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- Livio Melina
¿De qué se está hablando cuando el tema es la bio-ética? ¿A qué se alude con el término “vida” como objeto de la misma? ¿A una entidad abstracta, definida por la ciencia y susceptible de manipulación por la tecnología, o a la condición propia del ser mismo de un individuo vivo? La clarificación que la Revelación otorga al reconocimiento de la vida se produce desde el interior de la experiencia humana. La luz de la Palabra de Dios, en correspondencia con el corazón del hombre, despierta un patrimonio de evidencias humanas, de valor racional, capaces de conducir la acción del hombre de tal manera que las capacidades técnicas cada vez más refinadas de intervención estén al servicio del gran destino al cual la vida del hombre y del cosmos está llamada.
What are we talking about when the theme is Bioethics? What does “life” mean in that context? An abstract entity, defined buy Science and susceptible of technological manipulation, or is it the inherent existence of a living being? The clarification that Revelation bestows to the recognition of life comes from the interior of human experience. The light of God’s Word, alongside with man’s heart, arises a heritage of rational human evidence, capable of conducting men in such a way that the increasingly refined technical capacities of intervention may be put at the service of the great destiny offered to humanity and the cosmos.
¿De qué se está hablando cuando el tema es la bio – ética? ¿A qué se alude con el término “vida” como objeto de la misma? ¿A una entidad abstracta, definida por la ciencia y susceptible de manipulación por la tecnología, o a la condición propia del ser mismo de un individuo vivo?
La interrogante sobre la vida es de la esencia de la bioética. Y sin embargo a menudo se omite, cuando no se censura, como si fuese enteramente obvia. La bioética nace de hecho de una urgencia práctica: establecer criterios éticos, públicamente compartidos, para regular las intervenciones de la ciencia médica en la vida. Nuevos y cada vez más extraordinarios poderes en relación con la vida misma permiten intervenir no sólo en su iniciación y fin, sino de hecho en su forma biológica y su estructura genética, que ya se está proyectando replasmar. La profunda inquietud ante los inusitados escenarios que se advierten se ha cristalizado en una petición de criterios éticos para limitar los poderes de las biotecnologías.
Ante el pluralismo de las actuales sociedades occidentales, se ha considerado necesario determinar esos criterios en relación con la dimensión formal de la justicia, buscando por tanto normas de procedimiento de equidad para obtener un consenso mayoritario, dejando de lado la perspectiva substancial de la bondad del sujeto agente, relegada a la esfera privada. Y precisamente de este modo se descarta la interrogante radical sobre el valor objetivo del bien de la vida para el sujeto que actúa.
Por consiguiente, la bioética deja de lado la pregunta sobre lo que es la vida, dando por sentado que corresponde al saber biológico definirla; a la ética sólo le correspondería la tarea sucesiva de prescribir normas y límites a los poderes de la ciencia[1]. Así, la ética resulta inevitablemente ajena a la vida, de la cual desea hablar. Siempre llega demasiado tarde, cuando los juegos ya están hechos. Y llega como un huésped no deseado y petulante. Hay aquí una combinación de dos factores: el poder excesivo del saber científico, que margina como no objetiva toda otra forma de conocimiento, y la ausencia de una reflexión crítica sobre dicho saber y sobre la ética misma, reducida a problemas de argumentación lógico-formales[2].
Serían aún más ásperas las objeciones si luego quisiésemos introducir en el debate bioético la referencia a la fe cristiana y a la contribución de luz del Evangelio sobre el misterio de la vida, tal como lo exige el tema de mi relación. La proposición de eventuales fundamentos religiosos para la bioética no encuentra ciertamente una acogida favorable en las discusiones que tienen lugar en el ámbito de nuestras sociedades democráticas, y más bien tropieza con actitudes de desconfianza y sospecha. No puede evitar ajustar cuentas con una objeción de radical impertinencia, que tiende a excluir la religión del debate público sobre la ética. El respeto por el pluralismo social implicaría una perjudicial “laicidad” de los planteamientos. La referencia a verdades absolutas e indiscutibles, no sólo religiosas, sino también filosóficas, generaría intolerancia y rigidez. Sólo un “pensamiento débil” y sin verdad estaría en condiciones de garantizar al mismo tiempo el respeto por la autonomía de cada individuo y la flexibilidad de las soluciones por adoptar. Como se ve, aquí no sólo se objeta la validez pública de la religión, sino la capacidad misma de la razón de comprender verdades universales válidas para todos. La confrontación exige por tanto enfocar la concepción misma de razón en su relación con la verdad sobre el bien de la vida y las condiciones que permiten una auténtica y justa convivencia social. Por consiguiente, nuestra reflexión se articulará en los siguientes momentos sucesivos: en primer lugar, se iluminará la problemática epistemológica, mostrando de qué manera la superación del reduccionismo cientista en relación con el tema de la vida exige un enfoque articulado e integrado de la razón, que abriéndose a la fe podrá encontrar allí una luz peculiar. En un segundo momento, se tratará sobre la “vida” como objeto de la ciencia biológica y por tanto sobre la originalidad de la vida humana personal, en relación con la cual la actitud cognoscitiva, incluyendo la libertad del individuo, sólo podrá modularse como un reconocimiento. Se expondrá, por consiguiente, en una tercera etapa, la contribución propia de la reflexión teológica, que reconoce a Jesucristo como “Verbo de la vida” y su “Señor”.
1.- EL CONOCIMIENTO DEL ORGANISMO VIVO: PROBLEMÁTICA EPISTEMOLÓGICA
- Superación del reduccionismo epistemológico
La reflexión crítica sobre la ciencia moderna denuncia las aporías metodológicas intrínsecas de la misma en su forma de comprender la vida y muestra la necesidad de integrar en ella los aportes dentro de una concepción más global y articulada de la razón[3]. Habiendo surgido en el contexto filosófico del dualismo cartesiano entre sujeto y objeto, entre res cogitans y res extensa, la biología científica moderna sitúa al elemento material cuantitativo más pobre como lo inteligible por excelencia y procura por tanto explicar la vida mecánicamente, partiendo de aquello que carece de vida. Habiendo excluido metodológicamente la causalidad final, está obligada a renunciar también a la causalidad eficiente. Sólo sería cognoscible la cantidad y su devenir.
El modelo mecanicista de la naturaleza, típico del dualismo, lleva inevitablemente a la ontología del monismo materialista: la materia produce la vida, que no puede sino interpretarse como una aventura sin proyecto y con final abierto, una combinación de caso y necesidad[4].
Pero a esta concepción se le escapa, según Jonas, precisamente el punto decisivo de la vida misma, la cual “es individualidad que tiene en sí misma el propio centro”[5], es una totalidad unificada en una autointegración activa, que mientras depende de la materia la utiliza libremente con miras a un objetivo inmanente en relación con el organismo mismo. Vida significa de hecho “movimiento espontáneo que tiende a un fin”[6]; la autonomía de la forma no es independencia de la materia, sino identidad dinámica, que se realiza en la relación de intercambio continuo con el ambiente circundante. En ese sentido, no existe un organismo sin teleología ni existe teleología sin cierto grado de interioridad, por lo cual no estaría fuera de lugar hablar de libertad desde los niveles más elementales del fenómeno vida. Por este motivo, “la vida puede ser conocida sólo por la vida[7]”. Y ésta es la gran ventaja de estar dotados de un cuerpo: poder captar el organismo “desde el interior”. La afirmación de Jonas se entiende como proposición de un concepto de razón que, rechazando la unilateralidad de la objetivación, reconoce estar radicado en el carácter concreto del sujeto corporal e histórico y por consiguiente se abre a la realidad en conformidad con la totalidad de sus factores constitutivos, en un enfoque diferenciado y con múltiples niveles.
- Ampliación del concepto de razón y aporte del saber teológico
En la concepción racionalista de la época moderna, la razón es fuente única y autónoma de las normas de derecho público. El modelo de un saber científico elaborado prescindiendo del sujeto y de este modo técnicamente poderoso, llega a ser, con su predominio, factor de marginación de la teología. Sin embargo, el fin de la época moderna implica también la crisis de este tipo unilateral de racionalidad y por tanto el replanteamiento de esta exclusión[8]. La ampliación del concepto de razón, entendida como apertura a la realidad en la totalidad articulada de sus dimensiones, implica también la posibilidad de una nueva consideración del aporte de la perspectiva teológica. Si la “fe”, entendida como actitud humana, no es ajena a la “razón” en su dinámica hacia la verdad, entonces tampoco puede excluirse mediante un juicio previo la contribución de una luz superior acogida mediante el acto libre de la fe teológica. En este sentido, es posible superar la contraposición moderna entre fe y razón, encontrando nuevamente un concepto no “racionalista” de razón y una noción no fideísta de la fe. De hecho, la razón no está separada del acto mediante el cual la conciencia humana en su totalidad se refiere originalmente a la verdad. La fe, antes de ser una virtud teologal, es -agustinianamente- una figura antropológica universal de acceso a la verdad[9]: únicamente en la fe, como respuesta libre y razonable al ser que se revela mediante la señal, se puede conocer lo que está más allá del alcance limitado del concepto. Así, tampoco la teología, como reflexión crítica y sistemática sobre la revelación, puede ser considerada desde el comienzo como extrínseca y fuera del juego en los discursos de la bioética que se ocupan del misterio de la vida humana personal.
La afirmación de H. T. Engelhardt, según la cual “si bien la teología no puede hacer un aporte de teoría moral a los esfuerzos de la bioética, puede con todo proporcionar sugerencias estéticas de sentido y alcance”[10], debe y cabe ser superada. Por una parte, denuncia el límite del formalismo racionalista de una moral que, por ser puramente racional y universal, nada puede decir del significado y el objetivo de la vida humana y debe dejar este argumento ciertamente necesario a la teología. Pero por otra parte esta afirmación querría relegar la teología al terreno de la estética, es decir, del gusto subjetivo, de aquello que por tanto debe permanecer recluido en lo privado en cuanto no tiene la dignidad de un saber públicamente defendible y argumentable. Si bien la teología presupone un acto de fe en la revelación, con esto no renuncia a la racionalidad ni se excluye del diálogo. La teología aspira en cambio a argumentar racionalmente a partir de la revelación, la cual por su parte presenta el requerimiento irrenunciable de decir la verdad sobre el hombre y una verdad para proponer públicamente[11].
2.- EL FENÓMENO DE LA “VIDA” Y SU “RE-CONOCIMIENTO”
2.1. El fenómeno “vida”, objeto de la ciencia biológica
El fenómeno “vida” indica, de acuerdo con las observaciones comunes, un movimiento no comunicado, espontáneo, originado desde el interior del propio ser[12]. Las ciencias experimentales, y en especial la biología estudian los fenómenos vitales que se producen dentro de masas limitadas de materia sumamente compleja y en mutación incesante, destacando sus características distintivas: el metabolismo, es decir, la renovación continua mediante asimilación de materia proveniente del exterior y eliminación de escorias; la individualidad de lo que vive y se presenta como un organismo dotado de órganos morfológica y funcionalmente diferenciados, distribuidos en determinadas proporciones y coordinados entre ellos; la diferenciación específica de la materia viva; la generación específica, mediante la cual todo ser vivo proviene de otro y otros seres vivos de la misma especie: la variabilidad y la adaptabilidad, como capacidad de mutación de tal manera de poder vivir en condiciones profundamente distintas a aquellas en las cuales el mismo organismo había vivido anteriormente; la reactividad, es decir, la capacidad de respuesta ante los estímulos ambientales; la delimitación de la existencia del organismo en un ciclo vital determinado; la autorregulación, con la cual cada una de las partes se desarrolla y funciona en servicio de la totalidad, mediante un gobierno, una moderación y una coordinación de cada función del organismo. El ser vivo se manifiesta, así como un sistema abierto dentro del cual se establece un equilibrio complejo de flujos, dotado de individualidad y capaz de intercambio con el medio ambiente[13].
En el interior del mundo de los seres vivos se advierten diversos grados de realización de la vida: tradicionalmente, se distingue la vida vegetativa, que incluye algunas funciones vitales (nutrición, crecimiento, reproducción), y la vida animal, con funciones vitales superiores: sensibilidad y movimiento espontáneo, reconocibles sólo en los animales. En los organismos más complejos, se encuentran tropismos y reflejos, que en los animales superiores se convierten en movimientos espontáneos o más precisamente instintivos. Hoy se tiende a distinguir, más que entre vida vegetativa y vida animal, entre la primera y la vida de relación, que implica sensibilidad y movilidad, así como capacidades diversificadas de reacción ante el medio ambiente, considerándose el comportamiento instintivo como el carácter propio de los animales superiores. En los seres vivos inferiores, se reconoce en cambio que toda distinción entre animales y vegetales puede ser artificiosa.
El fenómeno “vida”, en sus distintos grados de realización, se presenta por tanto con rasgos de continuidad con respecto al orden inferior de los fenómenos físico-químicos y con dimensiones de un salto cualitativo. A esto corresponde el debate clásico entre los mecanicistas, que procuran atribuir las propiedades de la vida puramente a los fenómenos de intercambio químico y físico, y los vitalistas, que en cambio destacan la positiva irreductibilidad de los fenómenos vitales a este nivel de explicación.
En efecto, la biología del ser vivo representa un caso enteramente particular para la epistemología, ya que muestra cómo la biología no puede reducirse a una matematización del mundo de la vida. Si bien, en la línea hipotética, la biología experimental puede concebirse como un análisis de los fenómenos vitales en términos puramente energéticos y físico-químicos, considerando por tanto las explicaciones en términos de finalidad como un residuo de irracionalidad, que es preciso reducir y eliminar en la mayor medida posible, resulta cada vez más evidente que esta ciencia sólo puede realizar un verdadero progreso mediante una ruptura con un mecanicismo rígido. Para “salvar las apariencias de lo sensible” y poder avanzar mediante hipótesis más fecundas, se ha producido desde hace ya varias décadas una fuerte reacción antimecanicista, que ha revalorizado concepto como “orgánico”, “vida”, “actividad inmanente” e incluso “alma”. A la reducción analítica se asocia por consiguiente también la intuición sintética de las realidades vitales, la intuición fenomenológica de lo orgánico, de lo cual se ocupa la biología. También en las distinciones necesarias, y dejando siempre amplio espacio para el análisis físico-químico, la biología experimenta la necesidad de abrirse a categorías y conceptos que pueden entrar en continuidad teórica con una explicación filosófica.
No se trata ciertamente de pasar del rígido mecanicismo del racionalismo positivista a un vitalismo irracionalista, que no respeta la legítima distinción y la autonomía metodológica de la biología experimental. Se trata más bien de mostrar cómo, sobre la base del respeto integral a los resultados de la ciencia experimental, puede surgir una filosofía del ser vivo, con una interpretación bajo su propia luz, ofreciendo así a la biología su justificación racional. De este modo, la dimensión físico-química no quedará yuxtapuesta con la dimensión vital del fenómeno biológico, sino que se presentará ordenada hacia ésta.
En efecto, una crítica epistemológica de las ciencias biológicas muestra los límites y las aporías de un enfoque reduccionistas del fenómeno “vida”. Según Michael Polanyi[14], un organismo vivo puede visualizarse como un sistema que funciona bajo el control de los principios distintos: su estructura biológica, la cual, como principio superior, sirve de condición límite para aprovechar los recursos de los procesos físico-químicos; estos últimos, a su vez, como principio inferior, permiten a los diversos órganos desplegar sus funciones. En este sentido, la estructura de los seres vivos es ajena a las leyes de la física y la química que el organismo aprovecha: se trata de principios irreductiblemente más elevados, que se incorporan adicionalmente con función reguladora. O -para decirlo con Hans Jonas- la identidad de un organismo vivo es la identidad de una forma en el tiempo y no la identidad de una materia: esta forma viva es ontológicamente “la totalidad del orden estructural y dinámico de una multiplicidad”[15].
La información no es reductible ni a la materia ni a la energía, si bien su conservación, transmisión y conversión dependen físicamente tanto de la materia como de la energía. Precisamente la genética tiende por tanto a la adopción de un análisis de múltiples niveles y de un paradigma informacional, por considerarla más idónea para interpretar el fenómeno “vida”[16]. El individuo vivo representa una verdadera paradoja para la biología experimental, siendo al mismo tiempo su objeto y su aporía[17]. En efecto, la individualidad no puede predicarse sobre la materia, sino únicamente sobre el ser[18]. La unidad del organismo, del cual se ocupa como objeto propio de indagación, escapa al método experimental[19]. Así, la insuficiencia de un enfoque puramente experimental señala por una parte el límite de la inteligibilidad científica y por otra activa la dinámica propia de la razón metafísica. ¿Cómo podría seguir haciendo bio-logía un hombre de ciencia que pretendiese eliminar radicalmente la idea de la función del compuesto que está analizando, que no procurase comprender su “forma”, es decir, la razón del orden de las distintas partes que interactúan dando origen a ese fenómeno que es la vida? Si en su investigación no presupone de algún modo la existencia de una estructura de su objeto en relación con la función vital, vería desvanecerse de inmediato aquello de lo cual se ocupa.
En este punto, se advierte la aporía de este tipo de reflexión bioética a propósito de su objeto mismo, la vida, y del fin para el cual ha sido establecida. Una explicación reduccionista de todos los fenómenos vitales humanos conduce a la concepción según la cual el hombre es puramente una asociación de células, una etapa accidental de la evolución, y el ADN es la esencia de la vida[20]. Ahora, semejante visión resulta luego incapaz de comprender el organismo como un todo, más allá de la suma de cada una de sus partes. Resulta incapaz de reconocer la dignidad humana del misterio de la vida misma y por consiguiente el fundamento de una perspectiva ética más allá de un mero consenso en cuanto al procedimiento en materia de principios. Verdad y error, no menos que libertad y dignidad, resultan ser conceptos vacíos cuando el alma se reduce a sus componentes químicos. Aquí se manifiesta con evidencia el carácter peculiar de la crisis moral en la cual nos encontramos. Como afirma Leo R. Kass, “nos encontramos en un mar borrascoso sin un mapa de viaje preciso, porque adoptamos cada vez más una visión de la vida humana que al mismo tiempo nos otorga un enorme poder sobre la vida y nos niega toda posibilidad de normas no arbitrarias para guiar su utilización”[21]. Tiene entonces una resonancia especialmente inquietante la advertencia evangélica: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16, 26).
2.2. Originalidad de la vida humana personal
La mentalidad comúnmente difundida en la actualidad tiende a dejar de reconocer un lugar especial al hombre en el contexto de los demás seres vivos y en particular de los animales superiores. El postulado metodológico evolucionista de la ciencia moderna implica una continuidad entre el mundo de los animales y el mundo de los hombres, entre la vida animal y la vida humana. Y sin embargo la experiencia ética advierte espontáneamente una originalidad irreductible de las exigencias de respeto que corresponden a la vida humana en relación con la vida de los animales y las plantas. ¿Cómo explicar esta diversidad? Para expresar la especial dignidad reconocida por la experiencia ética a la vida del ser humano, nos encontramos aquí con el concepto de persona y sus relaciones con el concepto de vida: ¿qué significa “vida personal”?
En general, consideramos la relación del hombre con su condición humana en forma distinta al modo como pensamos, por ejemplo, que un perro pertenece a su especie animal[22]. El hombre no es simplemente un ejemplar de una especie, con determinadas características comunes a todos los demás. Para descubrir lo que califica a la persona, se hace referencia a su interioridad racional (inteligencia y voluntad libre, capacidad de reflexión y autodominio) o al carácter social de su existencia, que es una trama de relaciones. Sin embargo, el ser persona no es definible mediante las características cualitativas comunes a la especie: “quiénes” somos no es puramente idéntico con “aquello” que somos. Las personas no son “algo” que existe, sino “alguien”. Persona no es por tanto un concepto que califica el hecho de pertenecer un individuo a una especie, sino indica más bien el modo original con que los individuos de la especie humana participan de su humanidad.
El concepto de “persona” expresa, según Tomás de Aquino, “lo que hay de más perfecto en toda la naturaleza, es decir, un ser subsistente en la naturaleza racional”[23]. Mientras con el término “hombre” se alude a la naturaleza humana universal, a la especie común que se expresa en tantos ejemplares, con el término “persona” se indica al ser humano sumamente peculiar en su concreta e irrepetible realidad individual. Al concepto de persona está intrínsecamente asociado el de una dignidad particular que se debe reconocer y respetar. Decir persona es indicar una peculiar dignidad de existencia, con un valor de fin que debe afirmarse por sí mismo y jamás utilizarse como medio para otro.Queremos detenernos ante todo a buscar los motivos de esta eminente dignidad de la persona.
Se observa por tanto que la razón propia y específica de la dignidad de la persona no es simplemente la naturaleza humana común de la cual participa junto con todos los otros miles de millones de seres humanos, sino su ser propiamente persona “única e irrepetible”, como suele recordar Juan Pablo II[24]. Si la tradición insistió sobre todo en la naturaleza racional y libre, corresponde precisamente a la sensibilidad moderna poner énfasis en la peculiaridad de cada individuo, que lo hace estar dotado de una interioridad autónoma e incomunicable. Aun existiendo y habiendo existido en el curso de la historia humana innumerables hombres, cada persona existe en el mundo como si fuese la única: sui iuris et alteri incommunicabilis. Desde el momento en que el hombre, en cuanto persona, no es mero ejemplar de una especie, su valor individual sobresale en la naturaleza común y en lo colectivo.
La persona indica un todo sumamente concreto, en el cual ciertamente está incluida la naturaleza común de la especie humana con todas sus características, pero el sujeto individual se apropia de esta naturaleza en forma absolutamente peculiar. La totalidad concretamente existente de la persona trasciende con su valor la naturaleza común y la suma de las partes. Podríamos decir en síntesis: la persona, aun cuando posee una naturaleza, es irreductible a ésta.
Tampoco se puede reducir la persona a las cualidades individuales que la distinguen y la hacen ser preciosa, como la inteligencia, la sensibilidad, la bondad, etc. Éstas pueden desvanecerse y debilitarse sin reducir su valor. Precisamente en la experiencia del amor se revela la irreductible originalidad de la persona concreta[25]. En ésta se manifiesta de hecho el carácter insustituible del amado en relación con cualquier otra persona[26]. Quien ama nunca puede consolarse ante la pérdida del amado diciendo: “Podré encontrar las cualidades que él poseía en otra persona, porque en definitiva la especie humana continúa, y dentro de la misma ciertamente es posible encontrar otros hombres con cualidades excelentes”. Quien así hablase mostraría no haber amado jamás realmente, no haber alcanzado en su amor el misterio profundo y peculiar de la persona del otro, sino haber permanecido en la superficie: haber apreciado las cosas que tenía el otro, pero no su persona. El amor no tiene como objeto propio las cualidades comunes de la especie, pero tampoco las cualidades individuales del sujeto como tales, sino precisamente la persona única e irreductible del otro.
Aquello que es irreductiblemente personal en el otro es lo que califica su eminente dignidad y su subjetividad. El personalismo contemporáneo ha señalado vigorosamente que la persona no puede ser reducida a la categoría de objeto, debiendo considerarse en cambio como un sujeto. Ahora, precisamente sobre la base de su incomunicabilidad e irreductibilidad como sujeto, la persona está abierta a la relación con la otra persona.Mientras el objeto puede ser dominado y utilizado como medio, el sujeto deber ser reconocido y afirmado por sí mismo, como fin, dotado de una dignidad propia. Esto se manifiesta de manera evidente en el encuentro con la persona del otro. No es por consiguiente un encierro en sí mismo, en una autosuficiencia arrogante, sino una apertura a una reciprocidad dialogal, en la cual se manifiesta una relación de sujeto a sujeto. Es en el amor donde la persona se revela precisamente como tal, en su unicidad irrepetible. La diferencia irreductible de cada persona se convierte en llamado a una comunión entre las personas, en la cual solamente la persona se descubre como tal. En la esencia de la persona se sitúa por tanto una dimensión vocacional, que en un dinamismo excéntrico conduce, fuera del sí mismo, al encuentro con el otro, a la acogida y el don recíprocos.
¿Cuál es la relación entre la dimensión biológica de la vida y la persona? En la perspectiva que aquí se sigue, el ser persona no es una característica que se añade casualmente a un ser vivo de la especie humana. Ser persona es la manera misma en que un hombre es hombre: forma parte del íntimo núcleo de su humanidad. Esto incluye también, a propósito del ser persona, la observación de Aristóteles sobre la relación entre vida y ser vivo: “vivere viventibus est ese”[27]: así como la vida coincide con el ser mismo de quien vive, el ser personal pertenece a la substancia del hombre concreto. Es esencial en este punto observar que el cuerpo es parte integrante de la persona, participa de su dignidad y connota la vocación a la apertura y al don de sí. La persona, en su totalidad concreta, es unión substancial de alma y cuerpo: sin el cuerpo no hay persona[28]. El cuerpo no es un instrumento para usar y manipular con miras al propio placer, como si se tratase de algo inferior, de un “haber” propio, del cual se dispone libremente. En una concepción instrumental del cuerpo como la que actualmente prevalece hay un deletéreo dualismo implícito. La aparente exaltación oculta una substancial reducción y un desconocimiento potencial de su valor. El cuerpo, en cambio, determina junto con el espíritu la subjetividad ontológica del hombre y por tanto está impregnado de la dignidad misma de la persona[29]. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume el valor de “señal en un cierto sentido sacramental” de la persona. Está llamado a llegar a ser manifestación del espíritu.
Esto implica una profunda compenetración de la dimensión biológica con la dimensión personal: toda separación desconocería que el ser de la persona consiste en la vida del hombre. Las funciones y procesos biológicos fundamentales no constituyen en el hombre algo al margen de lo personal, sino que implican dimensiones y relaciones personales de la existencia. El comer y el beber de los seres humanos, más allá de las funciones fisiológicas de su organismo, entran a formar parte de un proyecto de vida y trabajo, se abren a la convivencia y al hecho de compartir, y tanto más las relaciones sexuales, que integran las pulsiones instintivas y emotivas en la relación de una persona con otra, en la señal- sacramento de su cuerpo.
2.3. “Re-conocer” la vida: dimensiones antropológicas y éticas
La afirmación del ser personal es al mismo tiempo afirmación de una dignidad especial que debe reconocerse y de exigencias éticas de respeto que es preciso honrar. Efectivamente, sólo en la relación con la libertad de otras personas se establece el carácter personal de un ser humano. Puedo definirme a mí mismo como persona únicamente en relación con las personas. Las personas se dan unas a otras no como objetos (etwas: “algo”), sobre los cuales hablar y de los cuales disponer, sino como “sujetos” (jemand: “alguien”) con los cuales hablar y a los cuales respetar en su irreductible alteridad subjetiva[30].
La densidad ética de la relación interpersonal es el contexto en el cual se da o no se da el reconocimiento de la persona. Reconocer a las personas como tales se revela así como el primer deber fundamental y, más aún, como el fundamento radical de todo otro deber sucesivo. La relación con la persona del otro es la experiencia ética originaria, en la cual emerge el carácter absoluto del deber. Emmanuel Lévinas captó con gran vigor el surgimiento de la dimensión ética en el encuentro con el rostro de la otra persona: “La relación con el rostro es inmediatamente ética. El rostro es lo que no se puede matar: aquello cuyo sentido consiste en decir ‘tú no me matarás’”[31]. La experiencia del deber moral corresponde por consiguiente a la percepción de la persona y su dignidad. Se habla de hecho en sentido propio de los deberes sólo en relación con las personas. El reconocimiento de la persona en su dignidad de fin y nunca de medio, de sujeto y no de cosa, de “alguien” a quien respetar y amar y no de “algo” para usar, se manifiesta como experiencia ética originaria, como una respuesta de la libertad adecuada a la realidad del otro y de la relación. El reconocimiento se presenta con rasgos de peculiar carácter absoluto, se impone a la conciencia de manera incondicional y sin embargo no requerida. La negación de este debido reconocimiento a otro tiene en todo caso una repercusión de máxima gravedad en el sujeto que no lo lleva a cabo: quien no trata al otro ser humano como persona hiere en sí mismo su propia dignidad de persona. Negar la densidad ética de la relación interpersonal significa descender del nivel en el cual también el propio ser persona tiene significado.
A estas tesis se opone, en la bioética “laica”, la tendencia a distinguir claramente entre vida humana biológica y vida humana personal: lo relevante en el plano moral no sería el hecho de pertenecer biológicamente a una determinada especie, sino la posibilidad de constatación factual de la presencia de cierta capacidad o la manifestación empírica de ciertos comportamientos que permitan calificar al sujeto como autónomo. A tal propósito, sólo los seres adultos normales, en condiciones de entender y querer, tendrían en sentido estricto la condición moral de las personas. Y por consiguiente no todos los seres humanos son personas. Según H. T. Engelhardt, “la vida humana puramente biológica es anterior al comienzo de la vida de las personas en sentido estricto y comúnmente prosigue durante cierto período después de su muerte”[32]. En esta línea, el bioeticista australiano Peter Singer condena como “especiecismo” (speciecism) lo que en su opinión constituye una infundada parcialidad con seres que sólo son parte de nuestra especie humana desde el punto de vista biológico. Él identifica el criterio decisivo para la atribución de la personalidad con una característica del sistema nervioso desarrollado de experimentar dolor. Y con sorprendente y despiadada coherencia concluye: “La vida de un niño recién nacido de la especie humana tiene por consiguiente menos valor que la vida de un cerdo, un perro o un chimpancé”[33].
El carácter absurdo de esta separación entre ser humano y persona debería llevar como lógica consecuencia a la afirmación de que la conciencia (elemento que determinaría la diferencia) es un factor agregado ocasionalmente al hombre con el fin de producir la persona. La identificación, de la dimensión personal con una característica biológica o funcional accidental del ser humano es en todo caso consecuencia de la adopción de una perspectiva cognoscitiva empirista sensista, según la cual sólo existe el “hecho” constatable mediante la ciencia biológica.
Y sin embargo el reconocimiento de un carácter personal al ser humano no es una atribución arbitraria que prescinda de toda base biológica. El reconocimiento presupone a aquel que es reconocido y no crea su existencia ni su valor. Ciertamente, existe un debido crédito de humanidad para el ser humano en sus comienzos, que puede desarrollarse como persona sólo cuando es tratado como tal por su madre y el medio ambiente. Con todo, este crédito anticipado, base de la educación, tiene su fundamento en cualidades intrínsecas del pequeño ser humano. Sólo en las fábulas, un trozo de madera tratado como niño llega luego a ser de hecho un niño de carne y hueso.
En este sentido, es incorrecto hablar de “persona en potencia”: las personas siempre son en acto. La personalidad no es el resultado de un desarrollo, sino la estructura intrínseca característica que permite el desarrollo. Por otra parte, existe una contradicción en la pretensión de basar o incluso hace depender de sus aplicaciones concretas el carácter incondicional de la exigencia de respeto requerida por el reconocimiento del ser persona de la constatación de presupuestos empíricos en particular que siempre son por naturaleza hipotéticos. Es preciso entonces concluir, con Robert Spaemann, que sólo hay un criterio para determinar el ser persona: el hecho de pertenecer biológicamente a la especie humana. “El ser de la persona es la vida de un hombre. (…) Y por consiguiente persona es el hombre y no una característica del hombre”[34].
2.4. Ontología simbólica y apertura al misterio de la vida
La vida, objeto de la bioética, se presenta entonces ante nuestra mirada con diversos grados ontológicos de realización. En el vértice se encuentra la vida humana personal, que coincide sin posible separación con la vida del ser humano. A partir de este vértice ontológico, que opera también como criterio ético fundamental, será preciso considerar luego las problemáticas vinculadas con el cuidado de las formas de vida inferiores y el respeto por el medio ambiente. Ahora, como se ha dicho, la persona constituye el nivel más perfecto de todo cuanto existe, el grado más alto de ser que podemos encontrar. Y la persona se da a conocer en la libertad, con la modalidad de un “re-conocimiento”, en el cual está totalmente implicada en una relación de sujeto a sujeto.
Si, como se ha visto, existen distintos grados de manifestación y densidad simbólica de la señal, corresponderá a éstos también una profundidad diversificada de presencia de la libertad. Los niveles más elementales y simples del ser pueden implicar una mínima presencia y prácticamente prescindir de la libertad; pero los más elevados y perfectos exigen la máxima participación de la totalidad del sujeto. El punto más agudo de la dramática interpelación de la libertad se verificará precisamente en el conocer a la persona, vértice ontológico en el cual el ser se da: el conocer tiene siempre la modalidad de un “re-conocer”.
Así, la ética es una dimensión siempre necesariamente presente y no puramente sucesiva a un saber metafísico objetivo en el cual no estaría presente la libertad. El ser se manifiesta en el símbolo real de la persona como verdadero y bueno a la vez y pide ser libremente reconocido. La ética, que tiene su momento originario en la relación con la persona del otro, resulta ser más bien un lugar especialmente denso para la ontología. El lugar de una percepción existencial, aun cuando no necesariamente tematizada por la dimensión de “misterio” que implica la vida, en el sentido de que en el cuidado de la vida del otro se abre la libertad la posibilidad de comprender una trascendencia que ahí se manifiesta.
Sobre estas bases se abre naturalmente una pista de diálogo con la fe cristiana y la teología en sentido vigoroso, entendida como reflexión crítica y sistemática sobre la Revelación. El Evangelio de la vida puede iluminar la concepción de la vida, que la bioética utiliza como paradigma. En el cristianismo, de hecho, la verdad tiene un carácter eminentemente histórico y personal: es un evento que se da en la persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, “camino, verdad y vida” (jn 14, 6). La fe cristiana se manifiesta entonces como la realización gratuita y sobrenatural de una estructura antropológica originaria de la fe, que lejos de contradecir a la razón, abre de par en par su horizonte y permite ahí la apertura a la verdad. Así, la teología tampoco puede considerarse a priori de carácter extrínseco y marginal en relación con los discursos de la bioética que se ocupan del misterio de la vida humana personal.
3.- LA CONTRIBUCIÓN DEL EVANGELIO
AL RECONOCIMIENTO DEL MISTERIO DE LA VIDA
3.1. Teología de la vida a la luz de la creación
La encíclica Evangelium vitae desarrolla una “teología de la vida” precisa. En sintonía con la fe de la Iglesia, que confiesa que la vida resplandece mediante el Evangelio de Jesucristo (ver 2 Tm 1, 10), esa teología posee una auténtica dimensión cristológica, centrada en los misterios de su vida, muerte y resurrección.
Ahora bien, sin embargo, precisamente la doctrina cristiana de la creación es acusada desde hace un tiempo de haber dado origen a un antropocentrismo unilateral, que por una parte ya no se podría sostener con posterioridad a las teorías evolucionistas[35], y por otra se considera responsable del desequilibrio ecológico de nuestra civilización de la explotación consumista. Fue ya el filósofo Arthur Schopenhauer quien criticó por primera vez en forma áspera la religión judía y el cristianismo, porque al insistir en la posición central y predominante del hombre habrían llevado a considerar el resto de la creación en calidad de objeto, del cual la humanidad podría disfrutar a su arbitrio[36]. La orden bíblica “Someted a la tierra” (Gn 1,28) habría degradado toda ora forma de vida reduciéndola a mero objeto de uso, induciendo de este modo a abusar de las plantas, los animales y las energías del mundo en general.
Por este motivo habría que pasar del orgulloso e injustificado antropocentrismo al biocentrismo[37]: el hombre ya no puede estar en el centro del cosmos, sino la vida, con sus variadas y múltiples formas, sus grados de realización diversificados y su inagotable dinamismo. En este renovado biocentrismo, que repudia el legado de la antropología judeo-cristiana, convergen y entran en conflicto entre ellos un vago panteísmo típico de algunas corrientes ecologistas y la reivindicación cientista dirigida a poder experimentar todo sin atribuir un carácter privilegiado a la vida humana: un naturalismo que se opone a la razón y un racionalismo que pretende dominar ya sin límite alguno la naturaleza, incluso humana.
Este debate, con su acusación indiferenciada y sus contradicciones internas, invita con todo a distinguir más precisamente entre la concepción antropocéntrica de la modernidad, que considera a la naturaleza puramente como materia manipulable por parte del proyecto de progreso elaborado por la razón humana, y la auténtica visión bíblica del hombre. Si la naturaleza es puramente producto del azar y la necesidad, sin objetivo intrínseco ni diseño alguno, si es un mero objeto que no expresa voluntad creadora alguna, “entonces el hombre resulta ser el único sujeto y la única voluntad. Por consiguiente, el hombre inicialmente objeto de conocimiento del hombre, ahora pasa a ser más bien objeto de su voluntad, la cual obviamente es voluntad de poder sobre las cosas. Semejante voluntad, una vez que el poder incrementando haya superado la necesidad, se convierte en deseo puro y simple, un deseo que no tiene límites”[38]. Se ve así que el exasperado antropocentrismo, responsable de la degradación del mundo, reducido a objeto, no es fruto de la narración bíblica, sino, por el contrario, precisamente de la pérdida del sentido auténtico de la creación. En realidad, la tarea encomendada por el Creador al hombre de “labrar y cuidar la tierra” (Gn 2, 15) indica la responsabilidad confiada al mismo de ocuparse del mundo como creación de Dios, descubriendo y siguiendo su ritmo y su lógica interna. Lo creado no es por tanto pura materia ni -lo que es peor- “material” para dominar, sino un jardín para cultivar, con formas de vida cuyo lenguaje es preciso conocer[39].
Una teología de la creación en la línea del cristocentrismo trinitario puede permitir comprender la originaria participación conjunta del hombre y todo ser vivo en el diseño creativo de Dios[40]. El Hijo es el Logos de lo creado, la Sabiduría que da origen a su orden y establece su sentido. El Espíritu de Dios, que es “Espíritu de la vida”, orienta ahí el dinamismo del desarrollo hacia una creciente autonomía, que tiene su culminación en el hombre, llamado a ser el “portavoz” de lo creado. El Hijo y el Espíritu son, como ya decía Ireneo, las dos manos utilizadas por el Padre para crear todas las cosas[41].
La finalidad de lo creado no es por tanto simplemente antropocéntrica, sino que tiene como objetivo la glorificación de Dios mediante la colaboración del hombre en el cumplimiento de un proyecto en desarrollo hacia su plena realización. La perspectiva escatológica, descrita en el capítulo VIII de la Epístola a los Romanos, reúne en un destino único al hombre y lo creado, que “gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8, 21 s.), ya que también ella espera la revelación de los hijos de Dios para entrar en la libertad de la gloria. Cristo ya ha entrado en ella, con su verdadero cuerpo resucitado, primicia no sólo de la humanidad, sino de toda la creación[42]. El aliento trinitario del diseño creativo permite comprender mejor la unidad teológica de la antropología y la biología. La naturaleza, en sus múltiples y variadas formas de vida, no es sacralizada ni despreciada, sino reconocida en su condición de parte de la creación. El hombre no es ni el dueño absoluto ni una mera forma biológica casual. Como vértice de lo creado, está llamado a una inmediatez en la relación con Dios y a un destino eterno de comunión con Él, que no excluye la creación, sino que la incluye como encomendada a sus cuidados.
3.2. Dimensiones teológicas de la vida humana a la luz del Evangelio
En el horizonte de la responsabilidad ministerial con lo creado, la vida humana es intangible y merece por tanto un respeto incondicional, no por ser vida, sino porque es vida de una persona. ¿Pero por qué la vida humana, tan precaria y contingente, debería merecer un respeto absoluto e incondicional? ¿Por qué la vida de una persona humana debería considerarse un bien digno de respeto incondicional? Para estas interrogantes decisiva, pero a las cuales la razón humana no logra dar sola una respuesta satisfactoria, en definitiva, la teología ofrece pistas de soluciones vigorosas e iluminadoras. La motivación teológica del valor de la vida humana se encuentra en ese “vínculo específico y particular con el Creador”, que está establecido en su deliberación originaria: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1, 26; EV 34). Si cada cosa creada subsiste en virtud de una relación con el Creador, y si en particular cada forma de vida manifiesta algo de la riqueza de vida de Dios, hay sin embargo una clara distinción entre la vida humana y la vida de las otras criaturas. Esta distinción es captada por la teología de la imagen: la persona humana está en una relación única y peculiar con Dios. Mientras todos los demás seres vivos tienen una relación genérica y mediata con el Creador, el ser humano, cada ser humano, se encuentra en una relación de inmediatez personal con Él. Se trata ante todo de una relación de origen. En el segundo relato yahvista de la creación (Gn 2,7), la vida del hombre, si bien éste ha sido plasmado del fango, no surge en continuidad con el dinamismo biológico inferior, sino mediante una nueva y extraordinaria intervención de Dios, del cual inhala su soplo divino. Según la doctrina tradicional católica, enseñada por Pío XII en la encíclica Humani generis y reafirmada por Juan Pablo II en Evangelium vitae, n. 43, el alma inmortal de cada persona es creada de manera inmediata por Dios, con lo cual se transmite la imagen y semejanza.
En segundo lugar, se establece con Dios una relación de finalización. Cada hombre es creado con miras a una comunión personal con Dios, en el conocimiento y el amor. Precisamente esta vocación para la vida eterna permite comprender aún más el significado del origen “a imagen y semejanza” con Dios. El dato específico del hombre como criatura apunta al don gratuito y sobrenatural: la participación en la vida misma de Dios como “hijo en el Hijo”. En realidad, “ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). La resurrección de Cristo en su verdadero cuerpo y la asunción al cielo de María muestran cómo también el cuerpo está llamado a la divinización y puede participar de la comunión con Dios[43]. Por este motivo, el valor pleno de la vida humana, desde sus fases iniciales y en sus dimensiones biológicamente más humildes, sólo puede captarse adecuadamente en la perspectiva del fin sobrenatural al cual está destinada. Si sólo Dios puede tomar la iniciativa de llamar a una criatura a participar en su misma vida divina y si cada ser humano por Él creado está de hecho predestinado a esta elevadísima vocación, en el Hijo mediante el Espíritu, es preciso afirmar entonces que desde el surgimiento inicial de una vida humana, Dios mismo está implicado, en su iniciativa trinitaria y personal, en un vínculo único e irrepetible de vocación.
A la luz de esta antropología teológica y cristocéntrica, el bien de la vida humana puede precisarse en la articulación de sus dimensiones fundamentales, evitando desestimaciones materialistas o indebidas sacralizaciones. Ciertamente, el concepto de vida, si bien en sí mismo es simple e inmediato, implica una gran complejidad semántica. Sin una adecuada distinción de las articulaciones y de una comprensión orgánica de los nexos, se corre el riesgo de confusiones peligrosas. La vida física del hombre se polariza hacia el valor de la persona, llamada en Cristo a participar en la vida divina. Guiándose con la teología de Juan acerca de la “vida”[44] y aprovechando las distinciones terminológicas que en la misma se puede encontrar, es posible reconocer tres distinciones fundamentales. A nivel basilar, se encuentra de hecho el Bios, que el hombre comparte fundamentalmente con los otros seres vivos. Se trata de esa organicidad dinámica, que tiende espontáneamente a afirmarse y mantenerse vital mediante intercambios con el medio ambiente, pero inevitablemente decae y luego cae nuevamente en lo inorgánico. En un nivel superior de la naturaleza, se encuentra la dimensión de la vida espiritual propiamente humana. Ésta proviene en el hombre del principio espiritual del alma y le otorga la condición de persona consciente y libre. Es la dignidad propia del alma espiritual y de avanzar hacia lo infinito, de ser “capax Dei”. Por último, en el plano de la gracia, se encuentra el evento cualitativamente nuevo y no deducible de los niveles inferiores (ya sea constitutivamente, esencialmente o como exigencia), de la vida divina sobrenatural[45]. Así se trata de un don totalmente dependiente del amor gratuito de Dios, que abre la dimensión de la participación del hombre en la vida íntima de Dios mismo: la vida eterna.
En la anterior distinción tripartita, orgánicamente compaginada, se coordina la distinción de dos etapas de la vida del hombre: temporal (en camino) y definitiva (en patria). Constituiría sin embargo una gravísima equivocación relegar la “vida eterna” únicamente al más allá. Por el contrario, ésta comienza ya en la etapa temporal y se plantea como carácter incipiente germinal de lo definitivo y como polo que de manera finalista atrae y da significado a toda otra expresión de la vida. La vida terrenal es al mismo tiempo relativa y sagrada: no es el bien supremo al cual todo se debe sacrificar o preservar a cualquier costo; tampoco es un bien instrumental a entera disposición nuestra. De ella es dueño absoluto sólo el creador, único al cual corresponde la opción de darle fin, ya que a él se debe la iniciativa de haberle dado origen. El hombre no tiene en relación con ella “un señorío absoluto, sino ministerial”, reflejo del señorío único e infinito de Dios. La caridad como entrega total de uno mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, y a las personas, portadoras de su imagen, realiza el sentido último de la vida y anticipa el destino final de los bienaventurados. De hecho, “el sentido más verdadero y profundo de la vida consiste en ser un don que se realiza en el darse”. Mostrando en la Cruz el vértice del amor, Cristo da testimonio de que “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y así proclama que “la vida alcanza su centro, su sentido y su plenitud cuando es dada”.
La reflexión sobre la bioética nos ha conducido a encontrar una aporía fundamental, que se presenta a propósito de su objeto, la vida, cuando éste se confía al análisis puramente de la ciencia. Una mera aplicación de la casuística en semejante análisis es inadecuada para el alcance de los problemas planteados y corre riesgo a veces de convertirse en cómplice de consecuencias tecnocráticas cuando sólo deja en manos de la biología la definición de lo que es vida[46].
La Evangelium vitae ha propuesto bastante más que una casuística, bastante más que una casuística, bastante más que una bioética de los límites: ha invitado a elaborar una auténtica y nueva “cultura de la vida” (n. 95), en la cual la luz del Evangelio puede aportar su contribución esencial. Esto implica una profunda reflexión epistemológica, en el ámbito de la bioética, para la cual aquí sólo se han podido indicar algunas pistas de investigación. La extraordinaria riqueza del objeto de conocimiento, la vida, requiere ser indagada mediante la correspondiente complejidad multiforme de los enfoques, pero también de acuerdo con una unidad fundamental de la mirada, que asegure la unidad formal de la disciplina.
La racionalidad científica debe dejarse guiar por una mirada de carácter contemplativo y más bien metafísico de la vida, para lo cual la actitud adecuada es el reconocimiento. La teología de la creación y más aún el Evangelio de la vida ofrecen a esta mirada perspectivas de base y profundización de gran interés. La clarificación que la Revelación otorga al reconocimiento de la vida no se produce de hecho desde el exterior, sino desde el interior de la experiencia humana. La luz de la Palabra de Dios, en correspondencia con el corazón del hombre, despierta un patrimonio de evidencias humanas, de valor racional, capaces de conducir la acción del hombre de tal manera que las capacidades técnicas cada vez más refinadas de intervención estén al servicio del gran destino al cual la vida del hombre y del cosmos está llamada.