María coopera en el sacrificio de la cruz presentando a la víctima y participa en él por la oblación dolorosa de sí misma –fuente derivada de la fuente primera y suficiente, que es Cristo– para la salvación de los hombres. No es posible imaginar una cooperación más estrecha y más fecunda en la obra de la Redención que la de la Santísima Virgen María, ya que su papel en el plan de salvación pertenece por voluntad del Padre y por gracia del Espíritu Santo, a la economía realizada por el Verbo encarnado, a través del sacrificio del Calvario.
Las palabras de Juan Pablo II al afirmar que «la participación de la Madre del Salvador en la redención de la humanidad constituye un hecho único e irrepetible», no deberían sorprender a nadie entre quienes confiesan que Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre y que ha llevado a cabo la redención en virtud de actos realizados por medio de su naturaleza humana. Ahora bien, esta naturaleza humana ha sido asumida por la Persona divina del Hijo eterno, en las entrañas virginales de María, convertida en este hecho en Madre de Dios, porque concibió en su seno la naturaleza humana de Aquel que es Dios y, por ende, de la única Persona divina que es el sujeto de las acciones y pasiones de la naturaleza humana asumida por el Verbo de Dios. Esta relación entre el Verbo encarnado y María es única, y no puede ser comunicada; es totalmente diferente a la que existe, por ejemplo, entre Cristo, Pontífice de la Nueva Alianza y aquellos que ejercen el sacerdocio ministerial, como instrumentos suyos y en su nombre. Si se evocan los grados más altos de los caminos místicos, éstos tampoco pueden alcanzar el nivel sublime de la relación de filiación y maternidad existentes entre el Verbo encarnado y su Madre Santísima.
El privilegio, también único, de la Inmaculada Concepción, don gratuito de la plenitud de la gracia dispensado a la Virgen María, se refiere a su elección como Madre de Dios, ya que el nacimiento de Jesucristo no es solamente un hecho de orden puramente material, sino que es un acontecimiento que pertenece al orden de la gracia, debido a que la razón profunda de la venida del Hijo de Dios no es otra que la de la salvación: «y tú (José) le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Por su Inmaculada Concepción, la Virgen es la primer salvada, ciertamente no como liberada del poder del Maligno, sino como preservada del pecado original y de todo pecado personal (DS 2800, 2801, 2803), y su plenitud de gracia es la consecuencia del primer privilegio de María, que es su maternidad divina.
Cuando la Presentación de Jesús al Templo de Jerusalén, pareciera que las palabras dirigidas por el anciano Simeón a la Virgen se refieren a la cooperación de María en el plan de la salvación: «... Este (Jesús) está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el de Evangelio de san Lucas, que nos dicen que «María por su parte, guardaba todas sus cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf 2,51), me parecen que no se refieren alma!– a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34 s). Palabras misteriosas en las que no se percibe, de inmediato, su profunda significación. No obstante, contienen un elemento significativo: el corazón traspasado de la Virgen, que se convierte en causa de revelación, diría de «discernimiento» de los pensamientos íntimos de muchos corazones. ¿Cuáles serían estos pensamientos íntimos? Me atrevo a ver en ellos la actitud de los hombres con respecto al plan de salvación o, si se prefiere expresar de otro modo esta reflexión, la acogida o el rechazo, más o menos amplios, del Evangelio, de la Buena Noticia, de la Cruz que será «signo de contradicción», porque los judíos verán en ella un escándalo y los paganos una locura (cf. 1 Cor 1, 23), mientras que para nosotros, creyentes, es sabiduría de Dios (ibid 24). Si se entiende de esta manera el papel de la espada que traspasa el alma de la Virgen –y pienso que el alma equivale al corazón– se puede aceptar que los sufrimientos de la Virgen estuvieron asociados a los de Jesús para que los hombres fueran capaces de alejarse de los pensamientos según la carne y aceptar la sabiduría del espíritu (cf. Gal 5, 16-25). Así es como los dolores de María se convierten también de una manera oculta y silenciosa en causa efectiva o eficiente de la salvación, evidentemente subordinada y dependiente de la acción salvífica de Jesús, que es la fuente primera de la realización concreta del plan de la salvación del Padre Misericordioso. No es nada aventurado pensar que los sufrimientos de la Virgen alcanzaron su culminación al pie de la cruz, y que su corazón, traspasado espiritualmente, estuvo asociado al corazón materialmente traspasado de su Hijo, para que los hombres pudieran acoger la sabiduría de la salvación, es decir, la convicción de que nos ha sido concedida como una gracia, sin mérito alguno de parte nuestra, sino al contrario, como don generoso del Padre, que nos la da porque tenemos necesidad de ella mucho más de cuanto nos atreveríamos a pedir o desear. Las palabras de Simeón deben ser leídas a la luz de la Cruz; nuestra fe católica nos permite considerar a María al pie de la cruz, no sólo como una madre llena de angustia y sufrimiento ante la ejecución de su hijo, sino como aquella que ha tomado parte en el acontecimiento capital de la historia de la salvación. Las palabras solamente a ciertos momentos precisos de su vida, sino más bien a la totalidad de su participación maternal en la obra de Jesús, su Hijo. Toda la vida de Jesús es misterio de salvación, pero la culminación de su obra se encuentra en la Pascua, es decir, en su muerte en el Calvario y en su Resurrección gloriosa. Ahora bien, la muerte de Jesús es presentada por la Sagrada Escritura como una ofrenda sacrificial. Esta característica aparece ya de una manera apenas velada en el cántico del Siervo de Isaías (Is 53,1-12). El misterioso término «cordero», que san Juan Bautista aplica a Jesús, no se puede entender sino a la luz de las liturgias sacrificiales del Antiguo Testamento, que el Precursor, hijo de un sacerdote de la Antigua Alianza, no podía ignorar. Las palabras de Juan: «He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29) adquieren pues su sentido profético a la luz de los antiguos sacrificios ofrecidos por el perdón de los pecados (cf. Lv 4, 1-5, 13; 6, 17-23).
Nuestra reflexión nos conduce, de este modo, a la evocación de la presencia de la Virgen María al pie de la cruz. La muerte de Jesús descrita en el Nuevo Testamento como un sacrificio, noción que estaba muy presente en la conciencia de los miembros del pueblo de Israel. En la lectura de la narración de la institución de la Eucaristía, tal como aparece en los escritos de san Pablo (1 Cor 11, 23-27), y en los Evangelios sinópticos (cf Mat 26, 26-29; Mc 14, 22-24; Lc 22, 19-20), se percibe que el rito establecido por Jesús, y que se refiere a su muerte, el día siguiente, en el Calvario, posee las características de un sacrificio en el sentido cultual de este término. Aún cuando el texto de la promesa de la Eucaristía contenía ya, de modo implícito, una referencia sacrificial en el hecho de la mención repetida del cuerpo y de la sangre de Jesús (cf Jn 6, 52-26) –pues la sangre es un elemento característico de las liturgias sacrificiales-; es la carta a los Hebreos la que constituye el texto clave para la comprensión en clave sacrificial de la muerte de Jesús en la Cruz. Se trata de un escrito en el que la amplitud, los detalles y su contenido explícito no dejan lugar a ninguna duda (cf Heb 7-10). Es suficiente citar aquí una perícopa capital, que puede ser considerada como un resumen de esta epístola:
«No conteniendo, en efecto, la Ley más que una sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas, no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar año tras año, dar la perfección a los que se acercan. De otro modo ¿no habrían cesado de ofrecerlos, al no tener ya conciencia de pecado los que ofrecen ese culto, una vez purificados? Al contrario, con ello se renueva cada año el recuerdo de los pecados, pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados. Por eso, al entrar en este mundo, dice: «No quisiste sacrificio ni oblación: pero me has formado un cuerpo. No te agradaron los holocaustos y sacrificios por el pecado. Entonces dije: ¡He aquí que vengo –pues de mí está escrito en el rollo del libro– a hacer, oh Dios, tu voluntad». Dice primero: Sacrificios y holocaustos y oblaciones no los quisiste ni te agradaron – cosas todas ofrecidas conforme a la Ley entonces, añade: He aquí que vengo a hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer lo segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10, 1-10).
En los sacrificios de la Antigua Alianza, aparecen: el que presenta a la víctima; luego, el sacerdote que ofrece el sacrificio; a continuación, la víctima para el sacrificio, y, por último, el altar sobre el que la víctima es ofrecida. En la muerte de Cristo en el Calvario, él mismo es el sacerdote y la víctima, y toda la tradición cristiana ha visto en la cruz el altar de ese sacrificio. ¿Pero quién es el que ofrece la víctima? Es claro que es el mismo Jesús en cuanto verdadera Cabeza de la humanidad y que en su naturaleza humana ofrece al Padre el homenaje de su adhesión total y de su sumisión perfecta y a los hombres adorar a Dios en espíritu y en verdad (cf Jn 4, 21-24), contribuyendo consagradas a la alabanza de la gloria de la gracia de Dios (cf Ef 1,6.12.14). ¿Fue la Virgen María de este modo de participación en obediente (cf Fil 2, 5-11) a su Voluntad, con el fin de reparar la insensata autonomía que Adán ambicionó en el paraíso (cf Gn 3, 1-7). Si bien es Cristo mismo que ofrece libremente su vida humana en sacrificio, tampoco se puede olvidar que él recibió esa humanidad de su Madre, la Virgen María, y que la humanidad de Cristo «pertenece» a María con un título que ninguna otra persona puede pretender poseer. Así, la Virgen María ofreció la víctima del sacrificio del Calvario de una manera especialísima, y, con este título, ella fue quien ofreció objetivamente la víctima del sacrifico redentor. Aún más, siendo el mismo Jesús quien dio a la humanidad a la Virgen María como Madre, ella acepta, en calidad de Madre, hacer la ofrenda que permite así a suscitar de nuevo en ellos una actitud auténtica de creaturas el sacrificio de su Hijo por su presencia de Stabat Mater, de Madre que estaba de pie junto a la cruz? La Sagrada Escritura no nos dice nada al respecto, y es bien posible que la plena conciencia de su papel fue madurando progresivamente con la luz del Espíritu Santo que habitaba, simultáneamente con suavidad y potencia en el corazón de aquella cuya respuesta al ángel –«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38)– no fue un «sí» circunscrito a un momento pasajero, sino una actitud permanente de la que brotó de modo natural la palabra dirigida a los servidores durante la fiesta de las bodas de Caná: «haced lo que Él os diga» (Jn 2,6). Estas palabras corresponden al cumplimiento a la letra de la Oración con que Jesús nos enseñó a dirigirnos a su Padre: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10).
Se puede concluir esta reflexión citando el texto fundamental de san Pablo, que constituye, en cierta forma, un resumen de la vida cristiana: «Os exhorto, pues hermanos, por la misericordia de Dios a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente; antes bien, transformado mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 1s). Si el primer versículo de esta cita es el retrato del corazón inmaculado de María, se puede ver en el segundo el fruto de la herida de su alma traspasada: «a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,35).
De este modo, María coopera en el sacrificio de la cruz presentando a la víctima y participa en él por la oblación dolorosa de sí misma –fuente derivada de la fuente primera y suficiente, que es Cristo– para la salvación de los hombres. No es posible imaginar una cooperación más estrecha y más fecunda en la obra de la Redención que la de la Santísima Virgen María, ya que su papel en el plan de salvación pertenece por voluntad del Padre y por gracia del Espíritu Santo, a la economía realizada por el Verbo encarnado, a través del sacrificio del Calvario.