Un análisis del proceso en que está inmerso el país, las alternativas y consecuencias que se presentan ante el futuro

Es los dos últimos meses han sido publicados doce libros en Chile sobre temas constitucionales. Alrededor de doscientos académicos, principalmente nacionales, contribuyeron con monografías u otra clase de intervenciones a tan singular entusiasmo por compartir ideas, constatar discrepancias y contribuir así al debate en torno del reemplazo o la reforma de la Carta Fundamental. De esa docena de textos me parece el mejor concebido, más completo y desapasionado el publicado por el Centro de Estudios Públicos [*]. Procuraré explicar las razones que sostienen esa afirmación y resumir los motivos que me inducen a plantear dudas e inquietudes, a veces coincidentes y otras discrepantes, con lo expuesto en esa obra.

Un esfuerzo encomiable

Los diálogos referidos se originaron en marzo de 2014, impulsados por cuatro docentes que después destacaron en ellos. Fueron convocados a participar treinta especialistas en derecho público, la mayoría integrantes de la nueva generación de juristas dedicados a las disciplinas de esa área del Derecho en nuestro país. Se reunieron en ocho oportunidades, durante tres meses, buscando encontrar un lenguaje común que expresara la comprensión compartida de la realidad de Chile, las expectativas sociales, los anhelos de cambio y los ideales republicanos que nos caracterizan. Abordaron cuatro áreas temáticas: potestad constituyente, derechos constitucionales, estructura del Estado y régimen político. Se inició cada sesión con la presentación de un documento, preparado por cuatro participantes que sobresalieron en los diálogos correspondientes.

Contando con valiosas recopilaciones de derecho comparado, trayectoria del constitucionalismo chileno y proposiciones de reforma emanadas de políticos y académicos de la Nueva Mayoría y de la Alianza, en ambiente respetuoso de las ideas se forjó un momento constitucional valioso por sus promisorias consecuencias.

El libro fue editado por Lucas Sierra Iribarren y se presenta en una publicación esmerada por la ausencia de erratas.

En quinientas cuarenta y dos páginas, los intervinientes intentaron responder a la pregunta siguiente: ¿existe un problema constitucional en Chile? Asumiendo que ese problema existe, se entra en la exposición de tesis generalmente contrapuestas en punto a la amplitud y profundidad de los cambios requeridos. Predomina, sin embargo, la agenda de quienes, al desestimar que, en 2015, se hubiera calmado el impulso por las enmiendas constitucionales, impugnan el Código Político vigente, unos mediante la asamblea constituyente, mientras otros renuevan su confianza en la Presidencia de la República y el Congreso Nacional, debiendo lo aprobado por ellos ser ratificado en un referéndum.

Leído el libro, me inquietó concluir si se había cumplido el propósito aludido o, por el contrario, surgieron las hondas divergencias que afectan a amplios sectores de la ciudadanía en torno de la oportunidad, la necesidad y el método aplicable, sea la sustitución o la modificación del Código Fundamental. No dudo que imperó el diálogo, focalizado en exponer con la esperanza de ser persuadidos, pero es ilusorio finalizar como se hace al cerrar el texto, que se notó una disposición enorme para arribar a acuerdos.

Consiguientemente, contestamos la interrogante recién insertada en términos negativos y lo hacemos por las razones que se enuncian a continuación:

Primera, se omite el análisis histórico de los años inmediatamente precedentes al colapso de la democracia en septiembre de 1973, secuela de lo cual es que el golpe militar queda incausado y expresivo nada más que de afanes fascistas;

Segundo, se torna ostensible el silencio que las implicancias éticas tienen para el planteamiento, adecuado y realista, de una agenda de cambios tan ambiciosa, más aún a la luz de los escándalos de corrupción que van enlodando a políticos, empresarios y otros agentes representativos de las más variadas instituciones de Chile y que ya habían emergido a mediados de 2014; y

Tercero, análogamente notable es la elusión de temas candentes, v.gr., el laicismo proclamado por la Nueva Mayoría; la exclusión en la Constitución, salvo un par de normas, de las instituciones armadas; y la restauración de la ley en la majestad positivista que trazó J.J. Rousseau en el siglo XVIII, es decir, la voluntad soberana de la mayoría, cualquiera sea, vaciando de sentido a la supremacía de la Constitución.

Ante tan preocupante panorama, merece replantearse otro interrogatorio, algunas de cuyas preguntas son las siguientes:

¿Qué explica el proceso que vivimos? ¿Cuáles pueden ser sus consecuencias? ¿Estamos conscientes de las alternativas que nos planteamos? ¿Dónde nos hallamos y hacia dónde avanzamos en el curso de tales acontecimientos? ¿Llegaremos al Congreso Nacional, ejerciendo con la Presidenta de la República, la potestad constituyente o, por el contrario, terminaremos sumidos en una asamblea, de la cual nada más que dos partidos de la coalición gobernante han dado a conocer lineamientos mínimos relativos a su configuración? ¿Tendrá lugar, quizás, algo más difícil de ocurrencia, cual es que, en el ambiente de confusión, desconfianza y pérdida de legitimidad que de las instituciones se advierte, no se concrete ninguna de las posibilidades enunciadas?

La respuesta a esas y otras interrogantes parecidas exige insertarlas en el contexto histórico, cuya omisión en la obra comentada ya realzamos, y trazar un esquema que concilie el tiempo que vivimos con el futuro, dejando así planteada la pregunta esencial: ¿es el momento constitucional de Chile el indicado para acometer un proceso constituyente o, por el contrario, resulta ineludible diferirlo, ponderada la envergadura que tiene, hasta que hayan encontrado solución, aunque sea parcial pero adecuada, la encrucijada ética, unida hoy a la emergente crisis socioeconómica que ya no está situada en un horizonte lejano y que puede devenir devastadora en política?

Retrospectiva

El Código Político hoy vigente, conocido por algunos como la Constitución de 1980, mientras que otros lo sitúan en 2005, a raíz de las numerosas y profundas enmiendas que tuvo ese año, es un ordenamiento político y jurídico con rasgos singulares que deben ser realzados.

Desde luego, se originó como reacción a la neutralidad en que había culminado la Constitución de 1925, al punto que en asuntos clave del régimen socioeconómico, v.gr., la propiedad pública y la privada, el legislador quedaba facultado para decidir soberanamente, sin revisión judicial efectiva.

Además, el texto anterior al que rige en la actualidad contemplaba potestades vigorosas a favor de la intervención estatal en todo orden de actividades privadas, especialmente regulables y vigiladas por órganos de la Administración, cuyas decisiones discrecionales no eran recurribles ante los tribunales de justicia.

Por último, condensaba el tipo presidencial de gobierno más hegemónico de América Latina, estructurado por una serie de modificaciones introducidas desde 1943 para impedir el clientelismo dominante en el multipartidismo, la demagogia de los parlamentarios, la implantación de políticas económicas de control de la inflación, la planificación para incrementar el bajo crecimiento económico, o la remoción de los obstáculos que impedían a los sectores medio y bajo de la población acceder al goce de derechos sociales coherentes con el Estado de Bienestar propugnado por doctrinas socialdemócratas o, con excepción del gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964), por un liberalismo con tonos de sensibilidad social.

La Constitución de 1980 no se entiende ni justifica, sin embargo, solo como una reacción correctiva de los fenómenos recién enunciados. Efectivamente, cualquier análisis histórico objetivo impone indagar los acontecimientos que se sucedieron, con velocidad y radicalidad crecientes, desde noviembre de 1964, con la Revolución en Libertad del Presidente Eduardo Frei Montalva y el Partido Demócrata Cristiano, hasta culminar en el quiebre cruento de la tradición democrática chilena en septiembre de 1973 y la implantación, por dieciséis años y medio, de un régimen militar durísimo. Ignorar esos acontecimientos y sus consecuencias, mediante una interpretación, parcial y sesgada, de lo ocurrido y padecido, implica incurrir en tergiversaciones graves de las cuales derivan numerosas consecuencias para comprender, con acierto y perspectiva, el momento político en que nos hallamos.

Resurgimiento de las ideologías

Los mil días que duró el mandato del Presidente Salvador Allende y la coalición que lo sostenía, la Unidad Popular, terminaron en el quiebre institucional más violento y desgarrador ocurrido en Chile en el siglo XX. Peor aún, ese colapso penetró en el alma nacional provocando la irreconciliación que, originada en violaciones masivas de derechos humanos, no ha podido ser salvada con las comisiones de verdad, conciliación, reparación y mitigación de los atropellos impunes que tuvieron lugar en los años aludidos. Más de mil causas judiciales todavía pendientes, por detenidos desaparecidos, son testimonio irrebatible de la patología recordada.

Notablemente exitoso fue el esfuerzo sostenido, a partir de marzo de 1990, para restaurar nuestra tradición democrática, forjar un clima de catarsis que nos reuniera como pueblo integrado y progresar en el diseño e implementación de programas de gobierno que infundieran contenido y sentido de progreso socioeconómico a la política de libre mercado. Diversos comentarios han sido vertidos por observadores nacionales y extranjeros sobre la gestión del gobierno llamado Concertación por la Democracia, victoriosa en las elecciones presidenciales y parlamentarias del año recordado y que continuó en el mando hasta marzo de 2010.

¿Qué ocurrió después?

Desde luego, el triunfo de un gobierno de centroderecha, encabezado por el Primer Mandatario Sebastián Piñera Echenique, interrumpió la sucesión de cuatro Jefes de Estado de la Concertación, pero no para cambiar de rumbo en el gobierno del país, sino que, en el juicio de muchos observadores, con el designio de confirmar la mayor parte de los avances alcanzados por esa coalición e innovar con políticas como el incremento de fuentes de trabajo en un ambiente de confianza para la inversión, el crecimiento económico sostenido y la focalización del gasto social a través de programas de bonificaciones y subsidios para beneficio de los estratos medios de la población, preservando la matriz del Estado subsidiario.

Rudo fue el impacto que tuvo en la Concertación la derrota de 2010 y así se notó ya en los años siguientes. Particularmente notable es detenerse en 2011, pues marca el comienzo de un período de oposición, incesante e implacable, que fue aglutinando a los más diversos sectores de la sociedad chilena. Repitiendo, con éxito mayor, lo que había sido la movilización estudiantil masiva efectuada en 2006, se desencadenaron centenares de paros, protestas y marchas en los más variados lugares del país, reaparecieron las usurpaciones de inmuebles, especialmente de establecimientos educacionales; se fueron haciendo frecuentes las interrupciones de faenas, la paralización de ellas y el abuso de las reuniones en lugares de uso público, todas finalizadas en desmanes que destruían bienes nacionales o saqueaban negocios y otros establecimientos de particulares.

Quedó en evidencia, a partir de aquellas movilizaciones, la multitud heterogénea de demandas y la utilización de ellas por la dirigencia de la oposición para desacreditar al gobierno de la centroderecha. Así fue siendo introducida la consigna de que Chile requería una Carta Fundamental nueva, discutida y aprobada por una asamblea constituyente. Por igual motivo, fue cobrando éxito la consigna que menospreciaba las treinta y dos enmiendas efectuadas, hasta entonces, al Código Político y que lo habían purgado de los enclaves autoritarios. El ambiente, a mayor abundamiento, adquirió los tonos de agitación creciente en ciudades y campos, fenómeno apreciable en Arica, Iquique, las cercanías de Talca y Puerto Aysén, de modo que no se restringían a las asonadas incendiarias de activistas en La Araucanía. ¿Cuál fue la idea-fuerza? El igualitarismo evidenciado en satisfacer las demandas de grupos de presión presuntamente marginados del progreso colectivo.

Trascendencia de los anuncios de 2013

En noviembre y diciembre de ese año se realizaron elecciones presidenciales y parlamentarias. Por vez primera tuvo aplicación la inscripción automática y el voto voluntario, así como la celebración de votaciones primarias para determinar a los candidatos. La abstención se elevó al 55% del padrón electoral, de modo que la nueva Presidenta de la República, ungida con más del 60% de los sufragantes, realmente representó la primera minoría.

Parecido panorama pudo ser observado en las elecciones parlamentarias, de las cuales la Nueva Mayoría, integrada por seis partidos en un arco que recorría desde la Democracia Cristiana hasta el comunismo, dio a conocer el programa de gobierno apenas cuarenta días antes de la votación popular. En aquel programa se halla un bosquejo de postulados constitucionales, la síntesis de los cuales puede ser formulada afirmando que Chile estaba en una encrucijada, de la cual era posible salir exitosamente nada más que implementando una Constitución nueva. Tratábase, en otras palabras, de un diagnóstico lúgubre, que solo podía ser evitado con una nueva Carta Política, centrada en el igualitarismo y el Estado prioritario.

Diagnóstico calculado

El objetivo programático recién señalado se convirtió en el núcleo de la campaña de la Nueva Mayoría y en la meta más relevante del gobierno que asumió el 11 de marzo de 2014. La idea fuerza repetida con perseverancia agobiadora fue que la Carta Fundamental de 1980, o de 2005, una u otra denominación como hemos explicado, era ilegítima en su origen y ejercicio. Consecuentemente, la ciudadanía tenía que comprometerse en el apoyo a una asamblea constituyente que, ejerciendo la potestad de tal, originaria de la Nación, sustituyera el ordenamiento supremo vigente por otro, de hojas en blanco que serían llenadas por los debates y consensos forjados en tal especie de convención.

La velocidad de los acontecimientos, la derrota aplastante de la centroderecha en los comicios aludidos, la vaguedad de las premisas básicas del programa de la Nueva Mayoría, el apoyo internacional irrebatible a la Presidenta Bachelet en su segundo gobierno, la falta de líderes y los errores de la centroderecha y otros factores parecidos permiten aseverar que, el diagnóstico estructurado desde los movimientos de 2011, a pesar del designio electoral contingente que lo singularizaba, había sido acogido por la primera minoría ya destacada. Ante esa embestida, manejada con astucia, el desánimo cundió en la centroderecha al punto de rematar derrumbada por las derrotas de 2013. En ella, un rol decisivo lo tuvo el voto voluntario.

El diagnóstico tétrico ya anotado fue siendo socializado tenaz y masivamente. Chile, en otras palabras, estaba sumido en una crisis de legitimidad política y socioeconómica, diezmado por el lucro en los más diversos niveles de enseñanza, agobiado por las desigualdades en la distribución del ingreso; en fin, anclado en discriminaciones con perjuicio para la mujer, las etnias, los marginados y otros grupos vulnerables. Se tornaba imperativo, entonces, corregir tan injusto estado de cosas. La solución, como hemos dicho, se hallaba en la dictación de una Nueva Constitución, ruta más necia que candorosa, típicamente latinoamericana. Encabezada obnubiladamente por sectores ideológicos muy activos, cuyo designio matriz era recuperar el poder para realizar cuanto la Unidad Popular no pudo hacer desde 1970 a septiembre de 1973, la Nueva Mayoría comenzó su labor en marzo de 2014.

Impronta de los hechos

La interpretación del proceso experimentado por Chile a partir de marzo de 1990 ha sido dramática y exitosamente tergiversada por los impulsores de un nuevo Código Político. Tan imprevisto como extraño se vuelve comprobar que, entre los denunciantes de aquella tergiversación histórica, se localizan a quienes eran partidarios de reformar la Carta Política, secuela de la cual fue su voto a favor de las enmiendas respectivas. Para unos y otros, sin embargo, todo lo avanzado en el desarrollo humano de nuestro pueblo en ese cuarto de siglo fue secuela de pactos o entendimientos descalificados como espurios.

No se altera tal diagnóstico contraponiéndole hechos del tenor siguiente: hemos alcanzado la renta per cápita más alta de América Latina; la reducción de la pobreza de 45% a 11% de la población; el acceso a la educación en todos los niveles y, tratándose de la enseñanza superior, llegando a que siete de cada diez estudiantes sean primera generación en universidades, institutos profesionales y centros técnicos; que el desempleo se haya mantenido en 6% promedio; que el producto interno bruto se incremente en 5 % anual; que el consumo hubiera alcanzado cotas sin precedentes; o por último, que la inversión haya ascendido al 27% y que el ahorro interno exhibiera guarismos semejantes.

Eso y más se tornaba insignificante ante la consigna de cambiarlo todo, sustituyendo cuanto había sido logrado con esfuerzo y sacrificio por la quimera de una Carta Suprema nueva, de contenido apenas bosquejado en las bases programáticas del gobierno en funciones, y la aprobación de la cual se mantiene, por las divisiones en la Nueva Mayoría, en un tira y afloja de destino indefinido, oyéndose y leyéndose pronunciamientos de la Presidenta y ministros de Estado que siguen insistiendo en una fórmula casi vacía, esto es, que entraremos en septiembre de 2015 en un proceso constituyente participativo, institucional y democrático, convivido en asambleas, cabildos y otros colectivos.

No cede, entonces, la tensión existente entre partidarios de focalizar el proceso en la Presidencia y el Congreso Nacional, por un lado, o radicarlo en una asamblea constituyente, por otro. Pero tampoco cabe duda que la idea de una Constitución nueva, nacida en democracia, ha sido socializada exitosamente por la Nueva Mayoría, desacreditando cuanto se ha progresado, hasta la fecha con treinta y cuatro enmiendas, para vivir en democracia gracias a una Carta Política que ha llegado a ser también plenamente democrática.

Actitud sensata

Por supuesto, la Constitución vigente requiere los cambios que fluyen de la época nueva que vivimos. Reconocerlo así se torna ineludible, disponiéndose a dialogar para pactar los acuerdos que permitan implementar todas esas modificaciones sobre la base de los consensos adecuados. Pero no es sensato adjudicar al texto supremo vigente los estropicios y otros males que están en nosotros mismos y no en el libro llamado Constitución. Esta, evidentemente, no es ni puede ser más de lo que la ciudadanía, orientada por sus líderes, decida hacer o no viviendo prácticamente lo proclamado en sus páginas.

Vale lo recién expuesto para ilustrar el debate que presenciamos en la actualidad sobre el proceso constituyente. En él se vocean aseveraciones enteramente equivocadas.

Por ejemplo, es competencia del legislador y de los órganos administrativos, no del Poder Constituyente, menos el de naturaleza primigenia u originaria, combatir la delincuencia común y la de carácter terrorista, apoyando a las policías para obrar eficazmente; al Ministerio Público a los fines de investigar con diligencia los hechos constitutivos de delito y a los jueces de garantía tratándose de proteger los derechos de las víctimas o cuidar la paz social frente a crápulas que le han desbordado al amparo de un principio de inocencia concebido con ribetes increíblemente desatinados. La angustia padecida por oleadas de asaltos sin castigo, en hogares y recintos de trabajo, es otra prueba de la desconfianza en las instituciones y que no se corrige con transformaciones constitucionales.

Semejante comentario puede ser vertido con respecto a la corrupción, asumiendo que los niveles alarmantes que ella exhibe en el contubernio de intereses políticos y económicos revelan, antes que las deficiencias de una legislación positiva imperfecta e incompleta, la ausencia de los valores que infundan sentido ético a ambas actividades.

Formar hábitos cívicos, ignorados u omitidos por una pedagogía desastrosamente impartida y a lo largo de más de cuarenta años, tampoco es responsabilidad del Poder Constituyente ni cabe insertarlo en un concepto material de la Constitución, delimitada por lo que es solo esencialmente representativo de ella.

Finalmente, declamar que Chile tendrá un Estado Social de Derecho, con los atributos subjetivos materializados prioritariamente por esa forma estatal, no pasa de ser populismo, habida consideración de la caída de los indicadores socioeconómicos y del ocaso, universalmente reconocido, del Estado de Bienestar.

Añadir que las cláusulas del bien común y la función social del dominio innovarán en la finalidad aludida es ignorar cuanto está ya en la Carta Política o intentar infundirle orientaciones ajenas a su significado genuino.

Agenda de cambios constitucionales

El tiempo determina la vida o el ocaso de las constituciones. Líderes alertas y permeables a tan elemental premisa tienen que forjar los entendimientos que permiten la evolución de los textos fundamentales, incorporándoles las modificaciones que ajusten la letra de las normas a los valores y principios que estructuran las demandas de la sociedad civil en permanente innovación de actitudes, intereses y requerimientos.

Incumbe a la jurisprudencia constitucional ir adaptando tales textos a las exigencias del cambio de época, asumiendo que la Constitución debe ser no solo representativa del ideal de Derecho dominante en la comunidad, sino que, además, reflectante de las inquietudes y afanes de progreso social. En esa misión de los jueces radica el germen del precedente judicial, clave tanto en la armonía que debe singularizarlos cuanto en la vigencia de la seguridad jurídica.

Ciertamente, nunca ni en todo, un proceso constituyente puede ni debe acoger, sin limitaciones o exclusiones, la plenitud de las demandas articuladas por las agrupaciones típicas de cosmovisiones pluralistas. El bien común, con el presupuesto ético que lo subyace y orienta, impone discernir entre lo que es coherente con esa finalidad suprema de la convivencia política y cuanto ha de quedar marginado de ella por circunstancias o razones sólidas y diversas. Ese es el designio supremo de la representación política en la democracia constitucional. En otras palabras, se vuelve impostergable recuperar la autoridad de los gobernantes y no seguir escondida en la democracia de la calle, vía de facto que ha ido entronizándose al compás de paros, marchas y protestas que dejan la impresión de haber desbordado a los mandatarios legítimos.

Situado en la agenda de cambios que nos ocupa, cabe incluir en ella la descentralización política, abriendo el paso a una regionalización integral y no, como hoy, a lo que tampoco pasa de ser la desconcentración administrativa. Procedente es establecer mayor equilibrio en las potestades del Presidente de la República con el Congreso Nacional, v.gr., revisando el cúmulo de facultades colegisladoras de aquel, incluyendo la iniciativa exclusiva de ley y las urgencias en su tramitación. Insensato, estimamos, embarcar en cambio al país en un ensayo de semipresidencialismo, cuya motivación puede hallarse en la necesidad de conservar unida a la Nueva Mayoría.

Extiendo el catálogo a la implantación de instituciones propias de la democracia semidirecta, como la iniciativa ciudadana de reformas a la Carta Magna y de ciertas disposiciones legales. No omito la cuenta pública periódica que deben rendir todos los órganos estatales y la revocación de algunos mandatos al cabo, por ejemplo, de haber sido servidos al promediar el ejercicio de ellos con reprobación de la mayoría de la ciudadanía respectiva.

Creo difícil, por otra parte, seguir aumentando los derechos esenciales sin vigorizar el cumplimiento de los deberes correlativos, aseveración que apunta a cuestiones de género, implantación de cuotas para la elección de candidatos o la incorporación de mujeres a cargos públicos no electivos. Lo mismo digo a propósito de la discriminación para beneficios de las etnias o de colectivos que reclaman igualitarismo siendo que distan de ser víctimas por su condición vulnerable.

Lejos, muy lejos estoy del laicismo propugnado en el programa de la Nueva Mayoría; la restauración de la ley con perjuicio para la supremacía de la Constitución; o la eliminación de los interesadamente motejados como vetos contramayoritarios, v.gr., el control preventivo de supremacía por el Tribunal Constitucional y la supresión de la legislación con quórums reforzados.

Propugno, en cambio, fortalecer las garantías para infundir eficacia real al goce de los derechos y cumplimientos de los deberes correlativos. Consecuentemente, no me ubico en el sector de los que tachan a esas garantías de ser la vía directa hacia la judicialización de la política. Lejos de eso, se trata de vivir la Constitución y las leyes, ejerciendo las acciones y recursos que el Derecho, con el rango de sistema de límites legítimamente establecido que lo ha de caracterizar, tiene que asegurar a todas las personas como un atributo natural e ineludible de una sociedad civilizada.

Epílogo

La lectura del libro Diálogos Constitucionales me llevó a escribir las notas que aquí cierro. Repito mi opinión favorable al esfuerzo realizado por quienes organizaron y participaron en tales encuentros. Fue un ejemplo que podría multiplicarse con el ánimo de intercambiar puntos de vista sobre la trascendencia de la etapa de cambios que vive Chile.

Ese rasgo no impide, sin embargo, dejar constancia de las hondas discrepancias que se advierten leyendo tan extenso texto, las cuales serán peores, por la pasión, en debates del tipo que se ha anunciado como característico del proceso constituyente que ocurriría desde septiembre de 2015 y meses siguientes. Análoga evaluación hay que hacer de los demás textos aparecidos sobre el tema durante los siguientes meses.

Reemplazar una Constitución, cualquiera sea el método aplicado, es la encrucijada más seria que un país pueda enfrentar en democracia y con imperio del Derecho. Impulsar tan grave proceso se justificaría únicamente con base en diagnósticos objetivos y confiables. No es, sin embargo, tan elemental exigencia la que se advierte en Chile, sino que, en lugar de ella, el retorno a simplificaciones ideológicas. En estas laten añoranzas estatistas de medio siglo atrás, fracasadas aquí y en el mundo. Apreciar hoy las secuelas dolorosas que dejó ese empeño y evitarlo sería un rasgo enaltecedor de quienes anhelan cambios, pero sin recaer en sucesos de inolvidable sufrimiento.

Ver página 570 “El vacío constitucional” por Andrés Ollero Tassara, miembro del tribunal Constitucional de España.


Notas:

[*] Diálogos Constitucionales. La academia y la cuestión constitucional en Chile (Santiago, Centro de Estudios Públicos, 2015).

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