En lo económico, como hemos pretendido demostrar, todo es aún más diferente que lo que motiva la dificultad de los trasvases hacia un entramado político actual del pensamiento del Aquinate. Sin embargo sería un error no darnos cuenta que, medievalismos ingenuos aparte, y consultas evidentemente parciales de sus textos aparte también, en la filosofía tomista se alberga un arma formidable para orientarnos.
Una reflexión relacionada con Santo Tomás de Aquino y planteada desde los problemas de la economía y de la Doctrina Social de la Iglesia, no puede ceñirse, como señala Jacques Maritain en Le Docteur Angélique [1], a un manojo de simples referencias a un tomismo medieval que se proyectaba sobre las cuestiones socioeconómicas a partir de una realidad que se palpaba en una sociedad muy concreta. Todo es diferente en estos tiempos de inicios del siglo XXI. Estamos inmersos en una globalización económica y observamos un crecimiento rapidísimo del bienestar material. No podemos buscar en un pensador tan importante como fue Santo Tomás, aquello que está teñido, por fuerza, de una evidente temporalidad. Santo Tomás, como sabemos después de un estudio exhaustivo de Mandonnet [2], nació en 1225 y fallece el 7 de marzo de 1274. Por tanto, durante su vida, contempló una población en toda la Europa occidental [3] que sobrepasaba sólo algo los 50 millones de habitantes. Esta demografía experimentaba, además, un débil crecimiento: desde el año1000 hasta el 1300 éste fue de únicamente el 0,28 por ciento de crecimiento anual. En parte esto se debía a que en el siglo XI se había experimentado un auténtico desastre demográfico. Durante él, la peste bubónica había aniquilado un tercio de la población de Europa occidental. Además, la urbanización era reducidísima.
Simultáneamente, el PIB por habitante se situaba entonces, en el conjunto de esa Europa occidental, en torno a los 500 dólares internacionales de 1990, o sea que prácticamente no había mejorado nada respecto a la situación del Imperio Romano en sus primeros años. En el año uno de la Era Cristiana, en Europa occidental se andaba por los 450 dólares internacionales de 1990, en el PIB por habitante. Como contraste, en Europa occidental hoy viven 388,4 millones de personas, o sea, que se ha multiplicado su cifra, desde tiempos de Santo Tomás, por 7,5. Simultáneamente, la tasa de urbanización, que en vida de este pensador estaba por debajo del 5 por ciento, ya era del 31,3 por ciento, impulsada por la Revolución Industrial, en 1890. Por lo que se refiere al PIB por habitante, también en Europa occidental éste era de 17.921 dólares internacionales en 1998, o sea 40 veces la misma magnitud que en tiempos de nuestro Santo patrón. El gran salto en este PIB se ha producido en los dos últimos siglos, porque en 1820, casi recién estallada la Revolución Industrial, sólo equivalía a 2,7 veces el de la época del Aquinatense.
Nada digamos de lo que suponía entonces, y supone como contraste ahora, el tráfico internacional, y menos aun lo que desde 1820 significan las transacciones financieras, comparadas con las del siglo XIII, y muy especialmente el salto gigantesco que han dado gracias al impulso proporcionado por la globalización.
Por tanto, al comparar el siglo XIII con la realidad económica y demográfica actual,bien puede decirse que se trata de dos situaciones socioeconómicas absolutamente dispares, en lo cuantitativo y en lo institucional. Por eso bien puede decirse, apoyados en la autoridad de Maritain, claramente expuesta en Antimoderne [4] , que «amamos los cristianos el arte de las catedrales, de Giotto y de Fra Angélico. Pero detestamos el neogótico así como a los prerrafaelistas. Sabemos que el curso del tiempo es irreversible; del mismo modo que admiramos con fuerza al siglo de San Luis, no queremos por ello retornar a la Edad Media, según ese deseo absurdo que nos atribuyen generosamente ciertos críticos penetrantes; esperamos contemplar la restitución de los principios espirituales, y también las normas eternas ofrecidas por las mejores épocas de la civilización medieval, hasta crear un mundo nuevo informando una materia nueva, en vez de permanecer en una realización histórica concreta, quizá superior en calidad, pese a sus enormes deficiencias, pero que sería algo definitivamente pasado» [5]. Y continúa Maritain: «El tomista, pues... no quiere destruir, sino purificar el pensamiento moderno, e integrar todo lo verdaderamente descubierto a partir de la época de Santo Tomás» [6].
No tiene sentido, pues, intentar un anacrónico retorno a la Edad Media. Por eso tampoco lo tiene otro planteamiento peligroso. Se trataría de pretender ceñirnos exclusivamente a las palabras de este gran filósofo para conducir nuestra economía de acuerdo con frases, con argumentos, sacados aquí y allá de sus textos. En su ensayo A margem do «De Regimene Principum» [7] Alfredo Pimenta niega la posibilidad de que apoyándose en la Summa Theologica y en los Comentarios a la «Política» de Aristóteles -donde no existe ninguna exposición sistemática-, se pueda elaborar en estos momentos ni siquiera un esbozo del sistema teológico-político tomista, concluyendo: «Con pasajes, con afirmaciones cogidas aquí y allí quizá fuese posible tener una idea de lo que sería la teoría política de Santo Tomás». Pero, agrega en una nota clarividente: «O porque las concepciones políticas modernas no pueden ajustarse a las concepciones políticas medievales, o porque el Doctor Angélico no haya intentado formular claramente sus ideas, o por los dos motivos simultáneamente, lo cierto es que alcanzar, objetivamente, un acuerdo en relación con el pensamiento político de Santo Tomás…no es posible».
Quizá esto sea excesivo. Pero en lo económico, como hemos pretendido demostrar, todo es aún más diferente que lo que motiva la dificultad de los trasvases hacia un entramado político actual del pensamiento del Aquinate. Sin embargo sería un error no darnos cuenta que, medievalismos ingenuos aparte, y consultas evidentemente parciales de sus textos aparte también, en la filosofía tomista se alberga un arma formidable para orientarnos.
A mi juicio, a través del tomismo proceden de Santo Tomás tres orientaciones formidables para no perdernos absolutamente ante las cuestiones que han terminado por granar en ese documento magnífico que es la encíclica Centesimus annus, o lo que es igual, que han contribuido al desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia. Por ésta se entiende la respuesta que Roma ofrece a la gran transformación que se originó, a partir de comienzos del siglo XIX, como consecuencia del gran cambio que en la Historia produjo la Revolución Industrial.
Esas tres tomas de posición de la Doctrina Social de la Iglesia ante los nuevos tiempos creados por tan enormes alteraciones, y que enlazan con Santo Tomás son: en primer lugar, el repudio a la idea de que la Humanidad esté inmersa en un progreso ilimitado; en segundo término, una mejor comprensión de la crítica al capitalismo, que ya había planteado en términos bastante ponderados, la encíclica Rerum novarum, pero que el espíritu de los tiempos desenfocó en los años treinta; el tercer ámbito es el del choque entre ortodoxia y heterodoxia en la ciencia económica, y el papel ponderadísimo de Santo Tomás, con su realismo moderado para poner orden en las cosas. No voy a entrar aquí, porque sería poco útil para lo que me propongo en este punto, en la polémica que Etienne Gilson y L. Noel mantuvieron sobre esta última cuestión, y cómo terció en ella Jacques Maritain con su realismo crítico. Pero sí necesitaremos hacer ciertas alusiones a los vínculos que el inicio de la Doctrina Social de la Iglesia tuvo con un planteamiento que derivaba de una muy concreta toma de posición en torno a la famosa polémica de los universales. Ahí es donde aparecerá el punto de vista del gran economista católico Colin Clark.
Desde estas tres tomas de posición, que resultan iluminadas por la luz del Aquinatense, fue posible ir conformando la Doctrina Social de la Iglesia, hasta convertirla en una muy seria actitud que va incluso más allá de los exclusivos problemas socioeconómicos. No se crea que es general la reacción religiosa ante la formidable conjunción de acontecimientos que existió en los siglos XIX y XX. Con toda la razón escribe José Luis Gutiérrez García: «Puede afirmarse con fundamento que en el conjunto de las confesiones cristianas que profesan la fe en la divinidad de Jesús, el único Salvador, es la Iglesia Católica, la más puntera, avanzada y comprometida. Como ya indicó a principios del siglo XX Max Weber, las tres grandes tradiciones cristianas no practican el mismo comportamiento social. Mientras que la Ortodoxia acentúa la interioridad, con cierta reducción de la presencia del creyente en el compromiso social, y las confesiones procedentes de la Reforma, o tienden al silencio institucional, salvo excepciones recientes, o a la condescendencia excesiva con las modas del tiempo, es la Iglesia presidida por el Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo en la Tierra, la que ha sostenido y mantiene una posición nítida de presencia y de actuación de los seglares, y también de la Jerarquía… en el ámbito del dinamismo temporal» [8]. Comencemos, pues, por este triple punto de apoyo que, para la acción de la Doctrina Social de la Iglesia, resulta, como veremos, iluminada por la doctrina del Doctor Angélico.
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La ingenua idea del progreso había sido, no ya repudiada, sino ridiculizada desde el tomismo, en el ensayo de Maritain Théories ou les entretiens d’un Sage et de deux philosophes sur diverses matières inegalement actuelles [9] . Para este pensador, el progreso es como una sombra movediza, que se halla en el trasfondo de los prejuicios de lo moderno: «Cuesta el representar qué lugar inmenso, monstruoso, ocupa el progreso en nuestro subconsciente desde hace dos siglos. Un espíritu tan potente como el de Augusto Comte recibe de él la mayor parte de sus debilidades. Siempre (Comte) ha estado ligado a él, aunque haya discernido muy bien ciertos caracteres del progreso real: reconoce en particular que ningún progreso real podría ser indefinido, y que todo progreso real significa la conservación de los bienes del pasado. Pero es la mitología del progreso necesario lo que se encuentra en el fondo de la ley de los tres estados; debido a ello, bajo su influencia, tanto Comte como Saint–Simon contemplaban la Revolución francesa como el irrevocable advenimiento de una nueva Jerusalén, a la que le estaba reservada fundar la religión, «la Religión de la Revolución», como incluso dice este contrarrevolucionario. Es lo que, en fin, y puede ser lo único, ha impedido siempre contemplar de algún modo la posibilidad de una vuelta al orden católico: «Para restablecer el régimen católico, escribía un día Comte con una simplicidad escalofriante, sería preciso suprimir la filosofía del siglo XVIII, y como esta filosofía procede de la Reforma, y como la Reforma de Lutero no es más, a su vez, que el resultado de las ciencias de observación introducidas en Europa por los árabes, ¡sería, en fin, preciso suprimir las ciencias!». He ahí un buen texto -¿no es cierto?, se pregunta Maritain, quien añade: «Me lo sé de memoria»-, un buen texto que ilustra tanto como las síntesis histórico-económicas de Karl Marx, lo que la mitología del Progreso puede hacer proferir a un hombre inteligente. ¿Y qué decir del propio Marx, o de su maestro Hegel? ¿Qué decir de Proudhon y de su Filosofía del Progreso? Es en este libro… donde Proudhon declara: «Lo que constituye mi originalidad como pensador, es que afirmo resuelta, irrevocablemente, en todo y por todo, el Progreso… ¿Qué es pues el Progreso? ElProgreso -escribe Proudhon- ‘en la acepción más pura del término, es decir, la menos empírica, es el movimiento de la idea-proceso; movimiento innato, espontáneo, esencial, incoercible e indestructible, que es al espíritu lo que la pesantez es a la materia’». La crítica de Maritain es obvia: «La ley del Progreso, al exigir el cambio constante de los fundamentos y de los principios admitidos en el pasado, exige asimismo que el movimiento de mejora de la Humanidad se alcance por una renovación ininterrumpida de subversiones, o sea, de destrucciones… Como llamamos revolución, de acuerdo con el empleo popular del término, a todo cambio profundo, por la vía de la destrucción o de la subversión radical, (también) deberemos afirmar que el progreso, en tanto que progreso, supone… la conservación de un modo u otro, de las ganancias logradas por el pasado, lo que le convierte en profundamente conservador y positivo; pero el Progreso Necesario, en tanto que expresa una pretendida ley metafísicamente necesaria en el ámbito universal, es esencialmente revolucionario, y negativo. La Idea-mito del Progreso devora así al progreso real».
Los frutos del progreso y de la opulencia derivada de él, han sido objeto de una curiosa antología por parte de ese infatigable investigador sobre la Doctrina Social de la Iglesia que es el ya citado José Luis Gutiérrez García. Gracias a él [10] vemos cómo viejos adoradores del progreso derivado de la ciencia, sin más, ahora se encuentran muy alarmados por todo el panorama que ya se adivina. Un caso especialmente importante es el del Premio Nobel de Física, Max Born, quien creía en un progreso científico continuo que «nunca podría conducir al mal, porque la búsqueda de la verdad es buena por sí misma». Ahora escribe [11] «que la ciencia natural y la técnica han destruido posiblemente para siempre, la base moral de la civilización» y que «si la raza humana no desaparece a causa de una guerra con armas nucleares, degenerará hasta ser una manada de criaturas obtusas y tontas bajo la tiranía de dictadores que la dominarán con ayuda de máquinas y computadoras electrónicas».
¿Para qué seguir? Esta es una de las cuestiones básicas que sealzan en el terreno de la Doctrina Social de la Iglesia. Pío XII lo señaló con claridad en muchos textos. Escojo uno en el que habla el Papa de cómo el progreso de la ciencia y la técnica moderna ha consistido en convertir «al hombre en gigante en el mundo físico, a expensas de su espíritu, reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno». De ahí que «el hombre moderno, que no se siente ligado esencialmente a lo eterno, cae en la adoración delo finito», que es acompañado de «tal vacío moral», que inmediatamente se comprende ese pavoroso conjunto de males que surge de un progreso ajeno a lo sobrenatural [12].
Concluyamos con Maritain y su postura tomista ante estas cuestiones: «En el mundo moderno, todo lo que sea sujeto a técnica cualquiera en la vida humana, tiende a resolverse en un mundo cerrado, separado, independiente. Las cosas, como la política y la economía en particular, se tornarán en maquinaciones extraídas de la regulación específica del bien humano; cesarán de estar, como los antiguos anhelaron, subordinadas intrínsecamente y por ellas mismas a la ética. Con muchísima razón, la ciencia especulativa y el arte, que de por sí no pertenecen al dominio de la ética, impondrán sobre el hombre una ley que no es suya propia». Por eso, he aquí que entonces, el hombre, que es centro del mundo, pasa a serlo de «un mundo inhumano en todo..., que le presiona. Nada en la vida humana se hace ya a la medida del hombre ni al ritmo de su corazón. Las fuerzas que ha desatado, le desgarran y le dividen» [13].
La segunda de las tomas de posición se relaciona con la crítica al capitalismo. Comencemos por decir que la Iglesia a través de la Escuela de Salamanca, aceptó el capitalismo, que precisamente irrumpía con fuerza entonces. He tratado esa cuestión muchas veces, y no es posible olvidar el magisterio de aquellos discípulos de Santo Tomás, más de uno de la propia Orden de Santo Domingo, que sostuvieron puntos de vista que, a través de Larraz, Schumpeter y Marjorie Grice-Hotchison, han llegado con claridad hasta ahora mismo.
Pero este capitalismo, en su evolución pasó a vivir como en su propio ámbito, en primer lugar, bajo las inspiraciones procedentes de esa obra casi canónica de la Reforma, la Institutio religionis christianae, que Calvino publicó en 1535. Max Weber analizó con profundidad las consecuencias, a veces sobrecogedoras, de esa influencia, que llevó a la flor y nata de ese capitalismo lejos de la Escuela de Salamanca y concordantes con el Concilio de Trento, a los que la disciplina intelectual escolástica convirtió, en afortunada frase de Pierre Vilar, en auténticos tratados de teoría económica. Más adelante, el capitalismo con todas esas armas y bagajes, experimentó el choque derivado de cuatro revoluciones -la industrial, la romántica, la científica y sus programas de progreso, y la derivada de la Escuela Clásica de economistas- hasta transmutarse en algo nuevo en el siglo XIX. Y se produjo con la Iglesia el gran choque.
No es posible evitar el hablar en torno a esto de cinco cosas. 1º) Que la revolución liberal tardó en ser plenamente metabolizada por la Iglesia. Ahora mismo puede contemplarse la polémica que se desarrolló entre Giorgio Campanini y Giancarlo Giurovich, en torno a un texto de Pío XII: «Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella concepción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo» [14]. 2º) Que la confluencia de la libertad de prensa, edición y manifestación y la supresión de las Leyes de Pobres por el influjo de grandes maestros de la Escuela Clásica, encabezados, además, desde su escaño en la Cámara de los Comunes por David Ricardo, hizo que la opinión se conmoviese ante la suerte durísima de los trabajadores. 3º) Que en las fábricas, en las minas, en las ciudades, los obreros, los empleados, unían a sus escasas rentas, una reacción antirreligiosa muy fuerte, que procedía de dirigentes sindicales y de ideólogos de la protesta social. Se consideraba a la religión como un elemento alienante que dificultaba la marcha hacia la utopía anticapitalista que se albergaba en cada uno de esos grupos intelectualmente muy influyentes en el mundo proletario. Ketteler y León XIII ya antes de ser Papa, se habían visto impresionados por esta realidad. 4º) Que en el siglo XIX, para desesperación como hemos visto de Maritain, se alzó con el romanticismo como motor, la bandera de la vuelta a la Edad Media.
Frente a esto en Francia, donde la Escuela Clásica había arraigado con mucha fuerza, surgió un grupo de personas que se planteó cómo injertar en la Iglesia el pensamiento de los clásicos, y pronto, de los neoclásicos. Todo un amplio conjunto, con predicadores tan notables como el P. Felix S. J., o con autores con tanto éxito como el vizconde Villeneuve de Bargemont, el numeroso grupo de la Escuela de Angers, o Pablo Leroy-Beaulieu, buscaron la solución al intentar una especie de bautismo de lo que decían los clásicos.
Simultáneamente, a esa postura, que acertó perfectamente don Ángel Herrera en aclarar, al señalar que criticaba al capitalismo, pero con talante meramente reformista, existió una activa realidad institucional. Surgieron sindicatos católicos, obras sociales, empresarios comprometidos, todo ello en una especie de búsqueda impresionante, por parte de la propia Iglesia, de mejoras dirigidas hacia el mundo de los trabajadores. En España, por ejemplo, es la realidad de las Cajas de Ahorros, la aparición del mutualismo para atender a los accidentes de trabajo, la fundación de amplias realidades cooperativas como la castellana impulsada por el padre Sisinio Nevares, la aparición de entidades mixtas de ahorro y seguros de vida -sin eso no se explica el actual Banco Popular-, aparte de Congresos, reuniones, publicaciones numerosas, incluso amagos de partidos políticos, y una opinión muy firme para seguir esa senda. Por supuesto que, desde el punto de vista intelectual, esta plataforma iba a sufrir, porque la Methodenstreit concluía con una derrota evidente para las tropas neohistoricistas de von Schmoller a manos de las bien preparadas huestes marginalistas de Viena encabezadas por Menger, con el flanqueo colosal de los William Stanley Jevons en el Reino Unido, de los Cournot en Francia y, muy en especial, de la Escuela de Lausana con el equilibrio general walrasiano. La Doctrina Social de la Iglesia había perdido, en lo económico, su soporte. ¿Dónde hallarlo?
Tras la I Guerra Mundial, los ex combatientes se tornaron en activistas políticos, destrozando las estructuras políticas preexistentes. Volvían de las «tempestades de acero» de las trincheras con un lema clarísimo: «Si hemos sido iguales ante la muerte, ¿por qué hemos de ser diferentes ante la vida?» Sobre el entramado de un neonacionalismo, que poquísimo tenía que ver con el decimonónico y anticlericalderivado de Valmy y de la brecha de la Porta Pía, plantearon ésta -la de la desigualdad-, primera crítica al capitalismo; la segunda se derivó de los dos sucesivos choques experimentados por esa sociedad en la crisis que siguió, de inmediato a la I Guerra Mundial con secuelas tan duras como fueron la inflación alemana, el pago de las reparaciones por los Imperios centrales y las revueltas sociales en Inglaterra originadas por el terco empeño de Winston Churchill, canciller del Exchequer, por retornar al patrón oro, y muy especialmente, por un segundo choque, el provocado por la Gran Depresión, que llevó a la conclusión de que el capitalismo había muerto.
De ahí que a nadie le pueda parecer extraño que Pío XI clamase contra este capitalismo que ya llevaba siglos sin escuchar a ninguna Escuela de Salamanca y que no acababa de entender lo que sucedía en su entorno. Lógicamente de ahí se desprende la necesidad de sustituir el sistema existente por uno diferente. El corporativismo pareció lo más adecuado a los planteamientos de la Iglesia. ¿No había sido, de algún modo, el que existió en esa Edad Media que se había soñado en tiempos de León XIII?
Pronto vinieron dos tipos de críticas, ambas desde la ortodoxia económica. Una era la de los economistas al sistema corporativo. Von Stackelberg comenzó a indagar, para lograr algún tipo de consolidación de cualquier corporativismo, sobre la competencia imperfecta. No halló ninguna solución. Uno de los economistas relacionados con la Escuela de Friburgo, y como todo este grupo, claro enemigo del nacionalsocialismo, Röpke, acabaría por señalar que si una sociedad de anarquistas convocase un concurso para hallar el mejor medio para hundir definitivamente a la sociedad tradicional, el primer premio se lo llevaría un modelo de corporativismo integral.
La otra era la de los keynesianos, en auge considerable. El mundo socialdemócrata, y no sólo el socialdemócrata, contemplaban arrobados las medidas intervencionistas y socializadoras que se desprendían del hecho de que al poder existir estabilidad en el desempleo era preciso reaccionar del modo adecuado. El modelo, que borraba despectivamente al corporativismo, suponía un amparo para el Estado de Bienestar, y lo que había que procurar que no afectase a la dignidad de las personas era un proceso socializador que no tenía por qué ser condenado radicalmente, ni mucho menos. Todo el conjunto de mensajes que proceden de la Constitución Gaudium et spes tienen, en lo económico, ese origen. Su influencia sobre los textos de Juan XXIII y Pablo VI es evidente.
Sin embargo, habían surgido dos problemas. El uno se refería a un talante socializador muy marcado que procedió de la Teología de la Liberación y del movimiento Cristianos para el socialismo. Ciñéndonos exclusivamente a su fundamento económico, éste se encontraba en una Escuela, el estructuralismo económico latinoamericano que se expandía a partir de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), que tenía fundamentos keynesianos, marxistas y del neohistoricismo, con complementos que venían de Manoilescu y sus tesis sobre el proteccionismo y el corporativismo para proteger el único procedimiento -la industrialización- preciso para salir del atraso. Todo ello dentro de un régimen de partido único. El estructuralismo económico latinoamericano logró orientar la política económica de muchos países iberoamericanos. El resultado sería la pavorosa crisis de la deuda externa, de 1982. Se trataba, pues, de una dirección errónea, muy peligrosa.
Por otro lado, desde 1973, había estallado la primera crisis del petróleo. Al remediarla con medidas keynesianas, se observó que se agravaban la inflación y el desempleo. La curva de Phillips no se movía de acuerdo con el mensaje keynesiano. El artículo publicado en 1967 por Friedman, parecía poder tener razón. Poco a poco, la ortodoxia señalaba la necesidad de retroceder en el progreso hacia la socialización, embridar el presupuesto y equilibrarlo, reprivatizar y desregular, y aceptar, de acuerdo con la Escuela de Friburgo, el orden de la competencia. Esto no sería posible al margen del sistema capitalista. Pero, ¿qué capitalismo? Detrás de su respuesta, Juan Pablo II coloca consultas con numerosos economistas, algunos tan destacados como Arrow, Lucas, Malinvaud, Amartya Sen y Tobin. También con economistas alemanes, polacos, japoneses e italianos. La frase de la Centesimus annus sobre esta materia es de gran perfección: «Si por capitalismo se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva». Pero, «si por capitalismo se entiende un sistema en el que la libertad económica no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una dimensión particular de la misma, cuyo centro es ético y religioso, la respuesta es absolutamente negativa».
El asunto desde luego parece cerrado. Se ha vuelto a lo que defendía la Escuela de Salamanca en los primeros pasos del capitalismo.
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Situados en sus puestos adecuados el problema del progreso económico y el del capitalismo, hay que considerar la cuestión de la ortodoxia científica a aplicar con el fin de conseguir la construcción de un orden cristiano. Al analizarlo en relación con Santo Tomás de Aquino, forzosamente tenemos que poner a la Methodenstreit, con la influencia señalada en la Doctrina Social de la Iglesia, en relación con el problema de los universales. Ahí está, nada menos que el inicio de la ciencia moderna en muchas de sus partes. Los universales, ¿son o no cosas, y en qué sentido? Así surge la famosa división entre realistas y nominalistas y, desde el punto de vista de lo que supone la ciencia moderna, el triunfo del nominalismo, con las grandes figuras de Duns Scoto y, sobre todo, de Ockam abrió el camino para algo que es insustituible para ella: el conocimiento simbólico. Aristóteles, tan ligado a Santo Tomás, pretendía conocer lo que era el movimiento; sin embargo, con el nominalismo, lo central es conocer cómo varía el movimiento. Al pasar a los grandes clásicos, a los neoclásicos y marginalistas, a la Escuela de Viena y sus derivados, nos encontramos con un nominalismo evidente. Sin embargo, una gran heterodoxia económica, el historicismo, con sus complementos del institucionalismo y del estructuralismo económico latinoamericano, apareció como una reacción contra ese nominalismo subyacente en la que se suele llamar línea ortodoxa de la economía. A la Escuela histórica, así como a los neohistoricistas de Berlín no les preocupa saber cómo varía la inflación, sino qué es en su esencia la inflación. Realismo puro. Frente a ello se alza la vieja tendencia nominalista de Ockam: de las cosas sólo pueden conocerse los conceptos y que de las cosas no se pueden dar análisis parciales, diversos, sino universales. Universales que se exponen mediante símbolos.
Santo Tomás de Aquino puede parecer así, con su realismo moderado, un derrotado más de la batalla del método. Si la ciencia seria -y la economía pretende serlo- va hacia el nominalismo, da la impresión de que no le cabe al Aquinate ningún papel. Sin embargo, tomando como base un ensayo de Etienne Gilson sobre el realismo metódico [15] , Maritain da un paso importantehacia la claridad. Señala con toda la razón que pretender ir hacia lo cierto desde el principio, a través de una cadena de razonamientos, «y no recibir nada de la naturaleza, de la observación... conduce a puro artificialismo que cae en la peor de las ingenuidades, la del profesor». Así se nacerá con dificultad a la sabiduría, hasta concluir que hay más profundidad crítica en Alberto Magno, en Santo Tomás de Aquino o en Cayetano, que en Kant. Esto no quiere decir que la cadena de hechos, de cosas, y de conceptos no se produzca continuamente, y que no se engrane por el sentido común, cuya solidaridad con la filosofía, y de ahí con el método necesario para la investigación científica, tiene una fuerza indudable [16]. La fenomenología aporta también novedades interesantísimas. Instintivamente, los grandes economistas siempre han sido unos nominalistas con un realismo importante. O quizás, algunos,han sido simplemente, realistas moderados. No les ha repugnado esta afirmación de Maritain: «La ley establecida inductivamente es así mucho más que un simple hecho general; envuelve la esencia, pero sin revelarla; es el equivalente práctico de la esencia o de la causa que en ella misma permanece oculta» [17].
Colin Clark tiene en torno a esto una posición franca, humilde y muy interesante, que sirve para comprender todas estas piezas de la ciencia económica y su método en el tomismo y sus tan adecuados puntos de vista.
En el prólogo a la primera edición de su famosa obra The conditions of economic progress, en 1940, indicaba Colin Clark [18]: «Ni uno entre cien (de los economistas) parecen haber entendido que lo que constituye el enfoque científico de la Economía es la sistematización cuidadosa de los hechos observables, la elaboración de hipótesis referentes a esos hechos, la predicción basada en dichas hipótesis y su comprobación por medio de los hechos futuros observables. Sería cómico, tal vez trágico, dedicarse a estudiar la corriente de libros y artículos que buscan una solución teórica a los complicados problemas económicos de nuestro tiempo, sin siquiera hacer referencia a los hechos observados. Aun peor es la costumbre de basar una obra en argumentos teóricos y comprobarlos posteriormente por medio de un número limitado de datos que se ajustan a las conclusiones logradas...La teoría tiene un valor, y juega un papel importante en el desarrollo de la Ciencia Económica, pero debe respetar los hechos y no tratar de suplantarlos. Cada generación no necesita más de dos o tres economistas teóricos. Sólo hombres superdotados pueden aspirar a serlo. No se necesitan nuevos planteamientos de la teoría económica más que a medida que avanza el conocimiento de los hechos y del cambio de las instituciones».
Esta postura, cuasi neohistoricista, fuertemente realista, pasó a moderarse más adelante. Para la edición de 1951 de la misma obra, Colin Clark, en un prólogo que escribió en 1947, toma una posición que podría calificarse de realismo moderado tomista: «Lo que dije en aquel prólogo (el de 1940) está hoy totalmente superado... por lo que la mayor parte de esta obra ha debido escribirse nuevamente... Por extraño que pueda parecer, hay un peligro en que nos concentremos demasiado sobre los hechos económicos, despreciando los necesarios estudios teóricos» [19]. El realismo moderado tomista había triunfado.
Menger había rondado eso, como capitán de los austríacos y había decidido crear, separadas radicalmente, una Historia económica para los hechos, y una Teoría Económica al escribir [20]: «El mundo de los fenómenos puede considerarse desde dos puntos de vista esencialmente diferentes. El objeto de nuestro interés científico puede ser el conocimiento de los fenómenos concretos determinados temporal y espacialmente, o el conocimiento de la forma bajo la que tornan a reaparecer con el transcurso del tiempo. La investigación en el primer caso busca el conocimiento de lo concreto, más precisamente, de lo individual del fenómeno; en el segundo caso, el aspecto general. Correspondiendo a estas dos formas principales del conocimiento, distinguiremos dos grandes órdenes del conocimiento científico, a los que denominaremos brevemente, al primero, individual, y al segundo, general, perteneciendo a la primera consideración la historia y la estadística económica; a la segunda, la teoría económica. Las primeras tienen por fin el estudio de los fenómenos económicos individuales, si bien bajo diferentes perspectivas; la otra, por el contrario, el estudio de las formas y leyes de los fenómenos económicos».
Este dualismo -su última manifestación se encuentra en Acción Humana, de Mises, de la tercera generación de esta escuela [21], donde se distingue entre praxeología e historia- recibió, según Suranyi-Unger [22], la aprobación filosófica de la escuela de Baden, y el apoyo de Rickert y Windelband. De Hayek en parte también. De este modo se incurre en el error de organizar una teoría sin hechos, con investigadores que los subestimarán y con otros investigadores, los dedicados a acarreos empíricos, náufragos sin remisión entre el material informe que les rodea.
Son Gilson y Maritain, como hemos visto, los que arremeten contra esta construcción neokantiana en la que ha desembocado la Escuela de Viena. Ambos ofrecen la base neotomista para que Colin Clark, que huye de los peligros derivados de este talante de Mises -un superracionalista liberal y, como expuso Perpiñá Grau, ateo-, declare prácticamente al comienzo de The conditions of economic progress: «No podremos utilizar los principios de la ciencia económica, hasta tanto no hayamos determinado su posición en relación a las restantes ramas del conocimiento» [23].
Por tanto, al seguir este sendero metodológico, Colin Clark adopta, no la actitud orgullosa de Mises, que le permitía ignorar a Dios, sino la sumisa que le hizo posible vivir siempre como economista científico serio, pero también, y simultáneamente, como un hijo de la Iglesia que procura armonizar sus hallazgos con las enseñanzas de la misma, sin permitirse jactancias de ningún tipo. La Doctrina Social de la Iglesia era, pues, perfectible, pero no despreciable desde el punto de vista deductivo, lo contrario de lo que se pretendía desde la Escuela de Viena. Concluyó todo esto con Maritain al escribir en sus lecciones sobre Filosofía de la Naturaleza [24] que «los antiguos distinguían diferentes grados en la filosofía de la naturaleza: la ciencia del quia est... y la ciencia del propter quid..., es decir, la ciencia sostenida por simples comprobaciones de hecho y la que determina la razón de ser y que es del tipo deductivo, pero (ambas) eran consideradas como divisiones de una misma ciencia especulativa, de un mismo saber más o menos perfecto... Esta absorción de todas las ciencias de la naturaleza en la filosofía de la naturaleza, constituía un defecto en el campo especulativo, y en este sentido debemos al trabajo de los siglos modernos una ventaja en la que ha tenido parte la síntesis tomista».
Colin Clark recibió un premio importante, un reconocimiento a su talante científico serio y de católico militante. En el Concilio Vaticano II quedó citado como autoridad. Lo merecía. Gracias a él la Doctrina Social de la Iglesia, toda ella, en ese corpus documental al que se refiere José Luis Gutiérrez García [25] puede convertirse en una aportación que ha de contemplarse, por lo menos, con mucho respeto por parte de los economistas.
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Todo esto ha de entenderse, además, dentro de las perspectivas que se exponen por Maritain en Pour une Philosophie de l’Histoire [26]: «El hecho de que tantos millones de seres humanos sufran hambre y vivan en la desesperación, en condiciones de vida indignas del hombre, es un insulto a Cristo y al amor fraternal. En consecuencia, la misión temporal del cristiano consiste en esforzarse por extirpar esos males y por edificar un orden social y político cristianamente inspirado, en que la justicia y la fraternidad sean cada vez mejor servidas», pero al mismo tiempo con plena conciencia de que ese mundo, que como dice en El campesino del Garona [27], hoy es «el mundo de la naturaleza y de la ciencia», «no puede comprender nada de las virtudes teologales. El mundo considera la fe teologal como un desafío, como un insulto y una amenaza... El mundo no puede ver en manera alguna la esperanza. La caridad teologal no la ve como es; la comprende de través. La confunde con cualquier especie de entrega generosa (por lo demás, ingenua a sus ojos) a una causa humana de la que puede sacar provecho. De esta manera el mundo tolera la caridad, y hasta la admira, en cuanto que considera que no es la caridad sino cualquier otra cosa (y así es como la caridad es el arma secreta del cristianismo)».
Todo ello por cierto trasciende mucho. Así, cuando en un seminario con las Hermanitas de Jesús, en Toulouse, el 28 de mayo de 1963, Maritain opina sobre lo que denomina Nuestra actitud hacia la Iglesia triunfante [28] , se inclina sobre un hecho -«la Iglesia triunfante y la Iglesia militante no son sino una sola Iglesia, un sólo y único cuerpo místico en dos estados esencialmente diferentes», pero existe un «vínculo vivo y una relación palpitante entre las dos»- desde lo cual llega a la frase de Santa Teresa de Lisieux: «Quiero pasar el Cielo haciendo bien en la Tierra». Este «humanismo de los santos, incluso en el Cielo», nos debe servir también para entender los sólidos fundamentos de la Doctrina Social de la Iglesia. Quizás también estos fundamentos intelectuales tengan mucho que ver, en cuanto a ese respaldo de la Iglesia triunfante, con una deliciosa historia sobre Santo Tomás de Aquino que relata un dominico, fray Juan Briz, en un librito publicado en 1761 [29] : «El mismo día que falleció Thomas, se apareció, en su Hábito, a un Hermano, o Cuñado suyo, Conde de Aquino, y le puso una Cédula, o Papel cerrado en su mano: el cual despertando, y hallándose con aquel Papel, llamó a un Criado, mandándole trajese luz. Y abriendo la Cédula, leyó escrito con caracteres de oro, que excedían todo artificio humano: «Oy me ha declarado el Rey de la Gloria, por Doctor en la Jerusalén, de su Militante Iglesia». Desde luego, ese apoyo que nos llega de la Iglesia triunfante es bien visible y ratificalo señalado por Maritain.