El "Papa bueno" nos regocija a través de confidencias interiores, escritas de su propia mano en su Diario del alma, iniciado a los catorce años de edad.

Es precisamente el bienaventurado Papa Juan XXIII mismo, hombre de unidad y de paz, quien nos regocija con las confidencias de su Diario [1], iniciado a los catorce años de edad y mantenido permanentemente hasta 1962, algunos meses antes de su fallecimiento, cuando tenía ochenta y un años. Al entregar esos viejos cuadernos ajados y esos fascículos deteriorados a su fiel secretario, monseñor Loris Capovilla, el buen Papa Juan le confiaba:

Mi alma está en esas páginas. Yo era un buen muchacho inocente, un poco tímido. Quería a toda costa amar a Dios y no pensaba sino en convertirme en un sacerdote al servicio de las almas sencillas que requieren cuidados pacientes y diligentes.

Sesenta años antes, escribía:

Si tuviera que ser como San Francisco de Sales, mi santo tan amado, eso nada significaría para mí, ni siquiera ser elegido Papa. Un gran amor intenso por Jesucristo y su Iglesia, una tranquilidad de ánimo inalterable, una dulzura incomparable con el prójimo: eso es todo.

Y esta conmovedora confidencia al final de su servicio pontificio:

Oh, Jesús, aquí estoy ante tu presencia, viejo como soy ahora, al final de mi servicio y de mi vida. Mantenme estrechamente unido a tu corazón, en un solo latido con el mío.

Recuerdo todo esto con gratitud. Era yo entonces un joven colaborador suyo en la Secretaría de Estado, en esos años 60 en que, contra todo lo previsto, lanzó a la Iglesia en esa aventura espiritual del Concilio Vaticano II, que abrió la ruta del futuro y trazó audazmente nuestro camino para el tercer milenio. En cuanto a él, la gente humilde de Roma lo adoptó definitivamente desde el día de su muerte con estas palabras sencillas que traducen un profundo afecto humano y sobrenatural: “Papa Giovanni: papa buono, papa santo”: “El Papa Juan: el Papa bueno, el Papa santo”.

Unas líneas sobre su vida

Nacido el 25 de noviembre de 1881 en Sotto-il Monte, cerca de Bérgamo, siendo el tercer hijo de una familia de campesinos numerosa y pobre, Angelo Giuseppe Roncalli ingresa al seminario menor en 1893, y en 1900 va a terminar sus estudios de teología a Roma, donde es ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904. Su obispo, monseñor Radini Tedeschi, lo nombra secretario suyo, capellán de los jóvenes, director espiritual y profesor de historia, apologética y patrología en el seminario de Bérgamo. Después de la guerra, durante la cual se prodiga generosamente como sargento enfermero y capellán, funda una casa de estudios y se ocupa de la acción católica y de las obras misioneras, trabajando al mismo tiempo en la edición monumental de las Visitas pastorales de San Carlos Borromeo a Bérgamo. Entra así en contacto con el prefecto de la Biblioteca Ambrosiana de Milán, futuro Pío XI, y con toda la corriente del Concilio de Trento, percibiendo la fecundidad del mismo para la Iglesia.

En 1921, la Congregación de las Misiones lo llama al Vaticano para reorganizar las obras de cooperación misionera, especialmente la Propagación de la fe de Pauline Jaricot, que establece en Italia. Consagrado obispo el 19 de marzo de 1925, representará a Roma, en Sofía, en calidad de Visitador apostólico en Bulgaria. Es el primer contacto oficial entre las dos ciudades al cabo de un milenio. Luego, entre 1934 y 1944, durante diez años, es Delegado apostólico en Turquía y en Grecia, hasta el momento en que se dirige a París, donde es nombrado Nuncio Apostólico el 22 de diciembre de 1944. El 14 de enero de 1945 presenta sus credenciales al general De Gaulle formulando los votos del cuerpo diplomático. Llega a ser Cardenal el 12 de enero de 1953 al cabo de ocho años de nunciatura apostólica marcados por numerosos contactos, no solo con los medios de la Iglesia, sino con todos. Literalmente, surca Francia, como da testimonio su diario. Siendo Patriarca de Venecia, es elegido Papa el 28 de octubre de 1958 y coronado en la Basílica de San Pedro, en Roma, el 4 de noviembre. El Concilio que anunció el 25 de enero de 1959 comienza el 11 de octubre de 1962. Muere el 3 de junio de 1963 al cabo de un pontificado de algo menos de cinco años.

Su vida nada tiene de extraordinario hasta su elección como Papa. En 1948, cuando tenía sesenta y siete años, la consideraba incluso terminada. Sus cuadernos íntimos dan testimonio en el curso de los años de un desapego cada vez más grande, con una disponibilidad total para el Señor en conformidad con su lema: Obediencia y paz. Así encuentra la paz, la libertad y la serenidad de una vida de entrega. Ese es el secreto de la extraordinaria irradiación espiritual del buen Papa Juan, un hombre de Dios entre los hombres.

Ilustra su vida esta confidencia de su diario, el Diario del alma:

Ahí reside el misterio de mi vida. No busquéis otra explicación. Siempre he repetido la frase de San Gregorio Nacianceno: “Tu voluntad, Señor, es nuestra paz”.

UN HOMBRE PLENAMENTE HOMBRE Y VISIBLEMENTE HOMBRE DE DIOS

Un hombre de unidad

Hombre de Dios entre los hombres, plenamente hombre y hombre de Dios, durante toda su vida Juan XXIII fue un hombre de unidad. Siendo secretario de su obispo en Bérgamo, ahí encuentra el ideal vivido de ser un pastor para todos en esos momentos difíciles:

El obispo es la fuente en la plaza del pueblo, la fuente de agua viva que corre por todo el mundo, de día y de noche, en invierno y en verano, tanto para los niños pequeños como para los hombres de edad madura. Ahí se dirige uno a apagar la sed, a lavarse, a purificarse, a sacar fuerzas, y sólo al verla correr se encuentra serenidad y paz.

Es una imagen del agua viva que corre en la Biblia como un río no interrumpido que atraviesa toda la Historia Sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

Hombres de todas las categorías vienen a mi pobre fuente. Mi función es dar agua a todos.

Siendo soldado durante la guerra, establece el vínculo entre sus camaradas con su buen humor, siempre a disposición de todos. Como representante de la Santa Sede en Europa Oriental, en medio de poblaciones divididas por la fe, siempre busca lo que une, en vez de destacar como tantos otros lo que separa, todo eso con una “cándida sinceridad”, según la expresión de su sucesor Pablo VI en el Ángelus del 28 de octubre de 1973. [2]

Hombre de unidad, lo será al inaugurar el Concilio Ecuménico y al invitar al mismo a nuestros hermanos separados, los cristianos anglicanos, protestantes y ortodoxos. Hombre de unidad, lo fue al recibir a hombres de toda obediencia. Uno de sus encuentros más conmovedores fue sin duda aquel en el cual acogió a un grupo de israelitas diciéndoles con los brazos muy abiertos: “Soy José, vuestro hermano”. Palabra bíblica, de profundas resonancias.

Humildad

Era la tarde de su elección. La multitud abigarrada aplaudía ruidosamente al abrirse la Loggia que domina la Plaza de San Pedro para la primera bendición tradicional Urbi et Orbi, es decir, de la ciudad y el mundo. El nuevo Papa, a quien simplemente le pusieron la más ancha de las tres sotanas blancas preparadas por personas que no habían previsto la elección del cardenal Roncalli, acababa de decir con un humor lleno de gravedad: “Eccomi qua”, “¡Aquí estoy ahora acicalado, listo para ser entregado!”

Posteriormente, contó cómo vivió la escena:

Imagínense que en la Plaza de San Pedro, cuando tuve que dar mi bendición “Urbi et Orbi”, los proyectores de la televisión y del cine eran tan potentes que no logré distinguir la enorme muchedumbre que al parecer se extendía hasta el Tíber. Bendije el universo, pero al retirarme del balcón de San Pedro pensaba en todos los proyectores que en lo sucesivo a cada minuto apuntarían hacia mí. Y me dije: “Si no permaneces en la escuela del Maestro dulce y humilde, dejarás absolutamente de ver la realidad del mundo, serás ciego”. [3]

Algunos estábamos con él en diciembre de 1960, al día siguiente de la visita oficial que le hizo el Doctor Fischer, Arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia Anglicana. Con una fina sonrisa, nos dijo:

Voy a hacerles una pequeña confidencia: ayer recibí al Doctor Fischer. Es una persona importante, el jefe de la Iglesia Anglicana… Y como eso se había decidido un mes antes me decía a mí mismo cada cierto tiempo: “Bueno, Giovanni (era su nombre de Papa y así se llamaba a sí mismo), bueno, Giovanni, no es poca cosa, dentro de tres semanas, dentro de quince días, dentro de tres días, etc. vas a recibir al Doctor Fischer, te das cuenta, no es poca cosa. ¿Qué vas a decir y qué vas a hacer, eh? Si tu papá y tu mamá te vieran, ¿qué dirían? Por mucho que seas el Papa, no puedes en todo caso cambiar el Credo para dar gusto a quienes no son católicos…”. “Y luego… —un momento de silencio y Juan XXIII prosigue, meditativo y alegre—, y luego se abrió la puerta y el monseñor me anunció: “Santo Padre, es el Doctor Fischer”. Entonces qué hice, qué podía hacer: le abrí los brazos y nos abrazamos, porque antes que estar separados, somos en primer lugar hermanos en Jesucristo, y eso es más fuerte que todo lo demás.

Y terminó su “pequeña confidencia”, como él decía, con estas palabras, que tal vez para mí constituyen el encuentro más evidente que he tenido con la humildad viva:

Amigos míos, como veis, sólo soy un hombre pobre. No soy ni un gran teólogo ni un gran filósofo ni un gran historiador ni un gran erudito ni un gran político; pero quizás el buen Dios necesitaba un hombre pobre para hacer eso, y habría sido algo muy difícil para un gran teólogo, un gran… etc.; pero ahora que está hecho, otro más grande podrá venir y continuar porque yo sencillamente habré comenzado.

Y se detuvo súbitamente, dejando caer las manos sobre los muslos con un gesto familiar, diciendo: “Ecco, basta, coraggio figlioli, andiamo…”, lo cual significa algo así como: “He terminado, basta, ánimo, hijitos, sigamos…”.

Bondad sonriente, gentileza, don de simpatía, sabiduría de campesino viejo, serenidad de hombre de Dios: todo se ha dicho sobre este conjunto de cualidades, hasta hacerse olvidar que los dones humanos de Roncalli, el hombre, estuvieron, mediante la prolongada paciencia de toda su vida, al servicio del Evangelio de Jesucristo y de la misión de la Iglesia. Esto supone una energía, una tenacidad, una perseverancia que me gusta proponer como ejemplo a aquellos jóvenes que podrían considerar inútil el esfuerzo y ver fácilmente en Juan XXIII el resultado de un temperamento feliz.

Un hombre de Dios

Para convencerse de lo anterior, es suficiente releer sus notas de retiro y su Diario del alma, en el cual, desde su adolescencia y hasta su muerte, no dejó de marcar sus resoluciones y anotar sus reflexiones. Ahí reside su secreto. Ahí revela mediante sus confidencias, hechas con sinceridad, su propia personalidad en su auténtica profundidad espiritual.

Escuchémoslo:

Cuando la raíz es sana, el árbol crece vigorosamente, incluso entre las piedras (30 de enero de 1939).

Nunca me he desprendido de la obediencia, fuente de paz interior y de buenos resultados (14 de noviembre de 1938).

La despedida de mis seres queridos, de mi mamá, a quien tal vez no vuelva a ver en la tierra, es algo triste, conmovedor; pero sé que procedo con obediencia y eso modera y suaviza todo (6 de octubre de 1938).

Todos saben en alguna medida sugerir consejos y críticas; pero otra cosa es hacer que un servicio sea útil y sencillo (10 de mayo de 1939).

Pequeñas espinas que soportamos por amor a Jesús se convierten en rosas. Calma y paciencia (1938).

Aun cuando tuviera que ser Papa y mi nombre fuese pronunciado y venerado por todas las bocas y grabado en mármol, ¿qué sería yo al comparecer ante el juez divino? ¡Nada! (Ejercicios espirituales, 10-12 de diciembre de 1902).

Tengo una dignidad que nunca he merecido, lo confieso. Estoy ocupado todo el día, ahora en una linda casa, con mi máquina de escribir, o en conversaciones fastidiosas, en medio de muchas dificultades y espinas con personas que pertenecen a Jesucristo y por derecho a la Iglesia Católica, pero que carecen totalmente del sentido de Cristo y más aún del “sensus ecclesiae”; siempre en contacto con los llamados grandes del mundo, pero afligido ante la pequeñez de su espíritu en relación con lo sobrenatural; preparando cuidadosamente eventos de los cuales debieran surgir tantos bienes, y siendo luego espectador de la fragilidad de las esperanzas humanas (31 de enero de 1931).

Durante los primeros días de este servicio pontificio no me daba cuenta de todo lo que significa ser Obispo de Roma y por ende también pastor de la Iglesia universal. Luego, semana tras semana, se hizo plenamente la luz. Y me sentí como en mi casa, como si no hubiera hecho ninguna otra cosa durante toda mi vida (1963).

Haber entrado a mi octogésimo año y también haber salido del mismo ya no perturba mi espíritu. No deseo ni más ni menos de lo que el Señor sigue dándome (1961).

Experimento la satisfacción que me da el hecho de ser fiel a mis prácticas devocionales: el breviario, la recitación del rosario con meditación, la unión permanente con Dios y las cosas espirituales (1961).

Mi tranquilidad personal, que tanto impresiona en el mundo, reside enteramente en esto: mantenerme en la obediencia, como lo he hecho siempre, y no desear —ni rezar para esto— vivir más tiempo, ni siquiera un día más allá del momento en que el ángel de la muerte venga a llamarme y llevarme al Paraíso, como espero (1961).

Sufro con dolor y con amor. He podido seguir mi muerte paso a paso. Ahora me encamino suavemente hacia el fin. No es el momento de llorar. Con la muerte comienza una nueva vida, la glorificación en Cristo. Estoy listo para partir, totalmente listo. Seguiremos amándonos en el Cielo (1º de junio de 1963).

Un pastor

Algunos días antes de morir, confía a monseñor Martin:

Todos los días son buenos para vivir y también todos son buenos para morir. En cuanto a mí, las maletas están listas, pero también estoy dispuesto a seguir trabajando.

Y a su secretario monseñor Capovilla, que llora y me lo cuenta al día siguiente en la mañana, todavía muy emocionado y perturbado:

¿Por qué lloras, don Loris? En el Salmo del Breviario decimos: “Estoy contento porque me han dicho ‘Vamos a la casa del Señor’” (“in domum Domini ibimus” en el texto latino familiar para él). Para mí ha llegado el momento, regocijémonos, y tú no te inquietes por nada después de mi muerte. Yo lo pensaré…

Así era el hombre que muchos juzgaron superficialmente como un hombre bien corpulento, de gestos claros y buen ánimo, en suma un temperamento feliz, un prelado optimista y sonriente, es decir, un gran diplomático, el campesino del Danubio de la diplomacia pontificia. El 30 de abril de 1961, decía a los peregrinos de su diócesis:

Un hijo bien nacido no se separa de su madre sin conservar en su rostro, en sus rasgos y en sus palabras algo de la tierra de origen que lo moldeó.

Su mamá de la tierra, ciertamente, pero también su madre del Cielo, la Iglesia que amó como hijo: la Iglesia, Mater et Magistra, según el título de su gran Encíclica; la Iglesia, madre y educadora de los hombres; esa Iglesia heredada de Pío XII y transmitida a Pablo VI, como la flor abierta de una primavera inesperada, en un clima de Pentecostés.

De esa Iglesia, Juan XXIII fue el pastor, el buen pastor, como lo declaró al día siguiente de su elección. Muy pronto fue reconocido como tal, inicialmente por los romanos, luego por todos los cristianos y finalmente por el mundo entero. Si bien sus antecesores permanecían dentro del Vaticano, él se dedicó a salir muy a menudo, despertando siempre gran simpatía a su paso. Los romanos decían familiarmente refiriéndose a él: “Giovanni fuori le mura”, y los estadounidenses, pensando en el whisky, lo llamaban Johnnie Walker. Para todos, sigue siendo “el buen Papa Juan”, que no pasa el tiempo llorando sobre la desgracia de los tiempos, dirigiéndose en cambio al corazón de los hombres para llamarlos a trabajar y a transformarlo.

Recuerdo cómo una tarde en la televisión italiana —la RAI— se trataba de elegir al hombre más adecuado para ser enviado al planeta Marte en calidad de representante de la Tierra. Alguien propuso a Juan XXIII, pero el jurado ya había elegido al Doctor Schweitzer… Hubo un momento incómodo. Un experto rompió el silencio: “Nuestro Papa Juan es tan bueno que deseamos conservarlo siempre con nosotros en la tierra. ¡No, no queremos enviarlo al planeta Marte!”. Como ocurre en muy pocas ocasiones, el auditorio de la RAI prorrumpió en aplausos tan prolongados como cálidos.

Y sin embargo, como decía el chofer de taxi: “Era demasiado bueno, no podía durar”, y el servidor de pizza de la Piazza Navona: “Uno come quello, non lo fanno più”: “Uno así no lo vuelven a hacer”. Era ya la canonización popular espontánea, antes de la beatificación pronunciada por Juan Pablo II.

Un hombre de Iglesia

Juan XXIII reunió el Concilio Vaticano II. Lo anima un triple espíritu: la renovación de la Iglesia, la unión de los cristianos, la apertura al mundo. A estas intenciones ofreció su vida y su larga agonía, seguida por todos, pequeños y grandes, con el oído pegado al transistor. [...] “Soffro con dolore, ma con amore”: “Sufro con dolor, pero con amor”, decía abriendo los brazos. Y cuando lo interrogaban en el momento de la apertura del Concilio, respondía: “La parte mía será el sufrimiento”. [4]

Fue sufrimiento, oración y una acción cotidiana muy eficaz, sin hazañas espectaculares, pero mediante toques sucesivos, casi inadvertidos al comienzo. Recuerdo, cuando llegué al Vaticano, al comienzo del pontificado de Juan XXIII, cómo se dibujaba poco a poco una nueva imagen del Papa: no un diplomático ni un político, sino un hombre de corazón y un hombre de Dios, que se granjea muy rápidamente una confianza y un afecto popular extraordinario. ¿Por qué? Porque a través de un contacto humano, de hombre a hombre, brotaba una llama de amor tal que cada uno se sentía incluido y amado en la mejor parte de sí mismo. Además su muerte fue sentida por todos, cristianos y no creyentes, como un duelo personal: la muerte de un padre. En Moscú, el Patriarca Alexis invitaba a los ortodoxos a la oración. [...] En París, el Rabino de la sinagoga sefardí introducía una invocación con esta intención en el oficio del Sabbat, mientras en Roma, desde su cárcel de Regina Coeli, los detenidos cablegrafiaban al Papa: “Con un inmenso amor, estamos cerca de usted”.

Como dijo Jean Guitton [5]: “El Papa Juan logró desensombrecer la muerte del mismo modo como logró simplificar la vida”. El editorial del diario Le Monde del 5 de junio de 1963 celebraba al apóstol del diálogo. R. Escarpit afirmaba: “Las luces pueden apagarse, pero no el recuerdo de las mismas”, y H. Fesquet: “Juan XXIII reconcilió a la Iglesia con su siglo”. Cuando pensamos que el pequeño campesino lombardo solo tenía catorce años cuando tomó la sotana y desde ese día sus hermanos y hermanas dejaron de tutearlo, nos decimos que decididamente el viejo Papa octogenario tenía un secreto para estar en buen pie con el mundo moderno, con el cual no compartía ni las ideas ni el estilo de vida. [...] Este secreto lo confió él mismo a Indro Montanelli, el tan conocido periodista italiano:

Desde mi ingreso al sacerdocio me puse a disposición de la Santa Iglesia. La seguí sin ansiedad ni ambición. Todo está ahí y únicamente ahí. Está de más ir más lejos. [6]

El jardinero de Dios

Ese es el secreto de Juan XXIII y de su irradiación durante el pontificado más breve del siglo XX antes del paso furtivo de Juan Pablo I. Y millones de fieles no dejan de agruparse en su tumba en las criptas vaticanas. Él mismo fue el jardinero de Dios, el tío abuelo que nos acoge en su finca, sólido como una encina, con los brazos abiertos al mundo. Física, mental, moral y espiritualmente, era un hombre vigoroso, desbordante de vitalidad humana y sobrenatural. En nuestra época, encarnó para el mundo entero el mensaje del Evangelio. Y como hoy se dice de buen grado, lo hizo de manera creíble, hablando el lenguaje de todo el mundo con su voz de hombre, su cabeza bien plantada y los ojos de alguien que no miente. No era un intelectual que hace malabarismos con las palabras y las ideas, sino un hombre de la tierra que sabe lo que cuesta no respetar las leyes de la naturaleza y de la vida, que conoce el precio del pan y también el de una vaca lechera. Un día se priva para enviar 150.000 liras a su hermano, que no tiene dinero para volver a comprar una vaca perdida.

Podría haber sido pastor, campesino, viñatero o panadero de pueblo; pero como dijo su hermano Zaverio: “Siendo muy joven, siempre estaba rezando, de manera que necesariamente debía surgir un sacerdote”. Por ese motivo, espontáneamente, todo el mundo, y sobre todo los pobres, lo adoptaron como uno de los suyos, como alguien que los comprende, que no los adula, que les dice incluso sus cuatro verdades, pero con el tono de quien sabe muy bien que la vida no siempre es cómoda y uno no hace a menudo lo que quisiera hacer.

Se adjudica gran cantidad de historias al Papa Juan. Muchas son verdaderas, como aquella del comienzo de su pontificado, en que durante la noche se agita incesantemente en su cama preguntándose cómo resolver los grandes problemas que le presentan:

“Después de todo, sólo soy el Papa; para empezar le corresponde al Espíritu Santo dirigir su Iglesia…”. Y agrega: “¡De inmediato me volví a dormir!”.

Hombre de fe profunda y de gran esperanza, Juan XXIII declaraba:

Hay quienes dicen que todo está mal. “Niente affatto”: no es en absoluto verdad. Observad a toda la gente valerosa, a los papás y mamás que se sacrifican por su familia, a los niños felices y sanos, a los jóvenes que entran con valentía en la vida. En vez de hablar mal de los malos, ayudemos a los buenos a llegar a ser mejores y a los malos a convertirse.

Así era su método, fiel a San Ignacio de Antioquía, al cual le gustaba citar: “Es preferible ser cristiano sin decirlo que decirlo y no serlo”. Su parentesco espiritual es estrecho con Teresita de Lisieux, a la cual su hermana quería hacerle decir unas palabras edificantes sobre su lecho de sufrimiento, de acuerdo con la costumbre de los conventos de esa época; pero ella protestaba: “No, no sería verdad. Me horroriza lo fingido”. Así era Juan XXIII. Todo era verdad en él, es decir, imprevisto y espontáneo, brotando de una fuente sin apremios, lo que ha podido llamarse en su caso la santa ingenuità, la santa ingenuidad, candor de la inocencia, que no era ignorancia, sino voluntad de no ver el mal.

Hombre de paz

Cuando el 7 de marzo de 1963 recibió a Adjoubei y a su esposa, hija de Kruschev, en ese momento amo de la Unión Soviética, esta iniciativa fue sumamente criticada. Se explayó al respecto con el cardenal Marty al mediodía del 9 de mayo de 1963 [7]:

Mire —me dijo—, sé que hay quienes se sorprendieron con esa visita e incluso algunos se afligieron. ¿Por qué? Debo recibir a todos los que llaman a mi puerta. Los vi… y hablamos de los niños, siempre hay que conversar sobre los niños… Veía llorar a la señora Adjoubei. Le di un rosario, sugiriendo que tal vez no sabía para qué servía y que no estaba obligada a decirlo, por supuesto, pero al mirarlo simplemente recordaría que en otros tiempos vivía una Mamá que era perfecta. [8]

¿Un hombre llama a su puerta? ¿Cómo dejarla cerrada? Hay que abrir, con riesgo de exponerse. ¿Hizo Cristo acaso otra cosa? “Cuidado, esa gente es de izquierda”, se le reprochó.

¿Y qué quieren que haga? No es culpa mía. ¡Tengo que tomarlos en lo que están y tratar de hablarles!

Esto explica su famosa distinción, en su gran encíclica Pacem in terris sobre la paz entre todas las naciones, basada en la verdad, la justicia, la caridad y la libertad, dirigida el Jueves Santo, 11 de abril de 1963, no solo al clero y a los fieles de todo el universo, de acuerdo con lo acostumbrado, sino también “a todos los hombres de buena voluntad”:

Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la moral práctica. Porque el hombre que yerra no queda por ello despojado de su condición de hombre, ni automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta. Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad. Por otra parte, nunca le faltan al hombre las ayudas de la divina Providencia en esta materia. Por lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la fe o profesa doctrinas equivocadas, pueda mañana, iluminado por la luz divina, abrazar la verdad. En efecto, si los católicos, por motivos puramente externos, establecen relaciones con quienes o no creen en Cristo o creen en Él de forma equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un estímulo para alcanzar la verdad. [9]

Esa intuición liberadora —y al cabo de exactamente cincuenta años estamos celebrando el aniversario— permite, en el momento de la crisis de Cuba, establecer el vínculo entre Kruschev y Kennedy; mostrar mediante los hechos que si bien los sistemas ideológicos son por su naturaleza intolerantes, los hombres nunca se enemistan totalmente a causa de los mismos y siempre conservan intacta esa mejor parte de ellos que les permite entenderse para evitar lo peor. Para Juan XXIII, no se trataba de acomodar la Iglesia a los gustos del momento, sino de restituir al mundo el gusto por el Evangelio.

Los romanos decían que era furbo, lo cual significa sutil, de una habilidad matizada con gentil picardía, y eso era en boca de ellos un gran elogio. Es preciso haber visto el Domingo de Ramos, en 1963, algunas semanas antes de su muerte, a Juan XXIII abrirse paso con gran dificultad a través de la multitud de los grandes suburbios obreros hacia la parroquia de San Tarciso, cerca de la Vía Apia, y las palmas lanzadas a su paso, para comprender el clamor del Evangelio: “Quiero ver a Jesús”. Entusiasmo, gritos, aplausos, bendiciones a diestra y siniestra, una pequeña señal de afecto a la mamá, sonrisas a los niños y algunas palabras frente al micrófono, que tanto hacen estallar de risa a esa enorme multitud como, por el contrario, de pronto la impresionan llegando a dejarla muda:

Pronto es la Pascua. Os hago una promesa, y es seguir también de viejo viviendo como Papa vuestro… No olvidéis, hijos míos, hay que rezar, debéis ser fieles al buen Dios en vuestras oraciones… Y ahora os corresponde a vosotros atender a nuestro ruego: dejadnos pasar, es hora de que volvamos a trabajar al Vaticano. [10]

Un padre

Eso es lo que pudo llamarse “el fenómeno Juan XXIII” o el “misterio Roncalli”, y era simplemente una respuesta a la búsqueda de una humanidad insatisfecha, siempre aspirando a la felicidad: un hombre bueno y sencillo, rodeado como un padre del afecto de todos sus hijos; pero su familia era Roma, y sus hijos el mundo entero. Se dice “Santo Padre” al hablar del Papa. Juan XXIII nos hace ver claramente el misterio fecundo de la paternidad espiritual del sacerdote con todos los hombres. [11]

Nos recuerda su encíclica Mater et Magistra del 15 de mayo de 1961 que cada niño hambriento en una calle de Bombay, cada trabajador envejeciendo en Leningrado, cada campesino cortando cañas de azúcar en un país de Latinoamérica o cada mujer que vive enclaustrada en una morería del norte de África tiene tanta importancia como todos los ricos de la tierra, y todos son individualmente sagrados y respetables. La Iglesia jamás ha olvidado a nadie, y cuando está obligada a elegir se inclina por los pobres. [12]

Con inclinación a la expresión verbal —desde el 30 de noviembre de 1895 decide ser “menos charlatán” en los recreos—, siendo nuncio en París cincuenta y dos años después, en 1947, escribe:

Cuidado, cuidado, saber callar, saber hablar con medida. Percibo en mi conciencia un contraste que a veces llega a ser escrúpulo entre los elogios que a mí también me gusta hacer a estos valientes y queridos católicos de Francia y la obligación, que me parece propia de mi ministerio, de no ocultar, por mera formalidad o por temor a desagradar, la constatación de las deficiencias y de la situación real de la hija mayor de la Iglesia en cuanto a la práctica religiosa, el malestar generado por la situación escolar no resuelta, la insuficiencia del clero y la propagación del laicismo y el comunismo. Mi deber preciso en este aspecto se reduce a una cuestión de forma y medida. El nuncio ya no es digno de ser considerado el oído y el ojo de la Santa Sede si se limita a elogiar y magnificar incluso lo que es doloroso y grave.

Verdad y caridad

Gran benevolencia con las personas, pero preocupación exigente por la verdad. Como le gustaba repetir: “Omnia videre, multa dissimulare, pauca corrigere”: “Ver todo, dejar pasar mucho, corregir poco a poco”, según el proverbio que solía citar: “gutta cavat lapidem”: “la gota termina cavando la piedra”. Desconfiaba de las cosas extraordinarias. Así, un día decía a unas religiosas que le hablaban de visión y revelación:

Pero tenemos el Evangelio, hermanas, y ahí está todo. No hemos terminado de meditarlo para ponerlo en práctica. Tal vez es más difícil, pero es preferible en comparación con esas personas que se creen místicas y confunden el nivel más alto de su pensamiento con la bóveda del Cielo…

De ese modo aunaba la prudencia de la serpiente con la sencillez de la paloma. Decía con una gran sonrisa a una visitante que quería a toda costa hacerle bendecir una cruzada, palabra que no le gustaba mucho:

¡Señora, con mucho gusto bendigo todo lo bueno que usted hace!

Era su manera discreta y firme de aleccionar con amor. Con un capellán militar que se presenta ante él con uniforme de gala, se pone en guardia diciendo:

Sargento Roncalli a sus órdenes.

Dice a una superiora general, que declara ser Superiora General de una Congregación del Espíritu Santo:

Yo, en realidad, sólo soy servidor de Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad.

Confía con familiaridad a los periodistas que recibe al día siguiente de su coronación:

Estoy muy cansado y creo que ustedes también. Esta noche no dormí y estuve hojeando los diarios, un poco por curiosidad, para ver lo que decían de mí. ¡Pero qué imaginación y cuántos inventos! Es una pena haber trabajado tanto para escribir todo eso.

Nadie se enojó, pero todos comprendieron la lección.

Nuestro Santo Padre el Papa Juan XXIII fue realmente nuestro, desde la vendedora de flores hasta el profesor de la Sorbona, desde el ascensorista hasta el jefe de Estado musulmán que lo llamaba “el Papa de los diálogos”. Se le reza como a un santo que dio ejemplo de bondad, dulzura, misericordia y búsqueda apasionada de la unidad y la paz, viviendo en medio de nosotros el ideal de las bienaventuranzas. Para todos fue un padre, con una predilección especial por los niños. En la noche de la apertura del Concilio, los romanos desfilan en la Plaza de San Pedro con un cirio encendido en la mano, la flaccolata, y todo el mundo espera que el Papa hable. Juan XXIII abre su ventana y con voz fuerte y trémula de emoción declara:

Vamos, hijos, es tarde, regresad a vuestro hogar, es hora de acostar a los niños; les haréis un cariño, será el cariño del Papa Juan.

Juan, como está dicho al comienzo del Evangelio y como lo recordó el cardenal Suenens a los Padres del Concilio en la segunda sesión: “Hubo un hombre enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él”.

Fue para todos el sol familiar que alumbra y da calor a la tierra y cuya mera presencia ilumina el claroscuro cotidiano.

El Papa del Concilio

Su decisión más inesperada —convocar el Concilio— se percibió muy pronto como una necesidad evidente, si bien él mismo no sabía muy bien cómo eso iba a darse.

En materia de Concilio —decía sonriendo— somos todos novicios. El Espíritu Santo estará ahí cuando todos los obispos se hayan reunido. Ahí veremos.

Para él, el Concilio era en primer lugar un encuentro en la oración con Dios, con María, como los apóstoles en el cenáculo, en la víspera de Pentecostés. Siendo un encuentro con el Espíritu Santo, el Concilio era también un encuentro de los obispos entre ellos y de todos los obispos con el Obispo de Roma, y además un encuentro con los hermanos separados invitados como observadores, que llegaron de todas partes, incluso de Moscú; era un encuentro por último con el mundo entero mediante los proyectores de la prensa, la radio y la televisión dirigidos de todos los rincones del mundo a la Basílica de San Pedro.

Para Juan XXIII, el Concilio debía ser también una contribución a la paz entre los hombres y entre los pueblos, entre las religiones y las clases sociales, entre las culturas y los sistemas de pensamiento. Este mismo hombre decía un día junto a la recopilación de sus escritos y sus discursos reunidos en volúmenes en su biblioteca: “¿Sabéis lo que siento ante estos volúmenes?” Vacila un momento y luego dice con toda sencillez: “Me siento sincero”.

Así acogió a los protestantes y a los ortodoxos en el Concilio:

Procurad leer en mi corazón. Ahí tal vez encontraréis mucho más que en mis palabras… He tenido numerosos encuentros con cristianos de diversas denominaciones… No hemos parlamentado, sino hablado; no hemos discutido, sino que nos hemos amado.

Tenía sentido de las imágenes:

El Concilio —decía— al unir el gesto con la palabra, es la ventana abierta, o también es quitar el polvo y barrer la casa, ponerle flores y abrir la puerta diciendo a todos: “Venid y ved, aquí está la casa del Buen Dios”.

Católico

Así era Juan XXIII, hombre de unidad y de paz, un sacerdote de Jesucristo, vigorosa y sólidamente enraizado en la tradición, viviendo alegremente cada día como un don de Dios, y abierto por la esperanza a un mundo más fraternal y a una Iglesia más cercana a los hombres por ser más transparente para Dios.

Juan XXIII era todo lo contrario de un hombre del sistema, de derecha o de izquierda, y nadie puede atribuírselo por cuanto fue sumamente católico en el sentido amplio del término. Escuchémoslo hablar en la fiesta de Navidad, en la Basílica de San Pedro:

Nuestro corazón se llena de ternura al dirigiros nuestros votos paternales. Quisiéramos poder detenernos en la mesa de los pobres, en los talleres, en los lugares de estudio y de ciencia, junto al lecho de los enfermos y los ancianos, en todos los lugares donde hay hombres orando y sufriendo, trabajando para ellos y para los demás… Sí, desearíamos poner la mano sobre la cabeza de los pequeños, mirar a los ojos a los jóvenes, animar a los papás y mamás a realizar su tarea cotidiana. Quisiéramos repetir a todos las palabras del ángel: “Os anuncio una gran alegría: os ha nacido hoy un salvador”.

Con esas palabras tan sencillas, Juan, sucesor de Pedro, repetía al mundo la gran nueva feliz siempre joven: el Señor nos ama y somos llamados a amarlo, a amarnos. Y esa voz de la Iglesia a menudo sofocada por el ruido del mundo repercutió en nuestros oídos. Juan atravesó el muro del sonido. Su palabra despertó un eco y los hombres reconocieron su voz como un llamado dirigido a lo mejor de ellos mismos por alguien que los amaba como hermano. Y precisamente por eso todos lloraron por él como hijos por su propia madre.

UN GRAN CORAZÓN ABIERTO AL MUNDO

Al día siguiente de su muerte, la televisión francesa me pidió un testimonio para “Cinq colonnes à la une”, el 7 de junio de 1963. Monseñor Dell’Acqua, suplente de la Secretaría de Estado —fallecido posteriormente siendo Cardenal Vicario General de Roma—, me autorizó para utilizar las cartas recibidas durante la enfermedad del Papa. Lo siguiente es lo esencial.

Su Santidad, dos judíos de Francia rezan por usted.

Nunca fui tan feliz por tener un Papa que comprende la pobreza. Tenemos mucho más necesidad de un buen padre que de teólogos sabios a quienes no comprendemos mucho.

Querido buen Papa, es usted la bondad misma. Y la bondad, la verdadera, atrae y uno mismo desea ser bueno cuando está con un ser que es bueno. Que Dios lo proteja, lo sane, es mi deseo más entrañable. Sobre todo, le ruego, permita que lo sanen bien. Por primera vez en mi vida le escribo a un Papa, pero es porque usted es un buen Papa y nosotros lo queremos.

Santísimo Padre, soy una niñita de Francia, muy afligida porque usted está enfermo. Rezo todas las mañanas por usted, para que el Buen Dios lo conserve todavía en la tierra porque a usted lo necesitamos mucho. Seguiré ciertamente rezando por usted al Buen Dios, y le envío todo mi afecto de niñita respetuosa.

Ciudad del Vaticano, Señores, no soy una creyente, nunca voy a misa; sin embargo, el Papa Juan XXIII se ha ganado mi simpatía con su encíclica en favor de la paz. Le deseo de todo corazón un pronto restablecimiento y le presento mis respetos.

Mi esposa es observante y mis hijos también. Yo no he rezado desde que me casé en 1926; pero hoy día, créame, digo una oración por usted, por su restablecimiento, porque lo admiro. Espero que Dios me comprenda.

Aun cuando no creo en Dios, le envío mis deseos de buena salud y ruego todas las noches para que Él lo mantenga todavía cerca de nosotros. Usted es tan bueno, Su Santidad. Espero que al recibir esta carta se encuentre un poco mejor. Le ruego disculparme, Su Santidad, pero no puedo evitar llorar ni enviarle por este medio un gran beso. Mireille.

Santísimo Padre, me conmoví mucho al leer en el diario del Lejano Oriente que estaba enfermo. He rezado por usted todos los días. Me gustaría que viva hasta que yo sea grande para poder ir a verlo. Quiero tener un nombre de santa. Soy budista, de manera que no conozco mucho los nombres de santos para poder elegir. Usted puede elegirme un nombre de santa que le guste. Le agradezco mucho. Su hija que ruega a Dios para que su enfermedad disminuya.

De un musulmán del norte de África: Si usted ya no está presente, que aquellos que lo rodean sean iluminados por el Espíritu Santo de Dios para que su sucesor, designado por ellos, continúe en el camino luminoso seguido por usted. Amén.

El milagro de la bondad

Estos testimonios son elocuentes. Si tuviera que responder en pocas palabras al porqué de esta irradiación tan viva todavía de Juan XXIII, diría con su Secretario: “Porque fue un Papa con el corazón abierto a Dios, al mundo y a los hombres. Su originalidad es el milagro de la bondad, fuente de esperanza”.

Juan XXIII fue un hombre de esperanza, como destacó Juan Pablo II, su sucesor:

La nota dominante de esta acción suya en la Iglesia fue su optimismo… Llamado a las responsabilidades del gobierno supremo de la Iglesia cuando sólo faltaban tres años, o poco más, para cumplir los 80 de vida, fue un joven, de mente y de corazón, como por un prodigio de naturaleza. Sabía mirar al futuro con esperanza inquebrantable; esperaba para la Iglesia y para el mundo la floración de una era nueva (…) un nuevo Pentecostés; una nueva Pascua, esto es, un gran despertar, una reanudación de camino más animoso. [13]

Como escribía François Mauriac al día siguiente de su muerte, “Juan XXIII habrá sido el Papa de la esperanza, aquel mediante el cual la aceleración de la historia se convirtió en aceleración de la gracia”. [14]

“Obediencia y paz”, ese fue su lema.

Estas palabras sencillas —escribía él mismo en el Diario del alma desde 1925, cuando tenía cuarenta y cuatro años— son un poco mi historia y mi vida.

Su bondad fue sin duda alguna fruto de la gracia de Dios, que maduró en el curso de toda una vida sacerdotal vivida en la obediencia a la Iglesia y al mismo tiempo con fe en la bondad y la misericordia de Dios, cercano a todos los hombres que lo buscan. A través del Papa Juan el amor de Dios habló al mundo, y el mundo se conmovió profundamente.

El Padre Leiber, durante muchos años colaborador del Papa Pío XII, reveló que este gran Papa le hizo esta confidencia al comienzo de la enfermedad que le ocasionaría la muerte: la sensación de que con su muerte terminaría una época de la historia de la Iglesia. [15]

Y de hecho Juan Pablo II declaraba en Bérgamo el 26 de abril de 1981:

(El Papa Juan fue) un hombre de maravillosa sencillez y de humildad evangélica, que en el curso de poco menos de cinco años de su ministerio pastoral en la Cátedra de Pedro dio comienzo casi a una nueva época de la Iglesia. Anciano ya de ochenta años, manifestó la juventud de la Esposa de Cristo, juventud que no conoce ocaso. Un hombre enamorado de la tradición dio comienzo a una nueva vida en la Iglesia y en la cristiandad. [16]

Este legado del buen Papa Juan XXIII, hombre de unidad y de paz, [17] es confiado a nosotros. Y a nosotros corresponde hacer fructificar su testimonio. Es el camino universal de la santidad abierto para todos, desafiando la historia. Sigámoslo con la alegría del amor compartido. La memoria es la esperanza del futuro. Y la esperanza es la fe en el amor. “El porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar”. [18] El porvenir está en nuestras manos y nosotros estamos en manos de Dios.


Notas:

[1] JUAN XXIII, Journal de l’âme, Cerf, 1964.
[2] Osservatore Romano, 29-30 de octubre de 1973.
[3] Ver R. P. CARRÉ, L’humilité de Jean XXIII, en Foi vivante, No. 9, p. 173, octubre-diciembre de 1961.
[4] Ver Paul POUPARD, Le Concile Vatican II, col. “Que sais-je?”, PUF, 19972, “L’initiative du pape Jean XXIII”, p. 3-5 y 115-117.
[5] Le Figaro, 8 de junio de 1963.
[6] Citado por J. D’HOSPITAL, Le Pape du Concile, en Le Monde, 5 de junio de 1963.
[7] Prefacio de “Juan XXIII” de Michel DE KERDREUX, Beauchesne, 1970, p. 7.
[8] Ver la conferencia de monseñor Loris CAPOVILLA en el seminario de Bérgamo, en agosto de 1963, según las notas de un auditor, en La settimana del Clero, No. 20, 3 de junio de 1973.
[9] JUAN XXIII, Pacem in terris,Nº 158.
[10] Ver DANIEL-ROPS, Trois images du Saint-Père, La Croix, 17 de abril de 1963.
[11] Ver J. GRITTI, Jean XXIII dans l’opinion publique, Centurion, 1967.
[12] Georges HOURDIN, en L’Express, 20 de junio de 1961.
[13] JUAN Pablo II, Audiencia general, 25 de noviembre de 1981.
[14] François MAURIAC, en Figaro Littéraire, París, 8 de junio de 1963, p. 20.
[15] Cardenal KÖNIG, Conmemoración de Juan XXIII veinte años después de su muerte, el 8 de octubre de 1983, Sala del Sínodo de los Obispos en el Vaticano.
[16] JUAN PABLO II, Homilía en Bérgamo, 26 de abril de 1981, en Documentation Catholique, t. LXXVIII, pp. 467-470.
[17] Ver Cardenal Paul POUPARD, Un pape pour quoi faire? IIème partie, ch. II: “Jean XXIII, Pape de transition”, París, Ed. Mazarine, 1980, pp. 203-230.
[18] Gaudium et spes, No. 31.

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