Cuando tomemos más distancia de esa hora de gracia que fue la Conferencia General de Aparecida, seguramente percibiremos con mayor claridad también otras dimensiones del documento conclusivo y otras facetas del espíritu de Aparecida.
Sorprenden las opciones pastorales del documento conclusivo de la Vª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. En ellas intuimos el espíritu que inspiró a los participantes y que, de alguna manera, nos inspiró a todos durante el tiempo de preparación. Para quienes fueron convocados y para tantos bautizados que siguieron el desarrollo de la Asamblea, Aparecida fue una hora de gracia. El nombre bendito de Nuestra Señora Aparecida es la palabra que designa a la Vª Conferencia General y al espíritu que la animó y la caracteriza.
Ese espíritu, y de ello todos tenemos conciencia, no fue el fruto de nuestros esfuerzos. Fue un don de Dios. Por eso, sabiendo que nuestro encuentro no fue un evento meramente humano, me referiré a él con profundo respeto e inconmensurable gratitud, consciente de estar demasiado cerca de la celebración de la Vª Conferencia como para aquilatarla adecuadamente, y que nuestras palabras son pobres e insuficientes para comunicar la experiencia vivida; una de las más hermosas de nuestras vidas.
1. Un recuerdo imborrable
Hacer memoria de Aparecida es peregrinar en silencio, con mucho asombro, a su impresionante santuario, admirar la labor pastoral y la acogida de la Arquidiócesis y de su Arzobispo, el impulso misionero de los padres redentoristas que animan la vida del santuario, como también de los agentes pastorales que se han consagrado al servicio del amor de Nuestra Señora de la Concepción Aparecida a su pueblo, y de la confianza que éste deposita en ella; es maravillarse del espíritu alegre y servicial de los mil voluntarios, como también de la fe, el amor y la esperanza, los gestos religiosos y el canto de los 120.000 peregrinos «do povo de Deus», que acuden al santuario todas las semanas.
Hacer memoria de la Conferencia de Aparecida también es sumergirse nuevamente en los salmos, acompañados de las 100 voces del coro del santuario, es recordar a los seminaristas, acólitos infaltables en las celebraciones, y sobre todo la belleza de las significativas celebraciones litúrgicas que recogían, ofrecían y culminaban nuestros trabajos. El himno y los salmos de Laudes iniciaban cada mañana las concelebraciones eucarísticas en el altar central del santuario, presididas casi siempre por uno de los presidentes de nuestras conferencias episcopales. Concluíamos la labor cotidiana con el rezo común de Vísperas.
Hacer memoria nos invita a ser nosotros mismos discípulos de Jesucristo. Recordando a los primeros, optamos por una forma sobria de vida, compartiendo alojamientos sencillos en hoteles de pocas estrellas donde buscan albergue los peregrinos, y cada día nos enriquecimos con el ardor y la luz de su Palabra, comentada en homilías notables, tanto al iniciar la jornada con la Eucaristía, como al atardecer en el rezo de Vísperas. Ellas avivaban nuestra fe en el encargo que habíamos recibido de Dios y en la esperanza de su pueblo, y nos preparaban a recibir el pan bajado del cielo, precisamente para la vida del mundo.
Al iniciar cada día nos alegraba ver a los peregrinos que participaban en las celebraciones eucarísticas, concluyéndolas con uno de sus fervorosos himnos a la ‘Padroeira’ del Brasil. Y nos fortalecía saber que innumerables fieles, gracias a las transmisiones de radio y televisión, y a la diligencia con que trabajaban en tiempo real los servidores de ‘www.celam.info’, nos acompañaban y oraban con nosotros desde sus hogares en cercanos y lejanos rincones del continente y de las islas caribeñas.
Aparecida fue una hora de gracia en nuestra propia vocación de discípulos de Jesucristo, compartida con el pueblo-familia de Dios.
2. El espíritu de comunión y participación
Nos despedimos de Nuestra Señora Aparecida con una experiencia gozosa de comunión y participación, que hizo madurar entre nosotros éste y tantos otros frutos del Concilio, y realizó así uno de los anhelos más hondos de la Conferencia de Puebla de los Ángeles. Nos enriqueció esa admirable vivencia en la cual la comunión con la Sma. Trinidad se entrelaza en todo momento con la comunión entre los hermanos.
Con ese espíritu –con la colaboración de laicos, religiosos, religiosas, diáconos permanentes y sacerdotes diocesanos– preparamos la Vª Conferencia General durante largos y apretados meses. Así encaminaron su trabajo y sus reuniones miles y miles de comunidades a lo largo del Continente y en El Caribe, que se interiorizaron del temario con la ayuda del Documento de Participación y de las numerosas fichas. Quedaron contentas de la invitación que les hacían sus obispos a aportar lo suyo, preparando lo que serían las conclusiones de Aparecida.
Con ese mismo ánimo trabajaron las conferencias episcopales que conforman el Consejo Episcopal Latinoamericano, el CELAM, y colaboraron con nosotros 50 diócesis de los Estados Unidos, como asimismo algunas de Canadá y Europa. La presidencia del Consejo Episcopal y la comisión de preparación, con la colaboración unánime de los presidentes de las conferencias episcopales, elaboramos y aprobamos la proposición metodológica. Asumiendo el voto de los presidentes, preparamos además las listas de nombres que ofrecimos a la Asamblea para constituir con ellos las comisiones auxiliares que facilitarían el trabajo.
El espíritu de comunión y participación inspiró también nuestros diálogos con la Santa Sede, particularmente con el Cardenal Giovanni Battista Re, Presidente de la Comisión para América Latina, y con los Consejos pontificios (por ejemplo, con el Consejo para los Laicos), que colaboraron directamente, convocando con nosotros encuentros preparatorios. Fueron muy significativas las audiencias con los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, que siempre apoyaron e impulsaron la celebración de la Asamblea con sus palabras de aliento y sus decisiones.
Selló el espíritu que caracterizó ese tiempo, la presencia del Santo Padre en Brasil, especialmente sus palabras junto al santuario. Agregó un nuevo motivo de gratitud a él su discurso inaugural, al inicio de la Asamblea. En él unió magistralmente su enseñanza, llena de verdad evangélica, con la cual confirmaba e iluminaba nuestra fe, con un trato cordial, colmado de cercanía fraterna y de esperanza. Para muchos fue algo nuevo. Nunca habían escuchado un discurso pontificio en el cual el Pastor universal uniera a su sabiduría doctrinal tanta sencilla cordialidad. Fue él quien abrió el espacio interior que caracterizó a la Vª Conferencia General: espacio de comunión fraterna, de confianza en la acción del Espíritu Santo y en los hermanos y hermanas, y de libertad evangélica.
En medio del trabajo de las comisiones, mientras transcurrían los días, la comunión y participación adquirieron además otra dimensión que muchos no esperaban. Los laicos, los sacerdotes diocesanos, los diáconos permanentes, los religiosos y las religiosas que fueron invitados a Aparecida tuvieron una profunda experiencia de sus pastores como hermanos y amigos. En ese ambiente un arzobispo de lejanas tierras recordaba las palabras con las cuales el Santo Padre Juan Pablo II aprobó la celebración de una nueva Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: «Mantenete la vostra forma!». Con excesiva benevolencia el arzobispo, ante el diálogo que presenciaba, las interpretaba como si el Papa nos hubiera dicho: ¡Mantengan la forma de reunirse que a ustedes les es propia!
La presencia, la participación activa y el interés fraterno de representantes de otras comunidades cristianas, mantuvieron viva la esperanza y la oración ecuménicas, y la voluntad de trabajar para que todos seamos uno, en la comunión plena de la misma fe y el mismo amor [1].
Vivir y trabajar en comunión todas las jornadas, suponía reconocer en los demás la aceptación viva de su vocación y su misión a los ojos de Dios en bien de la Iglesia y de los pueblos latinoamericanos y caribeños. Sólo reconociendo en los demás que Cristo salió a su encuentro y los llamó, que ellos quieren permanecer en su amor y buscan la unidad querida por el Señor, como asimismo cooperar con su sabio plan de amor; sólo así, la pluralidad de los miembros logra vivir una profunda experiencia de comunión. Así logran colaborar con esperanza, superando toda suspicacia y desconfianza que, de una u otra manera, al inicio de estas Asambleas casi siempre afloran.
Caracteriza al espíritu de Aparecida la inclinación a descubrir la bondad y la verdad que se expresa en los pensamientos, las palabras y las iniciativas de los hermanos que se encuentran día a día con el Señor. Efectivamente, gracias a esta vivencia fuerte de comunión y participación. Hablamos del espíritu de Aparecida.
3. Hacia el encuentro con Jesucristo vivo
Nuestra ruta a través de las Conferencias Generales del Episcopado de Latinoamérica y El Caribe le abrió el camino a una Iglesia que, desde su propia historia y cultura, enriquecida por el Concilio Vaticano II, aceleró su paso hacia la nueva evangelización. Las Conferencias anteriores enfocaron nuestro quehacer pastoral, priorizando diversas dimensiones esenciales de la vida y la misión del Pueblo de Dios.
Esta vez nos pareció necesario llegar con profundidad a la identidad viva y a la misión del sujeto que debe responder a los grandes retos de nuestro tiempo. Fuimos al corazón de nuestra existencia y vocación: al encuentro con Jesucristo vivo, que nos hace sus discípulos misioneros. Esta manera de caracterizar la vocación del cristiano –ser «discípulos misioneros de Cristo»– no se encuentra así en los documentos conclusivos de las Conferencias precedentes. Estábamos acostumbrados a hablar de los bautizados, los fieles, los creyentes, los testigos, los militantes y, últimamente, de los evangelizadores, pero no de los «discípulos», y menos aún de los «discípulos misioneros».
Escogimos la palabra «discípulos», de extraordinaria riqueza bíblica, para caracterizar nuestra vocación, ya que ella anuda la relación viva con el Maestro y Pastor de quien es llamado por Él y lo ha encontrado. Además, subraya la coherencia, tan débil en incontables bautizados, entre el seguimiento de Jesucristo y la construcción de la sociedad como discípulos suyos. Propusimos la palabra «misioneros», implorando un despertar, en la fuerza de un nuevo Pentecostés, del letargo misionero que constatamos en nuestra Iglesia de América Latina y del Caribe.
De esta manera quisimos acoger y profundizar la orientación pastoral que nos entregó el Sínodo de América. A partir del «encuentro con Jesucristo vivo» nos pareció necesario llegar con profundidad a la vida, a las costumbres y a las iniciativas de quienes se reconocen sus discípulos, y descubren, en virtud de ese encuentro, su camino de conversión, comunión y solidaridad [2].
Fue el Santo Padre quien nos invitó en la introducción de su primera encíclica a partir desde el encuentro con la persona de Jesús, recordándonos que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» [3].
Este encuentro une nuestra existencia a la vida de los primeros cristianos, como lo expone el Documento:
«Quienes se sintieron atraídos por la sabiduría de las palabras de Jesucristo, por la bondad de su trato y por el poder de sus milagros, por el asombro inusitado que despertaba su persona, acogieron el don de la fe y llegaron a ser discípulos de Jesús. Al salir de las tinieblas y de las sombras de muerte (Cf. Lc 1, 79), su vida adquirió una plenitud extraordinaria: la de haber sido enriquecida con el don del Padre. Vivieron la historia de su pueblo y de su tiempo, y pasaron por los caminos del Imperio Romano, sin olvidar nunca el encuentro más importante y decisivo de su vida que los había llenado de luz, de fuerza y de esperanza: el encuentro con Jesús, su roca, su paz, su vida.» (21)
Nos sobrecoge pensar que Cristo haya salido a nuestro encuentro. Su venida y su amor hasta el extremo nos comprometen a vivir, como discípulos misioneros suyos, «cargando con nuestra cruz y urgidos por su envío» [4] en ese espacio interior de alianza que Él abrió, reconociendo en todo el primado del amor.
En efecto, el encuentro con Jesucristo desata el dinamismo del amor, ya que su amor despierta amor, escucha, asombro y contemplación, pero también la voluntad de seguirlo y de colaborar vigorosamente con Él. Amarlo despliega en nosotros el dinamismo, a veces realmente doloroso, de la liberación de actitudes, convicciones y sentimientos ajenos al Reino; pero también desata el dinamismo transformador de la conversión que nos da los pensamientos y los sentimientos de Cristo, como asimismo el dinamismo de la comunión en la Iglesia y de la solidaridad, que es amistad, gratuidad, servicio y adhesión no sólo a su persona, sino también a quienes Él ama, sobre todo a los más afligidos y marginados. Encontrarnos con Él y seguirlo nos conduce por el camino hacia la cruz y la resurrección, participando de su misión reconciliadora que nos hace familiares de Dios, y de su madre María, como también de todos como hermanos.
Así tomamos más conciencia de que nuestra vida despierta y crece, en camino a la santidad, cuando dejamos que el amor de Dios, expresado de manera eminente en la Eucaristía, nos penetre, nos sobrecoja, nos una y nos transforme, despertando en nosotros toda la belleza y las potencialidades de nuestra vocación: ser imagen y semejanza misteriosa de un Dios que es amor, que es comunión.
En el encuentro gozoso con la Buena Noticia experimentamos con asombro la llamada a «estar en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1,3), muerto y resucitado, en el Espíritu Santo (2Co 13,13)» (155). Así, descubrimos con alegría que nuestra vocación al discipulado misionero es con-vocación a la comunión en la Iglesia [5], que no hay discipulado sin comunión [6], y que todos «estamos llamados a vivir y transmitir la comunión con la Trinidad, pues ‘la evangelización es un llamado a la participación de la comunión trinitaria’ [7]» (157).
Realmente, nos sentimos y vivimos como «un pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [8], llamado a ser «en Cristo como un sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» [9], encontrando nuestro fundamento y sustento en la comunión con la Trinidad [10]. Precisamente «la experiencia de un Dios uno y trino, que es unidad y comunión inseparable, nos permite superar el egoísmo para encontrarnos plenamente en el servicio al otro» (240).
El espíritu de Aparecida, porque es un eco del Evangelio, no presenta al cristiano desde una perspectiva primeramente ética o ideológica, sino personal: desde el encuentro con Jesucristo vivo. Es un encuentro que nos incorpora al amor trinitario, y así a la comunidad de sus discípulos en la Iglesia, y de todos los que Él ama, nos da vida nueva y nos pone al servicio de todos, especialmente de quienes sufren.
4. La alegría del Magnificat y los desafíos del tiempo
Al centrar nuestro trabajo en el encuentro vivo con Jesús y en nuestra vocación a estar con Él como sus discípulos, conformando una comunidad de hermanos, y a ser enviados como misioneros suyos, en Aparecida fue tomando cuerpo una convicción: la alegría del Magnificat debe ser el acorde fundamental de la vida de un cristiano.
Es cierto, en muchos países cargamos sobre nuestros hombros la cruz pesada de estar perdiendo en el ámbito público, en el discurso político y en muchos medios de comunicación la evidencia del sentido de nuestra vida como cristianos, la memoria de las aportaciones del cristianismo a nuestros pueblos, y el respeto, a veces desmesurado, que se daba a los ministros de la Iglesia. Sin embargo, ante el secular desafío de superar la miseria y la injusticia que sufren millones de latinoamericanos, y ante las grandes amenazas de nuestro tiempo, ante los grandes sueños y las grandes carencias de quienes viven al margen de los bienes de la sociedad, ante las vacilaciones, los desconciertos, las oportunidades, las expectativas y los problemas que aporta la globalización económica, cultural y religiosa, no queremos reaccionar con temor o con ansiedad, con ingenuidad o con agresividad, con indiferencia o aislándonos de los demás.
Peregrinaremos por el mundo con un corazón lleno de gratitud por habernos encontrado con Cristo, Evangelio vivo del Padre, Esperanza y Vida de nuestros pueblos. Peregrinaremos como discípulos misioneros suyos. Lo haremos sin desentendernos de nuestra responsabilidad por este mundo. Nos esforzaremos por discernir los signos del tiempo con amor a la verdad, sin dejarnos colonizar por propuestas decadentes que corroen y destruyen la dignidad de la persona y de la familia. Abriremos caminos alternativos conformes a la razón y a la fe. Lucharemos por ser fermento, a la vez que instrumentos de comunión y reconciliación. Colaboraremos con la gracia de Dios, trabajando en la construcción del Reino de justicia, de verdad, de vida y de paz. Enfrentaremos los desafíos, los más avasalladores y los cotidianos, pero siempre dando cabida preponderante en nuestro espíritu a un sentimiento y una actitud básica, a «la gratitud y la alegría de ser cristianos» [11], a la alegría de «ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio» [12].
Esta alegría caracteriza el espíritu y el mensaje misionero de Aparecida y quiere brotar en un corazón consciente y emocionado por los dones sobreabundantes de Dios. Fue la actitud de la Sma. Virgen, de la pobre de Yahveh a la vez que admirable esclava del Señor, cuando acogió al Hijo de Dios en Nazaret. Todos los días la recuerda la Iglesia en el mundo entero cuando canta con ella el Magnificat. Con razón saludó el ángel a la mujer llena de gracia, deseándole alegría.
5. La realidad desde una mirada creyente
Llegamos a Aparecida urgidos por la misión de la Iglesia al servicio de la vida de nuestros pueblos. Teníamos conciencia de que se abre paso «un nuevo período de la historia con desafíos y exigencias caracterizado por el desconcierto generalizado que se propaga por nuevas turbulencias sociales y políticas, por la difusión de una cultura lejana y hostil a la tradición cristiana, y por la emergencia de variadas ofertas religiosas que tratan de responder, a su manera, a la sed de Dios que manifiestan nuestros pueblos» [13].
Como en las Conferencias Generales anteriores, queríamos intercambiar y profundizar nuestra visión de la realidad, obtener un diagnóstico certero de las tendencias culturales, religiosas, sociales, económicas y políticas, de las visiones del hombre, la familia, la vida, el trabajo y la sociedad que las impulsa, de los proyectos históricos que quieren instaurar y de su sustento ético. Queríamos «ver» en profundidad.
Ya en la preparación remota de Aparecida, el CELAM había ofrecido valiosas reflexiones sobre las megatendencias del Continente [14] y, más tarde, sobre el proceso de globalización en curso y nuestra misión evangelizadora en un mundo globalizado [15]. También el Documento de Participación describió la realidad desde diferentes ángulos. Sin embargo, no nos dejaban satisfechos los esfuerzos realizados.
Mientras unos buscaban, en un loable intento, las mejores estadísticas para palpar descarnadamente la realidad, persiguiendo la mayor objetividad en la aplicación rigurosa del método ‘ver-juzgar-actuar’, poco a poco emergió una nueva perspectiva que daba gran importancia al sujeto creyente que ‘ve’. Así, la Síntesis de los Aportes Recibidos resumía la visión de la realidad con el sugerente título: «Miramos a nuestros pueblos a la luz del proyecto del Padre». Y explicaba que así el método ‘ver-juzgar-actuar’ «nos permite articular, de modo sistemático, la perspectiva creyente de ver la realidad; la asunción de criterios que provienen de la fe y de la razón para su discernimiento y valoración con simpatía crítica; y, en consecuencia, la proyección del actuar como discípulos misioneros de Jesucristo» [16].
Fue el Papa Benedicto XVI, en su Discurso Inaugural, quien mostró todo el horizonte de la realidad que abarca nuestra mirada, al plantear un interrogante radical:
«¿Qué es esta «realidad»? ¿Qué es lo real? ¿Son «realidad» sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de «realidad» y, en consecuencia, sólo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas.
La primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano. La verdad de esta tesis resulta evidente ante el fracaso de todos los sistemas que ponen a Dios entre paréntesis. (…) Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad.
Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de este amor de Cristo «hasta el extremo», no puede dejar de responder a este amor sino es con un amor semejante: «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57 )» [17].
Al reflexionar sobre el mundo, y en él sobre la Iglesia peregrina, dejó una huella profunda en el espíritu de los participantes en la Asamblea de Aparecida, esta visión amplia y profunda del Santo Padre acerca de la realidad. Nuestro «ver» tiene que abarcar toda la realidad. En primer lugar, la realidad fundante, el Creador y Padre de todo lo creado, Señor de la vida y de la historia, el Dios-con-nosotros, Redentor y Pastor de los pueblos. Abrir los ojos para ver a Dios y plantearse responsablemente ante la creación, abrirlos para constatar sus obras y su intervención en la historia, y para ver al ser humano como colaborador suyo o como opositor a su plan de amor, ofrece un sólido fundamento al discernimiento sabio, a la misma comunión, como asimismo a la acción transformadora y al asombro contemplativo.
Ésta es una dimensión transversal que caracteriza el alma del Documento. Con la gracia de Dios queremos que marque nuestra existencia. Quienes viven así, con un corazón que se abre a toda la realidad, avanzan más rápidamente hacia la santidad, hacen más atrayente la irradiación de sus vidas y de nuestras comunidades, y más fecunda su acción transformadora del mundo, como también el dinamismo misionero de la Iglesia.
6. Entre cálculos humanos y siembras de Dios
En Aparecida, por eso, no nos nacía mezclar cálculos meramente humanos con sabiduría divina. No nos propusimos elaborar las opciones pastorales a partir de la constatación de carencias, falsedades, increencias, injusticias y otros males, para luego deducir y señalar nuevas orientaciones. Antes que nada quisimos reconocer la siembra de Dios, y considerar nuestra labor una verdadera co-laboración, poniendo el fundamento de nuestro trabajo en el plan del Padre, en la Pascua de Cristo y en las mociones del Espíritu Santo. Los párrafos sobre la ecología (125s), por ejemplo, muestran la necesidad de respetar la sabiduría del Creador, constituyéndola en el fundamento de nuestra intervención en el mundo. Pero quien reconoce la siembra de Dios, busca sus frutos y tiende con toda el alma a superar carencias y remediar males, pero a partir de la verdad, la vida, los caminos y los dones que provienen de Dios.
El documento se refiere a la obra de Dios también cuando valora su siembra en la religiosidad popular. Lo dice con estas palabras en el número 263:
«No podemos devaluar la espiritualidad popular, o considerarla un modo secundario de la vida cristiana, porque sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios. En la piedad popular se contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal. Es también una expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente, sino de la acción interna de la gracia. (…) Es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que no por eso es menos espiritual, sino que lo es de otra manera».
Al lugar que queremos darle a la siembra de Dios ya se refería el Documento de Síntesis en el número 317:
«Toda iniciativa y todo plan pastoral en la Iglesia ha de tener presente la acción del Espíritu Santo. Nosotros colaboramos con Él. Por eso, no basta con constatar carencias y deducir de ellas nuevas intervenciones pastorales. Aún antes de elaborar nuevos planes pastorales, es necesario contemplar y discernir las iniciativas que ya ha tomado o está tomando el Espíritu Santo. Éste es el primer imperativo de todo plan y de toda pedagogía pastoral. Ha de buscar cuidadosamente las personas y comunidades, y las iniciativas evangelizadoras a través de las cuales el Espíritu ya está obrando, como asimismo los carismas que Él sembró y está sembrando en el Pueblo de Dios. El bautizado, cuando piensa en su acción evangelizadora, debe tener la confianza de que no parte de cero. Alguien, el Espíritu Santo, ya trabajaba antes que Él y lo invita a colaborar con Él, tomando como punto de partida la vida y las iniciativas que ya existen y que esperan aliento, apoyo, conducción e integración para ser plenamente fecundas y dar todos sus frutos».
Desde esta opción necesaria, que no nos apartó de una visión realista de la acción de quienes siembran cizaña y de sus efectos, personales y estructurales, destructivos de la dignidad humana, el primado de la acción del Espíritu llevó a los obispos a valorar de manera preponderante todo lo que brota y crece en la sociedad y particularmente en el Pueblo de Dios por obra del Espíritu, como asimismo cuanto reacciona contra el mal, por acción del mismo Espíritu. Queremos fortalecer dichas acciones, desplegar su esperanza y sus proyectos, de modo que puedan abordar con decisión también las carencias y los vacíos de la evangelización, levanten alternativas poderosas a la contra-cultura de la injusticia, la corrupción, el engaño, la indiferencia religiosa y la muerte, y ofrezcan lo mejor de sí para que nuestros pueblos tengan vida en Cristo.
Contemplar las obras y las iniciativas de Dios, pero sin olvido de las mediaciones humanas de las que se vale el Señor; considerarlas la raíz fundamental de nuestra colaboración con Él, recurrir asiduamente a Él como Creador y Revelador para descubrir sus caminos, y vivir resueltos a acoger sus dones y a cumplir su voluntad, son actitudes que caracterizan el espíritu de Aparecida.
7. La originalidad de nuestra pedagogía pastoral
Los documentos del Magisterio con cierta frecuencia dan pocas luces acerca de los caminos que conducen a la realización de las metas que proponen. El documento de Aparecida dedica a este tema un capítulo entero: 106 números de un total de 554, y propone los múltiples lugares del encuentro con Cristo. Se detiene en los más conocidos, como ser la Eucaristía, la reconciliación sacramental y el servicio a los pobres y atribulados. Constituye una novedad la relevancia que da a la práctica de la ‘lectio divina’ y a la animación bíblica de la pastoral (247-249). Llama la atención la sensibilidad con la cual describe la piedad popular (258-265), la vida de los santos (266-275), y sobre todo de la Virgen María, como espacios de encuentro con Jesucristo. Como era de esperar, prioriza la renovación de la iniciación cristiana y de la catequesis (286-300), y alienta la formación de discípulos misioneros.
Tal vez lo más notable de este capítulo, lo que revela su espíritu y le confiere originalidad por volver a las fuentes bíblicas, se encuentra en dos de sus introducciones, en los números 244 y 245, y en los números 276, 277 y 278a.
«La naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo. Ésa fue la hermosa experiencia de aquellos primeros discípulos que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo como los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones. El evangelista Juan nos ha dejado plasmado el impacto que produjo la persona de Jesús en los dos primeros discípulos que lo encontraron, Juan y Andrés. Todo comienza con una pregunta: ‘¿qué buscan?’ (Jn 1,38). A esa pregunta siguió la invitación a vivir una experiencia: ‘vengan y lo verán’ (Jn 1,39). Esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano» (244).
Llama fuertemente la atención con cuánta seguridad se afirma que «esta narración permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano». Más adelante insiste el documento en la invitación a volver al Jordán y rescatar el dinamismo de ese primer encuentro como metodología pastoral.
«La vocación y el compromiso de ser hoy discípulos y misioneros de Jesucristo en América Latina y El Caribe, requieren una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia. Miramos a Jesús, el Maestro que formó personalmente a sus apóstoles y discípulos. Cristo nos da el método: ‘Vengan y vean’ (Jn 1,39), ‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida’ (Jn 14,6). Con Él podemos desarrollar las potencialidades que están en las personas y formar discípulos misioneros. Con perseverante paciencia y sabiduría Jesús invitó a todos a su seguimiento. A quienes aceptaron seguirlo los introdujo en el misterio del Reino de Dios, y después de su muerte y resurrección los envió a predicar la Buena Nueva en la fuerza de su Espíritu. Su estilo se vuelve emblemático para los formadores y cobra especial relevancia cuando pensamos en la paciente tarea formativa que la Iglesia debe emprender en el nuevo contexto sociocultural de América Latina» (276).
«El itinerario formativo del seguidor de Jesús hunde sus raíces en la naturaleza dinámica de la persona y en la invitación personal de Jesucristo, que llama a los suyos por su nombre, y éstos lo siguen porque conocen su voz. El Señor despertaba las aspiraciones profundas de sus discípulos y los atraía a sí, llenos de asombro. El seguimiento es fruto de una fascinación que responde al deseo de realización humana, al deseo de vida plena. El discípulo es alguien apasionado por Cristo a quien reconoce como el maestro que lo conduce y acompaña» (277).
Entre los diferentes aspectos del proceso, el documento medita sobre la actualidad de ese primer diálogo de encuentro con Cristo, y llama nuestra atención sobre la pregunta del Maestro: «¿Qué buscan?». Lo hace con las siguientes palabras:
«Quiénes serán sus discípulos ya lo buscan (Cf. Jn 1,38), pero es el Señor quien los llama: ‘Sígueme’ (Mc 1,14; Mt 9,9). Se ha de descubrir el sentido más hondo de la búsqueda, y se ha de propiciar el encuentro con Cristo que da origen a la iniciación cristiana» (278a).
Esta afirmación, dicha casi al pasar, manifiesta la voluntad de Aparecida de acercarse a las búsquedas de nuestros contemporáneos, a los grandes anhelos de nuestro tiempo. Es un tema decisivo para el efecto pedagógico del encuentro. «Se ha de descubrir el sentido más hondo de la búsqueda». Si lo conocemos, no nos será difícil anunciar a Jesucristo «Camino, Verdad y Vida» no sólo de manera genérica, sino, además, como respuesta a sus búsquedas personales, grupales y generacionales, a quienes lo buscan. Podremos presentarles a Jesucristo como su camino, su verdad y su vida. Desde esa experiencia de búsqueda y encuentro, quien lo busca escuchará con más facilidad la voz de Cristo cuando lo llama por su nombre y le dice «sígueme», se desatará el proceso de conversión, comunión y solidaridad, y se abrirán las puertas para el conocimiento vivo de Jesucristo. Por lo demás, si realmente nos interesan y nos comprometen las búsquedas de nuestro tiempo, sobre todo de la juventud, y conocemos su lenguaje, nos será fácil hablarles de manera comprensible y anunciarles a Jesús como el Dios-con-nosotros (100 d).
El espíritu de Aparecida, en el ámbito pastoral, conduce al seguimiento del Buen Pastor. Quiere llamar a las suyas por su nombre, sabiendo que lo buscan. Por eso es infatigable. Siempre quiere salir al encuentro de quienes buscan, para entablar un diálogo profundo, y conducir a los lugares de encuentro con el Maestro y Señor (246-275). Esto nos pide renovar nuestras comunidades e instancias pastorales, convirtiéndolas en espacios que acogen a quienes buscan, y en escuelas del encuentro con Cristo, que forman discípulos misioneros.
8. La gran opción por la vida
Sorprende con qué fuerza la «vida nueva en Cristo» y la instauración del Reino de la vida (367), son un eje central de las conclusiones de Aparecida. Evangelizar no es una acción que implique tan sólo el anuncio de un mensaje espiritual. Hemos sido enviados para que la vida nueva en Cristo sea la riqueza mayor de nuestros pueblos. Ello implica una opción por todas las dimensiones de la vida y por las condiciones más favorables a la vida, ya que hemos asumido la misión de Cristo, que vino a este mundo como el Señor de la Vida a proclamar e inaugurar el Reino de la vida, para que todos «tengan vida y la tenga en abundancia» (Jn 10,10). Con el ardor de los santos imploramos del Espíritu la gracia de trabajar con pasión para que nuestros pueblos tengan la vida nueva que nos regala el Señor.
El discurso inaugural del Santo Padre abrió todo el horizonte de la vida, recordando las enseñanzas de Populorum Progressio y precisando que con la vida divina, de la cual Cristo nos hace partícipes, ha de desarrollarse también «en plenitud la existencia humana, en su dimensión personal, familiar, social y cultural», y que la respuesta al gran desafío de la pobreza y la miseria hace «inevitable hablar del problema de las estructuras, sobre todo de las que crean injusticia».
El Documento de Aparecida, con la fuerza de este compromiso con la vida en Cristo, no vacila en llamar por su nombre los males y las amenazas de nuestro mundo y nuestras propias incoherencias con la vocación recibida. Con crudo realismo se plantea ante las injusticias corrosivas de la sociedad, las diferentes formas de violencia, las marginaciones, las adicciones que socavan toda dignidad, los graves delitos contra las personas y contra la moral, las voracidades y las carencias económicas, las inconsistencias políticas, las decadencias culturales, las insuficiencias educacionales, etc. Es más, busca superar esas expresiones de la ‘cultura’ de la muerte. A ella dedica toda la tercera parte del Documento.
Como puede verse, el espíritu de Aparecida se distingue por su pasión por la nueva vida en Cristo. Ella ha de determinar nuestra perspectiva para ver la situación de nuestros pueblos, de sus familias y de sus culturas, nos ofrece un criterio insustituible de discernimiento y evaluación, y numerosas prioridades para una decidida transformación del mundo como ciudadanos del Reino, para el respeto de los derechos de todos los hijos de Dios, y la gestación de una cultura familiar y social acorde con la vocación cristiana de la humanidad.
1. Esta opción tiene una dimensión profundamente misionera. Aquel que es la Vida, la que existía antes de la Creación, Aquel por quien fueron hechas todas las cosas, Aquel que vino a este mundo a restaurar y elevar la vida y a dárnosla en abundancia, Aquel que murió y resucitó por amarnos hasta el extremo, ha de ser anunciado, acogido, amado y seguido. Reconocerlo y amarlo como la Vida, la Verdad y el Camino nos conduce a la vida plena.
2. El compromiso radical con la vida en Cristo, tiene también otra dimensión: es una opción por el Reino de Dios y por la promoción de la dignidad humana. De ello trata el capítulo 8. Establece numerosas metas para nuestro servicio pastoral, a partir de la dignidad inigualable de la vida humana. Proclama que «todo ser humano existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva en cada instante. La creación del varón y la mujer, a su imagen y semejanza, es un acontecimiento divino de vida, y su fuente es el amor fiel del Señor. Luego, sólo el Señor es el autor y el dueño de la vida, y el ser humano, su imagen viviente, es siempre sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de la existencia, hasta su muerte natural y después de la muerte.» (388)
Pero el compromiso con la vida es aún más amplio, ya que «Nos urge la misión de entregar a nuestros pueblos la vida plena y feliz que Jesús nos trae, para que cada persona humana viva de acuerdo con la dignidad que Dios le ha dado.» (389)
3. La opción por la promoción de la dignidad humana exige necesariamente la opción preferencial por los pobres y excluidos. Aparecida constata con angustia los millones de latinoamericanos y latinoamericanas que no pueden llevar una vida que corresponda a su dignidad, y ratifica y potencia resueltamente, desde una visión humana y teológica, que esta opción preferencial, hecha en las Conferencias anteriores, es «uno de los rasgos que marca la fisonomía de la Iglesia latinoamericana y caribeña» (391). Aparecida llama a contemplar en los rostros sufrientes de nuestros hermanos el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos (393), y explicita que el hecho de ser una opción «preferencial implica que debe atravesar todas nuestras estructuras y prioridades pastorales» (396). El documento conclusivo presenta una visión universal de las necesidades y las pobrezas humanas (65, 402, 407-430), y marca caminos para darles eficaz solución (122, 391ss).
4. La opción por la vida de Jesucristo para nuestros pueblos, es asimismo una opción por la familia, por la cultura de la vida y por la misma vida (431-475). Esto implica una preocupación por el nicho de esta vida en la naturaleza y por la ecología humana. (431-475). Sobre la pastoral familiar, después de constatar las amenazas que se ciernen sobre la familia como realidad viva y como institución, pide encarecidamente que «dado que la familia es el valor más querido por nuestros pueblos, (…) debe asumirse la preocupación por ella como uno de los ejes transversales de toda la acción evangelizadora de la Iglesia» (435). Llama la atención una valiosa novedad, a saber, la mención explícita de la responsabilidad del varón y padre de familia (459-463), tan silenciada hasta ahora con ocasión de la justa y necesaria promoción de la dignidad y la participación de las mujeres (451-458). El documento insta a los gobernantes, legisladores y profesionales de la salud a defender y proteger la familia y la dignidad de la vida humana, y pide hacer uso de la objeción de conciencia ante ordenamientos jurídicos contrarios a la ley de Dios (436).
5. La opción por la vida es necesariamente una opción por la evangelización de la cultura y de las culturas de nuestros pueblos. Una tarea de las proporciones que nos propusimos en Aparecida –que alimenta una verdadera pasión por la vida de nuestros pueblos y supone mucha coherencia con la fe y grandes sacrificios y esperanzas– tenía que dar un paso más, debía apuntar hacia la evangelización de nuestras convicciones, de nuestros comportamientos y costumbres, hacia la manera como cultivamos la relación con la naturaleza, entre nosotros y con Dios [18]. En una palabra, tenía que impulsar la evangelización de la cultura (476-480). Sin ella, muy pocos optarán por la vida, la justicia, la equidad y la paz. Pocos pondrán todo su corazón, sus talentos, sus esfuerzos y sus renuncias a favor de una vida digna para todos, especialmente para los más pobres, y entre ellos, tantas personas y pueblos abandonados; pocos realizarán la opción preferencial por los pobres.
6. La búsqueda del bien de nuestros pueblos en todas sus dimensiones seculares, y la transformación de las estructuras de la sociedad de manera que sean favorables a la vida, es una tarea que implica una opción por la misión específica de los fieles laicos en medio de las realidades temporales, presencia responsable y activa en los nuevos y antiguos areópagos, en las ciudades [19] y en los campos, en las periferias y en los centros de decisión. Abarca la educación, la comunicación social, el servicio público, la organización de la empresa y de las organizaciones laborales, la apertura de caminos favorables a la integración de los pueblos indígenas y afroamericanos, la reconciliación y la solidaridad, y la unión de nuestras naciones [20]. América Latina está llamada a ser el Continente de la Esperanza y del Amor, un Continente de la Vida y de la Paz [21].
Abrirles caminos a los derechos y deberes humanos en la cultura y en los ordenamientos sociales y económicos, e ir aún más lejos, promoviendo la dignidad de la persona y de la familia, y acogiendo y abrazando los demás proyectos de Dios en favor de la vida en Cristo de nuestros pueblos, colaborando con Él con verdadera pasión, cada uno según los talentos, las gracias y las oportunidades que Dios le brinda, es parte del espíritu de Aparecida.
9. El clamor por un despertar misionero
Es una realidad que no podemos ni queremos ignorar. El Pueblo de Dios en nuestro continente no ha tenido conciencia de su vocación misionera. Se acostumbró a recibir misioneros. Creyó que todos los latinoamericanos estaban bautizados y que en su inmensa mayoría pertenecían a la Iglesia católica. En tiempos no tan lejanos, pensábamos que no era necesario ir de puerta en puerta a misionar. A lo sumo había que convocar de vez en cuando a misiones en los campos, trayendo a predicadores y confesores religiosos para que las predicaran. En las ciudades, las misiones generales eran escasas, aunque lograban una movilización mayor de misioneros laicos. Muy pocos latinoamericanos partían en misión «ad gentes».
Pasaron esos tiempos. El número de los católicos ha disminuido en el último decenio como nunca antes en la historia, a la vez que se multiplican las comunidades pentecostales y las sectas. Ha aumentado la indiferencia y la increencia; esta última, en varios países, entre muchos jóvenes. La urgencia de salir a evangelizar se ha hecho imperiosa. Gracias a Dios, actualmente surgen en nuestras Iglesias numerosas iniciativas misioneras; se activa la vocación de un gran número de bautizados, jóvenes y adultos, a la santidad y el apostolado, que comparten la fecundidad y la satisfacción de ser misioneros, aun en circunstancias adversas, sobre todo en sus propios países. También los Congresos misioneros (CAM y COMLA) han impulsado este despertar misionero.
Es claro el mandato de Cristo: «Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos». La evangelización quiere llegar a todos. Quien recibió el llamado bautismal, y con mayor razón quien fue confirmado, puede tener la certeza de haber recibido la semilla de un espíritu misionero. Ser cristiano no consiste meramente en ser bautizado y participar ocasional o frecuentemente en las celebraciones del Pueblo de Dios. Ser cristiano es ser siempre discípulo misionero de Jesucristo, en la comunión de los suyos, enviados a construir su Reino [22].
Asumiendo palabras del Papa Benedicto XVI, los obispos en Aparecida se refieren a la fuerza de atracción de la Iglesia misionera:
«La Iglesia, como ‘comunidad de amor’ [23], está llamada a reflejar la gloria del amor de Dios, que es comunión, y así atraer a las personas y a los pueblos hacia Cristo. En el ejercicio de la unidad querida por Jesús, los hombres y mujeres de nuestro tiempo se sienten convocados y recorren la hermosa aventura de la fe. ‘Que también ellos vivan unidos a nosotros para que el mundo crea’ (Jn 17,21). La Iglesia crece no por proselitismo, sino «por ‘atracción’: como Cristo ‘atrae todo a sí’ con la fuerza de su amor» [24]. La Iglesia ‘atrae’ cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán reconocidos si se aman los unos a los otros como Él nos amó (Cf. Rm 12,4-13; Jn 13,34)» (159).
El documento conclusivo propone que seamos misioneros en razón de la gratitud y alegría que produce la conciencia de pertenencia a Cristo, cuando ésta ha crecido [25].
Más adelante insiste en ello:
«No hemos de dar nada por presupuesto y descontado. Todos los bautizados estamos llamados a ‘recomenzar desde Cristo’, a reconocer y seguir su Presencia con la misma realidad y novedad, el mismo poder de afecto, persuasión y esperanza, que tuvo su encuentro con los primeros discípulos a las orillas del Jordán, hace 2000 años, y con los ‘Juan Diego’ del Nuevo Mundo. Sólo gracias a ese encuentro y seguimiento, que se convierte en familiaridad y comunión, por desborde de gratitud y alegría, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y salimos a comunicar a todos la vida verdadera…» (549).
Despertar del letargo misionero, desplegar el ardor interior propio del enviado, que nace de la alegría y la gratitud de quien es consciente de haber sido llamado inmerecidamente a colaborar con Él y sabe que el Señor está con él, y que crece cuando conduce a otros al encuentro con Él, son anhelos y proyectos inseparables del espíritu de Aparecida.
10. Una mirada integradora de la evangelización, con una clara prioridad pastoral
Un texto del Documento de Síntesis, que logró expresar un anhelo muy sentido de nuestra Iglesia, en la Vª Conferencia General se hizo espíritu y camino hacia el futuro:
«En el siglo XX la vida de la Iglesia latinoamericana estuvo marcada por diversas tendencias a veces enfrentadas entre sí. Creemos que llegó la hora de crear, a través de un gran amor a la verdad y de una apertura fraterna y de un diálogo respetuoso, nuevas síntesis integradoras. Por ejemplo: entre evangelización y ‘sacramentalización’, entre testimonio y anuncio, entre anuncio y denuncia, entre pastoral popular y formación de laicos, entre opción preferencial por los pobres y atención a la clase media y a los grupos dirigentes, entre pastoral, espiritualidad y compromiso social, entre valores tradicionales y búsquedas actuales, entre liberación social y promoción de la fe, entre teología y praxis, entre culto y testimonio de vida, entre causas locales y nacionales y apertura a Latinoamérica y el mundo, entre identidad católica y apertura al diálogo con los diferentes. No se trata de debilitar o relativizar alguna de estas exigencias, sino de que la Persona de Jesucristo ilumine todas estas realidades y les permita una adecuada articulación» [26].
Pero esta visión orgánica, que da su lugar en el todo a la riqueza de la vida de la Iglesia y a su multifacética acción evangelizadora, no puede confundirse con una actitud neutra a la hora de marcar prioridades pastorales.
La Conferencia de Aparecida constató en América Latina y el Caribe incontables frutos de la acción de Dios en la Iglesia de nuestro continente, que dan alas a la esperanza, a la vez que grandes vacilaciones en el ámbito de las convicciones y los valores, el desconcierto que producen quienes quieren suplantar el substrato católico de nuestra cultura por otros «modelos» de vida, de familia y de convivencia social, la incoherencia con la fe de innumerables bautizados, el alejamiento de la Iglesia de muchos que fueron bautizados en ella, la incapacidad que han demostrado tantos constructores de la sociedad de optar preferentemente por los pobres a la hora de tomar incisivas decisiones.
Pues bien, estos y tantos otros fenómenos que circulan por fuera y por dentro de nosotros, llevaron a los obispos en Aparecida a plantear esa gran opción pastoral, que llega a la raíz misma de nuestra convivencia, de nuestra cultura y de la hondura y la radicalidad con las cuales queremos cumplir nuestra misión, una prioridad que es capaz de integrar todos los demás proyectos y vivificarlos. En efecto, la Iglesia en América Latina y el Caribe quiere conducir al encuentro vivo con Jesucristo, para que seamos y formemos discípulos suyos en esa casa, escuela e instrumento de comunión que quiere ser la Iglesia, respondiendo a los grandes desafíos de la humanidad al inicio del tercer milenio, con el corazón y la acción comprometidos con una meta: que la vida de Cristo sea la mayor riqueza y la fuente de equidad, paz y felicidad de nuestros pueblos.
11. La audacia y la coherencia de una conversión pastoral
Coherente con esta opción, y en continuidad con el Sínodo de América, Aparecida nos pide conocer los lugares de encuentro con Cristo (246-275), y conducir a otros hacia su cercanía vivificante. También nos pide que renovemos nuestras comunidades e instancias pastorales, convirtiéndolas en escuelas del encuentro con el Maestro y Señor, en las que despierta y se potencia nuestra vocación de discípulos misioneros para la vida del mundo.
Ante la magnitud de la tarea despertó la conciencia de que es urgente una nueva vitalidad, y que es necesario dar un nuevo paso, un salto hacia delante, en la conversión, la comunión, la solidaridad y la acción evangelizadora que deben caracterizar la vida de los bautizados, de nuestras comunidades e iniciativas, de modo que podamos responder a tamaño desafío. Poco a poco, dos propósitos, dos metas, fueron abriéndose espacio en los grupos de trabajo. Ellas podrían ayudarnos a hacer realidad nuestros anhelos y esperanzas: una conversión pastoral y una misión continental.
1. La conversión pastoral
El documento de Aparecida la propone específicamente en los números 365-372, pero su contenido lo encontramos prácticamente en todos los capítulos. Éstas son algunas de sus componentes principales:
a. Surge de una «firme decisión misionera» que «debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos, y de cualquier institución de la Iglesia. Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe» (365). Esto «implica reformas espirituales, pastorales y también institucionales» (367).
b. Nos exige estar disponibles a la voz del Espíritu Santo, que habla a través de los signos de los tiempos (366s), y requiere de una conversión de los pastores para «vivir y promover una espiritualidad de comunión y participación», sin olvidar la urgencia pastoral del «testimonio de comunión eclesial y santidad» (368 y 371). Esos números contienen, además, otras recomendaciones de gran valor.
c. Supone la renovación de las parroquias (170), los movimientos y todas las comunidades e instituciones eclesiales de modo que sean verdaderas escuelas de discípulos misioneros. Esto significa que vivan y trabajen como escuelas que saben conducir y de hecho conducen al encuentro con Jesucristo vivo. Lo harán enseñando la lectura orante de las Escrituras –lectio divina– (249), potenciando la iniciación a la vida cristiana, ya que «o educamos en la fe, poniendo realmente en contacto con Jesucristo e invitando a su seguimiento, o no cumpliremos nuestra misión evangelizadora» (287). Estas «escuelas» han de avivar el encuentro con Cristo en las celebraciones litúrgicas, particularmente en la celebración eucarística y del sacramento de la reconciliación (251-254), reconquistar la celebración del día del Señor (252s), enseñar a recorrer ese camino hacia Él que es el amor a la Virgen María (267), y a servir generosamente a los pobres, afligidos, enfermos y excluidos, cuyos derechos hemos de defender, y en quienes encontramos y servimos al Señor (257). En ellas hemos de aprender y transmitir el aprecio y el cultivo de la piedad popular (259, 263, 265).
d. Postula recuperar la categoría «encuentro» para construir la casa con el Señor. Es Cristo quien sale a nuestro encuentro, y nosotros quienes vamos a su encuentro. También es el encuentro entre los hermanos, ya que en la comunión con el Señor se gesta la comunión entre nosotros. Por eso espera de quienes son pastores-discípulos del Buen Pastor un servicio pastoral entretejido de encuentros, en la sencillez, la cordialidad, la solicitud, la escucha, el consuelo y el servicio a los demás. Los sacerdotes no pueden dejarse absorber por un sinnúmero de reuniones de planificación y administración. Una buena parte de su tiempo, como en la vida de Jesucristo, les ha sido regalado para ser encontrados y para salir al encuentro, para regalar el tiempo imprescindible al acompañamiento espiritual, especialmente de los jóvenes. Tampoco los obispos pueden renunciar a formas de encuentro que expresen su relación sacramental de amigo, hermano, padre y pastor. Lo mismo vale para todos los que aportan su experiencia y su sabiduría en el trabajo pastoral.
Encontramos estas últimas reflexiones sintetizadas en el Mensaje final [27]:
«La alegría de ser discípulos y misioneros se percibe de manera especial donde hacemos comunidad fraterna. Estamos llamados a ser Iglesia de brazos abiertos, que sabe acoger y valorar a cada uno de sus miembros. (…) Nos proponemos reforzar nuestra presencia y cercanía. Por eso, en nuestro servicio pastoral, invitamos a dedicarle más tiempo a cada persona, escucharla, estar a su lado en sus acontecimientos importantes, y ayudar a buscar con ella las respuestas a sus necesidades. Hagamos que todos, al ser valorados, puedan sentirse en la Iglesia como en su propia casa».
Aparecida nos pide abrir nuestro espíritu ampliamente también a la conversión pastoral que nace del encuentro con Jesucristo vivo, y a ese cambio interior de nuestras familias y comunidades, de modo que ellas sean verdaderamente capaces de formar discípulos suyos y enviarlos a evangelizar.
2. La Misión Continental
Aparecida no quiso concluir su tarea con el Documento final. Los presidentes de las conferencias episcopales ya traían una proposición. Los trabajos había que continuarlos, asumiendo en toda la Iglesia el espíritu y las orientaciones pastorales de Aparecida mediante una Misión Continental. Ella serviría, además, para implorarle a Dios esa nueva actitud que queremos para todas nuestras comunidades, la de ser parte viva, vigilante y activa de una Iglesia que es misterio de comunión misionera.
El Mensaje final convoca a todos «nuestros hermanos y hermanas, para que unidos, con entusiasmo, realicemos la Gran Misión Continental» (nº 5), no para concluirla en unos años más, como podría pensarse. El Mensaje llama «a emprender una nueva etapa de nuestro caminar pastoral, declarándonos en misión permanente. Con el Espíritu Santo vamos a inflamar de amor nuestro Continente» (nº 4).
A los misioneros los caracteriza el Documento conclusivo, asumiendo en el nº 552 palabras de Paulo VI. El mundo actual recibirá la Buena Nueva «no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo» [28].
Con el anuncio del Reino crece la conciencia de pertenencia a Cristo, la que produce tal alegría y gratitud, que crece también el ímpetu de comunicar a todos, de compartir con todos, la experiencia del encuentro con Cristo [29]. Este ardor interior, propio del misionero, es inseparable del espíritu de Aparecida.
12. Un nuevo Pentecostés
Nos asiste la certeza de que cumplir el programa pastoral de Aparecida no será una mera obra humana, ni tan sólo un deseo nuestro, ni únicamente una firme resolución. Imploramos para nuestra Iglesia en América Latina y el Caribe en esta hora crucial de la historia de nuestros pueblos, la acción del Espíritu de Dios, del Espíritu que forjó la unidad de la naciente Iglesia, que le confirió la generosidad de la comunión y la centralidad de la Eucaristía, partiendo y compartiendo el Pan de Vida eterna, como asimismo el entusiasmo de salir a anunciar a Cristo como Dios y Señor, como Buen Pastor y Palabra de Dios, como Único Sacerdote de la Nueva Alianza, como nuestro hermano cercano y Salvador universal, como nuestra Roca, nuestra Esperanza y nuestro Canto, como el Camino, la Verdad y la Vida.
En ese espíritu el Documento de Aparecida, casi como una conclusión, afirma:
«Esta Vª Conferencia, recordando el mandato de ir y de hacer discípulos (Cf. Mt 28,20), desea despertar la Iglesia en América Latina y El Caribe para un gran impulso misionero. No podemos desaprovechar esta hora de gracia. ¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de ‘sentido’, de verdad y amor, de alegría y de esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente. Somos testigos y misioneros: en las grandes ciudades y campos, en las montañas y selvas de nuestra América, en todos los ambientes de la convivencia social, en los más diversos ‘areópagos’ de la vida pública de las naciones, en las situaciones extremas de la existencia, asumiendo ad gentes nuestra solicitud por la misión universal de la Iglesia» (548).
Las grandes orientaciones pastorales de Aparecida claman por un espíritu nuevo. Nos invitan a ser, como Iglesia en Latinoamérica y El Caribe, un gran Cenáculo sin fronteras, una casa de insistente y confiada oración. En esa Iglesia-Cenáculo, Iglesia del amor a Dios y a los hombres, Iglesia de esperanza para los pobres y afligidos, y de la vida en Cristo y de paz, queremos unirnos a la oración de María Santísima, de los ángeles y de los santos con un corazón y una sola alma, implorando una nueva irrupción del Espíritu Santo, un nuevo Pentecostés. Convertidos en audaces discípulos misioneros de Cristo, con la fuerza del viento y del hálito del Espíritu, queremos salir por las puertas del Cenáculo e invitar a otros para que entren en él, de modo que el Pueblo de Dios viva en estado permanente de misión (551). Para ello la Iglesia ha de ser, en el espíritu de María, su madre y modelo, un espacio que facilite la experiencia religiosa y la vida comunitaria, una escuela de formación bíblico-doctrinal, y una casa de la cual todos salen con un profundo compromiso evangelizador (226).
13. Aparecida: Nuestra Señora entre peregrinos, la Eucaristía de los misioneros y la Palabra de los discípulos
Como ya lo constatamos, Aparecida fue mucho más que una Conferencia General, fue una experiencia gozosa de comunión con Dios, con el Santo Padre y entre nosotros, con todos los hermanos –con los presentes y los de más lejos– y también con hermanos de otras confesiones cristianas. Fue una experiencia de comunión misionera que avivaba la solidaridad con nuestros pueblos, y en ellos con los más débiles y marginados. Para prolongar esas horas de gracia conviene retornar a la inspiración que recibíamos a diario en nuestras jornadas. Volvamos por eso a las experiencias cotidianas en el santuario de Nuestra Señora Aparecida, para nutrir nuestros empeños pastorales con la savia que brotaba día a día de la Vid, que es Cristo, y que recorría los sarmientos que producían buenos frutos en la Asamblea. Siempre será un alimento necesario para avanzar por las rutas señaladas. Era una savia bíblica, eucarística y mariana.
1. Tuvo lugar la Asamblea en una de las grandes capitales de la geografía de la fe de nuestro continente y de sus islas, en un santuario de la Virgen María, Nuestra Señora Aparecida, en el cual afloró, en la cercanía de miles de peregrinos, todo el amor a la Sma. Virgen que guardamos como un tesoro vivo en lo más hondo de nuestro ser y de nuestra cultura.
De hecho, la Vª Conferencia no habría sido lo que fue sin ese enorme aprecio por la inculturación del Evangelio que hallamos en la religiosidad popular; y sin el redescubrimiento del potencial evangelizador del amor a la Virgen María, que nos conduce a la Sma. Trinidad, hacia el corazón, la misión y el amor hasta el extremo de su Hijo, hacia la naciente Iglesia, la de entonces y la de ahora, que implora el Espíritu Santo en el Cenáculo y sale a evangelizar. Sin su preocupación materna por los innumerables esposos de Caná, a los cuales les falta el «vino»: lo más necesario para vivir con alegría según su dignidad, con el respeto, el pan, la fe, el trabajo y las oportunidades que se merecen. La Virgen María no es un capítulo del Documento, sino que está presente en casi todos sus capítulos, porque es modelo, madre y educadora de discípulos misioneros que quieren vivir con gratitud y alegría el don de su fe y su misión por la vida de nuestros pueblos [30].
2. Para quienes participamos en la Asamblea, hacer memoria de Aparecida es sumergirnos nuevamente en el significado, la belleza y el poder transformador de la Eucaristía. Ese tiempo, dedicado cada día a la renovación de la Nueva Alianza, realmente era la raíz y la cumbre de nuestra Asamblea. Recorrer las páginas del Documento es un reencuentro con la riqueza de la Eucaristía, Pan bajado del cielo para la vida del mundo, envío de misioneros con la cruz y la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. El siguiente es uno de los tantos textos que proponen e invitan a una visión integral y evangelizadora de la Eucaristía:
«En su Palabra y en todos los sacramentos Jesús nos ofrece un alimento para el camino. La Eucaristía es el centro vital del universo, capaz de saciar el hambre de vida y felicidad: ‘El que me coma vivirá por mí’ (Jn 6,57). En ese banquete feliz participamos de la vida eterna y así nuestra existencia cotidiana se convierte en una Misa prolongada. Pero todos los dones de Dios requieren una disposición adecuada para que puedan producir frutos de cambio. Especialmente, nos exigen un espíritu comunitario, abrir los ojos para reconocerlo y servirlo en los más pobres: ‘En el más humilde encontramos a Jesús mismo’ [31]. Por eso San Juan Crisóstomo exhortaba: ‘¿Quieren en verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consientan que esté desnudo. No lo honren en el templo con manteles de seda mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez’ [32]» (354).
En realidad, la presencia de los peregrinos del Santuario nos evocaba día a día al Pueblo de Dios que servimos, y celebrar con ellos el sacramento de nuestra fe, nos invitaba a recorrer juntos los caminos de la cruz de Cristo, abría cotidianamente el horizonte trinitario de nuestra existencia, y nos exigía mucho más compromiso sincero con la opción preferencial por los pobres, con la educación, con la evangelización de la cultura y con todos los ámbitos del progreso humano integral. La apertura de esos peregrinos al encuentro con Jesucristo y con su Madre Aparecida, nos edificaba, desafiaba y evangelizaba.
3. En Aparecida, es decir, durante la Asamblea, con mayor densidad y apertura que nunca, nosotros mismos quisimos ser discípulos de Jesucristo. Por eso nos propusimos trabajar en comunión a la escucha de la Palabra.
Quien reflexione, en efecto, sobre la gran línea inspiradora del Documento podrá constatar que no contiene meras reflexiones antropológicas o sociológicas, apuntaladas con algunas citas bíblicas. Descubrirá que toda su inspiración hunde las raíces en las Escrituras, sobre todo en el Evangelio. El misterio y la vida de Jesucristo, sus palabras, sus sentimientos y sus signos, su Pascua y la irrupción de su Espíritu, como también el envío misionero que recibimos de Él, son la fuente de la cual fluye el agua cristalina de las conclusiones de Aparecida. Nos ayudó a ello la Tradición de la Iglesia, el Concilio Ecuménico Vaticano II, Su Santidad Benedicto XVI y tantos escritos del Magisterio de la Iglesia.
No fue casual, entonces, la invitación que hicieron los obispos, con atrayente convicción, a ir al encuentro de Jesucristo vivo, valiéndonos de las Sagradas Escrituras y practicando la «lectio divina» [33], como ya vimos.
Pedirle al Señor Jesús que viniera a nuestro encuentro, que nos hablara y que suscitara en nosotros la apertura necesaria para escucharlo y seguirlo fue nuestra petición en Aparecida, ya al inaugurar la Asamblea, en presencia del Santo Padre. Lo hicimos, recordando la vocación del profeta Samuel. «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!» (1 S 3, 10.), seguirá siendo la plegaria humilde y ardorosa del Pueblo de Dios en América Latina y el Caribe, en comunión con la Iglesia universal.
14. Conclusión
Cuando tomemos más distancia de esa hora de gracia que fue la Conferencia General de Aparecida, seguramente percibiremos con mayor claridad también otras dimensiones del documento conclusivo y otras facetas del espíritu de Aparecida.
Nos confirman en este camino las palabras con que el Santo Padre se refirió a la Vª Conferencia General en el encuentro que tuvo con sus colaboradores más cercanos en la Santa Sede, poco antes de la última Navidad. En ellas recuerda el santuario y la imagen de su patrona, valora el trabajo realizado, y lo presenta como un trabajo en el cual él mismo participó. Habla del documento que «elaboráramos» en Aparecida.
Para concluir, recordemos unas pocas frases de su discurso:
«De un modo muy particular me conmovió la estatuilla de la Virgen. (…) Es la Virgen de los pobres, que se hizo también pobre y pequeña. Así, precisamente mediante la fe y el amor de los pobres, se formó en torno a esta figura el gran santuario, que, haciendo siempre referencia a la pobreza de Dios, a la humildad de la Madre, constituye día tras día una casa y un refugio para las personas que rezan y esperan.
Fue un acierto que nos reuniéramos allí y elaboráramos el documento sobre el tema: «Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida». Ciertamente, alguien podría formular inmediatamente la pregunta: ¿Era ése el tema más adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? (…) ¿Hizo bien Aparecida, buscando la vida para el mundo, en dar prioridad al discipulado de Jesucristo y a la evangelización? ¿Era una retirada equivocada hacia la interioridad? No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo» [34].