Tanto la Mulieris dignitatem como la reciente Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo se remontan a los textos del Génesis para señalar el gran valor del ser humano.
Una reflexión previa
Estamos peligrosamente acostumbrados a los hechos más dramáticos y escandalosos que los medios de comunicación nos presentan diariamente, puestos convenientemente en escena para satisfacer el morbo de un gran público: algún marido coge un arma y mata a su mujer en un ataque de rabia, otro tira a su pareja por la ventana, y un tercero hiere a su compañera gravemente con un cuchillo. Tales escenas podrían ocurrir en cualquier ciudad tranquila y pacífica, donde los vecinos se reúnen rápidamente para expresar su gran asombro y desconcierto. Y después de escuchar lamentos más o menos elocuentes, pasamos a otra noticia, con la firme decisión de que la sociedad debe proteger más a las mujeres…
Sin negar que esta protección es una necesidad sumamente urgente, dan que pensar los resultados de unas investigaciones recientes. Según afirma una revista alemana de psicología (Psychologie heute, julio de 2004), quienes sufren más intensamente de la violencia doméstica no son ellas, sino ellos. También las mujeres se muestran cada vez más proclives a las agresiones físicas, mientras sus cónyuges prefieren callarse sobre los malos tratos que reciben.
«Siempre fui suficientemente inteligente para abofetear sólo a aquellos hombres que eran tan educados y mansos que no han devuelto la patada», destaca una feminista activa (Die Welt, 11 de junio de 2004). Aparte de esta confesión reveladora, es conocido que las mujeres pueden dañar gravemente con torturas psicoló- gicas, amargando la vida de los suyos con medios más sutiles e «indemostrables» como son la coacción, la humillación o el mal humor constantes.
En este ambiente no sorprende que la Congregación para la doctrina de la fe se haya referido en una Carta especial tanto a hombres como a mujeres. No es su propósito defender únicamente la dignidad femenina, como lo ha hecho el Papa Juan Pablo II, con gran sensibilidad, hace 16 años en la Mulieris dignitatem, documento que causó admiración incluso entre algunos círculos feministas más radicales. «Me gustaría que todos los fanáticos del mundo razonaran con el equilibrio del Papa», señaló por ejemplo Gertrude Mongella, presidenta de la Conferencia mundial sobre la mujer celebrada en Pekín (estas palabras fueron publicadas en Kirche heute, diciembre de 1996, p. 26).
Hoy, en cambio, además de señalar claramente los derechos legítimos de la mujer -y empeñarse por que sean respetados en los cinco continentes-, es necesario hablar también de los deberes de ambos sexos. Dicho de un modo más atractivo, ha llegado la hora de recordar a las personas su gran misión en este mundo. Todas ellas han sido creadas para ser «águilas», capaces de volar muy alto, hacia el sol, y no deberían empequeñecerse a sí mismas, com- portándose como «gallinas» que no hacen más que pelearse sin cesar por picotear los granos que encuentran en el suelo.
La llamada creadora
Tanto la Mulieris dignitatem como la reciente Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo se remontan a los textos del Génesis para señalar el gran valor del ser humano. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26), dijo Dios en el momento culminante de su obra creadora. Según un cuento judío, el plural del verbo no sólo indica la majestad divina y la solemnidad del acto. Más aún: es como si el Creador hablase ya con la nueva criatura que está a punto de salir de sus manos: «Vamos, tú y yo juntos haremos al hombre. Si no me ayudas, no puedo realizar el proyecto eterno y maravilloso que tengo de ti». Se trata de una alusión a la libertad de la persona humana, que se «construye» a través de sus propios actos, siendo ella misma la protagonista de su vida. El arte de vivir consiste en desarrollar, con la gracia divina, el proyecto divino sobre mí.
Para conseguir esta meta, no podemos huir de nuestra realidad. Muy al contrario, tenemos la grave tarea de conocerla y enfrentarla, de aceptarnos tal y como somos, con las innumerables riquezas que cada uno ha recibido de Dios, y con las limitaciones propias de un ser finito. En este contexto, es preciso descubrir la propia identidad sexual.
El relato de la creación da testimonio de una diferencia originaria entre el varón y la mujer: «Entonces, Yahveh hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh había tomado del hombre, formó una mujer, y la llevó ante el hombre. Entonces, éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mi hueso y carne de mi carne. Esta será llamada varona (mujer), porque del varón ha sido tomada» (Gn 2, 21-23).
De este texto no se puede deducir, de ninguna manera, que la mujer esté subordinada al hombre o sea inferior a él (una simple «costilla»), ya que el Adán antes del sueño significa a la persona humana en cuanto tal. El autor del Génesis no habla de la diferencia sexual (Adán tiene todavía su «costilla»), sino que señala que el hombre (varón y mujer) es señor de la creación que le rodea. Allí está también presente la mujer que da nombres a los animales, y se encuentra sola, sin una compañía adecuada.
El sueño del Adán solitario expresa el misterio: es Dios mismo quien actúa en la creación del ser humano; y sus planes están muy por encima de los nuestros. En la Sagrada Escritura, el sueño, no raras veces, es espacio de revelación (baste recordar los sueños de Jacob o de José).
Y, finalmente, después del sueño aparece la diferencia sexual: Adán y Eva se reconocen como iguales complementarios. Por esto, se puede decir que Dios ha creado al varón y a la mujer en un único acto misterioso. No hay derecha sin izquierda, no hay arriba sin abajo, y tampoco existe el varón sin la mujer. Aquí se ve con claridad que la diferencia sexual no es ni irrelevante ni adicional, y tampoco es un producto social, sino que dimana de la misma intención del Creador (Carta, 12).
Hacia una comprensión de la sexualidad humana
Al crear al hombre como varón y mujer, Dios quiso que el ser humano se expresase de dos modos distintos y complementarios, igualmente bellos y valiosos (Carta, 8). Ciertamente, Dios ama tanto a la mujer como al varón. Ha dado a ambos la dignidad de reflejar su imagen, y llama a ambos hacia la plenitud. Pero, ¿por qué los ha hecho diferentes? La procreación no puede ser la única razón, ya que esta sería también posible de forma partenogenética o bien asexual o por otras posibilidades como las que se pueden encontrar, en gran diversidad, en el reino animal. Estas formas alternativas son al menos imaginables y darían testimonio de una cierta autosuficiencia.
La sexualidad humana, en cambio, significa una clara disposición hacia el otro. Manifiesta que la plenitud humana reside precisamente en la relación, en el ser-para-el-otro. Impulsa a salir de sí mismo, buscar al otro y alegrarse en su presencia. Es como el sello del Dios del amor en la estructura misma de la naturaleza humana (Carta 6). Aunque cada persona es querida por Dios «por sí misma» (cf. Gaudium et spes, 24; Mulieris dignitatem, 7, 10, 13, 18, 20 y 30) y llamada a una plenitud individual, no puede alcanzarla sino en comunión con otros. Está hecha para dar y recibir amor. De esto nos habla la condición sexual, que tiene un inmenso valor en sí misma. Ambos sexos están llamados por el mismo Dios a actuar y a vivir conjuntamente. Esa es su vocación. Se puede incluso afirmar que Dios no ha creado al hombre varón y mujer para que engendre nuevos seres humanos, sino que, justo al revés, el hombre tiene la capacidad de engendrar para perpetuar la imagen divina que él mismo refleja en su condición sexuada.
El amor «perfecto»
La sexualidad habla a la vez de identidad y alteridad. Varón y mujer tienen la misma naturaleza humana, pero la tienen de modos distintos, recíprocos (Carta, 6, 9, 11, 12 y 14).
Según algunas interpretaciones antiguas, Adán sale al encuentro de Eva, tal como Dios sale al encuentro de la humanidad. Por tanto, el hombre sería activo, representando a Dios; la mujer, en cambio, sería pasiva, representando a la humanidad. Para superar esta argumentación, no hace falta repetir las groseras protestas feministas al respecto. Basta apelar a nuestra experiencia diaria para destacar que la mujer no es pasiva en absoluto (Carta, 1 y 16). En todo caso, es receptiva en su feminidad, siendo imagen de Dios igual que el varón.
En el interior de la Trinidad se nos revela una vida insondable de comunión plena y feliz. El Padre da al Hijo todo lo que es; el Hijo lo recibe y devuelve con igual generosidad al Padre, y ambos actúan en el Espíritu, que es el mismo Amor (Carta, 6). Contemplando este misterio podemos descubrir que el amor «perfecto» no consiste en dar… y dar… y dar, sin querer nada a cambio. (En el ámbito humano, esta actitud puede expresar una confusa necesidad de ser importante, y puede resultar agobiante para el otro.) El amor perfecto consiste en dar y recibir, incluso en la intimidad divina. El poder recibir también es una exigencia del amor y, para nosotros, puede ser incluso más costoso que dar, porque exige humildad. Volviendo a la relación entre los sexos, es evidente que no sólo el varón da y la mujer recibe. El amor al que ambos están llamados se expresa en una entrega libre y recíproca. Pero ésta sólo es posible si es mutua también la disposición a recibir. Así la receptividad, junto a la entrega, aparece como otro elemento constitutivo de la comunión, que, por cierto, tiene efectos positivos en ambas direc- ciones. Pues al recibir, se enriquece, fortalece y hace feliz también al otro, dado que la receptividad en sí es ya uno de los mayores dones que se le puede hacer a otra persona. Así se ve que la receptividad también apunta a una actividad, pero a una actividad que acepta, interioriza y está al servicio de la profundización de la acción del otro. Aparte de todo eso, sólo se puede comprender íntegramente, la receptividad reconociendo en ella una manera especial de actividad, de expresión, de creatividad.
Sin el otro, la persona humana se siente «sola» (como Adán en el paraíso); experimenta su propia carencia (Mulieris dignitatem, 7, Carta, 6). Por esto, el varón tiende constitutivamente a la mujer, y la mujer al varón. No buscan una unidad andrógina, como sugiere la mítica visión de Platón en el «Banquete», pero sí se necesitan mutuamente para desarrollar plenamente su humanidad. La mujer es dada como «ayuda» al varón, y viceversa, lo que no equivale a «siervo» ni expresa ningún desprecio (Mulieris dignitatem, 10; Carta 6). También el salmista dice a Dios: «Tú eres mi ayuda» (Sal 70, 6; cf. Sal 115, 9.10.11; 118, 7; 146, 5).
A partir de la experiencia primaria sabemos que no se trata nece- sariamente de la relación entre un único varón y una única mujer. La reciprocidad se expresa en múltiples situaciones diversas de la vida, en una pluralidad polícroma de relaciones interpersonales, como las de la maternidad, la paternidad, la filiación y fraternidad, la colegialidad, la amistad y tantas otras, que afectan simultánea- mente a cada persona. Algunos destacan, por tanto, que se trata de una «reciprocidad asimétrica».
La diferencia sexual
¿Cuáles son, entonces, las diferencias sexuales? El varón y la mujer se distinguen, evidentemente, en la posibilidad de ser padre o madre. La procreación se encuentra ennoblecida en ellos por el amor en que se desarrolla y, precisamente por la vinculación al amor, ha sido puesta por Dios en el centro de la persona humana como labor conjunta de los dos sexos. Ahora bien, si afirmamos que la posibilidad de engendrar no puede ser la única razón de la diferencia entre los sexos, no debemos centrarnos exclusivamente en la paternidad común, aunque ésta, sin duda, muestra un especial protagonismo y una confianza inmensa de Dios. Pero ser mujer, ser varón, no se agota en ser respectivamente madre o padre (Carta, 2 y 13). Considerando las cualidades específicas de la mujer, la reciente Carta habla oportunamente del «genio de la mujer» (Carta, 13; se trata de una expresión acuñada por Juan Pablo II en la Carta a las mujeres, 29 de junio de 1995, nn. 9-10). Constituye una determinada actitud básica que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve fomentada por ésta. En efecto, no parece descabellado suponer que la intensa relación que la mujer guarda con la vida pueda generar en ella unas disposiciones particulares. Así como durante el embarazo la mujer experimente una cercanía única hacia un nuevo ser humano, así también su naturaleza favorece el encuentro inter- personal con quienes la rodean. El «genio de la mujer» se puede traducir en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de mostrar el amor de un modo concreto (Mulieris dignitatem, 30), de «acoger al otro» (Carta, 13).
Pero, evidentemente, no todas las mujeres son suaves y abnegadas. No todas ellas muestran su talento hacia la solidaridad. No es raro que, en determinados casos, un varón tenga más sensibilidad para acoger y atender que la mayoría de las mujeres. Y puede ocurrir que un esposo sea más pacífico que su esposa. En este sentido es un verdadero avance que la reciente Carta no sólo recuerda que los valores femeninos son valores humanos, sino que distingue finamente entre «mujer» y los valores que son más propios de ella, y «varón» y los valores más propios de él (Carta, 14). Es decir, cada persona puede y debe desarrollar también los talentos del sexo opuesto, aunque, de ordinario, le puede costar un poco más.
Por cierto, donde hay un «genio femenino» debe haber también un «genio masculino». ¿Cuál es el talento específico del varón? Este tiene por naturaleza una mayor distancia respecto de la vida concreta. Se encuentra siempre «fuera» del proceso de la gestación y del nacimiento, y sólo puede tener parte en ellos a través de su mujer. Precisamente esa mayor distancia le puede facilitar una acción más serena para proteger la vida, y asegurar su futuro. Puede llevarle a ser un verdadero padre, no sólo en la dimensión física, sino también en sentido espiritual. Puede llevarle a ser un amigo imperturbable, seguro y de confianza. Pero puede llevarle también, por otro lado, a cierto desinterés por las cosas concretas y cotidianas, lo que, desgraciadamente, se ha favorecido en las épocas pasadas por una educación unilateral.
La identidad sexual
A diferencia de la Mulieris dignitatem, la Carta hace hincapié en las ideologías extremistas de género (gender), que niegan la identidad sexual, porque la influencia de estas teorías ha aumentado notablemente en la pasada década (Carta, 2).
Mientras que el término «sexo» se refiere a la naturaleza e implica dos posibilidades (varón y mujer), el término «género» proviene del campo de la lingüística, donde se aprecian tres variaciones:masculino, femenino y neutro. Las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían, pues -fuera de las obvias diferencias morfológicas-, a una naturaleza «dada» por el Creador, sino que serían meras construcciones culturales, «hechas» según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos. Según estas premisas, se pone de relieve -con toda razón- que en el pasado las diferencias fueron acentuadas desmesuradamente, lo que condujo a situaciones de discriminación hacia las mujeres. En efecto, durante largos siglos, era destino de la mujer ser «modelada» como un ser inferior, excluida de las decisiones públicas y de los estudios superiores. Sin embargo, a las alturas en las que nos movemos, no debemos obstinadamente cerrar los ojos ante el hecho de que el Santo Padre varias veces ha pedido perdón -de un modo público y oficial- por las injusticias que han sufrido las mujeres a lo largo de los siglos, también por parte de los cristianos, y que se ha efectuado un cambio de rumbo en el trato hacia las mujeres, tanto a nivel político, como jurídico, social y privado.
En la persona humana, el sexo y el género -el fundamento biológico y la expresión cultural- ciertamente no son idénticos, pero tampoco son completamente independientes. La Carta se propone establecer una relación correcta entre ambos
Colaboración entre el varón y la mujer
Hay una profunda unidad entre las dimensiones corporales, psíquicas y espirituales en la persona humana, una interdependencia entre lo biológico y lo cultural. La actuación tiene una base en la naturaleza y no puede desvincularse completamente de ella.
La igualdad entre varón y mujer no anula las diferencias. Aunque las cualidades femeninas (tanto como las masculinas) sean variables en gran medida, no pueden ser ignoradas completamente. Sigue existiendo un trasfondo de configuración natural, que ya no puede ser anulado sin esfuerzos desesperados, que conducen, en definitiva, a la autonegación. Ni la mujer ni el varón pueden ir en contra de su propia naturaleza sin hacerse desgraciados. La ruptura con la biología no libera a la mujer, ni al varón; es más bien un camino que conduce a lo patológico.
La cultura, a su vez, tiene que dar una respuesta adecuada a la naturaleza. No debe ser un obstáculo al progreso de un grupo de personas. Es evidente que han existido en la historia, y aún existen en el mundo, muchas injusticias hacia las mujeres. El largo elenco de discriminaciones, fácilmente verificable, no tiene ningún fundamento biológico, sino unas raíces culturales; son, sencillamente, consecuencias del pecado, y es preciso erradicarlas (Carta, 7). Es deseable que la mujer asuma nuevos roles que estén en armonía con su dignidad: que esté presente en el mundo del trabajo y de la organización social, que tenga acceso a puestos de responsabilidad en la política, cultura y economía (Carta, 13). Estas no son concesiones semiforzadas al espíritu de los tiempos, sino consecuencia clara de un conocimiento más profundo del plan divino sobre la creación (Carta, 4). El Papa Juan Pablo II exhortó hace unos años a los varones a participar «en el gran proceso de liberación de la mujer» (Carta a las mujeres, 6).
El objetivo de la emancipación es el sustraerse a la manipulación, el no convertirse en un producto, sino ser un original. Precisamente esta resistencia contra las tendencias erróneas es la piedra de toque de la propia libertad (Carta, 14). Una promoción auténtica no consiste en la liberación de la mujer de su propia manera de ser, sino en ayudarla a ser ella misma. Por eso, también incluye una revalorización de la maternidad, del matrimonio y de la familia (Carta, 11 y 13). Si hoy en día se está combatiendo la presión social de antaño que excluía a las mujeres de muchas profesiones, ¿por qué entonces se teme tanto proceder en contra de la presión actual, mucho más sutil, que engaña a las mujeres, pretendiendo convencerlas de que sólo fuera de la familia será posible encontrar su realización?
La mujer en la Iglesia
¿Y en la Iglesia? No conviene fijarse en lo único que la mujer no puede ser por una inefable voluntad divina (sacerdote), sino mirar con alegría las muchas posibilidades que se le están abriendo, tanto en la teología, como en los ámbitos educativos, jurídicos y de organización a todos los niveles (Carta, 16). En todo el mundo la mayor institución a favor de la mujer es la Iglesia. Ninguna institución de la ONU tiene tantos colaboradores en todos los continentes -desde los pueblos más pequeños de África hasta las islas más lejanas del Pacífico- que se esfuerzan por dar formación a las mujeres y las ayudan a vivir con dignidad.
Al igual que el pecado rompió los lazos entre los sexos, la gracia es capaz de crear una nueva armonía entre ellos (Carta, 11 y 17). Su relación, por lo tanto, será tanto más bella cuanto más cerca estén de Dios (Carta, 12). Como cristianos, el varón y la mujer pueden ejercer su libertad con madurez. Pueden convivir con igualdad de derechos, en responsabilidad compartida para el futuro de nuestro mundo. Y, finalmente, pueden ayudarse mutuamente a volar como «águilas», cada vez más alto, hacia el sol que es Cristo.