, si la filantropía no es la base de la convivencia ni de la conducta humana, hay que sustituirla de inmediato para poner también coto a la envidia. Esto significa que la conducta humana debe ser guiada únicamente por el propio interés. De aquí surge la teoría del libre mercado, una noción ya desarrollada por Adam Smith. Conviene organizar la vida social eliminando los sentimientos y sustituyéndolos con las leyes del mercado, sólo así cabe esperar el logro de la armonía social. En conclusión, la teoría del libre mercado se inscribe en la convicción de Smith de que es imposible basar la vida social en los sentimientos. La famosa “mano invisible” de Smith sólo se entiende si esa mano no es sentimiento alguno.

Sin embargo, en nuestros días se apela a los sentimientos porque se consideran que son lo más vital, lo más interior que hay en el hombre. Si el hombre tiene que guiarse por los sentimientos, ello se debe a que es la única vía que resta después de la crisis de la inteligencia y de la voluntad. Ahora bien, guiarse por los sentimientos equivale a dejarse conducir por aquello cuyo desencadenamiento no somos capaces de conducir. Por eso, a la moral sentimental siguió la moral victoriana contemporánea, con la frialdad emotiva de la burguesía de negocios. Después de esta última, el sentimentalismo actual implica que el hombre se atiene a lo que le gusta y evita lo que le disgusta. Ésta es la moral hedonista que se guía por la búsqueda de lo que agrada. Este tipo de moral lleva consigo una disminución de objetivos, porque los bienes meramente placenteros no son los más altos. Si la filantropía terminó en la frialdad sentimental y en el cálculo de intereses, al final la moral del placer es la fórmula de conducta de intensidad más baja. Con esto se responde a la pregunta inicial.

La moral hedonista inhabilita al hombre para su forma de vida más alta, más íntima, que es la donación de sí. Dejarse conducir por los sentimientos lleva a una vida superficial que prescinde de los altos objetivos. La consecuencia de ello es la sociedad de consumo, que se atiene a los sentimientos más sensitivos, es decir, los que tienen que ver con el comer o con los placeres sexuales. A estos sentimientos, la filosofía antigua los llama pasiones del alma, acontecimientos de la vida humana que son superficiales, hasta el punto de que guiarse por ellos únicamente elimina el ethos. Ética bien de ethos, como moral de mor (mor y ethos significan prácticamente lo mismo en griego y en latín).

Los anuncios de la televisión muestran especialmente lo agradable y lo que desagrada. Se anuncia un buen auto, una buena cerveza. Ahora bien, si lo más importante en la vida son las emociones volátiles que provee la cerveza o elegir entre el whisky y la ginebra, se pierde la profundidad vital, y es imposible que el hombre se conduzca a sí mismo.

Después de esta breve historia de los sentimientos en la época moderna, y de la conclusión de esta historia en la sociedad de consumo, en la que están inmersos los países industrializados y que parece ser la aspiración de los demás, la única consecuencia posible es que no nos podemos conformar con ello. No podemos compartir el ideal de ganar dinero a gran velocidad, precisamente para poderse retirar cuanto antes y dejar de trabajar, dedicándose simplemente a la dolce vita, como dirían los italianos. Pero esta disconformidad sólo puede ser real si se restablece la fuerza del espíritu. El hombre tiene que aprender a pensar y a ejercer su voluntad. En la medida en que crezca en ello, aparecen sentimientos insospechados que derivan del amor a la verdad y el bien. El amor a la verdad es propio de la inteligencia y es acompañado por sentimientos profundos con los cuales se incrementa y se ratifica. El que no ama la verdad ignora esos sentimientos que nunca le acontecerán. Tan sólo experimenta emociones que tienen que ver con la sensibilidad cuyo abuso lleva a la droga, e último recurso de la moral hedonista.

El hedonismo, al sentir su insuficiencia vital, recurre a la exageración. De esta manera aparece una dinámica descrita por San Agustín. La exageración hedónica, con la que se confiesa que al hombre no le bastan los placeres sensuales, y a la vez que no está a su alcance el ejercicio de la voluntad y de la inteligencia, tiene una contrapartida muy clara, cuya experiencia acontece por ejemplo cuando se debe demasiado: al día siguiente aparecen fuertes dolores de cabeza. Cuando uno come demasiado también se siente mal. Lo mismo en las relaciones sexuales, que cuando se exageran dan lugar al despecho y a la cosificación. Tratar a una persona como objeto de placer equivale a considerarla tan sólo como una cosa. La consecuencia negativa de exagerar los placeres sensibles se llama estragamiento. La sensación del estragamiento afecta al espíritu y al cuerpo y se hace más intensa cuando se está metido en la droga. En el caso del drogadicto el estragamiento significa que el sistema nervioso se estropea por completo.

En suma, pretender guiarse por los sentimientos no es válido. Ni la filantropía, ni la frialdad que la sustituye, ni el hedonismo que se centra en los sentimientos superficiales son aceptables. Es preciso recurrir al amor a la verdad y a los bienes más altos, hacer crecer con hábitos positivos la capacidad de bien y de verdad. De esa manera aparece lo que cabe llamar afectos, que son movimientos más espirituales que los sentimientos, los cuales son más bien psicosomáticos. Los afectos tienen un matiz espiritual evidente porque son despertados por la verdad y la admiración. El amor a la verdad lleva consigo un sentimiento que el hedonista no conoce. La admiración une la verdad y la belleza. Cuando la verdad resplandece captamos la belleza. Admiramos y la admiración nos anima a seguir profundizando en la verdad. Un afecto positivo es superior a los sentimientos psicosomáticos.

La admiración sustituye con ventaja a la filantropía. La verdadera dignidad del ser humano es su carácter de persona. A la persona se la ama con un amor que lleva consigo el gozo. El gozo es un afecto espiritual que desconoce el hedonista, el cual siente placer pero no puede gozarse con una cerveza. El amor es un acto de la voluntad que se goza en la verdad del otro que es radical porque consiste en su realidad personal. El gozo va acompañado por un sentimiento positivo que seguramente es uno de los más importantes, a saber el respeto. El respeto evita esa degradación de la filantropía en vanidad y envidia de que hablan los moralistas escoceses. La conducta moral es moral en cuanto es guiada por la inteligencia y la voluntad. La admiración conduce en último término a un sentimiento que acompaña a la adoración. La cerveza no se puede adorar. En la adoración intervienen la inteligencia y la voluntad que se dirige al Bien Supremo, que es el más admirable. Es preciso recuperar la experiencia de la adoración.


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