"Balthasar elabora una muy profunda teología, que intenta mostrar la totalidad del cristianismo como una unidad, en donde cada una de sus partes solo se entiende desde el todo".

Foto de Portada: Esta imagen de la Santísima Trinidad fue diseñada por el P. Felipe Bezanilla, y tallada en madera por Óscar Miranda, artesano de Carrascal, en torno al año 2004. Se encuentra en el portal del Santuario Sion de la Trinidad, Colegio Mayor Padre José Kentenich, Lo Cañas, Santiago de Chile. ©Victoria Jensen.

© Humanitas 94, año XXV, 2020, págs. 256 – 267.


Hans Urs von Balthasar es uno de los más grandes teólogos del siglo XX, ha recibido un reconocimiento bastante universal y gran parte de su obra ha sido traducida a muchos idiomas. Pero en nuestro medio es menos conocido. Las razones pueden ser múltiples. Dos son ciertamente evidentes: su teología está fundada en una amplísima cultura literaria –especialmente clásica, medieval y romántica–, menos presente en Latinoamérica; y su propuesta teológica es verdaderamente novedosa, al estar fundada en la estética y en la dramática, lo que hace todavía más compleja y erudita su obra. Sin embargo, su teología y su modo de comprender el cristianismo han sido y seguirán siendo un gran aporte para una renovada manera de vivir la fe hoy día.

 

Notas biográficas

Nacido en Suiza, el año 1905, tuvo una sólida educación y se doctoró en germanística (algo así como historia, literatura y filosofía alemanas). Entró a la Compañía de Jesús en 1929 y se ordenó sacerdote en el año 1936. Luego de un primer destino en Alemania, con ocasión del inicio de la Segunda Guerra Mundial fue trasladado a Basilea (Suiza) como capellán universitario. Allí transcurrió gran parte de su ministerio sacerdotal. En el año 1950 dejó la Compañía de Jesús para fundar, junto a la mística Adrienne von Speyr, la Comunidad San Juan, un instituto secular de varones y mujeres, que perdura hasta el día de hoy. De allí en adelante dedicó su vida a la Comunidad San Juan, a una editorial católica que él mismo fundó y a la producción de una inmensa cantidad de obras teológicas, además de retiros, conferencias y jornadas de estudio. Escribió unos 100 libros y más de 600 artículos, además de contribuciones, traducciones de libros y antologías. Hacia fines de la década del 50, cuando ya había escrito muchas obras sobre el pensamiento de una multitud de diversos autores, consideró que había llegado el momento de escribir lo que él mismo pensaba y como él mismo percibía la teología. De allí nació su gran obra cumbre, la Trilogía teológica. Es la presentación del misterio cristiano, basado en los tres trascendentales del ser: belleza, bondad y verdad. El título de las tres partes de esa obra fue llamativo: Gloria, Teodramática y Teológica (más un Epílogo). Editados entre 1961 y 1987, y compuesta de 16 gruesos volúmenes, lo hicieron conocido y apreciado en todo el mundo.

Su teología está basada en diversas fuentes que alimentaron su reflexión a lo largo de su vida. De niño, además de ser un gran lector, se fascinaba con la música y pasaba largas horas tocando el piano, en donde Mozart llegó a ser su autor más apreciado. Sus años universitarios lo hicieron profundizar en la literatura, particularmente en el mundo del romanticismo, encontrando en Goethe una luz y un estímulo que lo acompañará siempre. Su formación lo hizo, además, conocer muy bien la cultura clásica, como era normal por lo demás en ese tiempo. Ya como estudiante jesuita profundizó en la filosofía y estudió teología. Dada su preparación anterior y sus sobresalientes capacidades intelectuales, hizo un recorrido de estudios muy personal. En filosofía, acompañado por su maestro Erich Przywara, profundizó en Santo Tomás de Aquino, pero leyéndolo desde sus propios escritos y en diálogo con los grandes autores de la filosofía, tales como Platón, Plotino, Hegel y Heidegger. Durante sus estudios de teología se dedicó a penetrar en el pensamiento de los padres de la Iglesia, de entre los cuales destacó Ireneo, Clemente, Gregorio de Nisa, Orígenes y Máximo el Confesor, además de Agustín. Fue también la época en que se encantó con los grandes poetas franceses, como Paul Claudel, Charles Péguy, Georges Bernanos y François Mauriac. Tradujo incluso algunas obras de ellos. Y al final de todo este recorrido había logrado una integración entre literatura, filosofía y teología, que le permitió después hacer una presentación del cristianismo capaz de llegar, con diversos lenguajes, a amplios sectores de la cultura.

Pero, además, él supo incorporar en su reflexión también la teología mística. Un papel relevante lo tuvo el encuentro con Adrienne von Speyr (1902-1967). Ella era médico y casada, con dos hijos. De familia protestante, se hizo católica en el año 1940, y desde allí en adelante experimentó constantemente hasta su muerte una serie de fenómenos místicos, que Balthasar los entiende como una misión profética en y para la Iglesia. Balthasar mismo le tomó apuntes de todas sus experiencias y paulatinamente fue publicando la teología que allí estaba expresada. Más adelante, Balthasar dirá que su propia teología no es sino una traducción más técnica y en relación con toda la tradición eclesial de lo que Adrienne von Speyr puso a disposición de la Iglesia en sus escritos.

Un tercer origen de su pensamiento es su propia experiencia vocacional y sus años en la Compañía de Jesús en un profundo contacto con los Ejercicios Espirituales ignacianos. Balthasar dijo siempre que no había sido él quien había elegido su vocación sacerdotal, sino que Dios lo había elegido a él para ese camino. De hecho, descubrió su vocación en unos ejercicios espirituales de 30 días realizados al final de sus estudios universitarios en un lugar cerca de Basilea. Allí experimentó muy hondamente lo que significa que el cristianismo sea un llamado y una elección. Contaba que incluso hoy podría reconocer concretamente el árbol bajo el cual sintió ese llamado. El seguimiento de Cristo no es una elección propia, sino una vocación de Dios a la cual nosotros respondemos, para que nuestra vida se transforme en un permanente discernimiento de la voluntad de Dios, a fin de servir al mundo y cumplir una misión en la Iglesia.

A partir de estas tres fuentes originantes –una formación intelectual sólida y abierta a la cultura universal, una atenta consideración de la experiencia mística de los cristianos, y la propia experiencia cristiana como llamado y respuesta–, Balthasar elabora una muy profunda teología, que intenta mostrar la totalidad del cristianismo como una unidad, en donde cada una de sus partes solo se entiende desde el todo. Él llamará a esto una “forma”, es decir, una totalidad estructurada, que hace traslucir, más allá de su estructura, el esplendor de esa totalidad. Ese esplendor se ve en Jesús, cuya vida ilumina al creyente, pero también en el cristianismo como forma de vida y en cada cristiano como realización de la vida de fe.

 

Algunos rasgos de su pensamiento

Teología desde la belleza

Los trascendentales del ser –belleza, bondad y verdad– son aquellas características intrínsecas a toda la realidad que hacen que todo lo que existe posea precisamente belleza, bondad y verdad. Se llaman trascendentales justamente porque trascienden a todos los seres, es decir, están en todo. Es lo más universal que existe. Por otra parte, si la revelación de Dios está dirigida a toda persona, entonces esa palabra de Dios debe ofrecerse de una manera tal que todos puedan comprenderla. Debe darse en una forma que esté inscrita naturalmente en todos los seres humanos. ¿Qué cosa puede ser, entonces, más adecuada que los trascendentales del ser? En efecto, la persona humana existe experimentando en todo momento la belleza, bondad y verdad de las cosas y de sí mismo. La experiencia más original que poseemos es que las cosas se nos aparecen y, con ello, nos muestran su belleza, su irradiación y nos fascinan. Y junto con mostrarse, se entregan a nosotros como realidades buenas, tanto para uno como para los demás. Y al entregarse, nos están diciendo aquello que son, nos hablan del sentido que tienen, de su verdad. La revelación de Dios, entonces, sigue ese mismo camino: Dios, antes que pedirnos algo o decirnos algo, él mismo se presenta ante nosotros y nos dice ¡aquí estoy!, ¡yo soy tu Dios! Y al aparecerse frente a nosotros, nos recrea, nos plenifica, nos perdona. Es la salvación y eso es bueno para nosotros. Luego, al concedernos esa salvación nos dice quién es él y, también, quiénes somos nosotros realmente y adónde vamos: nos dice su verdad y la nuestra. Para Balthasar, entonces, la experiencia cristiana puede ser expresada muy bien a partir de esos tres momentos: belleza, bondad, verdad. Y en ese orden exactamente. De allí las tres partes de su obra de síntesis.

Todo comienza, por lo tanto, con la belleza. Las cosas se nos aparecen antes que nosotros las busquemos. Y todo lo que se nos manifiesta irradia una profunda belleza, que es el hecho mismo de existir. Es admirable que existan cosas, pudiendo no existir. Es como vivir rodeados de regalos y ser uno mismo un don de Dios. Pero todo ello es solo un pálido reflejo de lo que ocurre con Dios: Dios mismo se aparece, inesperadamente, irradiando toda su gloria –la forma divina de su belleza–, gloria que se expresa en diversas formas creadas, pero que transparentan el amor de Dios. El momento culminante de esa revelación es Jesucristo, el Hijo de Dios, que refleja en su propio rostro la gloria de Dios. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Pero lo grandioso de la manifestación de Dios, en Cristo, es que refleja la auténtica gloria de Dios justamente en su humildad, sencillez y pobreza, y particularmente en la cruz. Esto se debe a que lo más profundo y verdadero de la gloria de Dios es su amor y en la cruz el amor se expresa de la manera más sublime. Por eso, el primer volumen de la obra de Balthasar se llama Gloria, una estética teológica y nos hablará de cómo una teología que comienza con la belleza de la realidad puede comprender mejor cómo el amor y la gloria de Dios son capaces de revelarse a través de la realidad frágil y sufrida de la humanidad.

La estética nos enseña que toda realidad posee una forma –una estructura armónica– que transparenta un esplendor, es decir, cada cosa –por ejemplo, una obra de arte– tiene una configuración, un orden que la conforma; pero, detrás de eso y a partir de eso mismo, se puede percibir también una luz que brilla en esa forma y detrás de esa misma forma. Aunque no se puede “medir” cuantitativamente, es un esplendor que nos impacta por su cualidad y nos arrebata con su luz: es propiamente su belleza. Así también, toda existencia humana es igualmente una forma que irradia una belleza, que es única. Ahora bien, una estética, ahora teológica, descubrirá entonces en Jesús, desde su forma de vida, su manera de actuar y toda su existencia una estructura vital bella, una armonía en su vida, que deja transparentar algo que es todavía más profundo que la belleza propia de lo creado. Reflejará también la gloria misma de Dios, que trasciende y unifica esa vida humana, al estar asumida por el Verbo de Dios. Ese esplendor –que es su divinidad–, que se transparenta en la misma existencia humana de Jesús, impacta con su luz y arrebata al que lo percibe, es decir, al creyente, y lo hace acoger esa belleza con su fe y descubrir al Logos de Dios que nos muestra al Padre.

Esa es una estética teológica. Es Dios que me invita a su seguimiento no forzándome, sino impactándome con su belleza, que se expresa en su propia forma de vida.

Una estética teológica permite comprender al cristianismo como un seguimiento de Cristo, pero que sea producto tanto de la atracción que el mismo Cristo desencadena como de la libre acogida del ser humano a esa belleza irradiada. Incluso en la cruz, momento culminante de la vida de Cristo, en donde aparentemente solo aparece la fealdad de la maldad y la tragedia de la vida humana, puede brillar también una luz y una auténtica belleza, ya que se ha transformado en magnífica expresión de una vida llena de amor y de una manera de enfrentar la realidad que muestra que el núcleo de la divinidad es precisamente el amor. La belleza y la gloria de Dios brillan como amor entregado. Es la belleza del rostro desfigurado de Cristo.

 

El cristianismo como una Teo-dramática

El núcleo de la obra de Balthasar son los cinco volúmenes de la Teodramática, en donde entiende el cristianismo como una relación o alianza entre la libertad infinita de Dios y la libertad finita del ser humano. Esa relación es un “drama” en el sentido etimológico de la palabra, es decir, una acción conjunta. De allí que el teatro pueda ofrecer un instrumental adecuado para expresar lo que es el cristianismo. Balthasar nos recuerda que, tal como en el teatro existe un autor, que elabora una obra, la cual debe ser actuada por artistas y dirigida por un director, de la misma manera, la existencia humana es una gran obra, creada por el Padre, en la que cada uno de nosotros, como actores en Cristo, hemos de ejecutar ese papel o vocación que hemos recibido y para el cual fuimos creados, y todo esto conducidos por el Espíritu Santo, como el gran director o guía de la historia humana.

Esta forma de comprender la existencia cristiana es novedosa y sumamente sugerente porque efectivamente en todas las culturas y a lo largo de toda la historia, el ser humano siempre ha querido representar su propia existencia a través de la representación o teatro, sea drama o tragedia. Entre existencia y representación dramática existe una unidad muy profunda. Concretamente, eso significa que cada uno de nosotros, como un actor llamado a representar un papel en la vida (su vocación), posee sus propias cualidades, que Dios le ha dado junto con su existencia y es invitado a participar en una acción dramática que ya ha desarrollado Cristo, el actor principal. Cada uno cumple su papel en una historia que ha sido ideada por el Padre, con la cual quiere que logremos algo. Ahora bien, tal como cada artista coloca su propio elemento personal en cómo entiende y expone su personaje, así también cada cristiano desarrolla la vida en Cristo (que es la vocación a la que ha sido llamado) y que es imitación y seguimiento de Cristo, a partir de sus propias características, que lo hacen único. De tal manera que cada persona, guiada por el Espíritu Santo –que coordina la existencia de todo lo creado–, expone en ese drama su propia forma de entender al personaje (= Cristo) para que se cumpla el objetivo global de la historia. El gran teatro del mundo (Calderón de la Barca) permite que cada uno pueda ofrecer a la historia su modo personal de comprender y vivir a Cristo.

Esto nos lleva a un segundo aspecto del Teo-drama: la relación entre libertad finita e infinita. Es un tema que Balthasar ha desarrollado de manera especialmente profunda y es parte del núcleo de su pensamiento. El ser humano es libre porque Dios le ha regalado su libertad. Sin embargo, esto plantea una pregunta: ¿puede alguien ser realmente libre frente a un Dios que es todopoderoso? Aquí Balthasar ofrece una respuesta muy significativa. Efectivamente Dios es todopoderoso e infinitamente libre. Pero precisamente por eso puede crear a otros seres libres, aunque dotados de una libertad finita y, por lo tanto, frágil. Sin embargo, para ello, debe estar dispuesto a renunciar, de alguna manera, a una parte de su propia libertad infinita, justamente para que la libertad finita pueda ser tal, e incluso al punto de poder decirle, luego, “no” definitivamente a Dios. Esto, por una parte, demuestra el inmenso amor de Dios, que quiere compartir su propia realidad con otras libertades, que necesariamente deben ser libres si han de recibir amor y ser capaces de amar. Por lo tanto, la creación de libertades es la creación de seres capaces de amar, que es el don más grande que se le ha regalado a la humanidad. Pero, por otra parte, implica que Dios, de alguna manera, haya renunciado a algo de su propia libertad, por amor y por generosidad con nosotros. Dios es todopoderoso precisamente porque es capaz de renunciar a su propio poder, por amor y por los que él mismo ha creado y ama.

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Esta imagen de la Santísima Trinidad fue tallada el año 2009 por el artesano Ramón A. Röst Asenjo, escultor de tradiciones chilenas, en Pucón, basándose en una postal de la Trinidad de Sion (Schoenstatt, Alemania). Se encuentra en la Capilla del Colegio Mayor Padre José Kentenich, Lo Cañas, Santiago de Chile. ©Victoria Jensen.

Pero Dios, junto con donarle la libertad, acompaña al ser humano para que él, libremente, a través del amor y la conducción del Espíritu Santo, pueda realizar la vocación con la cual fue pensado. En efecto, todos hemos sido creados en Cristo (Col 1,15-17), en donde el mismo acto de creación es un compromiso definitivo de Dios de hacer todo lo que esté de su parte para que nos encontremos con Él definitivamente y nos realicemos como personas, pero siempre dejando intocable la libertad de nuestra propia decisión frente a Él y frente a qué hacemos con nuestra propia vida. Por eso su acompañamiento se da de una manera latente, es decir, de una manera oculta, invisible, donde pareciera que no actuara, pero está allí y misteriosamente actúa. El acompañamiento de Dios, en su Providencia y en su conducción a través del Espíritu, no es una especie de plan fijo, inmutable, con el futuro de cada uno fijado de antemano. Muy por el contrario, es un proyecto dinámico, que toma en cuenta nuestras propias respuestas y está siempre “rehaciéndose” para que vaya siendo adecuado a las decisiones que vamos tomando en la vida. Esto significa que, si uno toma malas decisiones, no por eso su vida queda destruida para siempre. El proyecto de Dios es una totalidad que incluye esas mismas respuestas falibles, a fin de rehacer y reconfigurar permanentemente nuestra vocación a ser hijos en el Hijo. Lo único importante y la única “vocación” intocable es que nos configuremos con Cristo y todo lo demás es instrumental a ese único objetivo creacional: hacernos uno en Cristo para vivir junto al Padre.

Estas reflexiones de Balthasar muestran cuán seria es la vida humana y qué importante es la propia libertad, de tal manera que, frente a Dios, el ser humano no es destruido, sino que recibe toda su dignidad y posee también una gran libertad para crear su propia forma de ser cristiano y de ser humano. Al final de la vida, cada uno llega a ser lo que cada uno ha querido ser, junto con lo que Dios ha querido que uno sea. Balthasar lo dice con una figura preciosa: Dios siempre nos mira con dos ojos: uno nos mira tal como somos ahora y nos ama así, tal como somos; y el otro ojo nos mira en su Hijo y nos ve como él quiere que seamos, con-formados con Cristo. De tal manera que el Padre nos ama como somos y, con ese amor, nos ayuda a que lleguemos a ser lo que Él quiere que seamos. El cristianismo es una religión en donde la libertad, la dignidad y la propia iniciativa son muy importantes, y no solo eso, son centrales e indispensables. No existe un cristianismo sin iniciativa ni creatividad, porque se basa en la “esperanza” de Dios en nosotros: Dios “cree” y “espera” que podremos llegar a ser lo que estamos llamados a ser. Para eso él dio su vida por nosotros.

Finalmente, esta Teodramática brota de la comprensión de la persona humana como una misión o vocación, que es la que Dios ha pensado para cada uno. Si cada uno de nosotros es imagen de Cristo y Cristo es el enviado del Padre, es decir, su persona es una misión, entonces cada uno de nosotros también debe comprenderse a sí mismo como una misión. Así durante toda nuestra vida la tarea es ir identificándose con esa misión para que cada uno llegue a ser una forma única y personal de ser Hijo.

 

La Trinidad como valoración del otro en Dios

Balthasar tiene un pensamiento completamente trinitario, el cual estructura su teología. Solo una imagen auténticamente trinitaria de Dios permite comprender las palabras de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Dios es amor, en primer lugar, no porque ama al ser humano, sino porque antes que hubiera creación, Dios ya era eternamente amor porque es Trinidad. En efecto, desde siempre Dios ha existido entregándose a sí mismo al Hijo, donándole todo lo que es –es decir, su divinidad– al Hijo. Por eso, desde toda la eternidad, es Padre y existe como un acto de amor, que es la entrega de todo lo que Él mismo es a su Hijo. Y el Hijo existe, desde toda eternidad, recibiendo del Padre todo lo que es. Existe como don recibido, como fruto de amor. A su vez, el Hijo existe agradeciéndole al Padre su ser y, de alguna manera, retornándole todo lo que le ha dado. Por eso es eternamente Hijo. Por lo tanto, eternamente existen el Padre y el Hijo amándose mutuamente, en donde amor significa entrega al otro de todo lo que uno es, un compartir eterno. Y ese es el Espíritu Santo, el amor mutuo entre el Padre y el Hijo, que es don libre y fruto de ese amor. Todo esto es verdaderamente muy misterioso y solo podemos enunciarlo, porque realmente no podemos comprenderlo. Sin embargo, explica bien por qué Dios es amor. A partir de eso, Balthasar hace una reflexión muy profunda y saca algunas consecuencias que son características de su doctrina y muy iluminadoras para nuestra vida.

En primer lugar, esta doctrina trinitaria nos hace ver que en Dios existe unidad porque Dios es absolutamente uno, pero existe también el otro, que es el Hijo, en esa unidad. Por lo tanto, en Dios, que exista “otro” es algo esencial y bueno, porque permite el amor. De tal manera que el acto de la creación, como el hacer algo distinto de Dios es también algo bueno, ya que es fruto del mismo amor de Dios que ha generado al Hijo. Y de allí en adelante, cada uno de nosotros ha de mirar a cualquier otro como algo bueno, porque permite amarlo y ser amado. De aquí Balthasar saca abundantes conclusiones sobre la bondad del otro y la necesidad del otro para que yo crezca como persona.

Por otra parte, dice que, si el mundo y, en particular, los seres humanos hemos sido creados a imagen de Dios, entonces todo lo creado refleja a Dios y, especialmente, las cosas buenas de la creación deben reflejar cosas buenas que haya en Dios, aunque en Dios existirán de una manera trascendental y absoluta. Es verdad que el reflejo creado es siempre frágil y débil en comparación con la grandeza del arquetipo absoluto en Dios, pero así todo, de alguna manera todo lo bueno que existe en esta vida, debe tener un correlato en Dios. Entonces, Balthasar saca las siguientes conclusiones. Ya que es bueno que exista un otro, es bueno también dejar que los otros existan. Entonces, si en esta vida terrena uno tiene que dejar espacio y tiempo a los otros para que existan y así podernos amar, de alguna manera misteriosa y absoluta también en la Trinidad el Padre le da algo como espacio y tiempo al Hijo para que sea Hijo, para que viva y exista como Hijo y para que pueda amar como Hijo. Asimismo, el Hijo se deja engendrar por el Padre eternamente y deja al Padre ser Padre de él y, con eso, ambos se pueden amar y así hacer proceder el Espíritu del amor que también los motiva a amarse eternamente. Con esto, para Balthasar, se marca una característica fundamental del ser humano que no siempre se ha tomado en cuenta. Si Dios, que es todopoderoso, también en su propio ser deja al otro existir (a su Hijo), le da espacio y tiempo para que sea Hijo, esto es posible porque en Dios también existe, en su mismo ser todopoderoso, una capacidad de ser “pasivo”, de dejar ser al otro, de abajarse para que el otro surja. De esta manera, son igualmente importantes tanto la acción como la pasión, cuando eso está marcado por el amor. Es bueno y poderoso todo lo que significa ser activo, pero también lo que significa dejar que el otro surja, que el otro crezca y que el otro sea sí mismo. Por eso Dios es tanto principio del individuo como también de la comunidad, principio del hacer y principio del dejar hacer.

Estas breves reflexiones y recuerdos del pensamiento de Hans Urs von Balthasar nos muestran que su teología tiene mucho que decirnos hoy en día en un mundo donde se ha vuelto a valorar la presencia del otro que es distinto. Si nuestra imagen de Dios es una mónada cerrada, en donde no existe un otro, entonces intentaremos, consciente o inconscientemente, construir un mundo desde el poder y desde la exclusión del que es distinto. En cambio, si nuestra imagen de Dios es verdaderamente trinitaria y conscientemente valoramos que en Dios existe tanto la unidad como la diversidad y la existencia del otro, entonces construiremos un mundo en donde junto a la necesaria unidad valoraremos la diversidad y la existencia del otro, que será siempre el único camino para que haya amor entre los seres humanos. He ahí la importancia de la (auténtica) teología para la sociedad.

 


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