«Raramente un texto de la historia reciente del Magisterio se ha convertido tanto en signo de contradicción como esta Encíclica que Pablo VI escribió a partir de una decisión profundamente sufrida», Cardenal Joseph Ratzinger
Al cumplirse un nuevo aniversario de la publicación de la Encíclica Humanae vitae (25 de julio de 1968) por Pablo VI, puede parecer superfluo, para unos, y paradójico, para otros, referirse al «principio de responsabilidad» como criterio hermenéutico y motivación «inédita» de una norma que no deja de suscitar «reticencias, reacciones críticas y hasta abierta oposición» en muchos ambientes, incluso eclesiales; y más aún si tenemos en cuenta que es precisamente la apelación a la responsabilidad de los cónyuges –ejercida en el juicio moral del acto conyugal, en la ponderación racional de sus circunstancias y consecuencias previsibles y en el discernimiento y elección de los métodos de regulación de la fecundidad– la que ha servido (y sirve aún) para legitimar teóricamente una praxis moral contraria a la norma enunciada por el Papa. Parece, sin embargo, que esta paradoja responde más a una comprensión deficiente del principio de responsabilidad que a una auténtica inadecuación del mismo para justificar y motivar cumplidamente la doctrina pontificia [1].
De hecho, Humanae vitae N°10 da la razón a quienes insisten en la misión de «paternidad responsable» que compete a los cónyuges, pero, al mismo tiempo, sabiendo que «en el intento de justificar los métodos artificiales… muchos han apelado a las exigencias del amor conyugal y de la «paternidad responsable», intenta «precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial» y «comprender exactamente» su sentido, afirmando: «En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia» [2].
De esta forma, Pablo VI nos introduce pedagógicamente en la «exacta comprensión» de la responsabilidad exigida por una paternidad plenamente humana y cristiana oponiéndola a la arbitrariedad, que entiende como la pretensión por parte de los cónyuges de «determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir», desconociendo que están llamados a ser «cooperadores» e «intérpretes» del amor de Dios (GS 50) con su propio amor conyugal y paterno y que, para poder serlo, «deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios» (HV 10), enjuiciando desde ella sus propias intenciones, sus motivos y las circunstancias concretas en las que se sitúa su elección. Se trata, pues, de superar una comprensión deficiente de la responsabilidad que hunde sus raíces en una concepción errónea de la libertad y la autonomía humanas, es decir, en un error antropológico: «En último término, en la raíz de todos estos fenómenos está latente una concepción del hombre que considera a éste dueño sin condiciones de su propio cuerpo y de la realidad que le rodea… Es patente que esta concepción antropológica es radicalmente diferente a la que presenta la fe cristiana, para la que las relaciones del hombre respecto a sí mismo y a la creación están regidas por la sumisión de toda su persona y actividades al Creador, a su mandato y a sus designios» (Una Encíclica Profética (=EnP), documento de los obispos españoles, 1992; cf. HV 13).
En efecto, para muchos de nuestros contemporáneos, la libertad –entendida como poder decidir y hacer lo que uno autónomamente quiera– aparece como el valor incuestionable y supremo, al que todo lo demás debe subordinarse, incluso la verdad, cuya pretensión de objetividad y universalidad se ve con escepticismo y sospecha [3]. Desde esta concepción de la libertad, la responsabilidad o no tiene cabida o se reduce a la mera imputabilidad de ciertos actos –y de sus consecuencias– que el sujeto reconoce, en cierta medida al menos, como obra suya [4]. Por el contrario, desde un punto de vista cristiano, la libertad se entiende de manera correcta cuando se une estrechamente a la responsabilidad, que consiste en «responder a la verdad del ser del hombre», o sea, en «vivir el ser como respuesta, como respuesta a lo que en realidad somos» [5].
La responsabilidad nos revela, de esta forma, la dimensión no sólo lógica sino dialógica de la libertad humana, esencial y constitutivamente referida a una palabra originaria, a una llamada que la precede y la constituye, cualificando precisamente el ser del hombre como «responsorial» o «responsable», en el doble sentido de que puede y debe responder a esa interpelación (vocación) que Dios mismo le dirige, o, más precisamente, responder a ella de ella ante sí mismo, ante los otros y ante Dios [6].
Es esta perspectiva dialógica (moral) y simultáneamente teológica (vocacional) la que Pablo VI asume desde el inicio de la Encíclica, cuando señala que en «el gravísimo deber de transmitir la vida humana» los esposos son «colaboradores libres y responsables de Dios Creador» (n.1) y, más concretamente, cuando afirma que «el problema de la natalidad, como cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna» (n.7) [7]. Únicamente al interior de este «diálogo vocacional» entre Dios y el hombre, que engloba toda la existencia y le otorga un carácter de promesa –de parte de Dios– y compromiso –de parte del hombre–, es decir, de Alianza, la libertad humana puede reconocer sin error los significados inscritos en el acto conyugal, apreciando su auténtico valor y asumiendo libremente sus no siempre fáciles exigencias [8].
Por contra, es el desconocimiento de esta dimensión vocacional (teologal) de la libertad humana, debida a la secularización y al predominio de la mentalidad científico-técnica, la que hace prácticamente irreconocibles el significado y la trascendencia de la sexualidad –y la fecundidad– humana, haciéndola, literalmente, insignificante e intranscendente, banal y, por eso mismo, precaria y provisional, capaz únicamente de suscitar «hipótesis de sentido» y «compromisos condicionados», que exigen ser continuamente verificados en un balance permanente de costes y beneficios [9]. Para Pablo VI, sin embargo, «el matrimonio no es efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes, (sino) una sabia institución del Creador para realizar en el humanidad su designio de amor» (HV 8).
La dimensión subjetiva de la responsabilidad: los interlocutores del diálogo moral
Dios toma la iniciativa del diálogo, precede y suscita con su Palabra –creadora y redentora… toda palabra humana, la cual, en consecuencia, sólo será verdaderamente «responsable» –fiel a su verdad– en la medida que interprete y actualice correctamente los significados –unitivo y procreativo– inscritos originariamente por Dios en el acto conyugal, es decir, en el «lenguaje del cuerpo» (En P 29) o, dicho de otra forma, en la «naturaleza» del matrimonio, de la persona y de sus actos (cf. HVG 10; GS 51) [10].
Los cónyuges, por su parte, pueden comprender (subjetivamente) el significado (objetivo) de este lenguaje (ontológico) y responder a la llamada de Dios usando –y no abusando– de él, porque han sido constituidos, por la razón, «intérpretes» del designio divino y, por la libertad, «colaboradores» del plan salvífico, es decir, partícipes de su Sabiduría y su Providencia [11].
El Magisterio eclesial, en este sentido, no suple la responsabilidad que, en cuanto interlocutores y colaboradores de Dios, corresponde específicamente a los cónyuges, sino que únicamente garantiza que el diálogo transcurra en la verdad, evitando que el lenguaje que le sirve de expresión pueda ser falseado o manipulado arbitrariamente por el hombre, en vista de lo cual asume su responsabilidad específica de custodiar íntegramente, interpretar fielmente y enseñar autorizadamente la Ley divina, expresión vinculante del designio de Dios [12]. El lenguaje del cuerpo posee, en cuanto «ley natural» una racionalidad y normatividad intrínsecas que el hombre puede, en cierta medida al menos, reconocer y realizar, pero tiene además, en cuanto «ley revelada», una plenitud de sentido que sólo puede reconocerse a la luz de la Escritura y de la Tradición, pues remite, en último término, al Misterio mismo de Dios [13]. Por otro lado, todo «texto» reclama, para ser correctamente interpretado, un «contexto» que garantice su continuidad con el pasado y su relevancia en el presente, mediante un proceso incesante de actualización que traduce su verdad en las circunstancias cambiantes de cada tiempo; dicho contexto está garantizado, para la conciencia católica, por la obediencia al Magisterio (cf. GS 50): «obsequio religioso de la voluntad y de la inteligencia» (LG 25) que engendra y conserva la comunión eclesial, logrando que «todos hablen del mismo modo» y tengan «un mismo pensar y sentir» (cf. HV 28; 1 Cor 1,10) [14].
La dimensión objetiva de la responsabilidad: los términos del diálogo moral
Desde estos presupuestos, Pablo VI insiste en los «diversos aspectos legítimos y relacionados entre sí» (n.10) que deben tenerse en cuenta para un ejercicio «responsable» de la paternidad, es decir, para no desvirtuar la verdad contenida en el lenguaje del cuerpo: la verdad integral de la persona y de la «communio personarum» (Juan Pablo II). Estos «diversos aspectos» son en realidad los términos en los que se articula el diálogo, es decir, el lenguaje concreto con el que Dios revela al hombre su designio amoroso y le llama a responder con reverencia, docilidad y generosidad, «conformando la conducta a Su intención creadora» (HV 10).
El cuerpo, con sus «procesos biológicos», constituye el primer término del diálogo moral y, en consecuencia, no es sólo materia bruta, desprovista de significados y valores, que el hombre pueda interpretar o manipular arbitrariamente, sino una palabra elocuente de Dios que reclama una respuesta adecuada –de «conocimiento y respeto» – por parte del hombre, pues «la inteligencia descubre, en el poder de dar vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana» (HV 10) [15]. No se trata, como algunos creen, de «dualismo antropológico» o de «fixismo biologicista», sino de una afirmación convencida de la unidad del hombre –«corpore et anima unus» (GS 14)–, que está llamado a integrar en este «diálogo moral» el dinamismo propio de la corporalidad [16]. Por eso, basándose en «la inseparable conexión que Dios ha querido, y el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal; el significado unitivo y el significado procreador» (HV 12), Pablo VI afirma que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (n. 11) y, en consecuencia, que impedir su desarrollo natural «es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su voluntad» (n. 13) [17].
La afectividad, con «las tendencias del instinto y de las pasiones», constituye el segundo término del diálogo moral y, por ello, debe someterse igualmente al «dominio» de la razón y de la voluntad para que se pueda asumir responsablemente el significado fascinante y benéfico de ese impulso interior que lleva al hombre a salir de sí y a sellar una alianza de amor, consintiendo, racional y voluntariamente, a la Promesa de Dios mediante el compromiso personal [18]. Y, dado que la fecundidad constituye la «prolongación» natural del amor conyugal, tenderá a configurarse también, a través de la paternidad y maternidad, como un «amor plenamente humano», «sensible y espiritual», no una «simple efusión del instinto y del sentimiento, sino un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y dolores de la vida» (HV 9) [19].
La situación concreta, con sus «condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales», constituye el tercer término del diálogo moral y, consecuentemente, exige también una «deliberación ponderada y generosa», es decir, una «relectura» capaz de superar una lógica puramente calculadora, tacaña y desconfiada, para descubrir, a partir de las circunstancias, los indicios de una «vocación» –conyugal y paterna– que Dios se compromete, junto con los esposos, en llevar a término, situando así la responsabilidad humana en la «lógica de la sobreabundancia» y haciendo que «el yugo sea llevadero y la carga ligera» (Mt 11, 30) [20]. Pero, puesto que las circunstancias constituyen el «contexto» concreto en el que el ser humano viene a la existencia y deben contribuir a garantizar su desarrollo integral, puede ser legítima, e incluso moralmente obligatoria, «la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo indefinido» (HV 10; cf. N. 16 y GS 50) [21].
La conciencia de los cónyuges, con «sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores», constituye el cuarto término del «diálogo moral» y, de alguna forma, el más decisivo, ya que es en él donde los demás están llamados a confluir para dar lugar a una respuesta plenamente hulidad, un diálogo «moral» orientado al verdadero bien de los esposos, los hijos, la familia y la sociedad, y, por ello, un diálogo «vocacional» del que el hombre debe responder y rendir cuentas, en último término, ante Dios, porque en él se juega, lo sepa o no, su destino temporal y mana: «la paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia» (HV 10). Dicha respuesta, como la llamada que la suscita, pasa necesariamente a través del cuerpo, de la afectividad y de la situación concreta de los cónyuges, pero se engendra sobre todo en la conciencia, «fiel intérprete del orden moral objetivo establecido por Dios» siempre que sea «recta»: en ella se descubre que el diálogo «conyugal» –corporal, afectivo y circunstancial– era, en reaeterno (cf. HV 7) [22].
Por ello, la fidelidad a la ley natural, es decir, a la verdad inscrita en la creación y rectamente interpretada por la razón, puede llegar a constituir no sólo una «cuestión moral», sino también, para escándalo de algunos, una «cuestión de fe» [23]. Pero esta fidelidad, capaz de transformar el impulso afectivo en un amor conyugal responsablemente abierto a la fecundidad, exige un ejercicio previo de responsabilidad que consiste en el «dominio de sí» (ascesis) y que capacita a los cónyuges para una «entrega» sincera y recíproca, en la verdad de su masculinidad y feminidad, mediante el consentimiento y el acto conyugal (HV 21) [24].
La dimensión ejecutiva de la responsabilidad: el «don más excelente» del diálogo moral
El momento culminante de la responsabilidad, que expresa la intención y elección de los cónyuges, fruto de ese diálogo moral entablado en su conciencia (momento deliberativo), es el acto conyugal (momento ejecutivo), que consuma su unión «en una sola carne» y, al mismo tiempo, puede hacerles «padres», es decir, coautores (procreadores) y tutores (corresponsables) de una vida humana que su acción, junto a la de Dios, ha hecho posible (cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias 12/3.9-12).
Vivida desde la responsabilidad, la paternidad revela su verdadero rostro, descubre su atractivo fascinante, su grandeza y su modestia, y aparece como el mejor fruto de ese diálogo amoroso que, con el lenguaje del cuerpo, de la afectividad y de las circunstancias, los cónyuges han sabido entablar, en el sagrario de su conciencia, consigo mismos, con los otros y con Dios, descubriendo que «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole» y que «los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres» (HV 9) [25].
Vivida desde la responsabilidad, la paternidad aparece como una vocación, es decir, como una llamada de Dios a «colaborar con El en la generación y educación de nuevas vidas» y, de esta forma, «realizar en la humanidad su designio de amor» (HV 8), sabiendo que «la vida humana compromete directamente desde el comienzo la acción creadora de Dios» (HV 13) y que, por tanto, la paternidad humana es la forma concreta en que la Paternidad divina se despliega y se revela en la historia como Fecundidad inagotable y Fidelidad inquebrantable (cf. CF 8-9). Gracias a esta perspectiva «vocacional», el hombre puede reconocer en la paternidad un misterio fascinante y tremendo, que no deja de suscitar interrogantes [26] y, sobre todo, exigencias, haciendo de ella no sólo una experiencia de responsabilidad sino, más radical y fundamentalmente, una experiencia de trascendencia, pues el hijo, a la vez que se distingue y se independiza de los padres, diciéndoles así que su vida no les pertenece, les responsabiliza, es decir, reclama de ellos un respeto absoluto y un amor incondicional, es decir, la entrega de la propia vida [27].
En conclusión, únicamente este carácter de vocación, misterio y trascendencia que la paternidad desvela a quien la vive desde el «principio de responsabilidad», puede justificar y motivar en la conciencia de los cónyuges una actitud fundamental de disponibilidad y de obediencia, no sólo en relación al hijo, sino a la misma decisión procreativa, haciendo de ella un «voto» creador, un «pacto nupcial», un «fiat» dirigido en último término a Dios mismo, «de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15) [28].