-ELEMENTOS PARA UNA DEVOCIÓN MARIANA-

Desde ahora todas las generaciones me llamarán “bienaventurada”.  Estas palabras de la Madre de Jesús, que Lucas (1,48) nos ha transmitido, constituyen a la vez profecía y tarea para la Iglesia de todos los tiempos.  Esta frase del Magnificat, entresacada de la inspirada alabanza de María al Dios vivo, es uno de los fundamentos esenciales de la devoción cristiana a María.  La Iglesia, cuando ha comenzado a ensalzar a María, no ha inventado nada nuevo; no ha descendido de las alturas de la adoración del único Dios a la alabanza de un ser humano.  Más bien cumple allí la tarea que le corresponde y que le ha sido encomendada desde el principio.

Cuando Lucas escribió este texto ya estaba viviendo la segunda generación cristiana, en la que a la “generación” de los judíos se había agregado la de los paganos que se habían incorporado a la Iglesia de Jesucristo.  Así, entonces, la expresión “todas las generaciones” comenzaba a llenarse de realidad histórica.  El evangelista ciertamente no habría transmitido la profecía de María si la hubiera considerado indiferente o superada.  En efecto, en su evangelio quiso establecer “con atención” lo que “los testigos oculares y los servidores de la Palabra desde el principio” (1,1-3) habían transmitido, para dar de esta manera indicaciones seguras a la fe del pueblo cristiano que estaba haciendo su entrada en la historia.[1]

La profecía de María pertenecía a los elementos que él había hallado “con atención” y que consideraba suficientemente importantes para ser transmitidos como parte del evangelio.  Esto presupone que aquella expresión no se había quedado sin tener un eco en la vida de la comunidad.  Efectivamente los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas dejan entrever un ambiente de tradición, en el que se mantenía vivo el recuerdo de María y en el que la Madre del Señor era amada y alabada.

Estos capítulos también presuponen que el grito, un poco ingenuo, de aquella mujer desconocida: “Feliz el vientre que te llevó” (11,27), no se había apagado, sino que había encontrado una configuración mayormente pura y válida en la más profunda compresión que le dio Jesús.

Suponen además que el saludo de Isabel: “bendita tú eres entre todas las mujeres” (1,42), que Lucas caracteriza como una expresión pronunciada en el Espíritu Santo (1,41), no había quedado como un episodio aislado.  Por el contrario, la exaltación constante de María, por lo menos en un filón de la tradición primitiva, constituye el presupuesto de los relatos lucanos de la infancia. La inserción de esta explosión en el evangelio eleva la veneración a María de simple hecho a tarea para la Iglesia de todos los lugares y de todas las épocas.

Si la Iglesia no alaba a María, descuida algo que pertenece a su misión.  Si decae en ella la veneración a María, se aleja de la palabra bíblica y, entonces, tampoco honra a Dios como conviene.

De hecho, nosotros conocemos a Dios a través de su creación: “Desde que creó el mundo, podemos contemplarlo a través de sus obras y entender por ellas que él es eterno y poderoso, y que es Dios” (Rom. 1,20).  Pero también lo podemos conocer por medio de otra vía más transparente, es decir a través de la historia que Él ha realizado con los hombres.  Así como la realidad de un hombre se revela en la historia de su vida y de las relaciones que teje, asimismo Dios se hace visible en una historia, en unos hombres mediante los cuales manifiesta su propia naturaleza, hasta el punto de que en referencia a ellos puede ser “denominado” y ser reconocido: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.  Por su relación con las personas humanas y por medio de rostros humanos, Dios se ha manifestado y ha mostrado el propio rostro.  No podemos pretender tenerlo solamente a Él, en forma pura, olvidando esos rostros.  Esto equivaldría más bien a un Dios pensado por nosotros mismos en lugar del Dios verdadero, y sería una pretensión de soberbio “purismo” que consideraría más importantes los propios pensamientos que las acciones de Dios.

El versículo del Magnificat nos demuestra que María es una de aquellas personas humanas que pertenecen de modo muy particular al nombre de Dios, de tal manera que no lo podemos alabar debidamente, si dejamos aparte a María.  Esto sería olvidar algo de Él que no debe ser descuidado.  Pero, ¿concretamente qué? En una primera aproximación podríamos decir: su maternidad. En efecto, ésta se manifiesta en la Madre del Hijo de una manera más pura y directa que en cualquier otro lugar.  Sin embargo, esta indicación es demasiado genérica.  Para alabar a María como conviene y así también honrar a Dios de un modo justo, tenemos que ponernos a escuchar todo lo que nos dicen las Escrituras y la Tradición sobre la Madre del Señor y meditarlo en nuestro corazón.

La riqueza de la doctrina mariana ha llegado a ser casi ilimitada, gracias a la alabanza de “todas las generaciones”.  En esta breve meditación sólo quisiera ofrecer una ayuda para una renovada reflexión sobre algunas de las palabras más significativas que San Lucas nos ha puesto en las manos en el inagotable texto del relato de la infancia.

  1. María, la Hija de Sión, Madre de los creyentes

Comencemos con el saludo del ángel a María.  Si profundizamos en la teología lucana, allí se encuentra, como en embrión, la Mariología que Dios nos ha querido transmitir a través de su mensajero, el arcángel Gabriel.  Ese saludo, traducido literalmente, suena de la siguiente manera: “Alégrate, llena de gracia.  El Señor está contigo” (1,28).  “Alégrate, a primera vista, parecería tan sólo la fórmula habitual de saludo en el ambiente de la lengua griega, y por consiguiente la tradición la ha traducido “Te saludo”.  Sin embargo, si partimos de la base veterotestamentaria, dicha fórmula de saludo adquiere un significado mucho más profundo, ya que las cuatro veces que el texto griego del Antiguo Testamento utiliza esta misma expresión, constituyen un anuncio del gozo mesiánico (Sof. 3,13; Joel 2,21; Zac. 9,9; Lam. 4,21).[2]

Con este saludo comienza propiamente el Evangelio y su primera palabra es “Alegría”, es decir la nueva alegría que se origina en Dios y que irrumpe en medio de la antigua y perdurable tristeza del mundo.  María, por lo tanto, no es saludada de cualquier modo, pues el hecho de que Dios la salude personalmente, y en ella al expectante Israel y a la humanidad entera, es una invitación a la más profunda alegría.

El motivo de la tristeza consiste en la vanidad del amor; en la tiranía de la finitud, de la muerte, del dolor, del mal, de la mentira; en la situación de abandono que experimentamos en este mundo contradictorio, en el cual el poder de las tinieblas oscurece las misteriosas y luminosas señales de la bondad divina, que logran penetrar en el mundo a través de sus rendijas, induciéndolo a rechazar a Dios o, por lo menos, a hacerlo aparecer como impotente.

“Alégrate”. ¿Por qué debe alegrarse María de esa manera? La respuesta es: “El Señor está contigo”.  Para comprender el sentido de este anuncio, tenemos que volver de nuevo a los textos veterotestamentarios que le sirven de telón de fondo, particularmente a Sofonías.  Esos textos contienen siempre una doble promesa para Israel, la Hija de Sión: Dios vendrá como Salvador y habitará en ella.  El diálogo del ángel con María recoge esta promesa y la lleva a cumplimiento en una doble realización.  Lo que se dice en la profecía sobre la Hija de Sión, ahora vale para María, que viene equiparada a aquella: ella es la Hija de Sión en persona.  Paralelamente, Jesús, a quien María dará a luz, es equiparado a Yahvé, el Dios vivo.  La venida de Jesús es la venida del mismo Dios para habitar en medio de nosotros.  El significado del nombre de Jesús, que se revela a partir del corazón mismo de la promesa, es precisamente: él es el Salvador.

Rene Lauretin ha demostrado con agudos análisis que Lucas ha profundizado el tema de la inhabitación a través de discretas alusiones verbales.  En efecto, ya en las más antiguas tradiciones se hablaba del habitar de Dios “en el seno” de Israel, en el arca de la alianza.  Ahora ese habitar “en el seno” de Israel literalmente se vuelve plena realidad en la virgen de Nazaret, que se convierte en la verdadera arca de la alianza, de manera tal que el símbolo del arca adquiere una fuerza de inaudito realismo: la carne de un ser humano viene a ser ahora el lugar de la habitación de Dios en medio de la creación.[3]

El saludo del ángel -instrumento de comunicación de la mariología, no ideado por el hombre- nos ha conducido a sus fundamentos teológicos.  María se identifica con la Hija de Sión, con el Pueblo de Dios en su dimensión esponsal.  Todo lo que la Biblia dice acerca de la “Ecclesia” vale también para María, y viceversa: lo que la Iglesia es y debe ser lo llega a conocer concretamente mirándola a ellaEn efecto, María es su espejo, la perfecta medida de su ser, porque está plasmada plenamente a la medida de Cristo y de Dios y “totalmente habitada” por Él.  Y, para cuál otra cosa debería existir la Iglesia si no es para ser la habitación de Dios en el mundo? Dios no actúa con realidades abstractas. Él es persona y la Iglesia también.

Nosotros, y cada uno en particular, cuando más llegamos a ser persona -persona en el sentido de hacernos morada de Dios, es decir, Hija de Sión- tanto más nos hacemos uno, y tanto más somos Iglesia, y así ésta es más ella misma.

La identificación tipológica entre María y Sión conduce de esta manera a una mayor profundidad.  Esta forma de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es mucho más que una interesante composición histórica, pues a través de ella el Evangelista conecta promesa y cumplimiento, reentendiendo la antigua alianza a la luz del acontecimiento de Cristo.  María es Sión en persona, lo cual significa que ella vive todo lo que se entiende por “Sión”.  Ella no constituye una individualidad cerrada, que dependa únicamente de la originalidad del propio yo; no quiere ser solamente un ser humano que defienda y proteja su yo.  No mira la vida como si ésta fuera simplemente una cantidad de cosas, de las cuales se quiere tener cuanto sea posible de manera egoísta.  Más bien, por el contrario, María vive de tal modo que resulta permeable, “habitable” por Dios; su vida es llevada en tal forma que se convierte en un lugar destinado a Dios.  Ella vive en la dimensión común de la historia sagrada, de tal manera que quien nos mira en ella no es el yo estrecho y angosto de un individuo aislado, sino el total y verdadero Israel.  La “identificación tipológica” es una realidad espiritual, una existencia vivida a partir del espíritu de la Sagrada Escritura; es radicarse en la fe de los padres y, al mismo tiempo, proyectarse hacia la altura y la amplitud de las promesas venideras.  Así se comprende entonces por qué la Biblia compara muchas veces al justo con un árbol cuyas raíces se bañan en las aguas vivas de lo eterno y cuya copa recoge y transforma la luz del cielo.

Volvamos una vez más al saludo del ángel. María viene llamada “la llena de Gracia”. El vocablo griego para designar Gracia (charis) tiene la misma raíz de la palabra alegría: alegrarse (chara, chairein).[4] Aquí se vuelve a manifestar de otro modo la misma correlación, que hemos encontrado a partir del parangón con el Antiguo Testamento.  La alegría viene de la Gracia.  Quien está en Gracia puede gozar de una alegría profunda y durable; y viceversa, la Gracia es la alegría.

¿Qué es la Gracia? Esta pregunta surge ante el texto que estamos comentando.  En nuestra reflexión religiosa hemos cosificado quizás un poco más de la cuenta este concepto, considerando la Gracia simplemente como algo sobrenatural que llevamos en el alma.  Y como no advertimos gran cosa de ella o incluso nada, poco a poco se nos vuelve insignificante, una palabra vacía del extraño léxico cristiano, que no parece tener ya relación alguna con la realidad de nuestra vida diaria.  Pero en realidad el concepto Gracia es relacional:  no expresa tanto una propiedad de un sujeto, sino más bien una relación del yo y del tú, de Dios y del hombre.  “Llena eres de Gracia” podemos traducirlo de la siguiente manera: Llena eres del Espíritu Santo.  Estás en relación vital con Dios.

Pedro Lombardo, que dio origen al Manual de teología que se utilizó comúnmente en la Edad Media durante cerca de trescientos años, formuló la tesis según la cual la Gracia y el amor son la misma cosa, siendo el amor “el Espíritu Santo”.  La Gracia, en su sentido propio y más profundo, no es algo que viene de Dios, sino que es Dios mismo.[5] La Redención significa que Dios, en su obrar propiamente divino con nosotros, no nos da algo que sea menos que Él. En efecto, el don de Dios es Dios mismo.  Él, que como Espíritu Santo, es comunión con nosotros.

“Llena eres de Gracia” significa también que María es un ser humano totalmente comunicado, que se ha abierto completamente, que se ha entregado audazmente y sin límites en las manos de Dios, sin temor por su propia suerte.  Significa que María vive plenamente a partir de su relación con Dios y que se basa en ésta.  Que es un ser humano en escucha y oración, cuyos sentidos y cuya alma están atentos a las múltiples y delicadas llamadas del Dios vivo.  Que es una persona que reza, totalmente proyectada hacia Dios y por eso mismo que ama con la amplitud y la magnanimidad del verdadero amor, pero también con su certera capacidad de discernimiento y con la disponibilidad para el sufrimiento, típica del amor.

Lucas ha ilustrado además esta situación existencial a partir de otro campo temático: en su delicado modo de presentar el relato sobre María, propone, a través de una serie de alusiones, un paralelismo entre Abraham, el padre de los creyentes, y ella, la madre de los mismos.[6] Estar en Gracia significa entonces ser creyente.  La fe implica en sí misma los elementos de la solidaridad, de la confianza, del don de sí mismo; pero también la oscuridad.  Si con la palabra “fe” se designa la relación del hombre con Dios, la abertura del alma a Él, esto significa que, en la relación del yo humano con el Tú divino, la distancia infinita entre Creador y creatura no se anula.  Significa asimismo que el modelo de la amistad entre iguales (partnership), que nos es tan querido, no se puede aplicar en el caso de Dios, porque no llega a expresar suficientemente su majestad y lo misterioso de su obrar.

La persona totalmente abierta a Dios es precisamente la que logra acoger la alteridad divina, lo misterioso de su voluntad, lo cual puede convertirse en la espada afilada de nuestro querer.  El paralelismo entre María y Abraham comenzó con el gozo de la promesa del hijo, pero se prolonga hasta la hora oscura de la subida del monte Moriah, o sea, hasta la crucifixión de Cristo y luego, ciertamente, hasta el milagro de la salvación de Isaac y la resurrección de Jesucristo.  Abraham, padre de la fe: con este título se designa el papel único del patriarca en la piedad de Israel y en la fe de la Iglesia, pero no hay que extrañarse de que ahora al comienzo del nuevo pueblo, sin restar importancia al papel de Abraham, haya una “Madre de los creyentes” en cuya pura y alta figura nuestra fe encuentre continuamente su modelo y la indicación del camino a seguir.

2. María profeta

Con la exégesis espiritual del saludo del ángel a María hemos determinado el lugar teológico, por así decirlo, de la mariología, respondiendo a la pregunta: ¿qué significado tiene la figura de María en la estructura de la fe y de la piedad cristiana? Ahora quisiera ilustrar esta reflexión de fondo, refiriéndome a otros dos aspectos de María que se encuentran igualmente en el evangelio de Lucas.  El primero de ellos se refiere a la oración de María, a su carácter contemplativo, podríamos decir al elemento místico de su ser, que los Padres unían estrechamente al profético.

Pienso aquí en tres textos, en los que se resalta claramente dicho aspecto.  El primero se encuentra en el contexto de la escena de la anunciación: María se turba por el saludo del ángel: es el temor sagrado que invade a los hombres cuando son sorprendidos por la cercanía de Dios, del Dios totalmente Otro.  María se turbó y “se preguntaba qué quería decir este saludo” (1,29).  La palabra “preguntarse” utilizada por el evangelista está formada por la raíz griega con la que se designa “diálogo”; esto significa entonces que María entra interiormente en diálogo con la Palabra.  Ella dialoga en su interior con la Palabra que le viene propuesta, la interpela y se deja al mismo tiempo interpelar por ella para tratar de comprender su sentido.

El segundo texto que nos interesa se encuentra después del relato de la adoración de Jesús por parte de los pastores.  Allí se nos dice que María “conservaba”, “tenía juntos”, “reunía” en su corazón todas estas palabras o eventos (2,19).  El evangelista aquí atribuye a María aquel tipo de memoria que llega a la comprensión por medio de la meditación, la cual adquiere gran importancia, en el evangelio de Juan, para la profundización del mensaje de Jesús por obra del Espíritu Santo en el tiempo de la Iglesia.  María descubre un evento lleno de sentido en los acontecimientos-palabras, que proceden de la voluntad de Dios que es creadora de significado; traduce los acontecimientos en palabras y penetra en ellas en la medida en que los acoge en el “corazón”, es decir, en aquel campo de la comprensión en el que el sentido y el espíritu, la razón y el sentimiento, la visión exterior e interior están íntimamente unidos, de manera que la totalidad resulta visible más allá de los particular y su mensaje puede ser comprendido.

María “reunía”, “mantenía juntos”, es decir, insertaba lo particular en la totalidad, lo confrontaba, lo contemplaba, y lo conservaba.  La palabra se convierte en semilla al caer en tierra buena.  No se la puede recibir con prisas, no se la puede encerrar en una primera comprensión superficial para luego olvidarla; más bien lo que sucede exteriormente debe lograr un espacio en el corazón para permanecer y para poder abrirse lentamente en su profundidad, sin que la singularidad del acontecimiento sea anulada.

Más adelante, en conexión con la escena de Jesús adolescente en el templo, se expresa nuevamente algo similar.  Primero se dice: “ellos no comprendieron las palabras que les dijo” (2,50).  En efecto, incluso para el creyente, para la persona totalmente abierta a Dios, las palabras divinas no son comprensibles y claras desde el primer momento.  Quien exigiera del mensaje cristiano la superficial comprensión inmediata, se saldría del camino de Dios.  Donde no hay humildad para acoger el misterio, paciencia para aceptar lo que no se comprende, para conservarlo y permitirle que lentamente se abra, quiere decir que la semilla de la palabra ha caído sobre piedra y que no ha encontrado tierra buena.  Igualmente, la madre tampoco comprende al hijo en este momento, pero una vez más conserva “todas estas palabras en su corazón” (2,51).  La palabra “conservar”, que se encuentra en la escena de los pastores, no es exactamente la misma desde el punto de vista lingüístico: si allí se subrayaba el “conjunto”, la mirada unificante, ahora en cambio lo que se pone en relieve es el “a través de”, el aspecto de llevarlo en, a través de algo, y de custodiarlo.

Detrás de esta presentación de María se hace visible la figura del piadoso israelita del Antiguo Testamento, según lo describen los salmos, y en particular el 119, el gran salmo de la palabra de Dios.  Lo característico del pío israelita que se encuentra allí es que ama a la palabra de Dios, la lleva en su corazón, reflexiona sobre ella, la medita día y noche y se deja penetrar por ella a lo largo de su vida.  Los Padres han sintetizado todo esto en una hermosa y expresiva imagen, que se encuentra formulada de la siguiente manera, por ejemplo, en Teodoro de Ancira: “Ha dado a luz la virgen… como ‘profeta?... ha dado a luz… María, ´profeta ‘, por medio de la escucha concibió al Dios vivo.  En realidad, la vía natural de la palabra es al escucha”.[7] La maternidad divina y la abertura permanente a la palabra de Dios se consideran aquí íntimamente unidas: prestando atención al saludo del ángel, la Virgen acoge en sí misma al Espíritu Santo; haciéndose totalmente “escucha atenta”, acoge de manera tan plena la Palabra, que ésta se hace carne en ella.

Esta profundización del nexo existente entre escucha, meditación y acogida, puede ser abordada y repensada ahora a partir del concepto y de la realidad de lo profético: María es “profeta” en la medida en que escucha en el fondo del corazón y, por consiguiente, interioriza la Palabra para entregarla a su vez al mundo.

Alois Grillmeier ha hecho el siguiente comentario sobre las anteriores reflexiones de los Padres: “En la figura de María ‘profeta’ por ejemplo, no vemos traza alguna de la divina pagana.  María no es una pitonisa.  Cuando se yuxtaponen la escena de la Anunciación y el encuentro en la casa de Zacarías, se nota un cambio del centro de gravedad de los profético, que va de lo estético a la interioridad marcada por la intervención de la Gracia… Si a María le corresponde un puesto en la historia de la mística, es porque tiene esta conformación… este único significado, pues en ella todo tiende desde la periferia hacia lo esencial y lo interior”.[8] “De esta manera en ella se hace evidente la nueva y específica comprensión cristiana de la realidad profética: vivir en el esplendor de la verdad, que es la verdadera directriz abierta al futuro y la única clarificación válida de todo lo presente.  Igualmente en ella se hace visible la verdadera grandeza y la profunda simplicidad de la mística cristiana, la cual no consiste en lo extraordinario, en los éxtasis y en las visiones, sino en el continuo intercambio de la creatura con el Creador, de suerte que se vuelva siempre más permeable a Él, uniéndose realmente a Dios en santa nupcialidad y maternidad.  Para ello no tenemos que tratar de releer la Biblia en clave psicológica; más bien, quizás, podemos buscar algunos rastros que aunque están solamente sugeridos, sin embargo concretizan esta manera de ser de la imagen bíblica de María.

En relato de las bodas de Caná, por ejemplo, constituye para mí uno de estos casos.  María es rechazada.  La hora del Señor no ha llegado todavía; la hora presente, el tiempo de la actividad pública de Jesús, exige que ella se retire, que calle.  Parece extraño, casi contradictorio, que ella, sin embargo, se dirija a los servidores: “Haced lo que Él os dice” (Jn 2,5).  No se trata sencillamente de la disponibilidad interior para dejarle obrar, de la sensibilidad interior ante el misterio escondido de la hora).

El segundo ejemplo es Pentecostés.  El tiempo de la actividad pública de Jesús había sido el tiempo de las negativas y de mantenerse aparte.  La escena de Pentecostés, por el contrario, se empalma de nuevo con los momentos iniciales de Nazaret, estableciendo una conexión de conjunto.  Así como entonces Cristo había sido generado por obra del Espíritu Santo, de la misma manera ahora la Iglesia es engendrada por medio del mismo Espíritu.  Igualmente, en esa escena María se encuentra en medio de los que oran y atienden (Act. 1,14): este hecho nos muestra que el recogimiento de la oración, que habíamos encontrado como característica de su naturaleza, vuelve a aparecer de nuevo como el ambiente en el que el Espíritu Santo puede entrar y puede dar lugar a una nueva creación.

Como una síntesis de todos estos aspectos quisiera referirme una vez más al Magnificat.  Según los Padres es sobre todo allí en donde María se manifiesta llena del Espíritu profético, particularmente cuando predice que será alabada por todas las generaciones.[9] Sin embargo, esta oración profética está tejida íntegramente con hilos del Antiguo Testamento.  En qué medida se encuentren en ella elementos precristianos o hasta qué punto el evangelista haya contribuidos a su formulación, en el fondo es una cuestión del todo secundaria.  Lucas y la tradición que está detrás perciben en esta oración la voz de María, la Madre del Señor.  Ellos saben que así ha hablado ella[10].  En efecto, María ha vivido tan profundamente la palabra de la antigua alianza que ésta, de un modo totalmente espontáneo, se ha convertido en su propia palabra.  La Biblia era meditada y vivida por ella, era “rumiada” de tal manera en su corazón, que veía su propia vida y la vida del mundo en esa palabra; era tan suya que con esa misma palabra podía responder a cada instante.  La palabra de Dios se había convertido en su propia palabra, y ésta se había transformado en aquella: los confines habían caído, porque al contacto con la palabra, su existencia era ya una vida en el Espíritu Santo.

“Mi alma engrandece al Señor” no porque nosotros podamos añadir algo a Dios, comenta al respecto San Ambrosio, sino porque le dejamos que sea grande en nosotros.  Engrandecer al Señor no significa querer hacernos grandes a nosotros mismos, al propio nombre, al propio yo, extendernos y exigir espacio, sino dar lugar a Dios, para que Él está más presente en el mundo.  Esto quiere decir que debemos llegar a ser lo que realmente somos: imagen de Dios y no una mónada cerrada, que solamente se representa a sí misma.  Significa que debemos liberarnos del polvo y del moho que opaca y recubre la imagen, para que en ese reflejo de Dios lleguemos a ser verdaderos hombres.

3. María en el misterio de la cruz y de la resurrección

Abordaremos ahora un último aspecto de la imagen de María que todavía quisiera tratar.  Engrandecer a Dios, como decíamos, es hacernos libres para Él; significa el verdadero y auténtico éxodo, aquel salir de sí mismo, que Máximo el Confesor ha descrito incomparablemente en su explicación de la pasión de Cristo: “el paso de la oposición de dos voluntades a la comunión”, lo cual “transcurre a través de la cruz, de la obediencia”.

Para María tienen una dimensión de cruz la Gracia, la profecía y la mística, que viene expresada en el evangelio de Lucas particularmente en el relato del encuentro con el anciano Simeón, el cual proféticamente dice a María: “este está puesto para la caída y la elevación de muchos en Israel y para ser señal de contradicción y a ti misma una espada que atravesará el alma…” (2, 34s).  ante este texto me viene a la mente la profecía de Natan a David después de su pecado:  tú has matado a Urias con la espada de los Amonitas. “pues bien”, jamás se apartara la espada de tu casa” (2 San 12,9s).  La espada que pende sobre la casa de David hiere ahora su corazón.  Cristo, el verdadero David, y su madre, la Virgen pura, toman sobre si esa maldición y en consecuencia esta es vencida.

“Una espada atravesará tu corazón”: se trata de una alusión a la pasión.  Esta comienza propiamente ya desde la visita al templo, en donde María debe aceptar la preeminencia del verdadero Padre y de su casa, el templo; tiene que aprender a dejar libre al que ella ha engendrado.  Tiene que llevar a término aquel sí a la voluntad de Dios, que le ha hecho ser madre, quedándose a un lado y dejándole su misión.

En los rechazos que recibe durante la vida pública y en ese quedarse a un lado se realiza un paso importante, que llegará a su culmen junto a la cruz, cuando escucha las palabras: “Ahí tienes a tu hijo” -referidas ya no a Jesús mismo, sino al discípulo que viene ahora a ser su hijo-.  La acogida y la disponibilidad es el primer paso que se le pide; el dejar y el abandonar es el segundo.  Sólo así se realiza su maternidad: las palabras “dichoso el vientre que te llevó” sólo se vuelven verdaderas plenamente cuando se transforman en otra bienaventuranza: “Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la observan” (Lc II, 27s).  De esta manera María se encuentra preparada para el misterio de la cruz, que no termina simplemente en el Gólgota.  Su Hijo continúa siendo signo de contradicción, y ella por lo tanto sigue implicada en el sufrimiento de esta contradicción, en el sufrimiento de su maternidad mesiánica.

Precisamente la imagen de la Madre Dolorosa, convertida en pura compasión, teniendo en sus brazos a su Hijo muerto, ha sido muy apreciada por la piedad cristiana.  En esta Madre compasiva han encontrado los atribulados de todos los tiempos el reflejo más puro de la compasión divina, que constituye la única consolación verdadera. En efecto, todo dolor, todo sufrimiento, en última instancia es aislamiento, pérdida de amor, felicidad aniquilada por falta de acogida.  Solamente el estar “con”, puede sanara el dolor.

En Bernardo de Claraval se encuentra una frase admirable: Dios no puede padecer, pero puede compadecer.[11] De este modo Bernardo en cierto sentido pone término a la discusión de los Padres sobre la novedad del concepto cristiano de Dios.  Según el pensamiento antiguo, hacía parte de la naturaleza divina la impasibilidad propia del puro razonamiento.  Para los Padres resultaba difícil rechazar esta concepción y pensar en una “pasión” en Dios; pero veían claramente que “la revelación bíblica revoluciona… todo lo que el mundo había pensado acerca de Dios”.  Comprendieron que en Él existe una pasión íntima, el amor, que llega a constituir su esencia peculiar.  Y porque Él ama, por ello mismo no le es extraño padecer bajo la forma de compadecer.  Al respecto escribe Orígenes: “En su amor hacia los hombres, el que no puede padecer ha padecido la compasión de la misericordia”.[12]

Se podría decir: la cruz de Cristo constituye la compasión de Dios con el mundo.  En el hebreo del Antiguo Testamento se expresa el compadecer de Dios con el hombre, no con un término tomado del campo psicológico, sino más bien utilizado un vocablo de acuerdo con el modo concreto del pensamiento semítico, que en su significado fundamental viene a indicar una parte física del cuerpo, el “rahamim”, que usado en singular se refiere al vientre, al seno materno.

Así como el “corazón” equivale al sentimiento, y el lomo y los riñones al deseo y al dolor, así también el vientre materno sirve para expresar la cercanía con otro, indicando profundamente la capacidad que tiene el ser humano de existir para otro, de acogerlo, de llevarlo dentro de sí mismo y, de esa manera, de darle la vida.  El Antiguo Testamento, pues, con un término tomado del lenguaje corpóreo quiere significarnos de qué manera Dios nos guarda dentro de sí mismo y nos lleva en su interior con amor compasivo.[13]

Las lenguas con las que entró en contacto el evangelio en su paso al mundo pagano no conocían esa forma de expresión.  Sin embargo, la imagen de la Piedad, de la “Mater dolorosa” que abraza al Hijo muerto, se convirtió en la traducción viva de esa palabra: en ella se manifiesta la pasión maternal de Dios.  En ella se hace visible, palpable.  Ella constituye la “compassio” de Dios, que se ha hecho presente a través de un ser humano que se dejó atraer totalmente por el misterio divino.  Y puesto que la vida humana conlleva siempre el sufrimiento, la imagen de la “Mater dolorosa”, expresión de la misericordia (rahamim) de Dios, ha adquirido gran importancia para toda la cristiandad.  Sólo en ella la imagen de la cruz llega a la perfección, ya que la Madre dolorosa significa la cruz acogida, la cruz que se comunica en el amor y que nos permite en su compasión experimentar la compasión de Dios.  El sufrimiento de la Madre es entonces un sufrimiento pascual, que manifiesta desde ahora la transformación de la muerte en aquel “estar con” del amor redentor.

Sólo aparentemente nos hemos alejado con todo lo anterior del “alégrate”, con el que comienza la historia de María.  En efecto, el gozo que se le anuncia al principio no es el gozo banal, que se funda en el olvido de los abismos de nuestra existencia y que por consiguiente está condenado a caer en el vacío.  Más bien es la alegría verdadera que nos da la audacia de emprender el éxodo del amor para llegar a la ardiente santidad de Dios.  Es el gozo auténtico que no se destruye en el sufrimiento, sino que se madura.  De hecho solamente existe verdadera alegría cuando ésta resiste al sufrimiento y es más fuerte que él.

“Todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.  Nosotros proclamamos bienaventurada a María con palabras que constituyen una síntesis del saludo del ángel y del saludo de Isabel, o sea, con palabras que no han sido inventadas por los hombres.  En efecto, el evangelista dice que el saludo de Isabel fue pronunciado estando ella llena del Espíritu Santo.  “Bendita tú eres entre todas las mujeres”, dijo Isabel, e imitándola a ella repetimos nosotros: Bendita tú eres.  Vuelve entonces a escucharse, al principio de la nueva alianza, la promesa hecha a Abraham, a quien Dios había dicho: “Tú serás una bendición… en ti serán benditas todas las generaciones de la tierra” (Gen 12, 2-3).

María, que acogió la fe de Abraham y la llevó a su perfección, es ahora la bendita. Ha llegado a ser la Madre de los creyentes, por cuyo medio todas las generaciones de la tierra serán benditas.  Nosotros hacemos parte de esta bendición cuando la alabamos.  Entramos en ella cuando juntamente con María nos hacemos creyentes y glorificamos a Dios, para que Él habite en medio de nosotros como el Dios con nosotros: Jesucristo, el verdadero y único redentor del mundo.


Notas

[1] Cfr. F. MUSSER, in E.E Ellis, E. Grässer (Hg.), Jesus and Paulus. Festschrift für H.G. Kummel (Göttingen 1975) 253-255.
[2] El primero que había llamado la atención al respecto fue ST. LYONNET.
[3] LAURENTIN, Ioc, cit, 79-82; IGLESIAS  183ss.
[4] Cfr. H. CONZELMANN, en: thWNT IX 363-366.
[5] PETRUS OMBARDUS. Sententiae 117 c.1. Esta identificación directa entre amor, gracias y Espíritu Santo ha sido rechazada, justamente, por otros grandes doctores de la escolástica, por ejemplo cf. San BUENAVENTURA, In Sent.1 d. 17 a. un.q.1; Santo TOMAS DE AQUINO, S. Theol. IHI q.23 a 2. Efectivamente la idea de una gracia creada es irrenunciable: una relación -en este caso la relación Dios-hombre- no deja invariado a quien entra en ella. El hecho de que sea acogida en el hombre mismo, que se convierta en una determinación de su propio ser, indica que la gracia es ante todo una relación auténtica. De esta manera lo que se ha dicho en el texto no debe entenderse como un regreso a Pedro Lombardo, fuera de Tomás y Buenaventura, ni tampoco debe entenderse en el sentido de la polémica de los Reformadores contra la gracias creada, sino más bien, en cambio, como una enérgica puntualización del carácter relacional de la gracia. Acerca del status questionis actual en el campo de la teología católica, cfr. J. AUER, Das Evangeilum der Gnade (KKD V, Regensburg 1970) 156-159; H SCHAUF, M.J. Scheeben de inhabitatione Spiritus Santi, in: AAW, M.J. Scheeben teólogo católico d’ispirazione tomista (Libr.Ed. Vaticana 1982) 237-249; indicaciones muy concisas se encuentran también en la nueva edición francesa de la Suma Teológica: TOMAS DE AQUINO, Somme Theologique III (Ed. Du Cerf 1985) 159ss.
[6] Cfr. LAURENTIN, LOC, CIT. 98; Cfr. También la encíclica mariana de Juan Pablo II: María-Gotees Ja zum Menschen (Herder 1987); en mi introducción p.117s y en el comentario de H.U. von Balthasar p. 134s.
[7] Omelia 4 in Deiparam et Simeonem e 2 PG 77, 1392 CD. Al respecto puede verse el importante estudio de A. GRILLMEIER, María Profetin, en: ID. Mit ihm und in ihm. Christologische  Forschungen und Perspektiven (Herder 1975) 198-216; cita en las pág. 270s.
[8] Ibid, 215s.
[9] GRILLMEIER, Ibid. 207-213.
[10] Para la discusión en relación con el Magnificat, cf. H. SCHURMANN, Das Lukasevangelium I (Herder 1969) 71-80; S.M IGLESIAS, Los cánticos del Evangelio de la Infancia según San Lucas (Madrid 1983) 61-117.
[11] In Cant. S.26 b 5, PL 183,906; Impassibillis est Deus, sed non incompassiblillis. Cfr. H. de LUBAC, Geist aus der Geschichte. Das Schriftverständnis des Origenes (Johannes Verlag 1968; original francés 1950) 285. Para este asunto es importante ver todo el capítulo “Der Gott des Origenes” pp. 269-289. Hans Urs von Balthasar varias veces ha tomado posición sobre el tema “el dolor es Dios”. Recientemente Theodramatik IV. Das Endspiel (Johannes Verlag 1983) 191-222.
[12] De LUBAC, Ioc. Cit. 286.
[13] Al respecto es importante la larga nota 52 de la encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia: cfr. También la nota 61. Cfr. Además H. KÖSTER, en: ThWNT VII 548-559. Es interesante ver que Orígenes en el párrafo que se ha citado, para indicar el “dolor de Dios” utiliza el término xxxx y lo caracteriza así como compasión, la cual no se encuentra en contradicción con la impasibilidad de Dios. Por lo demás Köster, Ioc. Cit. 550 llama la atención sobre el hecho que en los LXX la traducción corriente de rahamin no es xxxx sino сиктриос, abandonándose así la imagen, tenida como demasiado fuerte y se la constituye con su contenido (“compasión”.

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