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- Francesco D’Agostino
Aunque la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, el anuncio de la encíclica Evangelium vitae presenta una postura jurídica original respecto a la tradición. Su novedad no se inscribe en un horizonte filosófico-conceptual, sino que apunta a una diferencia de tipo hermenéutico. En su base se encuentra la referencia a la inocencia, sin la cual la experiencia jurídica pierde su significado intrínseco, adquiriendo al mismo tiempo una dirección completamente opuesta de estructura de dominio. Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención. Tras las actitudes de antipatía despertadas por el texto se oculta una orientación interpretativa que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales. Rechazar la encíclica Evangelium vitae equivale a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca. Es finalmente asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco.
Although the inviolability of innocent human life is a truth constantly taught by the Magistery of the Church, the announcement of the Evangelium vitae encyclical offer an original judicial view, in relation to tradition. Its novelty does not belong to a philosophical-conceptual scope, it points out to a hermeneutic difference. In its base it has a reference to innocence, without which the judicial experience looses its intrinsic meaning, at the same time acquiring a completely opposite direction of power structure. This is the grievous flaw that the encyclical warns us about. Behind the negative reactions the text has aroused, there is a tuype of interpretation that no rewording of the Encyclical can alter in its fundamental principles. To reject the Evangelium vitae encyclical amounst adopting a disenchanted view of the world, considering it an inexplicable enigma and, accordingly, to consider that it is impossible that man may posses an intrinsic dignity. It is, finally, to assume a cold attitude regarding the world, a priori considering it devoid of intrinsic meaning.
1.- L encíclica Evangelium vitae se propone ofrecer al lector un significado, no una especulación de carácter teórico. Esto explica por qué no está dotada, ante todo, de un carácter teológico-especulativo, sino bíblico; y el planteamiento bíblico del discurso no posee evidentemente un valor lógico-argumentativo, sino explicativo, de la imagen del hombre que se pretende sacar de la encíclica. Esta imagen es presentada al lector no como fruto de una elaboración conceptual (que habría que evaluar partiendo de elaboraciones conceptual contrapuestas y llegaría a ser, supuestamente y muy pronto, presa y víctima de pesadas logomaquias), sino porque está dotada de un intrínseco y exigente significado. El lector está invitado a medirse con él.
Este significado se puede articular en tres puntos esenciales, que corresponden a tres momentos esenciales, del kerygma evangélico y entre los cuales existe una estrecha correlación. El primero consiste en que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; por consiguiente, posee una propia e irreductible dignidad que da un significado intrínseco a su vida, que otorga a su vida un carácter sagrado específico. En segundo lugar, el hombre ha sido creado, en Adán, como miembro de una única familia humana; por consiguiente, la igualdad fraterna entre los hombres tiene primacía respecto a cualquier posible diferencia, y les impone como principal virtud social la compasión y la solidaridad. En fin, por haber sido querido y creado de tal modo por Dios, el hombre tiene el don de la razón que -incluso con sus límites no trascendentes por ser criatura- lo hace capaz de conocer la realidad según la verdad y de percibir la positividad intrínseca; por consiguiente, el hombre está abierto a la verdad y no debe desconfiar de la razón, ni mucho menos dejar de esperar en las posibilidades de esta última, sino más bien utilizarla con rigor y según su conciencia.
La esencia de este anuncio es, desde luego, sólida, y no se puede reducir a un genérico paréntesis. Pero, al mismo tiempo, es un anuncio no dogmático: no pretende un consentimiento con prejuicios, o irracional, o fundado en las tradiciones o creencias ancestrales. Es un anuncio que se remite -utilizando las palabras de la encíclica- a “una ley natural inscrita en el corazón del hombre” (n. 70), es decir, un anuncio que supone hallar una correspondencia en exigencias profundas cuya presencia todo hombre puede descubrir en su interior. Se trata de un mensaje que lanza un desafío hermenéutico radical a distintos paradigmas conceptuales presentes y dominantes en el mundo actual. Voy a tener en cuenta uno solo, el más destacado.
2.- “El absoluto carácter inviolable de la vida humana- leemos en la encíclica- es una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por su Magisterio […] Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (n. 57). Con absoluta coherencia respeto a esta sólida proclamación, en un párrafo sucesivo, la encíclica afirma que “las leyes que, como el aborto y o la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos e inocentes, están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley” (n. 72).
La insistencia en la inocencia es muy interesante, desde distintos planos: en primer lugar, como es evidente, desde el ámbito estrictamente teológico, con la clara referencia que se hace en la encíclica a la autoridad de Pedro y de sus sucesores y al fundamento que la alimenta. Observemos, sin embargo, cómo la argumentación teológica que se utiliza en la encíclica se extralimita, en ciertos casos, con relación a la argumentación cultivada generalmente en la tradición. No hay duda de que es absolutamente cierto que la inviolabilidad de la vida humana e inocente es una verdad constantemente enseñada por el Magisterio de la Iglesia, a partir de los datos unívocos de la Escritura y de la tradición. Pero es verdad también que el anuncio de la Evangelium vitae presenta un carácter de novedad respecto a la tradición y, precisamente por ese carácter, tiene, además de un interés estrictamente teológico y magisterial, una indudable importancia antropológica y hermenéutica. Hay que considerar, por ej., la frialdad con que Sto. Tomás discute utrum sit limitum occidere homines peccatores (Sum. Theol., Ila-Ilae, q. 64, art. 2): un texto que resume con una lucidez incríble siglos de reflexión teológica. Sto. Tomás, junto a otras, anota la objeción más grave a la licitud del homicidio (loc. Cit. N. 3): “illud quod est secundum se malum nullo bono fine fieri licet … sed occidere hominem secundum se est malum, quia a omnes homines debemos caritatem habere…ergo nullo modo licet hominem peccatorem interficere”.
Para superar esta objeción, Sto. Tomás se ve obligado a negar que el homicidio es un mal secundum se. En efecto, su respuesta, bajo este aspecto, es muy clara: “homo, peccando, ab ordine rationis recedit, ei ideo decidit a dignitate humana… et ideo, quamvis hominem in sua dignitate manentem occidere sit secundum se malum, tamen hominem peccatorem occidere potest ese bonum, Sicut occidere bestiam: peior enim est Malus homo quam bestia et plus nocet”. (ad 3).
El texto de la encíclica no contradice formalmente esta argumentación tomística. Pero mientras Tomás llama la atención sobre el tema de la culpa (tema que, desde la perspectiva teológica propia de la Summa, coincide con el del pecado), la encíclica despierta el interés sobre el tema de la inocencia. A Tomás le interesa demostrar que eliminar al culpable puede ser lícito (con la condición -nos explica él en el siguiente art. 3 de la misma quaestio 64- de que la decisión sea tomada, no por privados, sino por una autoridad pública y con finalidades relacionadas con el bien común, y, sobre todo, que no la tomen los clérigos porque ellos, en virtud de su ministerio, están llamados a representar a Cristo, “qui cum percuteretu non repercutiebat”). A la encíclica le interesa, en cambio, mostrar que la vida humana inocente es sagrada. Nos hay contradicción, evidentemente, entre los dos horizontes. Pero entre ellos existe una orientación hermenéutica muy distinta que, si, por un lado, dificulta la integración de la argumentación tomística en nuestro horizonte cultural, por el otro, da al anuncio de la encíclica un significado muy rico. La referencia a la inocencia destaca, en primer lugar, que el anuncio de la encíclica no se refiere a la vida como mero hecho biológico. El hecho obviamente biológico constituido por la vida se llena -en modo particular para el hombre- de un significado que parece perderse en la cultura dominante hoy, y sobre el cual la encíclica insiste con todo el vigor posible. Como hecho biológico, la vida no es ni bien ni mal: es un mero dato que se presenta a nuestra constatación y, eventualmente, a nuestra capacidad de investigación científica. Si se considera, en cambio, desde el punto de vista de la inocencia, la vida impone una inmediata referencia al bien. Si no se puede disponer de la vida, incluso de la vida del feto, ni de la de los enfermos, ni de la del moribundo, es porque la vida es intrínsicamente buena, porque tiene intrínsecamente un significado: un significado que la maldad, el delito y la culpa pueden ciertamente alterar y deformar, pero que no logran nunca suprimir, y que la ley del Estado debe respetar en todo caso, porque, a partir de dicho respeto, la ley del Estado, a su vez, adquiere un significado (desde esta perspectiva hay que leer las muy sopesadas consideraciones de la encíclica sobre la pena de muerte en el n. 56). La alternativa a este paradigma es, según el anuncio de la encíclica, extremamente clara y preocupante: cuando la ley civil se arroga el derecho de censurar el significado de la vida humana (en vez de ponerse a su servicio), lo que resulta no es un desarrollo, sino un empobrecimiento -hasta el límite de la destrucción- del significado. Vemos hoy, con absoluta claridad, lo que Sto. Tomás, hombre de su tiempo, de ningún modo podía percibir: la dialéctica social vida / muerte ya no corresponde a una dialéctica culpa / inocencia. La pérdida del tema de la inocencia (y del tema correlativo de la culpa) hace corresponder esta dialéctica, desde la perspectiva estrictamente sistémica, hoy triunfante, a un mero código binario, funcional para el equilibrio social y absolutamente para nada más. Por eso el llamamiento de la encíclica al tema de la inocencia, aunque, por un lado, parece ser una mera confirmación de una doctrina tradicional, e incluso es presentado exactamente bajo ese aspecto, adquiere, en cambio, para quien tenga una adecuada sensibilidad hermenéutica, el valor de una clave, capaz de caracterizar en lo más profundo el significado de la existencia humana.
3.- Elaborar una correcta hermenéutica de la inocencia nos llevaría muy lejos. Limitémonos, en todo caso, a observar cuán precioso es este llamamiento para la experiencia del jurista. Si nos situamos en la perspectiva de significado que nos proporciona la encíclica, podemos comprender cómo es posible suponer y construir todo sistema jurídico a partir de dos paradigmas contrapuestos, cuya diversidad radical se puede percibir mejor, precisamente, asumiendo la categoría de la inocencia a manera de papeleta de tornasol, por decirlo así.
El primer paradigma es aquel por el cual el derecho es una estructura al servicio de la voluntad del poder, y con carácter funcional para llevarlo al máximo: esta es la perspectiva que ama definirse realista o positiva, y cuyo último objetivo es la reconstrucción del sistema jurídico como un anónimo sistema de fuerzas contrapuestas, gobernando, no por la referencia a la justicia (que se considera como un ideal irracional), sino por la efectividad del poder, un poder que, al ser jurídico, se reconoce y descubre sus propias capacidades únicamente en la dimensión de la sanción. Es este horizonte, el tema de la inocencia no puede encontrar ningún espacio; la inocencia ya no es en sí, ya no es el valor que el derecho está llamado a tutelar con vigor; se reduce, en cambio, a una cualificación subjetiva realizada a partir de las categorías normativas del sistema mismo y, por consiguiente, intrínsecamente vacía e insignificante, una benévola concesión que se remite a la arbitrariedad soberana e impersonal con que el mismo sistema puede, a su propia discreción, calificar de culpable a un propio súbdito: entre la culpa y la inocencia no se da, en resumen, ningún salto axiológico; se trata de dos dimensiones, en fin de cuentas, simplemente diversas, por los distintos efectos sociales que se les atribuyen. El éxito de este paradigma se puede sintetizar con las palabras utilizadas por André Gide en su reelaboración dramática del Proceso de Kafka: “La demostración de tu culpa ¿no está acaso en tu pena? Tienes que reconocer tu error y convencerte de lo siguiente: soy castigado; luego, soy culpable”.
El segundo paradigma lee, en cambio, el derecho como estructura cuyo significado último es la defensa de la inocencia. Como garantía de la coexistencia, como sistema de coordinación de las acciones, como administración de la justicia, el sistema del derecho tiene en la inocencia su propio presupuesto, su propia estrella polar, su propio baricentro: los hombres se relacionan recíprocamente porque se entregan los unos a los otros y confían en la recíproca inocencia. La inocencia es, pues, siempre relacional; implica una confianza recíproca; presupone que los hombres conviven y coexisten dentro del respeto de reglas compartidas, objetivas, fundadas no en la prevaricación del más fuerte, sino en el común reconocimiento de lo que corresponde a cada uno. La inocencia, pues, se remite a la verdad de la relación interpersonal. Por eso no existe nada más injusto que la violencia contra el más débil, y nada más desagradable que el engaño cuyo objeto es hacer parecer culpable al inocente. Si a la experiencia jurídica se le quita la referencia a la inocencia, pierde su significado intrínseco, adquiriendo, al mismo tiempo, el significado completamente opuesto de estructura de dominio. Esta es la puesta en juego de cuya gravedad la encíclica llama la atención del lector.
4.- Son distintas, obviamente, las posibles reacciones de carácter general al leer la encíclica (por lo que se refiere a las reacciones de carácter particular, a veces muy útiles, tanto para el consenso como para el disenso, no es el caso de detenerse aquí). Muchas de estas reacciones, como ya se ha dicho, se ven falseadas por una errónea comprensión hermenéutica de su mensaje, por el injusto temor de que simpatizar con él implique una especie de “entrega” al Magisterio, considerado como autoridad -una especie de subrogado de la autoridad paterna- de la que hay que liberarse y estar lejos a toda costa. Son temores que deberían definirse por lo que son, o sea infantiles, y el único modo para superarlos es leer la encíclica con espíritu libre, como una oportunidad preciosa para hallar en ella una Zeitkritik extremamente lúcida y cabal. Reacciones como la que acabamos de describir son, al fin y al cabo, poco interesantes, aunque muy frecuentes. Exigen una mayor reflexión, en cambio, otras reacciones: sobre todo aquellas que, al calificarse precisamente a partir de una lectura atenta de la encíclica y de una comprensión plena de su anuncio, terminan con la total intención de rechazarlo. Este rechazo, como ya se ha dicho, puede estar motivado por la no aceptación del paradigma conceptual al que se remite la encíclica. Es posible, desde luego, quedarse perplejos ante la necesaria conformidad de la ley civil con la ley moral, a la que se refiere la encíclica (n. 72), como ante una formulación conceptual que adopta un lenguaje muy poco hábil, dotado hoy de un escaso impacto cultural, y estimar, por tanto, que sería no sólo posible, sino muy útil, e incluso un deber, formulario nuevamente. Un jusnaturalismo más sutil que el que parece salir de la encíclica habría utilizado categorías conceptuales distintas; probablemente se habría remitido, más que a la ley civil, al sistema del derecho positivo; y más que a la ley moral, a los principios estructurales del derecho. Es decir, habría renunciado a establecer una dialéctica, en fin de cuentas extrínseca, como la que ve contrapuestas la ética, por un lado, y el derecho, por el otro (considerados, ambos, según una formalización legalista), y habría insistido en mostrar que se debe exigir al derecho, no una fidelidad extrínseca a un sistema normativo distinto como el ético, sino una coherencia intrínseca respecto a los propios principios intrínsecos.
Pero el verdadero problema del rechazo a la encíclica, si las consideraciones manifestadas hasta el momento son consistentes, es, en realidad, muy distinto. No se trata de un problema filosófico-conceptual, sino -como se ha notado reiteradamente- de un problema hermenéutico. Tras las actitudes de antipatía despertadas por la encíclica se oculta, en la mayoría de los casos una orientación hermenéutica que ninguna reformulación de la encíclica podría alterar nunca en sus principios fundamentales. Quisiera llamar brevemente la atención, ahora, precisamente acerca de las hipótesis de este tipo.
Rechazar la encíclica equivale, en este último sentido, a considerar sin fundamento el horizonte de significado que ella anuncia. Si éste carece de fundamento, quiere decir que no se puede hacer con él una argumentación racional (esto es fácil de sostener, sobre todo por parte de aquellos que se adhieren a una visión muy estrecha de la racionalidad, es decir, de los que estiman que las argumentaciones, o son estrictamente factuales, o no se pueden fundar racionalmente), sino que cualquier opción en su favor lleva inevitablemente la marca de la mistificación. Rechazar la encíclica equivale, pues, a adoptar una visión desencantada del mundo, a pensar que constituye un enigma inexplicable (es decir, que más que un cosmos constituye un caos, que más que un Universum constituye un multiversum). Y, por consiguiente, a considerar que no es posible pensar (si no se vuelve a caer en las mistificaciones de la metafísica y de la religión) que el hombre posee una cierta dignidad intrínseca (y, por tanto, que la dignidad, sin no es concedida benignamente por quien tiene el poder de hacerlo, cada uno tiene a lo sumo que conquistarla, pero sólo, naturalmente, si tiene el valor de hacerlo…). Equivale a pensar que no sólo la fraternidad, sino la misma igualdad, son mitos e ilusiones (y los mitos, tarde o temprano, se ven desmitificados…). Y coherentemente, que la democracia es un mito, así como la misma ciencia del derecho, por lo menos cuando está llamada a defender la vida inocente como objetivo principal propio. Rechazar la encíclica significa, al fin y al cabo, asumir una actitud fría respecto al mundo; considerarlo a priori carente de significado intrínseco; pensar que todo intento de donación de significado (como el que hace continuamente la Iglesia, para permanecer fiel a su misión) sea indebido. No quiero decir, desde luego, que todos los que rechazan la encíclica comparten plenamente todas estas conclusiones; pero creo que el hecho de que muy pocos, entre los “laicos”, reconocen que este es el objetivo último y necesario de su perspectiva (o -como dice Alasdair MacIntyre- que entre Aristóteles y Nietzsche no hay nada intermedio), es una clara manifestación de la fragilidad de la cultura dominante a fines del segundo milenio.