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- Jaime Antúnez Aldunate
Dibujado en pinceladas gruesas el panorama cultural presente en orden a lo religioso, propongámonos considerar a continuación el nuevo escenario que, como consecuencia previsible, empieza a afrontar la presencia de la religiosidad eclesial, en la sociedad y en la cultura. Tomaremos en consideración inquietudes que se hacen ya presente con carácter de urgencia a muchos cristianos, a estudiosos y a observadores de este orden de realidades.
En la perspectiva de una visión de futuro para las culturas religiosas y la trascendencia, el tema sobre el que se nos ha solicitado reflexionar es el del actual choque de culturas y de civilizaciones, y las exigencias que ello supone para la trascendencia.
1. Estado de la cuestión
Aun cuando no todos los hombres del continente americano se reconocen cristianos, puede perfectamente decirse de sus pueblos lo que el Santo Padre acaba de expresar con relación a los de Europa. Están éstos, en efecto, tan profundamente marcados por la impronta evangélica, que de prescindirse de ella sería muy difícil hablar de América. Es en esta cultura cristiana, que constituye nuestra raíz común, que encontramos sin duda los valores capaces de guiar nuestro pensamiento, nuestros proyectos y nuestra actividad [1].
No obstante, es un hecho por su parte innegable que existe siempre una tensión entre la forma como los cristianos viven la fe y contribuyen a modelar la cultura que los rodea y la influencia uqe el ambiente circundante, con sus características históricas, ejerce sobre la vivencia de esa misma fe [2]. Han nacido y nacerán de esta tensión importantes y siempre nuevos desafíos y exigencias para la trascendencia.
En esta perspectiva de análisis, es preciso decir que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es, como lo han venido poniendo de relieve numerosos pronunciamientos del magisterio de la Iglesia -en particular la reciente encíclica “Fides et Ratio” -la crisis de sentido. Se caracteriza ésta por un fuerte fragmentariedad del conocimiento y la información, siendo así que en medio de la baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos incluso se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. Esta duda radical fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo [3]. Una obra recientemente publicada por Ediciones Universidad Católica de Chile y que comprende conversaciones con 39 eminentes figuras de la cultura contemporánea, nos da cuenta de cuán extensa y profunda puede llegar a ser en nuestro tiempo esta inquietud por la búsqueda del sentido perdido. Recorren sus páginas las luminosas opiniones de personalidades de Iglesia como los cardenales Ratzinger, Danneels, Poupard, López Trujillo y Medina, de teólogos como Cottier, Scola, Caffarra, Bruguès y Bruno Forte, de filósofos como Guitton, Spaemann, Julián Marías, Avernizev y Buttiglione, de creadores como Ionesco y Jünger, entre muchos otros de similiar categoría [4].
Podríamos así resumir, en muy breves palabras, su diagnóstico respecto de la cuestión del sentido:
• Se vive un zozobra de las grandes cuestiones morales y antropológicas, puestas a un lado por la ruidosa avalancha publicitaria de lo efímero;
• Existe en consecuencia una manifiesta decadencia del pensar, ejercicio inherente al ser persona:
• En todos los planos la identidad cualitativa va siendo reemplazada por la identidad cuantitativa; o en otras palabras, el ser de las cosas está siendo reemplazado por el valor de ellas;
• Son devastadores los efectos que se pueden observar de tales fenómenos sobre la “memoria histórica” de las naciones jóvenes, que recién emergen, y cuya identidad tiene raíces católicas, como es el caso de Iberoamérica;
• Se afirma cada vez más la absolutización de los criterios relativistas, con exclusión de cualquier asertividad, fenómeno identificable en el campo moral y cultural con una suerte de “civilización de la hipótesis”; son constatables los efectos aniquiladores de esta situación en el ámbito de la formación de los jóvenes;
• Se extiende la vivencia de la “anomia”, entendida como el desprecio de toda norma sólida y duradera; prevalece una ausencia generalizada de proyectos de vida provistos de unidad y capaces de ser mantenido;
Dado el fuerte contraste que ofrece esta sociedad materialmente desarrollada pero al mismo tiempo abatida por la falta de proyectos –según se describe en los diálogos del mencionado libro- como hilo conductor de la reflexión que se sigue me parece relacionar de una vez esta crisis de sentido que padece la cultura de nuestro tiempo, con otra cuestión esencialmente inherente al futuro de la trascendencia. Me refiero a la esperanza.
El hombre no puede vivir sin esperanza, pues ésta forma parte de manera inseparable de la dimensión humana. Ahora, en la medida que la cultura y las ideologías de los dos últimos siglos han depositado una especie de esperanza absoluta en las realidades temporales -consecuencia de un mesianismo temporal que se inició ya con el siglo de las luces- está naturalmente siendo difícil y dolorosa la experiencia de descubrir que la verdadera esperanza trasciende lo temporal.
Entre otras que se podrían mencionar, citemos dos manifestaciones de este fenómeno que se registran en seguida en relación al estado actual de la trascendencia religiosa. Primeramente, el eclipse que la experiencia religiosa conoce en nuestro tiempo [5], y que asume no las connotaciones de un ateísmo científico que pudo caracterizarle 30 años atrás, sino que el de un estado de grave apatía. Y en segundo lugar, concomitantemente, el emerger de una pseudo religiosidad difusa, que más que un retorno a Dios se expresa como el anhelo de un medicamento superior, vinculado a un sentirse emocionalmente bien, esencialmente egocéntrica y privada, desligada de compromiso con una religión institucionalizada. (Expresión internacionalmente difundida de esta especie de “cultura teosófica”, que asume hoy las características de un verdadero “business”, es la corriente que se conoce como New Age.)
¿Cuál es, entre tanto, el soporte cultural de estas tendencias? Sea en el marco de esa apatía religiosa o bien en el de aquella pseudo religiosidad emergente, diríamos que prevalece en ambos casos una situación en la cual todos los valores postulan poder ser aceptados. Dicha aceptación les ubica, eso sí, primordialmente como instrumentos, y no como fines. Ello resulta una consecuencia, a su vez, del hecho de que en dicha cultura va desapareciendo la verdad como elemento trascendente e inalterable, siendo sustituida por la noción de lo útil. Este pragmatismo desconoce desde luego la posibilidad del don de sí mismo -propio de la auténtica vivencia religiosa- pues no hay en él un horizonte real que sea reconocible por la inteligencia, más allá de los intereses que emanan de la pura subjetividad.
Tal crisis de la verdad, que como lo atestiguan las encíclicas “Veritatis splendor” y “Fides et ratio” constituye un serio problema para la Iglesia y para la antropología en general, se expresa también, a la luz del estado de cosas que se enuncia -y en orden más precisamente a la trascendencia religiosa-, como un peligro que desafía la misma unicidad de Cristo. Único Salvador, se le pretende situar así en la galería de los grandes profetas y a sus enseñanzas comprenderlas como una entre tantas otras capaces de conducir al hombre a la felicidad, entendida asimismo esta felicidad de modo fundamentalmente inmanentista y terreno.
2. El nuevo rol público de las religiones institucionalizadas: desafío a la trascendencia
Dibujado en pinceladas gruesas el panorama cultural presente en orden a lo religioso, propongámonos considerar a continuación el nuevo escenario que, como consecuencia previsible, empieza a afrontar la presencia de la religiosidad eclesial, en la sociedad y en la cultura. Tomaremos en consideración inquietudes que se hacen ya presente con carácter de urgencia a muchos cristianos, a estudiosos y a observadores de este orden de realidades.
Impugnada su presencia en el ámbito filosófico, marginada de la esfera política y económica, reducida, como se vio, al terreno de lo privado, hay sin embargo diversas voces que comienzan a reclamar de nuevo la función pública de la religión, y en particular del cristianismo, como una contribución que podría servir de paliativo a las múltiples consecuencias que trae consigo esta ausencia de identidad y de sentido en la sociedad y en la cultura, de que se ha hablado. ¿Será ésta una vía con futuro para la trascendencia? Analicemos la cuestión aunque sea a través de una primera aproximación.
He aquí algunas proposiciones aisladas que registramos en este sentido, todas ellas significativas:
Según postula Michael Walzer, por ejemplo, una religión tolerante podría en las actuales circunstancias contribuir seriamente al equilibrio en una sociedad que se ha encaminado por la vía del secularismo liberal. El conocido Gianni Vattimo -teórico del “pensiero debole”- nos dirá mientras tanto que la animación ética de la política y la formación éticamente comprometida de la conciencia pueden recibir mucho de la profesión de una fe religiosa. Para Peter Berger, por su parte, la persona que vive en una sociedad avanzada puede, afirmará, a través de la religión, tener la posibilidad de redefinir su identidad personal y social, en términos que la cultura por sí sola no puede proporcionarle. De su lado Bryan R. Wilson sustenta que la racionalidad moderna y sus soportes (lógica de cambio, juego de intereses, individualismo absoluto, objetivos de éxito) han demostrado su impotencia para construir una vida que garantice seguridad, imposible de obtener sin valores estables como los que provee la religión, la cual se sustrae al juego de las pasiones individuales.
A bastante distancia de los padres del iluminismo, que veían en la religión el principal enemigo de toda libertad, en varios países europeos -Francia, Italia, España- también se han desarrollado en el último tiempo encuentros y trabajos de investigación en orden a la búsqueda de valores comunes de identificación, de raíz religiosa [6].
3. Trascendencia, ¿y relativismo cultural?
Evidentemente, está de más decirlo, esta solicitud que se eleva a las religiones institucionalizadas, se ubica en el actual contexto de pluralismo religioso prevaleciente al interior de las diversas naciones occidentales, en las que comienza a escocer cada vez más la herida de la crisis de sentido. ¿Asoma aquí, entre tanto -a partir de esta demanda-, otro riesgo mayor?
Un optimismo superficial podría, desde luego, inclinarnos a asumir esta realidad sin mayor cuidado. Prestemos, sin embargo, oídos a la prudencia.
Si a modo de hipótesis de trabajo, nos inclinamos por la afirmativa, deberíamos comenzar por decir que este riesgo radica en el relativismo cultural, que en ningún caso es un ingrediente de importancia menor en el marco de la modernidad.
En efecto, sabemos, como ya se dijo, que la cultura moderna rechaza en sí mismo el concepto de verdad absoluta y exclusiva, y se encuentra, por tanto, en la imposibilidad teórica de aceptar una determinada religión como verdadera, esto es, como depositaria de la verdad. Consecuencia de ello, en las sociedades avanzadas muchos creyentes, sobre todo aquellos más sensibles a la cultura, viven de esta manera, al interior de sí mismos, una condición extraña y fuertemente paradojal: profesan la fe, sin la certeza de que aquella sea la verdadera fe. Les llega a suceder, en realidad, que incluso se ha desvanecido en sus espíritus la misma idea de una fe profesable con carácter exclusivo.
Constatamos, de hecho, que la experiencia de la modernidad induce a asumir como propia la idea de que se forma parte de un mundo compuesto por muchos modelos de vida, caracterizado por diversos tipos de fe, ninguno de los cuales puede reclamar una validez real y definitiva a la cultura y al ambiente social en que se encuentran insertos. Como es natural, esta conciencia puede producir el debilitamiento del propio credo religioso. Por lo demás, ¿cómo podría no debilitarse una fe que se reconoce como relativa, que no se propone más en términos exclusivos? [7].
Toda religión, por la fuerza de este contexto, tiende así a transformarse en un factor ya inmerso en la cultura del relativismo, y a ser interpretada, a recibir su nuevo sentido, desde las claves de esa cultura y no ya desde las que le proporciona su propia tradición [8].
La preocupación y el escepticismo por los resultados de esta solicitud para que la religión asuma la tarea secular de afianzar una identidad moral debilitada –destacando sobre todo como memoria histórica y reafirmación de valores universales- ha sido formulada ya desde hace tiempo, incluso por intelectuales que no se identifican oficialmente con una iglesia determinada [9].
Se avizora, en este horizonte, un tácito reconocimiento que la sociedad actual y la cultura darían a la religión institucional, a cambio de su colaboración, como depositaria que es de cierto humanismo que precede y va más allá de toda cultura. Se trata de un humanismo que llega a confundirse con las creencias específicas -con el cristianismo, concretamente, en Occidente- y que ha estado en la génesis de los valores comunes que la cultura moderna necesita ahora reencontrar. Pero esta cultura, llegado su momento, separa esos valores de la propia creencia; reconoce el rol ético que podría jugar la religión, mas la restringe y relativiza en el espacio de lo propiamente religioso, como es el de la fe. Aplaude a la religión cuando ésta hace presente su patrimonio, de valores socialmente compartibles y juega así un papel social y político. La margina, en cambio, según el modelo laicista imperante en la modernidad occidental, apenas ella emerge para proponer su doctrina específica [10].
“El riesgo de fondo -apuntarán algunos autores- no será sólo el de subordinar la fe a la ética, sino el de empobrecer -a largo plazo- aquella identidad religiosa, única capaz de alimentar de modo significativo (y no debilitado) las fibras éticas de la sociedad. La reducción de la fe a mera función social puede ser por lo tanto el costo que las iglesias arriesgan pagar por operar en un contexto carente de referencias éticas” [11].
Este riesgo, sin embargo, es mayor para el cristianismo. Los hombres de hoy pueden estar “relativamente disponibles para aceptar figuras de salvador que prometen la redención de los males de la existencia humana (P.L. Berger), pero se les hace del todo difícil comprender la locura de la cruz, el escándalo de un Dios que toma carne humana y sufre la humillación y la muerte por el precio de la redención. La predicación de la cruz como núcleo del Evangelio es difícil de asimilar de parte de una cultura que tiende a la autorrealización, a la continua búsqueda de garantías de seguridad mundana, que es refractaria a la idea del despojo y del abandono, que no atina ya a dar un sentido al dolor” [12].
El modo, en definitiva, como esa cultura se aproxima a la religión con sus solicitudes, es necesariamente tributario de lo que se ha dado en llamar la inteligencia posmoderna, [13] con todo el riesgo de vaciamiento de contenidos esenciales que supone para el cristianismo. Se la puede caracterizar como una actitud desencantada, que difícilmente habrá de reconocer una verdad que le trascienda, plegarse a una norma que no derive de la propia razón, del propio libre arbitrio. Frente a la suprema trascendencia y bondad divina que viene al encuentro del hombre y le regala su salvación, no se da en ella la disposición del pobre que acepta, reconocido, la humildad de corazón para abrirse al don. Hija del iluminismo y de la modernidad, es una inteligencia que exige para sí la brújula de la razón y el timón de la libertad al afrontar el sentido de la existencia y la orientación en la praxis, a distancia de ilusiones trascendentes, anclada tenazmente a lo finito y a lo empírico [14].
Si es del contexto de esta filosofía, cargada por estos prejuicios, que deriva el interés de la cultura actual por la religión y su delimitación a la esfera ética y social, se imponen entonces para las religiones institucionales, sobre todo para el cristianismo, las reservas propias de la prudencia y los cuidados de un diálogo bien llevado [15]. Particularmente cauto deberá ser el observador cristiano cuando se imponga, por ejemplo, de iniciativas tales como la del Inter Action Council, institución que reúne a un grupo de ex estadistas de diversas nacionalidades, que a medio siglo de la Declaración universal de los derechos del hombre (1948), ha propuesto a las Naciones Unidas una Declaración universal de los deberes del hombre, que pretende sentar las bases de una nueva moral de alcance global. De esta preciso proyecto ha hablado con entusiasmo el ex canciller alemán Helmut Schmidt, describiéndolo como “un mínimo universalmente aceptable de estándar ético, válido no sólo para los individuos, sino que ante todo para las autoridades políticas y las confesiones religiosas” [16]. El proyecto, inspirado según declaraciones de sus mentores en una ética kantiana, a la luz de una perspectiva crítica fundada en la fe cristiana, incide de lleno en lo tratado aquí.
4. ¿Cómo proceder?
En el curso de una entrevista que tuve el honor de hacer en Roma al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, para el diario El Mercurio [17] -diálogo en el que se abordaron algunos de estos temas-, Su Eminencia puso de relieve que el magisterio del actual Pontífice ha mostrado que el conflicto fundamental de nuestro tiempo es moral. Los problemas económicos, sociales y políticos seguirán siendo insolubles si no se encara esta realidad central destacó. Pero el conflicto moral, por su parte, no se puede separar de la cuestión de la verdad. Y ésta se encuentra asimismo indisolublemente unida a la búsqueda de Dios. Estamos efectivamente frente a la tentación de presentar el valor útil de la fe, comenta su Su Eminencia, dando menor importancia a su sustancia propiamente religiosa. Mas es necesario tener claro que donde el cristianismo se reduce a la moral muere como fuerza moral, concluyó.
Dicha observación nos recuerda una preocupación permanente de la Iglesia. La responsabilidad del cristianismo y de la misma Iglesia de hacerse presente ante el mundo con su identidad específica -rechazando el papel puramente político y social que le asignan poderosos sectores de la sociedad, de la cultura y de la vida pública de las naciones- ha sido continuamente puesta de relieve, en las pasadas décadas, a través de los documentos del Magisterio, en especial de los Papas y del Concilio Vaticano II [18].
Este riesgo inherente a la tentación de sumergirse en el plano moral con detrimento del religioso, tiene asimismo mucho que ver y se confunde hoy -en el marco de lo que Pablo VI definió en su primera encíclica, la Ecclesiam Suam, como “conformidad con el espíritu del mundo”- con la confianza en la iniciativa humana, impregnada por los estilos de la cultura dominante: espectáculo y espectacularidad, protagonismo, triunfalismo. El cristianismo tendrá como desafío evitar transformarse en pura ética o en pura función social, mas para esto deberá predicar la fe, no olvidando el sentido de la esperanza y de la redención mesiánica.
Franco Garelli, que ha investigado sobre los efectos de ese desarraigo y de esa pérdida de identidad capaz de debilitar a la misma religión, en un contexto de excesivo pluralismo, advierte sobre el problema del lenguaje: “¿Qué sentido tiene utilizar un lenguaje profano para predicar lo sacro? La intención puede ser, por cierto, la de llevar a todos el mensaje religioso, acercándose de este modo a las “demandas” de la gente, utilizando los medios que proveen los tiempos actuales. Pero tal vez esta “proximidad” de lenguaje y de instrumentos puede también diluir la novedad y radicalidad del mensaje religioso. Hoy se advierte la necesidad de propuestas específicas. Alguna de estas propuestas, para ser eficaces, deben plantearse en términos de “contracorriente” respecto de la cultura prevaleciente, inclinarse ante las necesidades del hombre pero ampliarle al mismo tiempo el horizonte (al hombre)” [19].
La ética cristiana, siendo fruto y expresión de la fe en Jesucristo, difícilmente puede ser el ancla de una sociedad y de una cultura que no se abren a esta fe y cuya estructura arraigada principalmente en la diversidad de los valores éticos. En tal contexto, la fe, con sus valores propios, no deberá renunciar a ponerse como propuesta crítica, invitando a la sociedad a considerar metas más altas [20].
Escuchamos al Concilio Vaticano II decir: “El futuro de la humanidad vuelve a encontrarse en las manos de aquellos que son capaces de transmitir a las generaciones del mañana razones de vida y de esperanza” [21]. También la propuesta de la nueva evangelización que nos ha hecho el Santo Padre viene signada por la invitación a “cruzar el umbral de la esperanza”. Necesario será para seguir este camino de esperanza apuntar al horizonte de la eternidad, superando al trivialización en que se desvanece la cultura del sin sentido.
El desafío de educar a las personas y a las familiar para la esperanza pasará en todo caso por recuperar el sentido de la verdad y superar con ello el engaño que lleva a creer al hombre moderno, encerrado en una perspectiva inmanentista, que es dueño absoluto de sí mismo [22].
Una palabra, por fin, sobre la esperanza referida al continente latinoamericano. En Puebla se afirma con claridad que la cultura de América latina tiene un “real sustrato católico”, que se manifiesta en los distintos ámbitos de la vida, aunque quede todavía mucho por evangelizar [23]. Resulta ello consistente con lo que una década antes de dijera de esas mismas tierras americanas en Medellín, con ocasión de la primera visita de un Papa al continente. Se habló entonces de un “continente de la esperanza”, tanto para la Iglesia como para el mundo. Esa llama sigue enteramente viva, pero es necesario cuidarse de los efectos de un optimismo fácil. El secularismo, con su implacable fuerza globalizante, penetra profundamente nuestra cultura y nuestra sociedad. El consumismo como forma de vivir, las sectas y el desajuste moral ponen en serio peligro la integridad de la fe y la vida de nuestros pueblos. Cabe también la posibilidad de quedarnos con una esperanza frustrada.
La esperanza es una virtud fuerte, realista, comprometedora. Quien espera desea en forma ardiente el bien esperado y por ello mismo vigila atentamente para no perderlo y ser compromete en primera persona para realizarlo. Esta es la respuesta, es el aporte al futuro de la trascendencia en el contexto actual de choque de culturas y civilizaciones, que estos pueblos jóvenes -sus personas y sus instituciones, de modo particular sus Universidades católicas- están llamados a dar, para ser responsables del don de la fe que Dios les ha regalado.
Aporte que llega a tener un alcance inconmensurable y universal al tomar conciencia de que, si se pierde la esperanza cristiana, de la esperanza puramente humana no habrá ya mucho que esperar.