O existe Dios o la comprensión de sí mismo del hombre en cuanto ser racional, es decir, en cuanto persona, es una ilusión.

El mito de la caverna de Platón es parte de esas metáforas inmortales que hacen posible interpretar la situación del hombre. Simplificado al máximo, este mito se presenta de la siguiente manera: los hombres se encuentran en el interior de una caverna sin salidas. Están encadenados y miran hacia una pared. En la pared aparece un juego de sombras, como una proyección cinematográfica, por así decir, proveniente de una fuente luminosa invisible para los espectadores y situada a sus espaldas. Los hombres no conocen otra situación fuera de ésta. No pueden verse unos a otros ni a sí mismos. Lo que ocurre en la película es para ellos la única realidad. En relación con esta realidad, se agitan, hacen conjeturas, describen teorías y hacen pronósticos. Circula sin duda el rumor de que fuera de la caverna existe algo así como un verdadero mundo. Se ha escuchado también decir que aquí la vida es como una prisión y existe la posibilidad de una liberación. Se ha oído decir que algunos han llegado a ese verdadero mundo, pero sus ojos han sido encandilados por la luz del sol hasta el punto de no poder ver nada. Por consiguiente, los habitantes de la caverna oponen resistencia con las manos y los pies si alguien de afuera regresa para liberarlos.

Con esta comparación, Platón quiso simbolizar la relación entre el verdadero mundo de las ideas y la mera imagen de éstas, el mundo material. Nosotros podemos modificar un poco la interpretación de esta comparación sin, con todo, alejarnos demasiado de la intención de Platón. En realidad, para Platón el sol es la imagen del bien substancial, del bien último en virtud del cual todo existe, y que en definitiva motiva todo esfuerzo de los seres vivos. Los Padres de la Iglesia ya compararon la idea del bien de Platón con Dios. En la variación que introduzco, nosotros mismos no somos puramente los observadores de la película proyectada en la pared, sino actores que participan en esa película. Nuestra vida —“la luz de los hombres”, como se dice en el Evangelio de Juan— se debe en cada instante a un proyector creativo y su película. Defino como creativo al proyector por el hecho de que éste proyecta cosas y seres vivos, realmente animados y ciertamente con libertad dentro de cierto marco para moverse en un mundo o el otro. En todo caso, de cualquier modo que éstos se muevan, quien ha producido la película y el proyector siempre se encuentra un paso más adelante. Él dispone las acciones de los actores dentro de una totalidad, que él mismo determina, al igual que el equipo para navegar, que en definitiva lleva al conductor a su destino a pesar de sus giros en un círculo vicioso. La causa propiamente tal de todo cuanto ocurre —y por consiguiente el proyector— naturalmente no aflora en la película misma. No aparece en la concatenación de las causas de carácter interno de la película ni en las condiciones precedentes. En realidad, se trata de la verdadera causa de toda la concatenación y todos sus elementos. La creación no es un evento en el cual un día nos encontraremos estudiando la historia del cosmos. “Creación” define la relación subsistente entre la totalidad del proceso cósmico y su origen extracósmico, es decir, la voluntad divina. El hecho de que las cosas se encuentren de este modo lo dice un antiguo rumor, el rumor en torno a Dios. Es un fenómeno singular, en todo caso, que los hombres nunca hayan sido absorbidos en la realidad “de carácter interno de la película”, es decir, en la esfera intramundana, hasta el punto de olvidar este rumor. Su necesidad de comprender no quedó satisfecha con lo que ellos veían. Ludwig Wittgenstein, el padre de la filosofía analítica moderna, considera una “ilusión de la modernidad” la creencia de que las leyes naturales nos explicarían el mundo, mientras en realidad sólo describen uniformidades estructurales. Estas uniformidades nada tienen de carácter vinculante en el plano lógico; no proporcionan explicaciones ni de sí mismas ni del mundo. El hecho de que puedan ser formuladas matemáticamente por un experto en ciencias naturales —Einstein, por ejemplo— siempre ha constituido un motivo de asombro y referencia a un origen divino. Sin embargo, precisamente el progreso de la ciencia es parte de las razones que alejan el rumor en torno a Dios. Esto se vincula por una parte con la rápida dilatación de la esfera de lo factible, que en nosotros produce el sentimiento ebrio y fantástico de la infinitud, y por otra con la rapidez con que la mutación de nuestras relaciones vitales aumenta de manera exponencial. De ese modo, nuestra atención se fija en el problema de la adecuación a esta realidad terrenal en permanente mutación de tal manera que ya no podemos permitirnos la interrogante sobre el fundamento y el sentido del todo, y por consiguiente sobre aquello que está fuera de la caverna. Esto nada tiene que ver precisamente con las aseveraciones concretas de la ciencia. Hasta ahora las ciencias no han formulado argumento serio alguno contra el rumor en torno a Dios, y únicamente la llamada visión científica del mundo, el cientismo, es decir, aquello que Wittgenstein definió como superstición de la modernidad, ha intentado hacerlo. La ciencia moderna es investigación de condiciones, no se pregunta qué es algo y por qué lo es, sino cuáles son las condiciones en las cuales surge. El ser, el ser en sí mismo, es sin embargo la emancipación de las condiciones de su génesis. Y el incondicionado, es decir, Dios, per definitionem no puede comparecer al interior de una investigación de condiciones intramundanas, del mismo modo como no aparece el proyector en la película. Esto no significa que la película comience tarde o temprano a explicarse a sí misma, con lo cual se vuelva superfluo el proyector. Por lo tanto, la alternativa no puede enunciarse de la siguiente manera: carácter explicable científico del mundo o fe en Dios, sino únicamente: renuncia a comprender el mundo, resignación de la razón o fe en Dios. O existe Dios o la comprensión de sí mismo del hombre en cuanto ser racional, es decir, en cuanto persona, es una ilusión.

El racionalismo del Iluminismo se entregó desde hace mucho tiempo a la creencia en la impotencia de la razón humana, a la creencia en el hecho de que no somos lo que pensamos ser: seres libres, autodeterminados. La fe cristiana nunca ha considerado al hombre tan libre como lo hizo el idealismo, pero tampoco lo considera tan desprovisto de libertad como lo hace hoy día en cambio el cientismo. Razón, ratio significa tanto razón como fundamento. La visión científica del mundo considera que éste carece de fundamento, y por consiguiente también se considera a sí misma desprovista de un fundamento. La fe en Dios es la fe en un fundamento del mundo, que no es sin fundamento y por tanto irracional, sino “luz”, transparente para sí misma y de este modo su propio fundamento.


II

De este modo he llegado a la segunda parte de lo que desearía abordar, es decir, a la siguiente pregunta: ¿qué cree aquel que cree en Dios? Cree —digo yo— en una racionalidad fundamental de la realidad. Cree que el bien es más fundamental que el mal. Cree que lo que es inferior debe comprenderse a partir de lo que es superior y no viceversa. Cree que el sinsentido presupone el sentido y que el sentido no es una variación de la ausencia de sentido. Esto significa, sin embargo, que, contrariamente a lo afirmado por David Hume, según el cual “We never advance one step beyond ourselves”, aquel que cree en Dios cree que en el encuentro con los demás estamos en contacto con la realidad. Con el concepto de “Dios” pensamos en la unidad de dos predicados, que en nuestro mundo de experiencias únicamente a veces y jamás de modo necesario resultan vinculados entre sí: la unidad de los predicados “poderoso” y “bueno”, la identidad del poder absoluto y el bien absoluto, la unidad de ser y sentido. Esta unidad no es para nosotros una verdad analítica. No se comprende por sí misma, aun cuando Rousseau lo creyera. Él pensaba que todo el mal provenía de debilidad y que el Omnipotente no podía tener razón alguna para no ser bueno. Aquí no discuto sobre esto. En todo caso, debemos decir que los predicados “poderoso” y “bueno” no significan lo mismo, así como no significan lo mismo las palabras “estrella de la tarde” y “estrella de la mañana”. Sólo sucesivamente los hombres han descubierto que las dos palabras tienen la misma “referencia”, y por consiguiente significan la misma estrella, es decir, Venus. Quien cree en Dios, cree que el poder absoluto y el bien absoluto tienen la misma referencia: la santidad de Dios. Los gnósticos de los primeros siglos cristianos negaban esta identidad. Ellos atribuían los dos predicados a dos divinidades, un poder malo, el Deus universi, dios y creador de este mundo, y un dios, que es luz, que aparece desde lejos en la oscuridad de este mundo. La fe en un único Dios es la fe según la cual para esta luz, que ilumina a todos los hombres que vienen a este mundo, tiene validez la afirmación del Evangelio de Juan: “Él estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por Él”.

Quien cree en Dios, cree que estos dos incondicionados son idénticos: lo incondicionado de lo que es en cuanto es, lo incondicionado de la realidad factual, y lo incondicionado del bien. Incondicionado de la realidad factual: “como todas las cosas están es Dios, Dios es como todas las cosas están”, se lee en Wittgenstein. Contra aquello que es del modo que es no se plantea objeción alguna. “El destino guía a los bien dispuestos, mientras arrastra consigo a cuantos se le oponen”, señala una máxima de los estoicos. “Inschallah” —“si Dios quiere”—, dicen los musulmanes cuando manifiestan un propósito. Y lo mismo había recomendado el Apóstol Santiago mucho tiempo antes. El fiel acoge de las manos de Dios y sin acusar a Dios todo cuanto sucede y no está en condiciones de modificar. Job acusa a Dios por las desgracias que han llovido sobre él. Sus amigos quieren convencerlo de que Dios es justo y él debe buscar en sí mismo la causa de sus propias desgracias. Job no comprende esto y Dios reprocha al final a sus amigos: su defensa de Dios es menos devota que el lamento de Job. De las intenciones de Dios ellos comprenden bastante poco, exactamente como Job. Dios entonces reduce a Job al silencio, no cuando él se defiende, sino diciéndole: “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? Dilo, si tanto sabes y entiendes”… ¿Querrá todavía el censor disputar con el Omnipotente? … “¿Tienes un brazo como el de Dios, una voz potente como la suya?” Esto ilumina a Job, que responde: “Hablé sin pensar de maravillas que me superan y que ignoro… Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento echado en el polvo y la ceniza”. La sumisión incondicional a la voluntad de Dios, que se manifiesta en lo que ocurre y en aquello que nosotros no podemos modificar es la actitud fundamental de todos los que creen en Dios.

¿Pero qué significa sumisión a aquello que no podemos en todo caso modificar? ¿No es tal vez más digno al menos negarnos a aceptarlo? ¿Pero a quién le interesa esto, si Dios no existe, si el destino es ciego y el universo indiferente ante la aceptación tanto como ante el rechazo o de hecho ante la protesta? Cuando Job protesta ante Dios, esto ocurre porque él piensa en Dios como un ser al cual corresponde ser bueno. En la protesta está presente también el reconocimiento de aquel a quien dirigimos la protesta. Si nosotros lo considerásemos [a Dios] indiferente al dolor del mundo, no tendría sentido alguno protestar. Por este motivo, los Salmos siempre piden a Dios la salvación “por amor de tu Nombre”. La idea que está detrás de eso es que Dios es, por así decir, responsable ante sí mismo de acudir en ayuda de su pueblo. Y cuando Leon Bloy, el “mendigo ingrato”, escribe: “Tout ce qui arrive est adorable”, lo hace únicamente porque cree, contra toda apariencia, que todo cuanto sucede tiene su origen en una voluntad infinitamente buena, es decir, santa.

Es importante recalcar esto hoy día, cuando de hecho los sacerdotes, más que invocar en favor nuestro la bendición del Dios omnipotente, hablan solamente del “Dios bueno”. El discurso sobre la bondad de Dios, sobre Dios que es amor, queda desprovisto de su aspecto transformador si no dice quién es aquel del cual se dice que Él es amor, es decir, si no dice que Él es la Potencia que guía nuestra existencia y el mundo. Únicamente semejante Potencia, ciertamente, puede salvarnos de la muerte. La idea de un amor absoluto, infinito, viene a ser una idea puramente regulatoria si en ella no se piensa en la unidad de dos condiciones absolutas, la condición infinita de lo factual, del destino, y la condición infinita del bien. Este último, el bien, no se manifiesta ante nosotros —o en todo caso sólo lo hace a veces— en lo que sucede, sino más bien en la voz sumisa, aun cuando sea inexorable, de la conciencia, la voz de la razón práctica, cuyo juicio a menudo parece situarnos en contraste con aquello que efectivamente ocurre. Nadie en el mundo puede obligarnos a llamar bien al mal y mal al bien, aun cuando el juicio de la conciencia no es enteramente infalible y aun cuando la conciencia, al igual que la razón, necesita formación y eventualmente corrección para juzgar en forma realmente racional. Por consiguiente, quien cree que el bien y el ser, en última instancia y fundamentalmente, son lo mismo; quien cree ciertamente no contra toda razón, sino contra la apariencia, cree en el Dios oculto. Lo factual no se oculta ante nosotros. Se encuentra ante todos. Y tampoco el bien permanece oculto ante nosotros. La razón y la conciencia nos permiten conocerlo. Lo que se oculta ante nosotros es la unidad de estos dos absolutos, la unidad de poder y sentido, de omnipotencia y amor. Es esta unidad la que permanece oculta ante nosotros, aun cuando sea con todo razonable creer en ella. La Cruz parece ser su refutación, y la Resurrección su demostración.

Si digo que es razonable creer en esta unidad es porque no podemos pensar en ninguno de estos dos absolutos en forma consecuente hasta el final sin pensar cada vez al mismo tiempo en el otro. El poder absoluto, la esencia de lo que es no sería esta esencia, no sería lo Absoluto, si no tuviese siempre al frente un ojo silencioso, que inexorablemente la orienta. Si el bien no fuese parte del ser, el ser no sería todo, es decir, no sería la totalidad. El ojo que inexorablemente dirige y es al mismo tiempo inexorablemente bueno es en sí mismo parte del ser, sin lo cual el ser no sería todo. Pero también es efectivo lo contrario: si el bien fuese impotencia, entonces no sería el bien tout court, puesto que la impotencia del bien no es bien. La fe en el poder del bien es lo que nos permite abandonarnos activamente a la realidad, sin que debamos temer que en un mundo absurdo también toda buena intención sea juzgada como algo absurdo.

Tomás de Aquino tiene presentes estos dos absolutos, que nosotros consideramos en el concepto de Dios, cuando habla de las dos voluntades de Dios, la voluntad de mando y la voluntad histórica, es decir, de lo que Dios quiere que nosotros queramos y de lo que Él quiere que suceda. La voluntad histórica está oculta ante nosotros. Sólo llegamos a conocer lo que Dios quiere que suceda cuando ya ha sucedido. Aquello que Él quiere que nosotros queramos, eso lo sabemos en todo momento. Se trata de la moralidad, y en esto nos iluminan la razón y la conciencia o también los Diez Mandamientos. En cuanto a lo que Dios quiere que suceda, esto no lo sabemos anticipadamente y por consiguiente tampoco podemos procurar desearlo y hacerlo. Podemos únicamente someternos a semejante voluntad. Debemos obedecer a la voluntad de Dios. Tomás da un ejemplo. Un hombre cometió un crimen. Es obligación del rey buscar con afán a ese hombre para imponerle la pena que merece. Es obligación de la esposa de este hombre ayudarlo cuando se esconde. A ella Dios exige lo contrario, puesto que el rey debe ocuparse del bien del Estado y la esposa en cambio del bien de la familia. La “absoluta voluntad” de Dios, la única que se ocupa del bien del universo, se muestra en definitiva en el hecho de que ese hombre al final sea o no detenido. El rey y la esposa deben aceptar este resultado humildemente como voluntad de Dios. El rey no puede dar muerte a Antígona, desde el momento que ella cumple su obligación de hermana con el hermano culpable de alta traición y le da sepultura. Antígona no puede convertirse en una terrorista que impida al rey cumplir su obligación. Lo que Tomás llama voluntad absoluta de Dios se realiza en la historia mediante la continua transgresión de la voluntad expresada en sus mandamientos. “Oh, feliz culpa de Adán”, canta la Iglesia todos los años en la noche de Pascua. El Mefistófeles de Goethe piensa del mismo modo cuando se define como “parte de esa fuerza, que siempre desea el mal y crea siempre el bien”. Dios es representado aquí como un pintor de la creatividad infinita, en cuyo cuadro, que se desarrolla progresivamente, un malhechor lanza permanentemente esbozos de color. El pintor, sin embargo, utiliza cada uno de estos esbozos para transformar continuamente el cuadro, al agregarse cada esbozo, en algo cada vez más perfecto. Al final se dirá: el cuadro terminado no sería lo que es sin las alteraciones del malhechor. Lo que se tendría habría sido por lo tanto un cuadro distinto. No debemos ceder ante la tentación —escribe Tomás— de querer conspirar contra la voluntad absoluta de Dios. En este sentido Jesús dice sobre la traición de Judas: “El Hijo del hombre debe ser entregado, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!”. Sólo el marxismo ha superado el dualismo entre significado histórico y moral y ha deducido la orientación de la acción del sentido histórico que supone haber comprendido: “A nosotros —es decir, los revolucionarios que ejecutan el sentido de la historia—, a nosotros todo nos está permitido”, escribe en una oportunidad Lenin, el cual, en otro pasaje, aclara también cómo en el marxismo no está presente “ninguna gran ética”. De ese modo, Lenin hizo surgir una implicación decisiva del ateísmo. Probablemente tenía en el oído la expresión de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

¿Pero qué motivo tenemos para admitir que Él existe? Sabemos lo que entendemos cuando decimos “Dios”: un Absoluto, que tiene en sí mismo su propio fundamento, porque Él es aquello que tiene sentido por excelencia, aquello que es suficiente para sí mismo. La doctrina cristiana de la Trinidad traduce cabalmente este concepto de Dios, cuando lo concibe como amor omnipotente, y ciertamente como amor en sí mismo, de tal manera que no se requiere mundo ni hombre alguno para realizar su esencia. Dios nunca está solo. En tal caso, de hecho Él sería únicamente una parte de la realidad, y por lo tanto menos que Dios y mundo juntos. La creación del mundo sería la eliminación de una carencia y no libre acto del amor. Dios es en sí mismo amor, lo cual significa: Él se refleja en sí mismo, Él tiene en sí mismo una imagen adecuada de sí mismo, tiene el Logos como algo vivo que se encuentra frente a Él, y su procesión en el Logos, el “Hijo”, ocurre en un darse, que nuevamente es Dios mismo, el santo Pneuma o, como decimos nosotros, los occidentales, en el Espíritu Santo. Los misterios del cristianismo son el cumplimiento imprevisto de aquello que en el concepto de Dios es anticipado por la razón.


III

Con todo, queda la siguiente interrogante: ¿tenemos un motivo para aceptar que al rumor en torno a Dios, es decir, aquello que nosotros pensamos cuando decimos “Dios”, corresponda algo en la realidad? Nosotros tenemos, como dice Kant, un “ideal sin defectos” de este Ser supremo, un “concepto que sella y corona la totalidad de la experiencia humana”. Sin embargo, ¿qué motivo tenemos para creer que a este concepto, como también dice Kant, corresponda una “realidad objetiva”? ¿Qué motivo tenemos para creer que nuestro agradecimiento por una mañana resplandeciente o por un amor afortunado tenga un destinatario y los lamentos de los infelices no queden sin eco en un universo indiferente? “Nadie ha visto a Dios”, escribe el Apóstol Juan. La pregunta es: ¿ha dejado el autor de la película en la cual nosotros participamos su firma oculta en tal medida que uno pueda encontrarla si lo desea?

La facultad que nos permite buscar a Dios es la razón. No es la razón instrumental, que, como dice Nietzsche, nos hace ser “animales ingeniosos”, sino la capacidad con la cual el hombre va más allá de sí mismo y su propio ambiente y puede situarse en relación con una realidad que lo trasciende. Es la facultad mediante la cual podemos saber que en ese pequeño punto que en el cielo se extiende detrás de una estela de condensación, que no tiene significado alguno en nuestro contexto vital, se encuentran hombres para los cuales, por el contrario, nosotros aquí abajo no tenemos que desempeñar rol alguno. Creer que Dios existe significa que Él no es una idea nuestra, sino que nosotros somos una idea suya. Significa por consiguiente “vuelco” de la perspectiva, conversión. Si Dios existe, entonces esto es lo más importante, más importante que el hecho de nosotros ser. Existe una gran historia del esfuerzo de los hombres por apoyar su convicción sobre la existencia de Dios a través de la búsqueda racional de huellas, para reforzar y justificar su certeza intuitiva mediante motivos racionales. Pablo define como “obediencia razonable” la fe que él predica. Por consiguiente, no dice mucho el hecho de que todas las demostraciones de la existencia de Dios sean especialmente controvertidas. Si una decisión radical sobre la orientación de nuestra vida dependiera de las demostraciones de las matemáticas, en ese caso también estas demostraciones estarían sujetas a controversias. Sus premisas lógicas se someterían a discusión. También las demostraciones tradicionales de la existencia de Dios, desde Agustín hasta Descartes, Leibniz y Hegel, tienen premisas que ellos presuponen como reconocidas. Todas las demostraciones, como escribe Leibniz en una ocasión, son en este sentido argumenta ad hominem. Sin embargo, Kant y Nietzsche objetaron esta presuposición. ¿Cuál es esta presuposición? ¿Qué debemos presuponer como reconocido para encontrar convincentes las demostraciones clásicas de la existencia de Dios? Aquí aludo únicamente a la demostración de la existencia de Dios que en todas las épocas ha sido la más difundida a nivel popular.

Ésta tiene como punto de partida la existencia indudable de procesos orientados a un fin, es decir, aquellos procesos que podemos comprender solamente a partir de una conclusión como, por ejemplo, el vuelo de las aves hacia el sur, que sólo podemos comprender cuando sabemos que allá los pájaros encuentran alimento. Sin embargo, las aves no lo saben. Por lo tanto, como conclusión se dice que debe existir una conciencia creadora situada en la base de estos procesos. Me detengo un momento en este argumento, porque tiene un rol importante en el debate entre los teóricos del llamado “Intelligent-design” y los darwinianos en cuanto a la interpretación de la evolución de la vida y las formas de lo viviente.

En primer lugar, es preciso decir que la visión evolucionista del Universo favorece la fe en Dios. Aristóteles considera que el universo, junto con todas las formas naturales de lo viviente, es eterno. Ciertamente es Dios quien mantiene este universo en movimiento, pero no es que haya comenzado a hacerlo en un determinado tiempo. Tomás de Aquino pensaba, contrariamente a Buenaventura, contemporáneo suyo, que mientras la creación del mundo es ciertamente demostrable, no lo es en cambio su comienzo temporal, del cual sólo tenemos conocimiento gracias a la Revelación.

Teniendo hoy nosotros conocimiento de una historia de la naturaleza, la pregunta sobre el origen se plantea de modo más urgente que antes porque ahora asume la forma de la pregunta sobre el comienzo. Tener que pensar en un origen súbito, sin fundamento, de un mundo a partir de la nada implica una pretensión a nivel de la razón, que sitúa en la sombra a toda otra pretensión; pero lo mismo ocurre con la pretensión de pensar en un origen involuntario de la vida, el instinto, la interioridad y la autoconciencia como resultados de procesos materiales, como resultados de mutaciones casuales y de la selección de lo que es útil para la supervivencia. Semejantes procesos no pueden explicar cómo se llega a una “tendencia”, que experimentamos en nosotros mismos y debemos al menos atribuir a todos los seres vivos superiores. ¿Cómo es posible el dolor y el placer, cómo es posible la negatividad en un mundo de pura facticidad? Palabras como “fulguración” o “emergencia” ocultan el hecho de que no tenemos la menor idea del modo en que algo como la interioridad puede surgir de un mundo de puros objetos. El signo menos en las matemáticas es tan positivo como el signo más. Sin embargo, su significado es distinto, y por tanto hay un salto en una dimensión totalmente distinta. De más por más siempre y únicamente resulta más. El menos nunca puede construirse a partir del más. En cambio el más puede simplemente surgir del menos, porque menos por más da como resultado menos, exactamente como más por menos. Con la vida, sin embargo, surge algo así como un significado en el mundo. Con ella surge algo así como lo verdadero y lo falso. Cuerpos puramente materiales no pueden estar vinculados con algo así como un error. Esto es posible, en cambio, para todo ser vivo.

Ello no significa que la visión darwiniana de la evolución tenga en sí misma errores ya a su propio nivel, si bien también esto hoy parece cada vez más verosímil. Significa únicamente que dentro de esta teoría se excluye por principio algo nuevo. Simplemente no se percibe. Del mismo modo, en la observación de procesos vitales, el físico no verifica violación alguna de las leyes físicas, sino que en principio no puede percibir lo que es específico del ser viviente, ni el hecho de surgir la interioridad.

Quisiera aclarar aquí lo que pienso mediante la siguiente analogía ulterior. Se sabe que Bach, en sus composiciones, atribuyó ocasionalmente a la imagen de la nota un significado simbólico; por ejemplo, un simbolismo de la cruz. Bach escribió en cifras también pequeños textos verbales en sus composiciones. El más conocido es el tema de la fuga: B-A-C-H. Es menos conocido un procedimiento de escritura en cifras bastante avanzado, en el cual los valores de las notas se transforman en valores numéricos y éstos además en significados alfabéticos. Investigaciones recientes de historia de la música han llegado a lo siguiente: hay publicaciones contemporáneas que describen con precisión el procedimiento de una escritura en cifras de ese tipo, llamado entonces “Gematria” y que en gran medida provienen de la Cábala. Si analizamos las sonatas para violín en sol menor, en la bemol y en do mayor, pero sobre todo la sonata en sol menor, sobre la base de este método y sus reglas de transformación, entonces de pronto nos encontramos con este texto rosacruz: “Ex Deo nascimur, in Christo morimur, per Spiritum Sanctum reviviscimus” (“De Dios nacemos, en Cristo morimos, mediante el Espíritu Santo revivimos”). La sonata es conocida y apreciada desde hace siglos. Puede analizarse e interpretarse de manera puramente musical, y esta interpretación es enteramente legítima. Sin embargo si alguien, guiado por el rumor en torno a Dios, la examina con otra clave de decodificación, descubrirá de pronto el texto mencionado. Por consiguiente, se trata claramente de un doble código, que nos permite ver una fuerza creadora casi divina de Bach. La idea de que este texto en cifras surja, por así decir, como epifenómeno de la composición de un músico es tan absurda que nadie podría pensar en sostener semejante tesis.

Con todo, no es menos absurda la idea de que el mundo de significado y sentido, que surge con la vida, pueda entenderse como epifenómeno de un proceso regido por factores que no tengan relación alguna con este mundo y sean ciegos e indiferentes ante el mismo. Esta doble codificación es evidente, y cerrar los ojos ante este dualismo presupone una decisión dogmática, en la cual un apreciado teórico de la conciencia de orientación materialista, como es Daniel Dennett, se reconoce abiertamente. Dennett escribe que nunca se dejará convencer por un argumento que tome en consideración una hipótesis no materialista. Las objeciones científicas contra la interpretación estándar de la macro-evolución son cada vez más relevantes y han llegado entretanto también a las páginas de santuarios científicos como las revistas “Nature” y “Science”. Su debilidad estratégica consiste únicamente en el hecho de que no pueden presentar ninguna teoría “mejor”, es decir, más productiva, de acuerdo con las normas científicas. Y la historia de la ciencia muestra que por regla general las teorías sólo son expulsadas por teorías mejores, y no mediante la mera identificación de sus puntos débiles, y tampoco por refutaciones. La alusión a un “proyector” divino desde el principio no se acepta como explicación, porque implica aludir a algo no observable que no se puede reconstruir.


IV

Volvamos a los argumentos en torno a la existencia de Dios. El primer gran golpe en contra fue dado por Kant con su tesis según la cual nuestra razón teórica y sus instrumentos constitutivos, las categorías, sólo sirven para ordenar nuestra experiencia. Y en este marco también la idea de Dios tiene una función de sistematización. Con todo, para la razón teórica también es válida la proposición de Hume: “We never do one step beyond ourselves”. La razón no nos permite decir algo sobre la realidad misma y por consiguiente tampoco algo en torno a Dios, en la medida en que Él es algo más que una idea. Sólo la razón práctica, sólo la experiencia consciente impulsa, y más bien nos obliga a asumir la hipótesis de la existencia de un Ser que logre mantener juntos los dos absolutos, el del ser y el del bien, y garantice que el curso del mundo no conduzca la voluntad buena al absurdo. “He debido delimitar el saber para crear un puesto para la fe”, escribe Kant. Es Nietzsche sin embargo quien dio el golpe decisivo, cuando puso en tela de juicio en cuanto principio una presuposición aceptada en todas las demostraciones tradicionales de la existencia de Dios, la presuposición de la inteligibilidad del mundo. El filósofo francés Michel Foucault formuló del modo más conciso lo que por primera vez había pensado Nietzsche: “No podemos pensar que el mundo nos ofrece un rostro legible”. Lo que Nietzsche ponía en tela de juicio en cuanto principio era la capacidad de verdad de la razón y de ese modo la idea de algo así como la verdad en general. En esta idea ciertamente hay, según él, una presuposición teológica, la presuposición de que Dios existe. Sólo si Dios existe se da algo distinto a imágenes subjetivas del mundo, algo como “cosas en sí” de las cuales ya había hablado Kant. Las cosas son como Dios las ve. Si no existe una mirada de Dios, no se da ninguna verdad más allá de nuestras perspectivas subjetivas. Nietzsche habla de la creencia de Platón, que es también la creencia de los cristianos, la creencia de que Dios es la verdad y que la verdad es divina. Por lo tanto, todas las demostraciones de la existencia de Dios padecen de lo que los lógicos llaman una petitio principii. Estas demostraciones presuponen exactamente lo que quieren demostrar: Dios. ¿Es esto justo? Sí y no.

Desde un punto de vista teórico, no lo es. Es verdad que Tomás de Aquino, en sus “cinco vías”, nunca presupone expresamente una tesis semejante sobre la estructura lógica del mundo y sobre la capacidad de verdad de la razón. Sin embargo, la presupone tácitamente. El hecho de que esta presuposición tenga en último término su fundamento en Dios está claro ontológicamente para él, pero esto no llega a una reflexión gnoseológica. Tratándose de la validez de los primeros principios de nuestro pensamiento en función con la verdad, él argumenta simplemente como Aristóteles con la reductio ad absurdum de la posición contraria. Quien niega la capacidad de verdad de la razón o niega la validez del principio de contradicción, sencillamente nada puede decir. Por el contrario, de hecho la tesis según la cual no existe la verdad presupone a lo menos que esta tesis es verdadera. De otro modo llegamos a lo absurdo. Sin embargo, aquí Nietzsche presenta la siguiente objeción: ¿quién nos dice que no vivimos en lo absurdo? Sin duda, todos nos enredamos en contradicciones, pero así es simplemente. La desesperación de la razón consigo misma no puede articularse a su vez en una forma lógicamente consistente. Debemos aprender a vivir sin verdad. Una vez realizada su obra, el Iluminismo está obligado a suprimirse a sí mismo, desde el momento en que, como escribe Nietzsche, “también nosotros, iluministas, nosotros, espíritus libres del siglo XIX, vivimos aún de la fe de los cristianos, fe que también tenía Platón, según la cual Dios es la verdad, y la verdad es divina”.

Al suprimirse el Iluminismo a sí mismo, el resultado es el nihilismo. Sin embargo, de acuerdo con la visión de Nietzsche, esto libera el espacio necesario para un nuevo mito; pero, naturalmente, en el fondo tampoco se puede decir esto, desde el momento que en general nada verdadero se puede decir. En realidad, se trataría únicamente de determinar con qué mentira se vive mejor. Es conocida la anécdota de la siguiente inscripción en la pared: “Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche”, debajo de la cual alguien escribió: “Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios”.

Pero algo queda de Nietzsche. Lo que queda es la lucha contra el banal nihilismo de la sociedad del entretenimiento, es la conciencia puntual y desesperada de lo que significa que Dios no existe. Y lo que teóricamente queda es la comprensión de la relación interna e indivisible de la fe en la existencia de Dios con la idea de la verdad y la capacidad de verdad y por consiguiente con la personalidad del hombre. Estas dos convicciones se condicionan recíprocamente.

En cuanto aparece la idea de vivir en lo absurdo, la reductio ad absurdum puramente gnoseológica deja de ser una refutación. Ya no podemos aducir demostraciones de la existencia de Dios sobre el fundamento seguro de la capacidad de verdad del hombre, puesto que este fundamento sólo es seguro a partir de la presuposición de la existencia de Dios. Sólo podemos tener simultáneamente ambas cosas. No sabemos quiénes somos antes de saber quién es Dios; sin embargo, no podemos saber algo de Dios si no queremos percibir esa huella de Dios que somos nosotros mismos, nosotros en cuanto personas, en cuanto seres finitos, pero libres y capaces de verdad. El neopragmatista estadounidense Richard Rorty escribió, en perfecta sintonía con Nietzsche: “Sólo podría haber un fin superior de búsqueda en nombre de la verdad si existiera algo así como una justificación última… una justificación ante Dios”.

La huella de Dios en el mundo, desde la cual hoy debemos emprender la partida, es el hombre, somos nosotros mismos. Con todo, esta huella tiene la peculiaridad de coincidir con su descubridor, y por lo tanto de no existir independientemente del mismo. Cuando nosotros, víctimas del cientismo, ya no creemos en nosotros mismos, quiénes y qué somos, cuando nos dejamos convencer de que sólo somos máquinas para la difusión de nuestros genes, cuando consideramos nuestra razón únicamente como producto de una adaptación evolutiva, que nada tiene que ver con la verdad, y cuando el carácter contradictorio en sí mismo de esta afirmación no nos espanta, entonces no podemos esperar que algo pueda convencernos de la existencia de Dios. Como ya he dicho, de hecho esta huella de Dios que somos nosotros mismos no existe sin que nosotros lo queramos, aun cuando —gracias a Dios— Dios existe de manera totalmente independiente del hecho de que nosotros lo reconozcamos, sepamos de Él o lo agradezcamos. Lo que podemos anular es únicamente a nosotros mismos.

El concepto de la semejanza del hombre con Dios, a menudo empleado puramente como una metáfora edificante, asume hoy un significado preciso e inesperado. Semejanza con Dios significa capacidad de verdad. Donde el amor no es sino la verdad realizada. El amor se puede definir como la transformación real del otro por mí. Ningún concepto del mensaje del Nuevo Testamento tiene un significado tan central como el concepto de verdad. “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”, responde Cristo al preguntarle Pilato si Él es un rey. Esta respuesta permanece hasta hoy junto a la pregunta de Pilato: “¿Qué es la verdad?”

La personalidad del hombre reside en su capacidad de verdad y coincide con la misma. Esto es hoy puesto en tela de juicio por biólogos, teóricos de la evolución y las neurociencias. No puedo entrar en el debate que se ha desarrollado al respecto. Sólo quisiera decir que en la actualidad toda visión puramente espiritualista del hombre es incorporada por el naturalismo. Sin embargo, para el naturalismo el conocimiento no es lo que este mismo considera ser. El conocimiento no nos ilumina sobre lo que es, consistiendo en cambio en adaptaciones al ambiente con fines de supervivencia. Sin embargo, ¿cómo podemos saber esto si nada podemos saber? El hecho de que el hombre sea enteramente naturaleza, un ser natural proveniente de la vida subhumana, puede no ser letal para la autocomprensión del hombre únicamente con la condición de que la naturaleza, por su parte, haya sido creada por Dios y la creación del hombre corresponda con una intención divina. Por este motivo, no es necesario que el proceso evolutivo, que con Darwin prefiero definir como proceso de descendencia, se entienda como proceso teleológico, es decir que en éste el generador de lo nuevo no sea el azar. Lo que es el azar visto desde el punto de vista de las ciencias naturales puede ser intención divina en la medida en que es reconocible por nosotros como proceso orientado hacia un fin. Dios actúa tanto a través del azar como a través de leyes naturales. Si los biólogos hablan de “fulguración” y “emergencia” para exorcizar con las palabras lo inexplicable, creer en Dios significa entonces tener un nombre para esta irrupción de lo nuevo, un nombre que en el fondo no reduzca lo nuevo puramente a lo antiguo, el nombre “creación”. La capacidad de verdad se puede comprender sólo como creación.

Quisiera aclarar lo que pienso, es decir, el hecho de que la verdad presupone a Dios, con un último ejemplo, una demostración de Dios que sea, por así decir, resistente a Nietzsche, una demostración de Dios a partir de la gramática, más precisamente del llamado Futurum exactum (el futuro anterior). El Futurum exactum, el segundo futuro, está para nosotros necesariamente vinculado con el presente. Decir de algo que es ahora equivale a decir en el futuro que eso ha sido. En este sentido toda verdad es eterna. El hecho de que el 10 de diciembre de 2009 se hayan reunido muchas personas en Venecia para una conferencia de Robert Spaemann sobre “Racionalidad y fe en Dios” no es verdad sólo hoy, sino que es verdad para siempre. Si hoy nosotros estamos aquí, mañana habremos estado aquí. Como pasado, como haber estado del futuro presente, el presente siempre sigue siendo real, siempre pasado real. Sin embargo, ¿de qué tipo es esta realidad? Se podría decir: como visibilidad en las huellas que ella deja con su acción causal. Con todo, estas huellas disminuyen cada vez más. Y quedan huellas mientras quien las ha dejado es recordado.

Mientras se recuerda el pasado, no es difícil responder a la pregunta sobre el género de su ser. Tiene su realidad precisamente en el ser recordado. Sin embargo, el recuerdo tarde o temprano se desvanece. Y tarde o temprano ya no habrá hombres en la tierra. Finalmente también la tierra desaparecerá. Como al pasado siempre pertenece un presente, del cual el pasado ha pasado, deberíamos por consiguiente decir que con el presente que recordamos desaparece también el pasado, y el futuro anterior pierde su significado. Sin embargo, es esto precisamente lo que no podemos pensar. La proposición “en el futuro más lejano ya no será verdad que nosotros nos encontrábamos esta tarde reunidos aquí” carece de sentido. No admite pensar en ella. Si nosotros un día habremos dejado de haber sido, entonces de hecho tampoco somos reales ahora, como afirma el budismo de modo consecuencial. Si la realidad presente dejará un día de haber sido presente, entonces la misma de hecho no es real. Quien elimina el futuro anterior elimina el presente.

Sin embargo, una vez más: ¿de qué tipo es esta realidad del pasado, el eterno ser verdadera de toda verdad? La única respuesta se enuncia así: estamos obligados a pensar en una conciencia que cuida todo cuanto ocurre, una conciencia absoluta. Ninguna palabra pronunciada un día será un día no pronunciada, ningún dolor no padecido, ninguna alegría no vivida. El pasado puede dejar de verse, pero no es posible hacer que no haya sido. Si la realidad existe, entonces el futuro anterior es inevitable y con éste el postulado del Dios real. “Temo —escribe Nietzsche— que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática”. El problema es que no podemos evitar creer en la gramática. También Nietzsche pudo escribir lo que escribió únicamente porque confió a la gramática lo que quiso decir.


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