Albino Luciani, Patriarca de Venecia y conocido como el “Papa de la sonrisa”, fue elegido sucesor de Pedro el 26 de agosto de 1978. Murió el 28 de septiembre, tras un brevísimo pontificado de solo 33 días. El pasado 4 de septiembre fue beatificado en Roma convirtiéndose en el sexto Papa del siglo XX incluido en el libro de los beatos.
Imagen de portada: Papa Juan Pablo I en la Plaza de San Pedro. ©Fondazione Vaticana Giovanni Paolo I - Vatican Media.
Humanitas 2022, CI, págs. 625 - 633
Albino Luciani, Patriarca de Venecia y conocido como el “Papa de la sonrisa”, fue elegido Papa el 26 de agosto de 1978. Murió el 28 de septiembre de 1978, tras un brevísimo pontificado de solo 33 días. Dejó su huella en la mente de la gente por su sencillez y su gusto por los intercambios simples e informales, especialmente con los niños. Siguió siendo muy popular en Italia y en el resto del mundo. En 2003 se inició un proceso de beatificación, después de que la Conferencia Episcopal Brasileña lanzara una petición para su beatificación en los años 90. Fue beatificado en Roma este 4 de septiembre durante una misa presidida por el Papa Francisco.
Juan Pablo I es el sexto Papa del siglo XX incluido en el libro de los beatos. Ya han sido canonizados cuatro papas del último siglo, que abarcan gran parte de la historia de la Iglesia, tanto antes como después del Concilio Vaticano II: Pío X (1903-1914), Juan XXIII (1958-1963), Pablo VI (1963-1978) y Juan Pablo II (1978-2005). El Papa Francisco canonizó personalmente a Juan XXIII y a Juan Pablo II en 2014, antes de beatificar a Pablo VI en el mismo año y luego canonizarlo en 2018.
Biografía [1]
Nacido el 17 de octubre de 1912 en Forno di Canale (hoy Canale d'Agordo), en la provincia de Belluno, y fallecido el 28 de septiembre de 1978 en el Vaticano, Albino Luciani fue Papa durante solo 33 días, uno de los pontificados más cortos de la historia. Era hijo de un obrero socialista que había trabajado durante mucho tiempo como emigrante en Suiza. En la nota que le escribió su padre, dándole el consentimiento para entrar en el seminario, se lee: “Espero que cuando seas sacerdote, estés del lado de los pobres, porque Cristo estuvo de su lado”. Palabras que Luciani pondría en práctica a lo largo de su vida.
Albino fue ordenado sacerdote en 1935 y en 1958, inmediatamente después de la elección de Juan XXIII, que lo había conocido como Patriarca de Venecia, fue nombrado Obispo de Vittorio Veneto. Hijo de una tierra pobre caracterizada por la emigración, pero también muy viva desde el punto de vista social, y de una Iglesia caracterizada por grandes sacerdotes, Luciani participó en todo el Concilio Ecuménico Vaticano II y aplicó sus directrices con entusiasmo. Pasó mucho tiempo en el confesionario y fue un pastor cercano a su pueblo. Durante los años en que se discutió la licitud de la píldora anticonceptiva, se pronunció repetidamente a favor de la apertura de la Iglesia sobre su uso, tras haber escuchado a muchas familias jóvenes. Tras la publicación de la encíclica Humanae Vitae, en la que Pablo VI declaró moralmente ilícita la píldora en 1968, el obispo de Vittorio Veneto promovió el documento, adhiriéndose al magisterio del Pontífice. Pablo VI, que tuvo la oportunidad de apreciarlo, lo nombró patriarca de Venecia a finales de 1969 y en marzo de 1973 lo creó cardenal.
Luciani, que eligió la palabra “humilitas” para su escudo episcopal, es un pastor que vive con sobriedad, firme en lo esencial de la fe, abierto desde el punto de vista social, cercano a los pobres y a los trabajadores. Es intransigente cuando se trata de la utilización sin escrúpulos del dinero en detrimento del pueblo, como lo demuestra su firmeza durante un escándalo económico en Vittorio Veneto en el que está implicado uno de sus sacerdotes. En su magisterio insiste especialmente en el tema de la misericordia. En Venecia, como Patriarca, tuvo que sufrir mucho por las protestas que caracterizaron los años posteriores al Concilio. En la Navidad de 1976, en el momento de la ocupación de las fábricas del polo industrial de Marghera, pronunció unas palabras todavía muy actuales: “Hacer alarde de lujo, despilfarrar el dinero, negarse a invertirlo, robarlo en el extranjero, no solo constituye insensibilidad y egoísmo: puede convertirse en provocación y acumular sobre nuestras cabezas lo que Pablo VI llama 'la ira de los pobres con consecuencias imprevisibles'“. Gran comunicador, escribió un exitoso libro titulado “Illustrissimi”, con cartas que escribió e idealmente envió a los grandes del pasado con juicios sobre el presente. Concedió especial importancia a la catequesis y a la necesidad de que quienes transmiten los contenidos de la fe se hagan entender por todos. Tras la muerte de Pablo VI, fue elegido el 26 de agosto de 1978 en un cónclave que duró un día.
El doble nombre es ya un programa: al unir a Juan y a Pablo, no solo ofrece un homenaje de gratitud a los Papas que lo quisieron como obispo y cardenal, sino que marca un camino de continuidad en la aplicación del Concilio, cerrando el paso tanto a los retrocesos nostálgicos en el pasado como a los saltos incontrolados hacia adelante. Abandonó el uso del “nosotros”, del plural maiestatis, y en los primeros días rechazó el uso de la silla gestatoria, cediendo a la petición de sus colaboradores solo cuando se dio cuenta de que al proceder a pie las personas que no estaban en las primeras filas tenían dificultades para verle. Las audiencias de los miércoles durante su brevísimo pontificado son encuentros de catequesis: el Papa habla sin texto escrito, cita poemas de memoria, invita a subir a un niño y a un monaguillo y les habla. En un discurso improvisado, recuerda haber pasado hambre de niño y repite las valientes palabras de su predecesor sobre los “pueblos del hambre” que desafían a los “pueblos de la opulencia”. Solo salió del Vaticano una vez, en las bochornosas semanas de finales del verano de 1978, para tomar posesión de su catedral, San Giovanni in Laterano, y recibió el homenaje del alcalde de Roma, el comunista Giulio Carlo Argan, a quien el nuevo Papa citó el Catecismo de San Pío X, recordando que “entre los pecados que claman venganza ante Dios” estaban “oprimir a los pobres” y “defraudar a los trabajadores de su justo salario”.
Murió repentinamente la noche del 28 de septiembre de 1978. Lo encontró sin vida la monja que le llevaba el café a su habitación cada mañana. En pocas semanas de pontificado, había entrado en el corazón de millones de personas, por su sencillez, su humildad, sus palabras en defensa de los últimos y por su sonrisa evangélica. Se han construido muchas teorías en torno a su repentina e inesperada muerte, con supuestas conspiraciones utilizadas para vender libros y producir películas. Una documentada investigación sobre la muerte, que cierra definitivamente el caso, ha sido firmada por la vicepostuladora del proceso de beatificación, Stefania Falasca (Cronaca di una morte, Libreria Editrice Vaticana).
Funerales del Papa Juan Pablo I en la Basílica de San Pedro, 30 de septiembre de 1978.
La fama de santidad de Albino Luciani se extendió muy rápidamente. Muchas personas le han rezado y le rezan. Muchas personas sencillas e incluso todo un episcopado –el de Brasil– han pedido la apertura del proceso que ahora, tras un meditado proceso, ha llegado a su conclusión.
Homilía de su santidad Juan Pablo I en la misa de comienzo de su ministerio
Domingo 3 de septiembre de 1978
Venerados hermanos e hijos queridísimos:
En esta celebración sagrada, con la que damos comienzo solemne al ministerio de Sumo Pastor que ha sido puesto sobre nuestros hombros, el primer pensamiento de adoración y súplica se dirige a Dios, infinito y eterno, el cual, con una decisión suya humanamente inexplicable y por su benignísima dignación, nos ha elevado a la Cátedra de San Pedro. Brotan espontáneamente de nuestros labios las palabras de San Pablo: “¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11, 33).
Nuestro pensamiento va después, con paterno y afectuoso saludo, a toda la Iglesia de Cristo; a esta asamblea que casi la representa en este lugar —cargada de piedad, de religión y de arte—, que guarda celosamente la tumba del Príncipe de los Apóstoles; y también a la Iglesia que nos está viendo y escuchando en estos momentos a través de los modernos instrumentos de comunicación social.
Saludamos a todos los miembros del Pueblo de Dios: a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, misioneros, seminaristas, seglares empeñados en el apostolado y en las diversas profesiones; a los hombres de la política, de la cultura, del arte, de la economía; a los padres y madres de familia, a los obreros, a los emigrantes, a los jóvenes de ambos sexos, a los niños, a los enfermos, a los que sufren, a los pobres.
Queremos dirigir asimismo nuestro saludo respetuoso y cordial a todos los hombres del mundo, a quienes consideramos y amamos como hermanos, porque son hijos del mismo Padre celestial y hermanos todos en Cristo Jesús (cf. Mt. 23, 8 ss.).
Hemos querido iniciar esta homilía en latín, porque —como es bien sabido— es la lengua oficial de la Iglesia, cuya universalidad y unidad expresa de manera patente y eficaz.
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar, nos ha presentado como en un crescendo, ante todo a la Iglesia, prefigurada y entrevista por el profeta Isaías (cf. Is 2, 2-5) como el nuevo Templo, hacia el que confluyen las gentes desde todas las partes del mundo, deseosas de conocer la ley de Dios y observarla dócilmente, mientras las terribles armas de guerra son transformadas en instrumentos de paz. Pero este nuevo Templo misterioso, polo de atracción de la nueva humanidad —nos recuerda San Pedro—, tiene una piedra angular, viva, escogida, preciosa (cf. 1 Pe 2, 4-9), que es Jesucristo, el cual ha fundado su Iglesia sobre los Apóstoles y la ha edificado sobre San Pedro, Cabeza de ellos (Lumen gentium, 19).
«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia» (Mt 16,18): son las palabras graves, importantes y solemnes que Jesús dirige a Simón, el hijo de Juan, en Cesárea de Filipo, después de la profesión de fe que no ha sido el producto de la lógica humana del pescador de Betsaida, o la expresión de una particular perspicacia suya, o el efecto de una moción sicológica; sino el fruto misterioso y singular de una auténtica revelación del Padre celestial.
Y Jesús cambia a Simón su nombre, poniéndole el de Pedro, significando con ello la entrega de una misión especial; le promete edificar sobre él su Iglesia, sobre la cual no prevalecerán las fuerzas del mal o de la muerte; le entrega las llaves del Reino de Dios, nombrándolo así máximo responsable de su Iglesia, y le da el poder de interpretar auténticamente la ley divina.
Ante estos privilegios, o mejor dicho, ante estas tareas sobrehumanas confiadas a Pedro, San Agustín nos advierte: “Pedro, por su naturaleza, era simplemente un hombre; por la gracia, un cristiano; por una gracia todavía más abundante, uno y a la vez el primero de los Apóstoles” (San Agustín, In Ioannis Evang. tract., 124, 5; PL 35, 1973).
Con atónita y comprensible emoción, pero también con una confianza inmensa en la gracia omnipotente de Dios y en la oración ferviente de la Iglesia, hemos aceptado ser el Sucesor de Pedro en la sede de Roma, tomando el «yugo» que Cristo ha querido poner sobre nuestros frágiles hombros. Y nos parece escuchar como dirigidas a Nos las palabras que, según San Efrén, Cristo dirige a Pedro: “Simón, mi apóstol, yo te he constituido fundamento de la Santa Iglesia. Yo te he llamado ya desde el principio Pedro porque tú sostendrás todos los edificios; tú eres el superintendente de todos los que edificarán la Iglesia sobre la tierra; ... tú eres el manantial de la fuente, de la que mana mi doctrina; ... tú eres la cabeza de mis apóstoles; ... yo te he dado las llaves de mi Reino” (S. Efrén, Sermones in hebdomadam sanctam, 4, 1; Lamy T. J., S. Ephraem Syri hymni et sermones, 1, 412).
Papa Juan Pablo I durante una celebración eucarística.
Desde el primer momento de nuestra elección y en los días siguientes, nos hemos sentido profundamente impresionado y animado por las manifestaciones de afecto de nuestros hijos de Roma y también de aquellos que, de todo el mundo, nos hacen llegar el eco de su incontenible gozo por el hecho de que una vez más Dios ha dado a la Iglesia su Cabeza visible. Resuenan de nuevo espontáneas en nuestro espíritu las conmovedoras palabras que nuestro gran Predecesor, San León Magno, dirigía a los fieles romanos: “No deja de presidir su sede San Pedro, y está vinculado al Sacerdote eterno en una unidad que nunca falla... Y por eso todas las demostraciones de afecto que, por complacencia fraterna o piedad filial, habéis dirigido a Nos, reconoced con mayor devoción y verdad que las habéis dirigido conmigo a aquel cuya sede nos gozamos no tanto en presidir, como en servir” (S. León Magno, Sermo V, 4-5; PL 54, 155-156).
Sí, nuestra presidencia en la caridad es un servicio y, al afirmarlo, pensamos no solamente en nuestros hermanos e hijos católicos, sino asimismo en todos aquellos que quieren también ser discípulos de Jesucristo, honrar a Dios y trabajar por el bien de la humanidad.
En este sentido, dirigimos un saludo afectuoso y agradecido a las Delegaciones de las otras Iglesias y comunidades eclesiales, aquí presentes. Hermanos todavía no en plena comunión, dirijámonos juntos hacia Cristo Salvador, avanzando unos y otros en la santidad que él quiere para nosotros y, juntos en el recíproco amor sin el cual no existe cristianismo, preparando los caminos de la unidad en la fe, en el respeto de su verdad y del ministerio que él ha confiado, para su Iglesia, a sus Apóstoles y a sus Sucesores.
Debemos dirigir además un saludo particular a los Jefes de Estado y a los miembros de las Misiones extraordinarias. Nos sentimos profundamente conmovido por vuestra presencia, bien sea que estéis al frente de los altos destinos de vuestro país, bien que representéis a vuestros Gobiernos o a Organizaciones Internacionales.
Lo agradecemos vivamente.
Vemos en tal participación la estima y la confianza que vosotros tenéis en la Santa Sede y en la Iglesia, humilde mensajera del Evangelio en todos los pueblos de la tierra para ayudar a crear un clima de justicia, de fraternidad, de solidaridad y de esperanza, sin el que no se podría vivir en el mundo.
Todos los presentes, grandes y pequeños, estén seguros de nuestra disponibilidad a servirles según el espíritu del Señor.
Rodeado de vuestro amor y sostenido por vuestra oración, comenzamos nuestro servicio apostólico invocando, cual espléndida estrella de nuestro camino, a la Madre de Dios, María, Salus populi romani y Mater Ecclesiae, que la liturgia venera de manera particular en este mes de septiembre.
La Virgen, que ha guiado con delicada ternura nuestra vida de niño, de seminarista, de sacerdote y de obispo, continúe iluminando y dirigiendo nuestros pasos, para que, convertidos en voz de Pedro, con los ojos y la mente fijos en su Hijo, Jesús, proclamemos al mundo con alegre firmeza, nuestra profesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Amén.