No olvidéis jamás esta verdad: el hombre vale lo que busca, a lo que él se vincula.
Detrás de las acciones reflexionadas de cada individuo, hay siempre una razón, un móvil. Algunos buscan el placer, algunos los honores, otros están poseídos por la fiebre de la ambición o por la sed de dinero, la mayoría son víctimas de sus penas cotidianas. La influencia del móvil o del fin es predominante en el valor de nuestras acciones. El móvil por el cual nos agitamos, el objetivo que perseguimos, y que debe, por así decirlo, orientar toda nuestra vida, es para nosotros de una importancia capital.
A este propósito, el bienaventurado Columba Marmion insiste:
no olvidéis jamás esta verdad: el hombre vale lo que busca, a lo que él se vincula. [1]
Si nosotros buscamos a Dios, cualquiera sea nuestra nada por nuestra condición de criatura, nos elevamos más allá de nuestra condición natural con la ayuda del Ser infinitamente perfecto que nos une a Él mismo. Si, por el contrario, nosotros buscamos a la criatura, el dinero, el placer, las satisfacciones del orgullo, es decir, a nosotros mismos bajo todas estas formas, por muy grande que seamos a los ojos de los hombres, no valemos en realidad más que esta criatura, nos rebajamos a este nivel. Sí, en verdad, el hombre no vale sino lo que busca.
El verdadero cristiano está pues animado del deseo de encontrar a Dios y de poseerlo. Buscar a Dios, quarere Deum, constituye todo el programa de la vida cristiana:
encontrar a Dios y permanecerle habitualmente unido por los lazos de la fe y de la caridad, es toda la perfección. [2]
Dios nos llama a conocerlo y a amarlo, a compartir su vida misma y su propia felicidad. Él quiere ser para nosotros no solamente el maestro soberano de todas las cosas, sino un amigo, un padre. En este sentido, Él eleva nuestra naturaleza por encima de ella misma, adornándola de la gracia santificante (por la cual nosotros pasamos a ser sus hijos adoptivos), de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo. Ninguna criatura puede saciar nuestro deseo: es Dios que quiere ser Él mismo, por la comunicación de su vida infinita y eterna, nuestra perfecta felicidad.
En la última Cena, Jesucristo confirmó esta verdad y la promesa que lleva implícita:
Allí donde esté, yo quiero, oh Padre, que los míos estén también, a fin de que ellos sean testigos de mi gloria, que ellos compartan nuestra alegría y que tu amor los llene (cfr. Jn. 17, 24-26).
Tal es el objetivo único y supremo al cual nosotros debemos tender; nosotros debemos buscar a Dios; no tanto el Dios de la naturaleza como el Dios de la Revelación. Para nosotros, pues, cristianos “buscar a Dios”, es tender hacia Él no solamente como simples criaturas que van hacia el principio primero y el fin último de su ser, sino que tender hacia Él sobrenaturalmente, es decir, en calidad de hijos, que quieren permanecer unidos a su padre por una voluntad plena de amor y por esta “asociación misteriosa a la naturaleza misma de Dios”, de la cual habla San Pedro (2 P 1, 4); es tener y cultivar con las personas divinas una intimidad tan real y tan profunda, que San Juan la llama “la sociedad del Padre y del Hijo Jesús” (1 Jn. 1, 3) en su común Espíritu. Es a lo que el Salmista hace alusión cuando nos exhorta a “buscar el rostro de Dios” (Ps 104, 4), es decir, buscar la amistad de Dios, buscar su amor, como cuando la esposa, mirando al esposo, busca, más allá de sus ojos, el fondo mismo de su alma que le dice su ternura. Dios es para nosotros un padre lleno de bondad; Él quiere que, desde aquí abajo, nosotros encontremos nuestra felicidad en Él, en sus perfecciones inenarrables. [3]
Tales son las convicciones fundamentales de la doctrina de Dom Marmion, uno de los autores espirituales más influyentes del siglo XX. Prácticamente olvidado en los años que siguen al Concilio Vaticano II, es objeto de un renovado interés después de una quincena de años, sobre todo después de su beatificación, que tuvo lugar el 3 de septiembre del 2000. La reedición de sus Obras Espirituales en 1998, la aparición de una excelente biografía por Dom Mark Tierney de la abadía benedictina de Glenstal (Irlanda) [4] y la reciente publicación de la Correspondencia [5] ofrecen una buena ocasión para presentar este autor a una nueva generación de lectores, sobre todo a los jóvenes cristianos sedientos de guiar sólidamente su vida espiritual.
Vida del Bienaventurado Columba Marmion
Joseph Aloysius Marmion nació en Dublín el 1 de abril de 1858, de padre irlandés, William Marmion, y de madre francesa, Herminie Cordier. En 1874, queriendo hacerse sacerdote diocesano, entra al Seminario de la Santa Cruz de Clonliffe, Dublín. Enseguida, su arzobispo, Mons. Edward McCabe, lo envía a Roma para completar sus estudios. Allí, tuvo él la buena suerte de seguir los cursos del sacerdote Francesco Satolli, futuro delegado apostólico en los Estados Unidos y una de las grandes figuras de la renovación tomista, quien lo alienta a sumergirse en el estudio de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. El otro profesor influyente fue el de Sagrada Escritura, Mons. Ubaldo Ubaldi, quien inspira en el joven Marmion un profundo amor por el Nuevo Testamento, y sobre todo por los escritos de San Pablo. Marmion conocía de memoria las cartas del Apóstol de los gentiles y las citaba constantemente en sus conferencias y en su correspondencia.
El 16 de junio de 1881, Marmion fue ordenado sacerdote en la iglesia romana Sant’Agata dei Goti (Santa Águeda de los Godos), a la sazón capilla del Colegio Irlandés. Camino a Irlanda, se detiene en Bélgica para visitar a un amigo sacerdote en la abadía benedictina de Maredsous. Se siente inmediatamente atraído por la vida monástica. De regreso a Dublín, fue nombrado vicario en la parroquia de Dundrum y en seguida profesor del seminario, lo que le permite completar su formación intelectual y espiritual. Al mismo tiempo, era capellán de un convento de la prisión “Mountjoy” de Dublín, lo que le hace conocer a muchos criminales endurecidos. Gracias a su bondad de corazón, el abad Marmion tiene éxito en conocerlos en la profundidad de su angustia y, en algunos casos, en despertar en ellos no solamente esperanza y consolación, sino también la fe en la misericordia de Dios. [6]
Después de cinco años de ministerio, abandona Dublín para entrar a la abadía de Maredsous, en donde se le da el nombre de Columba, en honor del gran evangelizador de Escocia. Luego de su profesión religiosa, que tuvo lugar en 1891, se distingue muy rápidamente como predicador y conferencista. En 1899 fue designado para formar parte de un pequeño grupo de monjes enviados para fundar la abadía de Mont-César en Lovaina, en donde se le confía rápidamente el cargo de prior. Allí es también responsable espiritual y profesor de los jóvenes monjes llevados a Lovaina para los estudios de filosofía y de teología. En esa misma época se convierte en el confesor del futuro cardenal Mgr Joseph Mercier. Su afinidad estaba sin duda fundada en parte sobre un mismo conocimiento y apreciación de las obras de Santo Tomás de Aquino.
Diez años más tarde, en 1909, Dom Marmion fue elegido abad de Maredsous. Se encuentra así a la cabeza de una comunidad de más de cien monjes, dotada además de una escuela de humanidades, de una escuela de maestros de arte, y de una enorme granja. Debía también velar sobre la reputación teológica y científica ya bien establecida de la abadía. Continúa su apostolado de predicación de retiros y se consagra a numerosas direcciones espirituales. En 1913 ayuda a los monjes anglicanos de la isla de Caldey y a las monjas de Milford Haven, quienes deseaban convertirse al catolicismo. Durante la Primera Guerra Mundial, después de la invasión de Bélgica, acompaña a los monjes más jóvenes a Irlanda, en donde podían continuar su formación monástica. De regreso a Maredsous en 1916, debió asegurar la dirección de la abadía, siguiendo a la vez de cerca la comunidad de jóvenes monjes que permanecían en Edermine, Irlanda.
En Maredsous, daba regularmente conferencias espirituales a sus monjes. Su secretario, Dom Raymond Thibaut, y los otros monjes anotaban con avidez lo que él decía durante las conferencias. Dom Thibaut consultaba igualmente a las monjas de Maredret, quienes se beneficiaban también de las enseñanzas de Dom Marmion. Después de haber corregido el francés, Dom Thibaut daba el texto a su abad para su aprobación. Era así que nacía la Trilogía Jesucristo, vida del alma (1917), Jesucristo en sus misterios (1919) y Jesucristo, ideal del monje (1922). Dom Marmion tenía también la intención de publicar un libro sobre el sacerdocio, pero no alcanzó a hacerlo antes de su muerte, sobrevenida el 30 de enero de 1923.
Es solamente en 1951 que Dom Thibaut pudo publicar el volumen Jesucristo, ideal del sacerdote, basado en los retiros predicados por Dom Marmion y organizado según los temas que le eran de mayor interés. Además, Dom Marmion sostenía una correspondencia enorme. [7] Algunos extractos fueron publicados en 1934 en La unión a Dios. [8] En 1962, un volumen que contenía 184 cartas reeditadas en inglés fue publicado por Dom Thomas Deforge. [9] El volumen de la Correspondencia publicado en 2008 contenía 1.867 cartas de Dom Marmion, de las cuales mil 361 eran inéditas.
Desde 1936 se empezó a rezar por su beatificación. El proceso diocesano tuvo lugar en Namur y en la abadía de Maredsous de 1957 a 1961. La causa avanzó lentamente, hasta la beatificación el 3 de septiembre del 2000. El Papa Juan Pablo II afirmó en esta ocasión:
Dom Marmion ha legado un auténtico tesoro de enseñanza espiritual para la Iglesia de nuestro tiempo. En sus escritos, él enseña un camino de santidad simple y por tanto exigente, para todos los fieles que Dios, por amor, ha destinado a ser sus hijos adoptivos en Cristo Jesús (cf. Ef 1, 5). Jesucristo, nuestro Redentor y fuente de toda gracia, es el centro de nuestra vida espiritual, nuestro modelo de santidad.
La idea fundamental de su doctrina espiritual
Los escritos de Dom Marmion son a la vez teológicos y espirituales. Su doctrina está bien enraizada en la Biblia, la liturgia, los doctores de la Iglesia, sobre todo en Santo Tomás de Aquino; la Regla de San Benito y los grandes autores espirituales, especialmente San Francisco de Sales y Mons. Charles Gay, obispo auxiliar de Poitiers y autor de las Elevaciones sobre la vida y la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, publicado en 1879.
En todas sus obras, Dom Marmion habla del misterio de Cristo y muestra cómo este misterio nos toca de forma vital y específica. La clave de su doctrina espiritual está resumida en el primer capítulo de la Epístola a los Efesios, en donde San Pablo habla del designio divino. Toda la doctrina de Dom Marmion se encuentra resumida en el versículo siguiente:
Dios nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo. (Ef 1, 5).
Hace falta comprender bien el sentido bíblico del verbo “predestinar”. Lo encontramos seis veces en el Nuevo Testamento: una vez en los Hechos de los Apóstoles (Hch 4, 28) y cinco veces en San Pablo (Rm 8, 29-30; Co 2, 7; Ep 1, 5-11). San Pablo asocia este verbo con el designio divino. En la Epístola a los Romanos afirma:
aquellos que por adelantado Dios ha conocido, Él los ha también predestinado a reproducir la imagen de su Hijo, a fin de que Él sea el primogénito de una multitud de hermanos (Rm 8, 29).
En la Biblia, el conocimiento indica una relación entre dos seres: existe pues una relación de amor entre Dios y algunos hombres, los cuales le son “conocidos”. La presciencia de Dios indica la elección: Dios elige a algunas personas. La predestinación indica el objetivo de la elección: Dios los elige para ser los beneficiarios de su amor, para ser sus hijos adoptivos.
En este contexto, San Pablo insiste sobre la bienaventuranza, la gracia, la misericordia y el amor de Dios. No encontramos en los escritos de San Pablo la menor indicación de una “predestinación” a la perdición. Dios, que es el maestro de la historia, realiza su plan, pese a todo lo que el hombre pueda hacer de su libertad. Nosotros tenemos la seguridad:
que con aquellos que le aman, Dios colabora en todo para su bien, con aquellos que Él ha llamado según su designio (Rm 8, 28).
En su amor, Dios, es decir la Trinidad entera, Padre, Hijo y Espíritu Santo, predestina a sus elegidos a ser conformes a la imagen del Hijo, a pasar a ser sus hijos adoptivos. Él quiere que nosotros participemos de su vida divina y aquello, desde aquí abajo, por la gracia de adopción, que hace de nosotros sus hijos y los herederos de su gloria.
Jesucristo, el Hijo por naturaleza, es la voz elegida por Dios el Padre para realizar este plan. Por su humanidad, el hijo comunica a aquellos que quieran recibirlo una participación a su filiación divina: “Pues es para establecer el reino de los hijos de Dios, del cual Él será el hermano primogénito, que el Hijo ha venido entre nosotros, que es operada la Redención, que la obra de salvación y de santificación se continúa en la Iglesia a través de los tiempos, bajo la acción del Espíritu.” [10] Tal es, en resumen, el designio de Dios, como lo describe San Pablo en el cántico de la Epístola a los Efesios. Dom Marmion lo resume de la manera siguiente:
Dios quiere nuestra santidad, Él la quiere porque nos ama infinitamente, y nosotros debemos quererla con Él. Dios quiere hacernos santos, haciéndonos participar de su vida misma; y, por eso, Él nos adopta como sus hijos y los herederos de su gloria infinita y de su felicidad eterna. La gracia es el principio de esta santidad, sobrenatural en su fuente, en sus actos, en sus frutos. Pero Dios no nos da esta adopción sino que por su Hijo, Jesucristo: es en él, por él, que Dios quiere unirse a nosotros y que él quiere que nosotros nos unamos a él: Nadie viene al Padre sino por mí (Jn 14, 6). – Jesucristo es la vía, pero la única vía, para conducirnos a Dios; y “sin él, no podemos hacer nada” (Jn 15, 5). “No hay para nuestra santidad, otro fundamento que aquel mismo que Dios ha establecido, es decir la unión a Jesucristo”(1 Co 3, 11). [11]
Dom Marmion hace pues de la doctrina de la filiación adoptiva en Jesucristo el fondo más esencial de su doctrina. Él insiste que:
toda la vida cristiana, como toda la santidad, se resume en esto: ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: el Hijo de Dios. Es ello lo que hace la sublimidad de nuestra religión. La fuente de todas las grandezas de Jesús, del valor de todos sus estados, de la fecundidad de todos sus misterios, es su generación divina y su condición de Hijo de Dios. Al mismo tiempo, el santo más elevado en el cielo es aquel quien aquí abajo ha sido el más perfectamente hijo de Dios, quien ha hecho fructificar más intensamente en él la gracia de su adopción sobrenatural en Jesucristo. [12]
Toda su predicación tiene por centro el dogma de la Paternidad divina y de nuestra adopción en Jesucristo. Dom Marmion no cesa de exponerlo y de comentarlo.
Esta doctrina, antes de pasar a ser el tema principal de su en-señanza, se convierte en primer lugar en el fondo mismo de su propia vida interior. Allí reside el secreto de su amor apasionado por Jesucristo, Hijo de Dios, convertido en nuestro hermano primogénito. Todos los actos de culto: la Misa, la comunión, el oficio divino, la oración, son en Marmion actos de su vida de hijo de Dios. Todo lo que él hace, busca realizarlo en esta luz de la adopción divina. En este sentido, Dom Thibaut afirma muy justamente:
Su predicación, su vida, desbordaban en este sentimiento, al punto que lo hemos podido llamar, con razón, el Doctor de la adopción divina. [13]
Jesucristo, vida del alma
Jesucristo, vida del alma es el primer volumen de la trilogía publicada antes de la muerte de Dom Marmion. Este libro, aparecido en 1917, en plena mitad de la Primera Guerra Mundial, expone los principios doctrinales y espirituales presupuestados en toda la obra del abad de Maredsous. Se divide en dos partes, con seis capítulos en la primera y trece en la segunda.
Dom Marmion está convencido que la santidad en el hombre no es posible sino según el plan divino: conocer este plan y adoptarlo perfectamente, es toda la sustancia de la santidad.
La primera parte del libro, titulada “La economía de los designios divinos”, es una exposición doctrinal de este designio.
El primer capítulo, titulado “El plan divino de nuestra predestinación adoptiva en Jesucristo”, comenta el cántico de la Epístola a los Efesios y expone de manera sintética lo esencial de la doctrina de Dom Marmion. En la intención de la Santísima Trinidad, el Verbo hecho carne se encuentra al centro de la creación. Jesucristo, Hombre-Dios, está al centro del plan divino. En Él reside la pleni-tud de la vida divina y Él viene para comunicarla a los hombres. Por Jesucristo, Dios nos adopta como sus hijos dándonos una misteriosa pero real participación en su naturaleza, que nosotros llamamos “gracia”. Jesucristo es el hijo de Dios por naturaleza; nosotros lo somos por la gracia de adopción; esta gracia nos es comunicada por el bautismo. Dom Marmion saca la conclusión:
Toda la santidad consistirá por lo tanto en recibir, de Cristo y por Jesucristo, quien posee la plenitud y quien está establecido como el único mediador, la vida divina, en conservarla, en aumentarla sin cesar, por una adhesión siempre más perfecta, por una unión siempre más estrecha a aquel quien es la fuente. [14]
Es por lo que Dom Marmion afirma que Jesucristo es verdaderamente la vida del alma; Él es la fuente y el dispensador de la gracia de adopción. Por la gracia, nosotros participamos de la vida divina, y es esta participación que constituye nuestra santidad:
nosotros somos santos si somos hijos de Dios y si vivimos como verdaderos hijos del Padre celestial, dignos de nuestra adopción sobrenatural. [15]
Como hijos adoptivos, nosotros estamos llamados a imitar y a asimilarnos a Jesucristo, el hijo por naturaleza, hasta el punto de poder decir como san Pablo: “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).
En los capítulos 2-4, Dom Marmion muestra cómo la gracia de adopción nos viene por Jesucristo. Aborda el rol de Jesucristo bajo el ángulo de la causalidad. En primer lugar, desde el punto de vista de la causalidad ejemplar: es el tema del segundo capítulo. Jesucristo es el modelo de nuestra vida de hijos adoptivos de Dios, pero no solo de manera puramente extrínseca. Dom Marmion nos exhorta a “mirar a Jesucristo”, a “contemplarlo”. Nos habla de “imitación”, de “asimilación”, de “similitud”. Nos invita a reproducir en nosotros los rasgos de Jesucristo y a alimentar en nosotros los mismos sentimientos que Jesucristo. En Dom Marmion, la santidad está referida tanto al cumplimiento de nuestra gracia de adopción como a la perfección de nuestra conformidad a Jesucristo. Al final de este capítulo, Dom Marmion explica por qué el cristiano puede ser llamado “otro Cristo”:
“Otro Cristo”, porque el cristiano es en primer lugar, por la gracia, hijo del Padre celestial y hermano de Jesucristo aquí abajo, para ser su coheredero en el más allá; “otro Cristo”, porque toda su actividad —pensamientos, deseos, acciones— hunde su raíz en esta gracia, para practicarse según los pensamientos, los deseos, los sentimientos de Jesús, y en conformidad con las acciones de Jesús: “Tened en vosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús.” (Fi. 2, 5) [16]
Dom Marmion considera en seguida el rol de Jesucristo desde el punto de vista de la causalidad meritoria; es el tema del tercer capítulo. Jesucristo, por su vida y por su muerte, ha redimido a sus hermanos y ha merecido la gracia de adopción. Desde ahora en adelante, Él tiene el poder de darnos la gracia que santifica.
Jesucristo es más que el modelo de nuestra vida de hijo de Dios y más que el gran sacerdote que nos ha dado la gracia de adopción. De esta gracia, Él es la fuente única y universal de la cual todos deben beber; es de su plenitud que nosotros debemos recibir el don divino. En el cuarto capítulo, Dom Marmion considera el rol de Jesucristo desde el punto de vista de la causalidad eficiente. Jesucristo nos confiere y mantiene en nosotros la gracia que nos hace sus hermanos. En este capítulo Dom Marmion habla de los sacramentos, por los cuales Jesucristo nos comunica la gracia, y del contacto que nosotros podemos tener con Jesucristo en la fe.
Cuando Jesucristo, después de haber cumplido su misión aquí en la tierra, privó a los hombres de su presencia sensible el día de la Ascensión, les dejó a la Iglesia para continuar en ellos hasta el fin de los tiempos su obra de santificación y formar en ella el reino de los hijos de Dios. [17] En el quinto capítulo, Dom Marmion habla de la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, por la cual se realiza el misterio de nuestra incorporación a Jesucristo. Ella está de tal manera unida a Jesucristo que podemos decir que es el Cristo viviente a través de los siglos. Dado que nosotros somos incorporados al cuerpo de Cristo, nosotros somos uno con Él en el pensamiento del Padre Celestial.
El último capítulo de esta primera parte está consagrado al Espíritu Santo. Para ser uno con Jesucristo hace falta recibir su espíritu y someterse a su acción. El Espíritu Santo es el amor sustancial que une al Padre y al Hijo. Gracias a Él, la obra de santificación se prosigue sin cesar en la Iglesia y en cada alma. La gracia que hace de nosotros hijos de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo: es Él que nos hace capaces de dirigirnos a Dios como a nuestro Padre. Además, por los dones del Espíritu Santo, estas disposiciones sobrenaturales que nos hacen obedecer pronta y fácilmente a sus inspiraciones, el alma está dispuesta a actuar con una seguridad verdaderamente divina que le hace alcanzar las cimas de la gracia de adopción. Es el Espíritu Santo que nos transforma para formar a Jesucristo en nosotros, porque:
reproducimos en nosotros los rasgos de esta filiación divina que tenemos en Cristo Jesús. [18]
Habiendo esbozado el plan divino en la primera parte del libro, Dom Marmion considera en la segunda la respuesta del hombre, su actitud ante la vocación a la filiación divina. Hace falta, por una libre cooperación, aceptar el plan divino y adaptarse plenamente a él. Es por la perfecta adaptación al plan divino que el hombre alcanza el cumplimiento más completo de su personalidad. Los capítulos que siguen explican cómo el alma puede y debe adaptarse al plan divino, a fin de recibir la vida divina, la gracia de filiación adoptiva que Jesucristo le otorga.
Puesto que Jesucristo es la fuente de la santidad, nosotros participamos de la santidad, acogiéndola, lo que hacemos por la fe y la recepción del bautismo; estos son los temas de los dos primeros capítulos. El bautismo es al mismo tiempo el sacramento de la adopción divina y de la iniciación cristiana. Por el bautismo, nosotros participamos del misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo. San Pablo enseña:
Nosotros hemos sido pues sepultados con Él por el bautismo en la muerte, a fin de que, como Jesucristo fue resucitado de entre los muertos para la gloria del Padre, nosotros vivamos también en una vida nueva (Rm 6, 4).
Hace falta pues que en el alma se realice un misterio de muerte y un misterio de vida. El doble aspecto de muerte al pecado y de vida para Dios debe caracterizar toda la existencia de un discípulo de Jesucristo.
Dom Marmion organiza los otros capítulos de la segunda parte en torno a este doble tema. Después de haber evocado el pecado y la penitencia en los capítulos 3 y 4, él describe todo lo que nos ayuda a vivir para Dios en los capítulos que siguen: la verdad en la caridad (cap. 5), la oración (cap. 10), la caridad fraternal (cap. 11), la devoción a María, Madre del Verbo encarnado (cap. 12).
El último capítulo, titulado “Coheredes Christi”, “Coherederos de Cristo”, está consagrado al tema de la vida eterna, término final de nuestra predestinación adoptiva. Siguiendo a Santo Tomás, Dom Marmion afirma que la vida eterna consiste sobre todo en la visión de Dios, fuente ella misma de amor y de gozo. En el cielo, nuestra semejanza a Dios será llevada a su perfección: nosotros veremos que somos verdaderamente los hijos de Dios.
***
Esta síntesis doctrinal es a la vez simple y vigorosa. Toda la doctrina está resumida en la idea central de nuestra adopción divina en Jesucristo, una idea sobrecogedora que aporta una gran simplificación a la vida espiritual. El mismo Dom Marmion señala esta manera de resumir todo en Jesucristo que nos conduce al Padre:
Ella hace la vida del alma potente, porque ella la concentra en la unidad: en la vida espiritual, como en otras partes, la esterilidad es hija de la dispersión. Ella lo hace atractivo, ya que nadie puede deleitar más el espíritu y obtener más fácilmente de corazón los esfuerzos necesarios, que la vista de la persona adorable de Cristo Jesús. [19]
¡Pueda la meditación de esta obra maestra de espiritualidad aportar a una nueva generación de lectores los mismos sentimientos de seguridad, de confianza, de paz y de alegría que han experimentado tantos fieles en el pasado al contacto de esta doctrina luminosa y benéfica!
NOTAS
[1] Columba Marmion. Jesucristo, ideal del monje, en ídem, Obras espirituales (Paris, Lethielleux; Maredsous, Centro Informático y Biblia, 1998), p. 628.
[2] Ibíd., p. 629.
[3] Ibíd., p. 630.
[4] Mark Tierney, Dom Columba Marmion: Una biografía (Paris, Lethielleux, 2000).
[5] Columba Marmion: Correspondencia 1881-1923, éd. M. Tierney, R.-F. Poswick, N. Dayez (Paris, François-Xavier de Guibert, 2008).
[6] Cf. Mark Tierney, “Una introducción a los escritos de Dom Columba Marmion”, en Marmion, Obras Espirituales, p. 16.
[7] Para una buena introducción a la correspondencia de Dom Marmion ver Paul Lavallée, El bienaventurado Columba Marmion en la intimidad de sus cartas (Le Barroux, Ediciones Sainte Madeleine, 2006).
[8] La unión a Dios en Cristo según las cartas de dirección de Dom Marmion, éd., R. Thibaut (Maredsous, Éditions de Maredsous, 1934).
[9] La cartas en Inglés del abad Marmion (Baltimore, Helicon Press, 1962).
[10] Dom Raymond Thibaut, La idea maestra de la doctrina de Dom Marmion (Maredsous, Éditions de Maredsous, 1947), p. 21.
[11] Marmion, Jesucristo, vida del alma, en Obras espirituales, p. 54.
[12] Marmion, Jesucristo en sus misterios, en Obras espirituales, p. 375 (texto corregido).
[13] Thibaut, La idea maestra, p. 23.
[14] Marmion, Jesucristo, vida del alma, p. 42.
[15] Ibíd., p. 60.
[16] Ibíd., p. 71.
[17] Thibaut, La idea maestra, p. 46.
[18] Marmion, Jesucristo, vida del alma, p. 131.
[19] Marmion, Jesucristo, ideal del monje, p. 657.
* Traducido del francés por Jaime Edo. Antúnez Soza.