La encíclica Caritas in veritate, ofrecida hace tres años para la meditación de todos los creyentes y no creyentes coherentemente interesados en el desarrollo humano integral -en la acepción del personalismo de Mounier y Maritain, y en esa estela, de la encíclica Populorum Progressio (1967) de Pablo VI-, es un bello ejemplo de género literario que sabe moverse, de manera fecundamente anfibia, entre todos los ámbitos del saber que se ocupan del proceder humano en la pluralidad de sus formas.  Entre las numerosas preguntas abiertas que nos ha legado la modernidad, se encuentra una vinculada con la disidencia no resuelta entre las líneas de pensamiento que, para aclarar importantes dinámicas de nuestra sociedad, han terminado disolviendo la subjetividad en lo colectivo (pensemos en el neomarxismo o en el neoestructuralismo) y las líneas de pensamiento que ciertamente han exaltado la subjetividad, pero cuyo precio ha sido reducir lo social a mera suma de preferencias individuales (éste es el resultado alcanzado por el individualismo en sus versiones extremas, ya que confunde la condición social, también propia de los animales, con la sociabilidad, que es en cambio típica de los hombres).

La Encíclica tiene el notable mérito de constituir una soldadura entre estas dos polaridades. ¿Cómo?

Poniendo en el centro del saber práctico el principio del don como gratuidad, Benedicto XVI muestra convincentemente cómo, en las condiciones históricas actuales, es un error visualizar los términos que describen las parejas independencia-pertenencia, libertad-justicia, eficiencia -equidad y autointerés- solidaridad como alternativas.  Por consiguiente, es equivocado pensar que todo reforzamiento del sentido de pertenencia deba visualizarse como una reducción de la independencia de la persona; todo avance en el frente de la eficiencia, como una amenaza a la equidad; todo mejoramiento del interés individual, como un debilitamiento de la solidaridad.  El hecho de que no se trata de una operación cultural descartada o de escasa importancia nos lo revela la circunstancia de que la práctica de la gratuidad es hoy objeto de ataque por un doble frente: de los neoliberales y de los neoestatistas, si bien con propósitos totalmente distintos.  Los primeros apelan a la extensión máxima posible de las prácticas del don como regalo para llevar agua al molino del “conservatismo compasivo”, con el fin de asegurar los niveles mínimos de servicio social a los segmentos débiles de la población, a los cuales, de lo contrario, el desmantelamiento del welfare state por aquéllos invocado dejaría sin cobertura alguna.  Sin embargo, percibimos que no es éste el sentido del proceder dadivoso si consideramos que la atención a los portadores de necesidades no es objetual, sino personal.  La humillación de ser considerados “objetos”, aun cuando sea de filantropía o de atención compasiva, es el límite grave de la concepción neoliberal.

Básicamente, no es distinto el ataque proveniente de la concepción neoestatista.  Presuponiendo una gran solidaridad de parte de los ciudadanos para la realización de los llamados derechos de ciudadanía, el Estado otorga carácter obligatorio a ciertos comportamientos.  De ese modo, sin embargo, amplía el concepto de gratuidad, negando en la práctica, a nivel de discurso público, todo espacio a principios distintos al de solidaridad; pero una sociedad que elogia verbalmente la acción gratuita y luego no reconoce su valor en los lugares donde la necesidad se manifiesta de distintas maneras, entra tarde o temprano en contradicción consigo misma.

Si se admite que el don cumple una función profética o -como se ha dicho- trae consigo una “bendición oculta” y luego no se permite que esta función se manifieste en la esfera pública, porque el Estado piensa en todo y en todos, está claro que esa virtud por excelencia que es el espíritu del don sólo podrá registrar una lenta atrofia.

La asistencia por la vía exclusivamente estatal tiende a producir sujetos ciertamente asistidos, pero no respetados, ya que no logra evitar la trampa de la “dependencia reproducida”.  Es realmente peculiar que no se logre comprender de qué manera la posición neoestatista es cercana a la neoliberalista en cuanto concierne a la identificación del espacio dentro del cual debe situarse la gratuidad.  De hecho, ambas matrices del pensamiento relegan la gratuidad a la esfera privada, expulsándola del ámbito público: la matriz neoliberalista por cuanto considera que para el bienestar bastan los contratos, los incentivos y reglas del juego bien definidas (y que se hagan respetar); la otra matriz, en cambio, por cuanto sostiene que para realizar en la práctica la solidaridad basta el Estado Social, el cual puede ciertamente recurrir a la justicia, pero no a la gratuidad, sin duda.

El desafío que nos invita a acoger la encíclica Caritas in veritate es el de luchar por restituir el principio de gratuidad a la esfera pública.  El don auténtico, afirmando el primado de la relación sobre su exoneración, del vínculo intersubjetivo sobre el bien donado, de la identidad personal sobre lo útil, debe poder encontrar un espacio de expresión en todas partes, en cualquier ámbito del proceder humano, incluida la economía, y sobre todo en la economía, donde es de máxima urgencia crear y defender espacios en los cuales se dé testimonio de la gratuidad, es decir, que ésta opere.  Veamos ahora cómo aplicar semejante pensamiento a la interpretación de la crisis actual.

Hay dos tipos de crisis que grosso modo es posible identificar en la historia de nuestras sociedades: una dialéctica y la otra entrópica.  Es dialéctica la crisis que nace de un conflicto fundamental, que se materializa en el interior de una determinada sociedad y contiene, dentro de sí misma, los gérmenes o las fuerzas de la propia superación (obviamente, la salida de la crisis no representa necesariamente un progreso con respecto a la situación anterior).  Son ejemplos históricos y famosos de crisis dialéctica la revolución americana, la revolución francesa y la revolución de octubre, en Rusia, en 1917.  Es entrópica, en cambio, la crisis que tiende a producir un colapso en el sistema, por implosión, sin modificarlo.  Este tipo de crisis se desarrolla siempre cada vez que la sociedad pierde el sentido, es decir, literalmente, la dirección de su propio paso gradual.  La historia también nos ofrece ejemplos notables de dicho tipo de crisis: la caída del imperio romano, la transición del feudalismo a la modernidad, la caída del muro de Berlín y del imperio soviético.

¿Por qué es importante esa distinción? Porque las estrategias de salida de cada uno de los tipos de crisis son distintas.  No se sale de una crisis entrópica con ajustes de carácter técnico ni con medidas puramente legislativas o reglamentarias -aun cuando sean necesarias-, sino enfrentando abiertamente, resolviéndola, la cuestión del sentido.  Precisamente por este motivo son indispensables con ese fin minorías proféticas que sepan indicar a la sociedad la nueva dirección hacia la cual moverse mediante un pensamiento adicional y sobre todo el testimonio de las obras.  Así ocurrió cuando Benito, lanzando su célebre “ora et labora”, inauguró la nueva era de las catedrales (nunca será suficiente lo dicho sobre el alcance revolucionario, tanto en el plano social como económico, del planteamiento conceptual del carisma benedictino.  El trabajo, considerado por siglos actividad típica del esclavo, con Benito se convierte más bien en la vía maestra para la libertad: es para llegar a ser libres que se requiere trabajar.  No es eso solamente: además, el trabajo se eleva al nivel de la oración.  Como dirá luego Francisco, ay si se separan trabajadores y contemplativos; en cada persona, oración y trabajo siempre deben proceder paralelamente).

Ahora bien, la gran crisis económico-financiera actual es de tipo básicamente entrópico, y por tanto, salvo en aspectos puramente cuantitativos, no es correcto asimilarla a la de 1929, que fue de carácter más bien dialéctico.  Esta última se debió de hecho a errores humanos cometidos sobre todo por las autoridades de control de las transacciones económicas y financieras, consecuencia de un preciso déficit de conocimiento crítico sobre los modos de funcionamiento del mercado capitalista, tanto que se requirió el “genio# de J.M. Keynes para salir adelante.  Pensemos en el rol del pensamiento keynesiano en la articulación del New Deal de Roosevelt.  Ciertamente, es verdad que en la crisis actual ha habido errores humanos -incluso graves, como mostré en Zamagni (2009)- pero han sido consecuencia no tanto de un déficit de conocimientos, sin más bien de la crisis de sentido de la sociedad del Occidente avanzado a partir del comienzo de ese evento de alcance epocal que es la globalización.

Surge espontáneamente la siguiente interrogante: ¿en qué se expresa y dónde se ha manifestado principalmente esta crisis de sentido? Mi respuesta es: en una triple separación, y precisamente la separación entre la esfera de lo económico y la esfera de los social; el trabajo separado de la creación de la riqueza, y el mercado separado de la democracia.  Quiero aclarar esto, aun cuando sea brevemente, comenzando por la primera.  Uno de los tantos legados ciertamente no positivos que nos ha dejado la modernidad es la convicción según la cual es título de acceso al “club de la economía” al ser buscadores de utilidad, de tal manera que no somos empresarios propiamente tales si no procuramos aspirar exclusivamente a la maximización de la utilidad.  En caso contrario, debemos resignarnos a forma parte del ámbito social, donde precisamente operan las empresas sociales, las cooperativas -a su vez hija del error teórico que lleva a confundir la economía de mercado, que es el genus, con una determinada identificando la economía con el lugar de producción de la riqueza (un lugar cuyo principio regulador es la eficiencia) y concibiendo lo social como el lugar de la redistribución, donde la solidaridad y/o la compasión (pública o privada) son los cánones fundamentales.  Se han visto y estamos viendo las consecuencias de esa separación.  Como lo mostró Angus Maddison, el famoso historiador de la economía, en los últimos treinta años los indicadores de desigualdad social, interestatal e intraestatal ha registrado aumentos simplemente escandalosos, incluso en aquellos países donde el welfare state ha tenido un rol importante en términos de recursos administrados.  Sin embargo, muchos economistas y filósofos de la política han creído durante mucho tiempo que la propuesta kantiana –“hagamos más grande la torta y luego repartámosla con justicia”- sería la solución del problema de la equidad.  No es posible no recordar al respecto el poder expresivo del aforismo lanzado por el pensamiento económico neoconservador, según el cual “una marea que sube levanta todas las embarcaciones”, de donde proviene la famosa tesis del efecto de goteo (trickle-down effect): la riqueza, a modo de lluvia benéfica, rocía tarde o temprano a todos, incluso a los más pobres.  Y debemos decir que León Walras, el gran economista francés, ya advirtió en 1873: “Cuando se proceda a la repartición de la torta, no se podrán distribuir las injusticias cometidas para hacerla ser más grande”.  Estas palabras han sido tristemente verificadas por la crisis actual.

La encíclica Caritas in veritate del Papa Benedicto XVI indica claramente que el camino de salida del problema aquí planteado reside en recomponer lo que ha sido artificiosamente separado.  Tomando posición a favor de esa concepción del mercado -típica de la economía civil- según la cual el vínculo social no puede reducirse a mero “cash nexus”, la Encíclica sugiere que se puede vivir la experiencia de la condición social humana dentro de una vida económica normal y no al margen de la misma, como pretendería el modelo dicotómico del orden social.  El desafío que se debe asumir es entonces el de la segunda navegación, en el sentido de Platón: ni visualizar la economía en conflicto endémico y ontológico con la vida buena, porque se ve como lugar de la explotación y la enajenación, ni concebirla como el lugar donde pueden encontrar solución todos los problemas de la sociedad, como considera el pensamiento anarco-liberal.

Paso al segundo caso de separación.  Durante siglos, la humanidad se apoyó en la idea de que también en el origen de la creación de la riqueza se encuentra el trabajo humano, de cualquier tipo que éste haya sido.  Así, Adam Smith inicia su obra fundamental, “La riqueza de las naciones” (1776), precisamente con esa consideración. ¿Cuál es la novedad que la financiarización de la economía, iniciada aproximadamente hace treinta años, ha acabado por determinar? La idea según la cual las finanzas especulativas crearían la riqueza en mucho mayor medida y con bastante más rapidez que la actividad laboral.  Una gran cantidad de episodios y hechos nos confirman esto.  En Gran Bretaña, país de origen de la revolución industrial, el sector manufacturero contribuye hoy con un modesto 12% el PIB nacional, y hasta el año 2008 los trabajadores del sector financiero habían llegado a ser más de seis millones (hoy la mitad de ellos están sin trabajo).  En las últimas décadas, en las mejores universidades del mundo, los trabajadores dependientes y los programas de investigación de business studies literalmente tan explotado, desplazando y/o empobreciendo otras áreas de estudio (véase también la distribución de los fondos entre áreas de investigación, y también los cursos de doctorado o los planes de estudio elegidos por los estudiantes también los cursos de doctorado o los planes de estudio elegidos por los estudiantes matriculados en las facultades de economía), y así sucesivamente.  La afirmación y la difusión del ethos de las finanzas tienden -con la complicidad de los medios de comunicación- a acreditar la convicción de que no es necesario trabajar para enriquecerse; es preferible probar la suerte y sobre todo no tener demasiados escrúpulos morales.

Las consecuencias de semejantes pseudo-revolución cultural están a la vista de todos (pensemos en la torpe tentativa de sustituir la imagen del trabajador con la del ciudadano-consumidor como categoría central del orden social).  Hoy, por ejemplo, no disponemos de una idea compartida del trabajo que nos permita comprender las transformaciones actuales.  Sabemos que, a partir de la Revolución Comercial del siglo XI, se consolida gradualmente la idea del trabajo artesanal, que realiza la unidad entre actividad y conocimiento, entre proceso productivo y oficio, remitiendo este último término al concepto de maestría.  Con el advenimiento de la revolución industrial en primer lugar y del fordismo-taylorismo luego, avanza la idea de la tarea (señal de actividades parceladas), ya no más del oficio, y con ella la centralidad de la libertad de trabajo, como emancipación del “reino de la necesidad”. ¿Y qué idea tenemos del trabajo hoy que hemos entrado en la sociedad postfordista?

Hay quienes proponen la idea de la competencia expresada en términos de figura profesional, pero no nos percatamos de las implicaciones peligrosas que de ahí pueden derivar.  Una entre todas: la confusión entre meritocracia y principio de meritoriedad, como si los dos términos fuesen sinónimos.  La civilización occidental se apoya en una idea fuerte, la idea de la “vida buena”, de donde proviene el derecho-deber para cada uno de proyectar la propia vida con miras a una felicidad civil. ¿Pero de dónde partir para conseguir semejante objetivo sino del trabajo entendido como lugar de una buena existencia? El florecimiento humano, es decir, la eudaimonía en el sentido aristotélico, no se busca hoy en el trabajo, como ocurría ayer, siendo que el ser humano encuentra su humanidad mientras trabaja.  De aquí proviene la urgencia de comenzar a elaborar el concepto de eudaimonía laboral, que por una parte vaya más allá de la hipertrofia laboral típica de nuestros tiempos (el trabajo que llena un vacío antropológico creciente) y por otra parte sirva para expresar la idea de libertad de trabajo (la libertad de elegir aquellas actividades en condiciones de enriquecer la mente y el corazón de quienes están comprometidos en el proceso laboral).

Claramente, la adopción del paradigma eudaimónico implica que los fines de la empresa -independientemente de su forma jurídica- no pueden reducirse únicamente a la utilidad, si bien no la excluyen.  Implica por tanto que puedan nacer y desarrollarse empresas con vocación civil en condiciones de superar la propia autorreferencialidad, dilatando de este modo el espacio de la posibilidad efectiva de elección laboral por parte de las personas.  No olvidemos, en realidad, que elegir la mejor opción entre las que ofrece un “mal” conjunto de elección no significa de ningún modo que un individuo se merece lo que ha elegido.  La libertad de elección establece el consenso solamente si quien elige se encuentra en condiciones de concurrir a la definición del conjunto de elección mismo.  Que se haya olvidado el hecho de que no es sostenible una sociedad de humanos en la cual todo se reduce, por una parte, a mejorar las transacciones basadas en el principio del intercambio de equivalentes, y por otra parte a actuar sobre transferencias de tipo asistencialista de carácter público, nos da cuenta de por qué es tan difícil pasar de la idea del trabajo como actividad a la del trabajo como obra.

Por último, siempre es preciso hablar de una tercera separación en el fondo de la crisis actual.  Desde siempre, la teoría económica -especialmente en la escuela de pensamiento neo-austríaca- sostiene el éxito y el progreso de una sociedad dependen crucialmente de su capacidad de movilizar y administrar el conocimiento existente, disperso entre todos los que la constituyen.  Ciertamente, el mérito principal del mercado, entendido como institución socioeconómica, consiste precisamente en proporcionar una solución óptima para el problema del conocimiento.  Como ya lo aclaró F. von Hayek en su célebre (y celebrado) ensayo de 1937, para canalizar de manera eficaz el conocimiento local, es decir, aquel del cual son portadores los ciudadanos de una sociedad, es necesario un mecanismo descentralizado de coordinación, y es precisamente el sistema de precios del cual consta básicamente el mercado lo que sirve para esta tarea. Esta manera de ver las cosas, bastante común entre los economistas, tiende sin embargo a oscurecer un elemento de importancia central.  En verdad, el funcionamiento del mecanismo de precios como instrumento de coordinación presupone que los sujetos económicos compartan y por consiguiente comprendan el “idioma” del mercado.  Valga una analogía.  Los peatones y los automovilistas se detienen ante el semáforo en rojo porque comparten el mismo significado de la luz roja.  Si esta última evocase para algunos la adhesión a una determinada posición política y para otros una señal de peligro, evidentemente ninguna coordinación sería posible, con las consecuencias que es fácil imaginar.  El ejemplo sugiere que no hay uno, sino dos tipos de conocimiento requeridos por el mercado para llevar a cabo la tarea principal anteriormente indicada.  El primer tipo se encuentra en todos los individuos y es aquel que -como lo aclara debidamente el mismo F. von Hayek -puede administrarse mediante los mecanismos normales del mercado.  El segundo tipo de conocimiento es, en cambio, aquel que circula entre los diversos grupos que constituyen la sociedad y tiene relación con el idioma común que permite a una pluralidad de individuos compartir los significados de las categorías de discurso que se utilizan y entenderse recíprocamente cuando entran en contacto.

Es un dato de hecho que en toda sociedad coexisten muchos lenguajes distintos, y el lenguaje del mercado es sólo uno de éstos.  Si fuese el único, no habría problemas: para movilizar de manera eficiente el conocimiento local de tipo individual, serían suficientes los instrumentos habituales del mercado; pero no es así, por la sencilla razón de que las sociedades contemporáneas son contextos multiculturales en los cuales el conocimiento de tipo individual debe viajar a través de confines lingüísticos, y esto presenta dificultades formidables.  El pensamiento neo-austríaco ha podido prescindir de esas dificultades, asumiendo implícitamente que el problema del conocimiento de tipo comunitario de hecho no existiría, por ejemplo, porque todos los miembros de la sociedad comparten el mismo sistema de valores y aceptan los mismos principios de organización social; pero cuando no es así, como la realidad nos obliga a constatar, ocurre que para gobernar una sociedad “multi-lingüística” se requiere otra institución, fuera del mercado, que haga surgir ese idioma de contacto capaz de hacer dialogar a los miembros pertenecientes a diversas comunidades lingüística.  Ahora bien, esta institución es la democracia deliberativa.  Esto nos ayuda a comprender por qué el problema de la gestión del conocimiento en nuestras sociedades actuales, y por tanto en definitiva el problema del desarrollo, postule que dos instituciones -la democracia y el mercado- se encuentran en condiciones de operar conjuntamente, una junto a la otra.  En cambio, la separación entre mercado y democracia que se ha ido consumando en el curso del último cuarto de siglo, sobre la ola de la exaltación de cierto relativismo cultural y de una exasperada mentalidad individualista, ha hecho creer -incluso a estudiosos bien informados- que sería posible expandir el área del mercado sin preocuparse de ajustar cuentas con la intensificación de la democracia.

Son dos las principales implicaciones provenientes de lo anterior: en primer lugar, la idea perniciosa según la cual el mercado sería una zona moralmente neutra que n o requeriría someterse a juicio ético alguno, ya que contendría en el propio núcleo duro (hard core) los principios morales suficientes para su legitimación social.  por el contrario, por no encontrarse en condiciones de auto-establecerse, el mercado, para adquirir existencia, presupone que ya se ha elaborado el “idioma de contacto”.  Y bastaría esa consideración para derrotar por sí misma toda pretensión de autorreferencialidad.  Segundo, si la democracia, que es un bien frágil, está sujeta a una lenta degradación, puede ocurrir que se impida al mercado adoptar y administrar de manera eficiente el conocimiento, y por consiguiente puede suceder que la sociedad deje de progresar, sin que esos se produzcan debido a algún defecto de los mecanismos del mercado, sino más bien por un déficit de democracia.  Ahora bien, la crisis económico-financiera en curso -una crisis de carácter ciertamente entrópico y no dialéctico- es la mejor y más aguda confirmación empírica de dicha proposición.  Pensemos, por dar un solo ejemplo, en el predominio, en las esferas tanto económica como política, del cortoplacismo (short termism), de la idea según la cual el horizonte temporal de las decisiones debe ser el período breve.  La democracia, en cambio, apunta necesariamente hacia el período largo.  Si las preposiciones del mercado son sin -contra- sobre (sin los demás contra los demás), las de la democracia son con -para- en (con los demás, para los demás, en los demás).  En definitiva, necesitamos reunir nuevamente mercado y democracia para conjurar el doble peligro del individualismo y del estatismo centralista.  Hay individualismo cuando cada miembro de la sociedad quiere se el todo; hay centralismo cuando un solo componente quiere ser el todo.  En un caso, se exalta de tal manera la diversidad como para dar muerte a la unidad del consorcio humano; en el otro caso, se sacrifica la diversidad para afirmar la uniformidad.

Un concepto que se repite varias veces en la encíclica Caritas in veritate, sobre todo a propósito de la crisis económico-financiera actual, y sirve para hacernos comprender el sentido propio de las consideraciones anteriores es el concepto de avaricia como avidez.  Como se sabe, para la tradición judeo-cristiana, la avaricia es el vicio capital responsable en mayor medida de los fenómenos de escasez y los consiguientes conflictos distributivos.  Es biunívoco el vínculo subsistente entre avaricia y escasez: por una parte, esta última actúa como estímulo hacia la adopción de comportamientos cada vez más auto-interesados, ya que la posesión de bienes escasos acrecienta el prestigio y la consideración social; por otra parte, la avaricia tiende a agravar las diversas formas de escasez a causa del impacto negativo en la disponibilidad de bienes y de la dificultad de distinguir en la práctica entre necesidades y deseos.  Puede ser interesante recordar, al respecto, que la palabra hebrea para dinero -el objeto principal anhelado por el avaro -es damin, que el Talmud y en la tradición cabalística significa sangre en plural.  La sangre sólo es vida si circula; si se estanca, conduce a una muerte segura.  Es perfecta la analogía con la metáfora del pozo utilizada por Basilio de Cesarea en el año 370: “Los pozos de los cuales se extrae más hacen salir el agua más fácilmente; si se dejan en reposo, se pudren.  También las riquezas detenidas son inútiles; si en cambio circulan, son de utilidad común y fructíferas”.

La avaricia no permite a la sangre circular, así como no permite que se saque agua del pozo.

Ante las res novae contemporáneas, no es difícil distinguir dónde anida la peligrosidad social de la avaricia.  El problema creado por el avaro no es tanto el hecho de que las cosas por él anheladas sean expresión de preferencias egoístas ni que sean deseos suyos, sino más bien el hecho de que el objeto de todos sus deseos sean cosas para él.  Por este motivo el avaro es parásito.  Puede ser lo que es siempre que los demás sean distintos a él.  La avaricia representa hoy uno de los impedimentos más graves para la innovación social y el progreso civil, y esto por la razón fundamental de que la avaricia viola la justicia entendida como forma de respeto entre los individuos.  En nuestras economías de mercado contemporáneas, el usurero escandaliza; pero se oculta bien el empresario avaro, que no transforma en inversión la utilidad de su propia actividad.

Existe en el ser humano un sentimiento que lo impulsa hacia la búsqueda apasionada de lo que es conveniente para sus exigencias, llamado deseo.  El deseo humano, cuando no es desviado, se dirige hacia las cosas como bienes para satisfacerlo, pero puede errar el blanco, porque algunos de los bienes que parecen satisfacerlo, pero en realidad lo inclinan hacia el desorden y lo impulsan hacia la infelicidad.  El deseo es en sí mismo la energía de la vida, pero es posible desear cosas que hacen florecer y cosas que hacen marchitar.  Ahora bien, la avaricia es un deseo que hace marchitar.  Es el descarrilamiento del deseo, que crece en sí mismo.  Sabemos por qué.  Los bienes se convierten en bienes, es decir, cosas buenas, cuando se ponen a disposición común.  Los bienes no compartidos son siempre caminos de infelicidad, también en un mundo opulento.  El dinero retenido como celosa posesión en realidad empobrece a su poseedor, porque lo despoja de la capacidad del don.  El avaro, por definición, no logra dar y por lo tanto no puede ser feliz.  Puede hacer regaos, es decir, puede comprometerse con prácticas filantrópicas si eso le sirve instrumentalmente para incrementar sus posesiones.

Al negar la vinculación con el otro, el avaro no logra traducir en práctica el mensaje de la regla de otro: “ama a todos los demás como a ti mismo”.  Y esto por la sencilla razón de que el avaro no se ama a sí mismo, sino solamente ama “los bienes” que acumula.  De acuerdo con la famosa expresión de Kierkegaard, la puerta de la felicidad se abre hacia el exterior, de manera que sólo puede abrirse yendo “fuera de sí mismo”, lo cual es precisamente aquello que el avaro no logra hacer.

Hoy estamos tal vez en condiciones de ir más allá de la reductiva interpretación de Voltaire, según la cual “los hombres odian a quienes llaman avaros únicamente porque nada pueden obtener”, y de ver en la avaricia el vicio capital que, si no es contrabalanceado por auténticas y amplias prácticas de gratuidad, puede amenazar la sostenibilidad de nuestro modelo de civilización.  Lo comprendió bien Dickens, que en su Canción de Navidad (1843) hace llevar a cabo el frío y avaro Ebeneezer Scrooge un gesto que perduró como algo célebre e inolvidable.  El viejo financiero de la City, que nunca había gastado un centavo y consideraba una pérdida de tiempo y por tanto de dinero la Navidad, al final descubre la verdad sobre sí mismo, junto con algo de la vida que todavía no había saboreado.  Ante la incredulidad general, comienza a distribuir no sólo el dinero obsesivamente acumulado en el curso de una vida guiada por la pasión del tener, sino también simpatía y ternura.  Y se despide de cada uno con las palabras: “Le agradezco, estoy muy, muy agradecido”.  Finalmente, siendo viejo, el avaro Scrooge descubrió lo que es la reciprocidad, y con ella saboreó la felicidad.  

Albert  Camus escribió en Bodas: “Si hay un pecado contra la vida es tal vez no tanto desesperarse como esperar otra vida y sustraerse a la implacable grandeza de ésta”.  Camus no era creyente, pero nos enseña una verdad: no es necesario pecar contra la vida presente descalificándola, humillándola.  No se debe por tanto desplazar el centro de gravedad de nuestra fe hacia el más allá del tal manera que el presente se vuelva insignificante: pecaremos contra la Encarnación.  Se trata de una opción antigua que se remonta a los Padres de la Iglesia, que llamaban a la Encarnación un Sacrum Commercium para destacar la relación de reciprocidad profunda entre lo humano y lo divino, y sobre todo para subrayar que el Dios Cristiano es un Dios de hombres que viven en la historia y que se interesa, más bien se conmueve, por su condición humana.  Amar la existencia es entonces un acto de fe y no sólo de placer personal, que abre a la esperanza, la cual no sólo tiene relación con el futuro, sino también con el presente, porque necesitamos saber que nuestras obras, además de un destino, tienen un significado y un valor también aquí y ahora.  Éste es uno de los mensajes -ciertamente no de los menores- sobre el cual la encíclica Caritas in veritate nos invita a reflexionar con paciencia y determinación.

 

 

 

 

 

 

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