En la enseñanza de los tres últimos pontífices podemos ver el esfuerzo que han puesto para que la mujer sea respetada en su dignidad y pueda enriquecer el mundo con su genio.
El Concilio Vaticano II, en el Mensaje final, afirma: «Llega la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad no decaiga». [1]
En la enseñanza de los tres últimos pontífices podemos ver el esfuerzo que han puesto para que la mujer sea respetada en su dignidad y pueda enriquecer el mundo con su genio, término acuñado por San Juan Pablo II, que se repite en la catequesis de Benedicto XVI y SS Francisco.
María, modelo de mujer
“En el momento de la Anunciación, pronunciando su «fiat», María concibió un hombre que era Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Por consiguiente, es verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona y no sólo el cuerpo. María, desde el primer momento de su maternidad divina, (…) se inserta en el servicio mesiánico de Cristo. Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual «servir» (...) quiere decir «reinar». Cristo, «Siervo del Señor», manifestará a todos los hombres la dignidad real del servicio, con la cual se relaciona directamente la vocación de cada hombre”. [2]
“La Iglesia ve en María la máxima expresión del «genio femenino» y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico «reinar». No es por casualidad que se la invoca como «Reina del cielo y de la tierra». ¡Su «reinar» es servir! ¡Su servir es «reinar»!” [3]
Hombre y mujer iguales en dignidad y reciprocidad en la equivalencia y la diferencia
“Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gén 1, 2). Este conciso fragmento contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona toda la obra de la creación; ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios. La mujer es otro «yo» en la común humanidad. Hay que reconocer, afirmar y defender la misma dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas, diferentes de cualquier otro ser viviente del mundo que les rodea.” [2]
El Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris laetitia, afirma: “En el Génesis se ve la inquietud del varón que busca «una ayuda recíproca» (vv. 18.20), capaz de resolver esa soledad que le perturba y que no es aplacada por la cercanía de los animales y de todo lo creado. Es el encuentro con un rostro, con un «tú» que refleja el amor divino. De este encuentro, que sana la soledad, surgen la generación y la familia. La pareja que ama y genera la vida es la verdadera «escultura» viviente (…), capaz de manifestar al Dios creador y salvador. El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente. Nos iluminan las palabras de San Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo” [4].
A lo largo de los siglos la dignidad de la mujer no fue respetada y el designio de amor del Creador fue olvidado. San Juan Pablo II, afirmaba: “Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales”.
Es Jesucristo quien la restaura y le devuelve su dignidad inicial, aquella con la que fue creada. San Juan Pablo II expresa: “Es algo universalmente admitido incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. «Se sorprendían de que hablara con una mujer» (Jn 4, 27) porque este comportamiento era diverso del de los israelitas de su tiempo. Es más, «se sorprendían» los mismos discípulos de Cristo. [2]
El Papa Francisco, en su catequesis, celebra que se haya superado el antiguo modelo de “subordinación social” de la mujer al hombre, aunque es de opinión que “todavía no se han agotado del todo los efectos negativos de ese modelo durante siglos”. También celebra que se haya superado el modelo de “paridad”, aplicado mecánicamente como “igualdad absoluta”, y se esté configurando “un nuevo paradigma, el de la ‘reciprocidad’ en la equivalencia y la diferencia”. Sin embargo, el cuadro general de la mujer en el mundo presenta todavía muchísimos puntos negros, y el Papa se ha referido a “las dolorosas heridas, infligidas a veces con violencia despiadada” en las que “el cuerpo femenino es agredido y desfigurado, incluso por quienes deberían ser los custodios y compañeros de vida”. [5]
El papel de la mujer en la promoción de los derechos humanos
La mujer vela como nadie por el más importante de los derechos humanos, el derecho a la vida. En este misterio de ser co-creadora con Dios, aunque el hecho de ser padres pertenece al hombre y a la mujer, es una realidad más profunda en ella, ya que se ofrece al hijo en cuerpo y alma desde el momento de la concepción del niño y hasta la muerte de ella. San Juan Pablo II afirmaba: “Es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de «igualdad de derechos» del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial. La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de la mujer. La madre admira este misterio y con intuición singular «comprende» lo que lleva en su interior (…), la madre acepta y ama al hijo que lleva en su seno como una persona. (…). El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad» (...) La educación del hijo entendida globalmente debería abarcar en sí la doble aportación de los padres: la materna y la paterna. Sin embargo, la contribución materna es decisiva y básica para la nueva personalidad humana”. [2]
Respecto a este tema fundamental, Benedicto XVI hizo una invitación, a un «nuevo feminismo». Afirmó que “cada día se perciben nuevas amenazas contra la vida, especialmente en sus fases más vulnerables. El reconocimiento y el aprecio del plan de Dios para las mujeres en la transmisión de la vida y en la educación de los hijos es un paso constructivo en esa dirección. Además, dada la notable influencia de las mujeres en la sociedad, es necesario animarlas a aprovechar la oportunidad de defender la dignidad de la vida mediante su compromiso en la educación y su participación en la vida política y civil”. [6]. Señaló también que, “al haber sido dotadas por el Creador con una «capacidad única de acogida del otro», las mujeres desempeñan un papel crucial en la promoción de los derechos humanos, porque sin su voz se vería debilitado el tejido social”. [7]
También el Papa Francisco ha puesto de relieve el papel fundamental de la mujer en el respeto a la vida, en la educación y en el diálogo. “Las mujeres, unidas íntimamente al misterio de la vida, pueden hacer mucho por promover el espíritu de fraternidad, con el cuidado por preservar la vida y con la convicción de que el amor es la fuerza que puede hacer el mundo habitable para todos” (…) “Las mujeres se ocupan de acompañar a los demás, sobre todo a aquellos que son más débiles en la familia y en la sociedad, las víctimas de conflictos y a todos los que deben afrontar los desafíos de cada día”. Su Santidad ha subrayado que “gracias a su contribución, la educación a la fraternidad puede superar la cultura del descarte”. [8]
Sacerdocio y la aportación de la mujer en la Iglesia
Durante el pontificado de los tres últimos Papas, se ha visto cómo han sabido ir incardinando las aptitudes de la mujer en varios dicasterios y organismos de la vida de la Iglesia. Con San Juan Pablo II se acentuó un período, fecundo de acercamiento y exaltación de los dones, valores, virtudes y vocación propia de la mujer; una valoración que ha ayudado a ver desde otra perspectiva, tanto a hombres como a mujeres, eclesiásticos o no, la participación de estas en la vida de la Iglesia y el mundo. En su Carta a las mujeres, asegura que la autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia, debiera entenderse desde el servicio. En el Concilio Vaticano II se enseñó que el hombre «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» [9] “En este horizonte de «servicio» —que, si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera «realeza» del ser humano— es posible acoger también, sin desventajas para la mujer, una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo —con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial— ha confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono» de su rostro de «pastor» y de «esposo» de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del «sacerdocio común», fundamentado en el Bautismo”. [3]
Benedicto XVI siguió en su magisterio en esta línea. Aseguró “que no hay que pensar que en la Iglesia la única posibilidad de desempeñar un papel importante es la de ser sacerdote. En la historia de la Iglesia hay muchísimas tareas y funciones”. Reconoce que las mujeres hacen mucho por el gobierno de la Iglesia, comenzando por las religiosas, por las hermanas de los grandes Padres de la Iglesia, como san Ambrosio, hasta las grandes mujeres de la Edad Media: santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila y recientemente madre Teresa. También en los tiempos modernos las mujeres deben buscar siempre de nuevo el lugar que les corresponde. Hoy están muy presentes en los dicasterios de la Santa Sede. Pero explica que “existe un problema jurídico: el de la jurisdicción, es decir, el hecho de que, según el derecho canónico, la facultad de tomar decisiones jurídicamente vinculantes va unida al Orden Sagrado. [10] También ha expresado que “el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás Sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside”. [11]
El Papa Francisco, por su parte, se ha manifestado “convencido de la urgencia de ofrecer espacios a la mujer en la vida de la Iglesia”. Afirma que “la Iglesia es mujer, es ‘la’ Iglesia, no ‘el’ Iglesia”, y declara que “me gusta describir la dimensión femenina de la Iglesia como seno acogedor que genera y regenera la vida”. El Papa añadió que esa mayor presencia requerirá “muchas mujeres implicadas en la responsabilidad pastoral, en el acompañamiento espiritual de personas, familias y grupos, así como en la reflexión teológica”. Francisco ha incorporado mujeres a la Comisión Teológica Internacional, a las comisiones que investigaron las finanzas vaticanas y a la nueva Comisión Pontificia de Protección de Menores. Sobre la predicación en la celebración eucarística, ha señalado que “no hay ningún problema de que una mujer —religiosa o laica— predique en una Liturgia de la Palabra. Pero en la celebración eucarística hay un problema litúrgico-dogmático, porque la celebración es una —la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística, es una unidad— y el que preside es Jesucristo. El sacerdote o el obispo que preside lo hace en la persona de Jesucristo. Es una realidad teológica y litúrgica.” [12]
El papel de la mujer en la transmisión de la fe
San Juan Pablo II llama a las mujeres guardianas del mensaje evangélico, y expresa: “Desde el principio de la misión de Cristo, la mujer demuestra hacia Él y hacia su misterio una sensibilidad especial, que corresponde a una característica de su femineidad. Hay que decir también que esto encuentra una confirmación particular en relación con el misterio pascual; no sólo en el momento de la crucifixión sino también el día de la resurrección. Las mujeres son las primeras en llegar al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras que oyen: «No está aquí, ha resucitado como lo había anunciado» (Mt 28, 6). Son las primeras en abrazarle los pies y las primeras en ser llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles. El Evangelio de Juan pone de relieve el papel especial de María de Magdala. Es la primera que encuentra a Cristo resucitado. Al principio lo confunde con el guardián del jardín; lo reconoce solamente cuando él la llama por su nombre: «Jesús le dice: «María». Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní» que quiere decir: «Maestro». Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras». Por esto ha sido llamada «la apóstol de los apóstoles»”. [2]
El Papa Benedicto XVI centró laudatoriamente la atención en las numerosas figuras femeninas que desempeñaron un papel efectivo y valioso en la difusión del Evangelio subrayando que no se puede olvidar su testimonio [13]. En su catequesis se evidenció la trayectoria de reconocimiento público que siguió en comentarios puntuales hechos a través de entrevistas, homilías y discursos; una trayectoria que recogió, expuso y valoró el gran servicio y la aportación peculiar que la mujer ha prestado a la Iglesia y al mundo reivindicando su protagonismo activo en el ámbito de las comunidades cristianas primitivas y a lo largo de la historia del cristianismo. En su último ciclo de catequesis, Grandes mujeres en la historia de la Iglesia, emergen con luz propia 17 mujeres que, superando las vicisitudes de su tiempo, viviendo el Evangelio y fielmente a la Iglesia, nos muestran que el seguimiento amoroso de Cristo es lo que sirviendo define la vida cristiana.
Por su parte, el Papa Francisco, en su último viaje apostólico a Colombia, expresó que “La esperanza en América Latina tiene un rostro femenino.” Agregó que “no es necesario que me alargue para hablar del rol de la mujer en nuestro continente y en nuestra Iglesia. De sus labios hemos aprendido la fe; casi con la leche de sus senos hemos adquirido los rasgos de nuestra alma mestiza y la inmunidad frente a cualquier desesperación. Pienso en las madres indígenas o morenas, pienso en las mujeres de la ciudad con su triple turno de trabajo, pienso en las abuelas catequistas, pienso en las consagradas y en las tan discretas artesanas del bien. Sin las mujeres la Iglesia del continente perdería la fuerza de renacer continuamente.” [14]
Conclusión
La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina.
La Iglesia pide, al mismo tiempo, que estas inestimables «manifestaciones del Espíritu» que con grande generosidad han sido dadas a las «hijas» de la Jerusalén eterna, sean reconocidas debidamente, valorizadas, para que redunden en común beneficio de la Iglesia y de la humanidad, especialmente en nuestros días. Al meditar sobre el misterio bíblico de la «mujer», la Iglesia ora para que todas las mujeres se hallen de nuevo a sí mismas en este misterio y hallen su «vocación suprema». [3]
Al estudiar las enseñanzas sobre la mujer entregadas por los tres últimos Pontífices se constata una perfecta continuidad desde el Concilio Vaticano II y hasta nuestros días. La belleza y profundidad de su magisterio está en perfecta concordancia con el proyecto de amor del Creador con respecto a la mujer.