Un llamado a la conversión y a un cambio de pensamiento que nos lleve a vaciarnos de nuestros esquemas inmóviles para no poner obstáculos a la gracia y poder de Cristo.
© Humanitas 92, año XXIV, 2019, págs. 512 - 529.
Según escribe Guardini, la cuestión del poder caracteriza a la época moderna [1]. Esta problemática ha alcanzado al mismo ámbito cristiano, y nuestro tiempo nos invita a reflexionar sobre el “abuso de poder” entre cristianos como temática teológica. A este propósito, quiero presentar algunas sintéticas sugerencias sobre este fenómeno, sin pretender agotar los múltiples matices teológicos que podrían ser considerados [2].
Premisa. El poder, un acto imputable
Es necesario de antemano proponer una premisa “laica” que vale también en el ámbito cristiano (gratia perficit naturam…): ¿Qué es y en qué consiste el poder?
Ante todo, el poder es algo propio del hombre. De hecho, afirma Guardini, “la naturaleza tiene energía, pero no poder” [3]. El poder es propio del hombre en cuanto este es meta-físico. Como dice Kelsen, hay dos mundos: el de la naturaleza física, con sus leyes predeterminadas e inimputables de causa-efecto; y otro mundo, el meta-físico, que está más allá del mundo físico-natural: es el del hombre, o sea, de sus actos imputables [4]. Es el mundo lato sensu jurídico y económico, el de la imputabilidad de los beneficios o perjuicios producidos por los actos.
En este sentido, el poder del hombre consiste en la imputabilidad económica de sus actos. El hombre tiene poder porque es imputable, no es imputable porque tiene poder. En este sentido, “no existe ningún poder del que no haya que responder” [5]. Esto significa, como sugiere Guardini, que el poder en el hombre “no está ya de antemano en una relación de causa-efecto”, no conoce ninguna ley de causa-efecto que rige la naturaleza [6].
En este sentido, la tragedia de nuestros tiempos es la inimputabilidad: “A la pregunta quién ha hecho esto, no responden ni un yo ni un nosotros”. Es el poder “anónimo” [7], el mismo que condenó el Papa Francisco refiriéndose a la indiferencia de todos hacia los migrantes [8]. La “tiranía del relativismo”, de la que hablaba el cardenal Ratzinger, termina en la tiranía cívica de una pretendida inimputabilidad, es decir, en el “vacío de poder” [9], “poder que debe ser entendido como verbo, no como sustantivo. Supuesta inimputabilidad de un poder anónimo que con razón Guardini define como “demoníaco” [10]. Basta leer lo que escribe Hannah Arendt acerca del proceso a Eichmann, en que este se identificó, de modo kantiano, solo como un funcionario ejecutor de su deber de obediencia a órdenes superiores que se referían a la solución final de la deportación y exterminio de los hebreos [11]. El poder ya no es considerado en minúscula y como verbo, sino que es hipostasiado, se vuelve “El-Poder” con mayúscula y es entendido como sustantivo. “El-Poder” se vuelve un ab-solutus, es decir, pretende estar desligado de cualquier nexo humano imputable. “El-Poder” se vuelve abuso del poder y pretende ampararse detrás de una presupuesta inimputabilidad [12].
Continuando estas observaciones, es interesante observar que Arendt afirma que la “banalidad del mal” de Eichmann era causada por su “incapacidad de pensar” [13]. A este propósito, hay que afirmar que el poder del hombre consiste en su pensamiento capaz de imputar y ser imputado [14].
El poder del cristiano
¿En qué consiste el poder del cristiano?
De antemano, es significativo notar que en el ámbito hebreo-bíblico y cristiano el “poder” es siempre considerado como un verbo, como una capacidad, como una virtus y no como un sustantivo, como si fuera una Idea platónica hipostasiada: El-Poder.
La fe cristiana se arraiga en el pensamiento hebreo-bíblico. Por ello es necesario pensar el poder así como es concebido en la Primera Alianza. Para Guardini, en los primeros tres capítulos del Génesis [15], se afirma que al hombre “le es esencial el hacer uso del poder” [16]. El poder del hombre, según el pensamiento hebreo-bíblico, no se añade a la constitución del hombre, sino que es fruto de su misma generación. El hombre tiene poder en cuanto es engendrado (no causado) como ser meta-físico, a imagen y semejanza de la societas trinitaria [17]: se le hereda el poder de ser partner-aliado de esta societas trinitaria. Esto explica la visión unitaria del pensamiento bíblico del hombre sin ninguna dualidad griega de cuerpo-alma. Esto significa que el mismo cuerpo es engendrado a imagen de Dios, es meta-físico, es el cuerpo de un socio de la societas trinitaria.
Además, el “acontecimiento-hombre” [18] consiste solo en una relación: “A imagen suya engendró al hombre, macho y hembra los engendró” (Gn 1, 27). Hombre y mujer son imagen de la relación intratrinitaria. De este modo, el poder del hombre no es solo fruto de la relación con Dios, sino de la partnership con la mujer que es engendrada como aliada-socia: “Dijo Dios: no es bueno que el hombre esté solo: hagámosle una ayuda semejante a él (faciamus ei adjutorium simile sibi)” [19].
Ahora bien, la Alianza trinitaria con el hombre no ha sido interrumpida por el pecado original, ya que se inicia de nuevo en la alianza con Abraham. La lucha de Jacob con el ángel demuestra que esta partnership continúa en la historia, que Dios mismo quiere compararse con el hombre (Gn 32, 27-30). Es más, que Dios mismo “es el que da la fuerza-poder para crear prosperidad” a Israel (Dt 8, 17), es el que da poder a Gedeón (Jue 6, 12 ss.), a David (2 Sa 7, 9, passim), a los Macabeos (1 Mac 3, 18; 2 Mac 8, 18). El de la Alianza con Israel es un Dios que, a diferencia de los dioses paganos y de los ídolos, se hace imputable por sus mirabilia Dei.
Si pasamos a la Nueva Alianza [20], el poder del cristiano es el de la gracia de Cristo. Si Cristo dice: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5), esto significa que en, con y por él adquirimos un poder cívico universal, urbi et orbi: “Todo es vuestro, pues ustedes son de Cristo y Cristo es del Padre” (1 Co 3, 21-23) [21]. Es más, Cristo hará capaces a los cristianos de hacer “cosas aún más grandes” (Jn 14, 12). En este sentido, San Ambrosio escribía: Vult Dominus plurimus posse discipulos suos [22]. La gracia es el habeas corpus que Cristo realiza rescatando a los hombres del exilio de la civitas del paraíso y reconstituyéndolos como “conciudadanos” (Ef 2, 19) capaces de construir una oecumene, una tierra habitable para cualquier hombre y para la misma naturaleza [23].
Si queremos encontrar una fórmula sintética del poder del cristiano, esta ha sido expresada admirablemente por san Pablo: “Tenemos el pensamiento de Cristo” (1 Co 2, 16). Esto implica afirmar que el poder del cristiano se arraiga en la misma Trinidad. En efecto, el pensamiento de Cristo es pensamiento compuesto con el Padre. La admirable fórmula del Concilio de Nicea (325) de que Cristo es genitus non factus afirma que el Logos que se ha hecho carne no es causado, es decir, que no está sometido a una epi-steme superior (epi) que inscribe en él una ley predeterminada. El poder de Cristo consiste en la relación con el Padre, con el pensamiento de la oeconomia intratrinitaria: “El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre” (Jn 5, 19). Es el poder de un pensamiento de Hijo-heredero, es el poder de una partnership que se actúa en un trabajo semper condendum: “Mi Padre trabaja siempre y yo también” ( Jn 5, 17). De este modo, el poder y la autoridad de su doctrina es el acontecimiento de su pensamiento que se genera en la relación con el Padre: “Mi doctrina no es mía” (Jn 7, 16). Esta relación con el Padre hereda a Cristo el poder de una autoridad de competencia individual capaz de realizar un juicio universal: “El Padre le ha dado el poder de juzgar porque es Hijo” (Jn 5, 27). Autoridad y poder que son compuestos no solo con el Padre, sino también con el “otro abogado” (Jn 14, 16) de los intereses patrimoniales del Padre, el Espíritu.
Ahora bien, si el poder del cristiano consiste en tener “el pensamiento de Cristo”, a todos los que recibieron el Logos-pensamiento de Cristo, este les dio poder de ser hijos (Jn 1, 12) y coherederos (Rom 8, 17). Este poder del cristiano consiste en ser hecho de nuevo hijo como en el principio cuando el hombre había sido engendrado como partner-socio-aliado a imagen y semejanza de la societas trinitaria. Los mismos milagros de Cristo no son hechos para demostrar su divinidad, sino para reconstituir a los ciegos, a los paralíticos, a los muertos en la capacidad de ser partner suyos en la oeconomia salutis [24]. Es lo que expresa claramente Cristo indicando en qué consiste su redención: “No os llamo ya esclavos sumisos, porque el esclavo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo (panta) lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” ( Jn 15, 15). Con Cristo finalmente termina la que Lacan llamaba con un juego de palabras la pêre-version [25], la de un sujet supposé savoir [26], la de un Dios que supuestamente es concebido como poseedor de una epi-steme, o sea, de saber a priori, superior, misterioso, inalcanzable por la razón del hombre. Claro está, hay que salir de cualquier teología gnóstico-platónica para la cual el hombre sería el opuesto de Dios, en contra de lo que había dicho Juan 1, 11: In propia venit [27].
El poder de los cristianos consiste, por tanto, en heredar de Cristo el status jurídico de legítimos colaboradores de la oeconomia trinitaria: Dei enim sumus adjutores (1 Co 3, 9). El filósofo marxista Alain Badiou comenta de este modo la afirmación paulina: “Somos co-operadores (co-ouvriers) de Dios. Es una máxima magnífica. Allí donde viene menos la figura de un amo (maître), se pone aquella, conjunta, del obrero (ouvrier) y de la igualdad. Toda igualdad es aquella de la co-pertenencia a una obra” [28]. En este sentido son inolvidables las primeras palabras pronunciadas por Benedicto XVI después de su elección pontificia desde el balcón de la basílica de san Pedro: “Los cardenales me han elegido, un simple, humilde trabajador en la viña del Señor”.
El poder del cristiano es un poder propiamente laico, es decir, es propio de todos los que tienen el pensamiento de Cristo. Es laico pues consiste en poder juzgar “como un Papa” [29]. Es el sensus fidelium bien descrito en el episodio de la Samaritana. La gracia del encuentro con Cristo hará brotar en ella un pensamiento-criterio de juicio universal: “El agua que yo te heredo se convertirá en ti en fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4, 14). La autoridad de competencia del cristiano es el poder ser legibus solutus, desvinculado de una ley impuesta por una autoridad de mando, por una epi-steme superior. El poder del cristiano, superiorem non recognoscens, no reconoce ningún poder impuesto, pues “la razón no admite rivalidad, sino solo cooperación y colaboración” [30].
Queda la cuestión de cómo obtener la gracia-poder del pensamiento de Cristo. Obtenido todo poder por medio del Padre, Cristo lo hereda a quien elige: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 18-19). De este modo, “mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús” [31], lo que representa una bella confirmación del pensamiento hebreo-bíblico: “Cuando Israel era niño, lo amé, desde Egipto llamé a mi hijo. (…) Con cuerdas humanas lo atraía, con vínculos de caridad” (Os 11, 1; 3-4) [32]. Sin detenernos en este tema, nos parece que Hechos de los Apóstoles dice de modo sencillo e integral el modo-método para ser hechos partícipes de la gracia del pensamiento de Cristo: “Eran perseverantes en la doctrina de los apóstoles, en la koinonia-comunión, en la eucaristía, en la oración” (Hch 2, 42).
La des-gracia de los abusos de poder en el ámbito cristiano
Si esta que hemos esbozado es la concepción hebreo-bíblica y cristiana del poder, se debe reconocer que el abuso de poder se ha iniciado ya en ocasión del pecado original. El pecado de los orígenes consiste no solo en la negación que el poder del hombre es compuesto en la partnership con Dios, sino en el divorcio hombre-mujer, con el desconocimiento de la mujer como socia: “Dijo Adán: la mujer que me diste como socia (Mulier, quam dedisti mihi sociam), me dio el fruto y comí” (Gn 3, 12). Con el pecado original, para usar la expresión de Guardini, se inicia “el peligro del poder” para el hombre [33]: “La tierra se llena de violencias” (Gn 6, 11). Se inician los abusos en el mismo seno de Israel condenados por los profetas (cfr. Am 2, 6-8). Israel prefiere servir a los ídolos que son el exacto contrario del Dios imputable de la Alianza: los ídolos “tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen pies y no caminan” (Sl 115, 5-7). Esto implica que “como los ídolos serán los que los hacen” (Sl 115, 8): el hombre pretende un poder inimputable, se vuelve homo sive natura.
Iniciada la era post Christum natum, entre las posibles causas “teológicas” que han llevado al abuso de poder entre los cristianos, quiero señalar una que generalmente no es considerada: la remoción del pensamiento hebreo de Cristo (pensamiento de Alianza-partnership) para sustituirlo con un cierto tipo de pensamiento filosófico griego.
Es muy cierto que igual que los Macabeos bajo la dominación helenista, los primeros Concilios de la Iglesia —en contra de la tesis de Harnack— han combatido victoriosamente contra la helenización del acontecimiento cristiano [34]. Sin embargo, el grito de alarma de Tertuliano: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?, ¿qué la Academia con la Iglesia?” [35], continúa actual y pone una cuestión radical: ¿Por qué la fe hebreo-cristiana, que tiene una razón propia, pues es justamente fruto del pensamiento hebreo de Cristo, debería tomar en préstamo la razón griega para pensar sus contenidos?
A nuestro parecer varias han sido y son las influencias del pensamiento griego que han llevado a una visión distorsionada del poder del cristiano, a sus abusos. Señalamos solo algunas entre las posibles.
En primer lugar, para Parménides “el ser es”. Esto implica que el ser es pensado como ámbito sagrado, dotado de atributos y super-poderes ya-hechos, pre-supuestos, ante-cedentes: es el ser esclavista y holgazán de los griegos que no necesita acontecer por medio del trabajo para… ser.
Ahora bien, este ontologismo parmenídeo ha producido a menudo en el ámbito cristiano una concepción ansiolítica del mismo Dios, considerado a priori como Sagrado, Misterio, Destino, Infinito, Omnisciente, Omni-potente, Totalmente Otro. Escribe Zygmunt Bauman:
Un Absoluto tan prepotente e invencible, tan insondable e ignoto, podría revelarse una astuta estratagema cultural en grado de volver soportable, hasta vivible, la existencia, frente a un Destino de modo testarudo impenetrable. Al contrario de exacerbar, puede mitigar el terror de lo Ignoto. Dios (…) consigue ver y sentir desde más lejos respecto de mí. (…) Él es omnisciente y omnipotente y sabe algo que yo, con mis sentidos limitados y mi limitado intelecto, no puedo saber. (…) Ser conscientes de su omnisciencia y omnipotencia tiene un efecto tranquilizador [36].
Es un Dios “súper-yo” que por sus pre-supuestos atributos ontológicos tranquiliza inhibiendo el pensamiento del hombre en su capacidad de imputación. Esta concepción es exactamente lo contrario del Dios hebreo-cristiano que quiere ser imputado por sus frutos: arbor ex fructu cognoscitur (Lc 6, 44; Mt 12, 33).
Ahora bien, esta concepción ontológico-monoteísta de “Dios” es peligrosa para la misma configuración de la civitas Dei, de la societas cristiana, de la relación entre los cristianos (y el mundo) [37]. La concepción parmenídea del ser ha llevado a los cristianos a presuponerse estáticamente en el ser ya-hecho de la “comunidad” cristiana [38]. Es el predominio, para parafrasear la distinción de Ferdinand Tönnies [39], de la gemeinschaft, la comunidad cristiana a la que se pertenecería de modo presupuesto, sobre la gesellschaft, la sociedad compuesta entre los conciudadanos-cristianos. La ontologización de la “comunidad” a la que se pertenecería a priori, sin necesidad de trabajo compuesto con otros, es “dogmatizada” en la constatación-expresión: “El Señor está con nosotros” con que a menudo se sustituye en la Misa la petición: Dominus vobiscum (“El Señor esté con vosotros”).
De esta ontologización pueden derivar abusos de poder no solo ad intra sino ad extra.
Ad intra: en la “comunidad” que se presupone y se auto-justifica ansiolíticamente como ya-cristiana a priori, los abusos pueden derivar de la preocupación de tener ocupados a los cristianos. Son muy actuales las afirmaciones del entonces cardenal Ratzinger:
La Iglesia no puede volverse fin en sí misma. En ambientes eclesiásticos elevados se ha difundido la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más está comprometida en actividades eclesiales. Se incita a los cristianos a una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer, dando a cada uno un compromiso en la Iglesia. Puede acontecer que alguien ejerza ininterrumpidamente actividades asociacionistas eclesiásticas y sin embargo no sea de ningún modo cristiano. Sin embargo, la Iglesia no existe con la finalidad de mantenernos ocupados o de conservarse en vida ella misma [40].
Esto ha llevado a una diferenciación gnóstica entre los cristianos “elegidos”, los “perfectos”, y los demás, poniendo las condiciones de posibilidad de eventuales abusos por parte de quien se considera a priori dotado de poderes superiores a otros.
Ad extra: esta ontologización de la comunidad se ha reflejado en el mismo lenguaje con que se designa a los no-cristianos como “los de afuera”, los de “las periferias”. Esto significa presuponerse, de modo parmenídeo, como “adentro”, en el “centro”, olvidando la lección del De civitate Dei de san Agustín, para quien estar en gracia o salirse de ella depende propiamente del poder de la misma gracia y de la libertad del hombre: “Alguien es pagano, ¿cómo sabes si mañana no puede ser hecho cristiano?” [41]. Este concebirse instalados “en el ser de la comunidad” produce el clericalismo lato sensu, que no es propiedad solo de los clérigos. Clericalismo que consiste en considerarse como “los que ya están salvados”. Es lo que condenaba Péguy cuando decía que los cristianos se mostraban “insoportables en su seguridad mística” [42]. Es evidente que esta mentalidad puede producir ad extra el abuso del proselitismo, de una tentativa de cristianización impuesta a “los de afuera”. El anuncio ya no es de Cristo, es decir, realizado por él a través de la co-operación de los cristianos.
Una segunda influencia parmenídea ha hecho nacer el clericalismo en sentido estricto. El clérigo se concibe y es concebido por los mismos laicos cristianos a partir de una ontología pre-constituida, dotado por así decirlo de poderes taumatúrgicos en cuanto es considerado “más cerca de Dios” [43]. Se produce de este modo una especie de santificación ante mortem del clérigo [44]. Esta santificación, y esto es lo que causa los abusos, tiene como consecuencia inhibir el poder del cristiano, el de su pensamiento crítico afirmado con exactitud por san Pablo: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Ts 5, 21). En este sentido, es significativo leer en las declaraciones de los abusados que los clérigos se han amparado frente a sus víctimas detrás de la excusa de una supuesta epi-steme, de un saber superior que se traducía en supuestos actos de iniciación a una espiritualidad más alta y perfecta que habría sido imposible alcanzar por parte de los laicos-profanos.
Una tercera influencia platónica (y parmenídea) es la visión dualista-estática del hombre visto como yuxtaposición de cuerpo-alma, con un consecuente menosprecio gnóstico del cuerpo. Esto ha llevado al olvido del pensamiento unitario y meta-físico sobre el hombre propio de la “teología del cuerpo” hebreo-bíblica y de Cristo [45]. La misma afirmación de Cristo: “Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá” (Lc 21, 18), asevera que el cuerpo del hombre es meta-físico, que no puede ser reducido a mero biologismo neutral, a fetiche, pues es el cuerpo de la Alianza con la societas Trinitaria y con Cristo. En este sentido, los casos de abusos sobre el cuerpo de otro son de hecho muestras de un fetichismo psicopatológico que considera este cuerpo no como el de un partner, sino meramente como una “cosa”, como el de un esclavo que “no sabe lo que hace su amo” (Jn 15,15). Es más, si el antiguo Derecho Romano clasificaba a los esclavos como “cosas que se mueven y hablan”, en el caso de los abusos hay algo peor que una esclavitud: es la reducción del otro a cosa que ni se mueve ni habla, pues la víctima es inhibida en su pensamiento crítico-cristiano, en su poder de imputar al abusador [46]. En este sentido, las denuncias fundamentadas por las víctimas en contra de los abusadores son fruto del largo y doloroso camino de reconstitución y recuperación del poder laico del cristiano, son un acto de libertad cristiana que vuelve a ser capaz de juzgar-imputar urbi et orbi.
Una última influencia. Es sabido que la fe-pistis era desacreditada por la filosofía griega que la rebajaba a mera doxa-opinión comparada con una superior episteme, con un saber superior que sería solo de algunos iluminados. Al contrario, en el pensamiento hebreo-bíblico y cristiano, la fe ha sido siempre valorada como un poder de juicio e imputación propios del cristiano. Juicio e imputación de la confiabilidad de los actos de otro, ya sea del Dios de la Alianza, de Cristo o de un testigo cristiano [47]. En este sentido, una vez que la fe es reducida a fideísmo, a una fe sin razones y es inhibida en su poder-capacidad de imputación, se crean las condiciones de posibilidad para los abusos. Kant describía esta dinámica cuando en su ¿Qué es la ilustración? observaba: “Si tengo alguien que vele sobre mi alma y haga las veces de mi conciencia moral (…) no me hace falta pensar” [48].
Ahora bien, está claro que la Tradición cristiana siempre ha dicho que una fe no pensada es nada, como decía san Agustín: Fides non cogitata nulla est [49]. En este sentido, el clericalismo se caracteriza, ante todo, por causar una fe fideísta, sin razones, una doxa-opinión con sentimiento conexo, para después poder aprovecharse de esta fe patológica, inhibida en su capacidad de imputación “económica” de los frutos. Parafraseando el grabado de Goya, se puede decir que “el sueño de la fe produce monstruos”. En el fideísmo causado por el clericalismo se confirma lo opuesto a “la historia de amor entre Dios y el hombre (que) consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento” [50].
"La creación de Adán" de Miguel Ángel, 1511. Capilla Sixtina Ciudad del Vaticano.
Conclusión
Además de las necesarias e imprescindibles denuncias en el foro civil y eclesiástico de cualquier tipo de abuso de poder, es ineludible volver a pensar las causas “teológicas” de estos abusos. Si san Pablo escribe a Tito para reprender duramente a los cristianos ut sani sint in fide, “para que sean sanos en la fe” (Tt 1, 13), es necesario que en el ámbito cristiano se vuelva a pensar con una fe sana, es decir, con el pensamiento hebreo (y no griego) de Cristo. Es necesaria una conversión-metanoeîte, un cambio de nous-pensamiento (Mc 1, 15) para “no conformarse a los esquemas (inmóviles) de este mundo” (Rom 12, 2) [51].
El “himno” o consolatio contenido en la carta a los Filipenses (5-11) indica el camino para este cambio de pensamiento [52]. San Pablo invita a entrar en la fronesis, en el fronein, en el pensamiento de Cristo que no ha querido irrumpir en el mundo mostrando sus superpoderes ontológicos, pues no los ha considerado de modo avariento, como si fueran un traje divino ya hecho con el cual vestirse, sino que ha sido entre los hombres y como los hombres [53] haciéndose siervo-socio leal del hombre. De hecho, si se hubiera presentado con sus superpoderes ontológicos jamás habría podido generar amigos-socios-aliados-cooperadores, sino solo habría tenido alrededor de él aduladores inhibidos en su pensamiento y sobre los cuales ejercer un fácil poder impuesto [54].
Al igual que Jesús, a los cristianos les compete vaciarse (kénosis) de los presupuestos atributos ontológicos clericales-comunitarios, para no poner obstáculos a la gracia y poder de Cristo. Solo de este modo, el anuncio será de Cristo (genitivo subjetivo: Cristo es el sujeto), anuncio hecho por él y que necesita de la colaboración de los hombres que él genera como partners suyos para que sean “colaboradores y no amos del regocijo de la fe” (2 Co 1, 24).