En el siglo XVI y frente a la creciente persecución citadina de la mendicidad, el teólogo Domingo de Soto argumenta a favor de la limosna y la tradicional concepción de la caridad cristiana. Su admonición resulta de suma actualidad para refutar los argumentos que se utilizan hoy contra la beneficencia.
Foto de portada: “Angels Unaware” (Ángeles sin saberlo) por Timothy Schmalz. Instalada en la plaza de San Pedro en septiembre de 2019, para la 105 Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado.
Humanitas 2024, CVII, págs. 52 - 63
A lo largo del siglo XVI se desencadenó el llamado ‘gran debate sobre los pobres’, que enfrentará a unos y otros en torno al problema de la limosna y la caridad cristiana. Según parece, la mendicidad aumentó drásticamente en la mayor parte de las ciudades europeas de aquel entonces, y en algunas de las ciudades más prósperas no había brazos suficientes para trabajar, mientras una multitud se dedicaba a pedir limosnas. La persecución contra los mendigos provino de las autoridades y corporaciones municipales que representaban los intereses nacientes de una burguesía urbana interesada en el orden público, la higiene y el trabajo. Había que distinguir primeramente entre los mendigos propios y los mendigos ajenos: la mendicidad –igual que la inmigración contemporánea– se desplazaba de ciudad en ciudad y fluía hacia aquellas que eran más prósperas, donde había mejores oportunidades de obtener limosna, de manera que grandes ciudades se atestaban de mendigos extranjeros, los primeros en ser expulsados por las autoridades municipales. ¿Qué derecho tenían a pedir limosna en una ciudad aquellos que provenían de otra?
Todo esto sucedía en un contexto en que el derecho de ciudadanía se definía por la ciudad de pertenencia, no todavía por la nación. Según Geremek[1], los desplazamientos databan de la Edad Media porque existía la costumbre de que un rey itinerante ofreciera grandes donaciones y, por consiguiente, había que seguirlo, o que en determinadas fechas del calendario litúrgico se repartieran limosnas en gran escala, de modo que los pobres se desplazaban de un lugar a otro en fechas señaladas, sin contar con la muerte de un notable, que era también una ocasión propicia para recibir ayuda. En aquella época la exigencia de la limosna pesaba gravemente sobre el rey, la Iglesia misma (en particular los monasterios) y los ricos, de modo que la distribución de misericordia estaba fuertemente concentrada en personajes y lugares. Los pobres iban de un lugar a otro y se confundían a veces con los peregrinos, otra figura de la itinerancia y de la mendicidad que también fue severamente limitada en el albor de la época moderna (por ejemplo, los peregrinos comenzaron a viajar con un pasaporte emitido por su parroquia que los acreditaba como tales, para que no fueran confundidos ni con mendigos ni con criminales). Un artículo concerniente a los peregrinos de Santiago de Compostela, ejemplifica Domingo de Soto, ordenaba que estos no se detuvieran ni apartasen del camino y se les obligaba a “caminar por senderos como ganado”[2], a pesar de que la mayor parte de ellos atravesaba el país por celo religioso.
La diferencia más importante para desmentir la caridad se hará entre los verdaderos y los falsos mendigos, los que podían y los que no podían sustentarse por sí mismos, una diferencia nimia e irrelevante para la doctrina cristiana de la caridad, donde solamente interesa dar a quien ostensiblemente no puede retribuir.
La diferencia más importante para desmentir la caridad –aparte de la residencia y tal como sucede hasta el día de hoy– se hará entre los verdaderos y los falsos mendigos, los que podían y los que no podían sustentarse por sí mismos, una diferencia nimia e irrelevante para la doctrina cristiana de la caridad, donde solamente interesa dar a quien ostensiblemente no puede retribuir. Respecto de los verdaderos mendigos, aquellos que no podían trabajar debido a alguna incapacidad evidente, se propusieron asilos u hospitales, originalmente lugares de confinamiento y cuidado (sobre todo cuando eran atendidos por órdenes religiosas) sin propósitos curativos, sino justamente hospitalarios. Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul formaron parte de este movimiento de organización de la caridad que se nutría indirectamente de la persecución citadina de la mendicidad. Todavía San Vicente insistía en que los cuidados y la atención hospitalaria eran de naturaleza eminentemente espiritual, sobre todo ayudar a los menesterosos a tener una buena muerte (como Teresa de Calcuta todavía en nuestros días), pero en el intertanto el cuidado corporal y su verdadero sentido originario, la rehabilitación para el trabajo, comenzaron a adquirir la importancia que conducirá a la formación del hospital y la salud pública modernas.
Los reformadores protestantes se pusieron rápidamente del lado de la ciudad. Lutero detestaba la haraganería de los mendigos y la ociosidad de los monjes; pero también fueron reformadores católicos como Erasmo o Vives quienes apoyaron las leyes de persecución de la mendicidad y la asistencia social a los verdaderos pobres, generalmente en nombre de una revalorización del trabajo como fuente de dignidad religiosa y humana que terminará imponiéndose en el mundo moderno.
El punto de vista tradicional lo expondrá Domingo de Soto (1494-1560), teólogo dominico del siglo XVI que escribe cuando arreciaba la legislación contra los pobres. Los pobres tienen derecho a pedir limosna donde quieran y los cristianos no pueden perder la oportunidad de ejercer la caridad con el prójimo.
“When I was a stranger” (Cuando fui forastero) por Timothy Schmalz. Basílica de San Lorenzo, Roma.
El punto de vista tradicional lo expondrá Domingo de Soto (1494-1560), teólogo dominico del siglo XVI que escribe cuando arreciaba la legislación contra los pobres.[3] Los pobres tienen derecho a pedir limosna donde quieran y los cristianos no pueden perder la oportunidad de ejercer la caridad con el prójimo. De Soto sabía bien de la existencia de falsos pobres que simulaban una incapacidad (tal como hoy día se hacen trampas en las fichas de calificación social), pero le parecían un despropósito los decretos de diferentes ciudades que obligaban a examinar escrupulosamente a cada pobre de la ciudad para acreditar su condición verdadera. Vale la pena mencionar uno a uno sus principales argumentos contra esta examinación. La mendicidad estuvo siempre asociada a personas enfermas (tullidos y ciegos), pero muchas otras causas pueden inhabilitar a una persona para trabajar adecuadamente; por de pronto, la edad o el cuidado de la familia o la incapacidad profesional que afectaba sobre todo a los llamados pobres vergonzosos, nobles o gente de buen pasar que se había arruinado por alguna causa. Es fácil equivocarse al juzgar la invalidez por la apariencia y la evidencia corporal, y mejor equivocarse con algunos que excluir a todos, dice De Soto. “Sería más dañino y cruel excluir a cuatro personas realmente pobres para excluir a veinte personas que simulan ser pobres, que permitir que haya veinte simuladores para no causar injusticia a cuatro personas realmente pobres”[4]. Por lo demás, los pobres no tienen por lo común una defensa adecuada ante cualquier acusación, carecen de abogados y recursos judiciales para apelar las sentencias que pesan en su contra y quedan usualmente en la indefensión y el desamparo de un veredicto que puede costarles la libertad y la vida.
De Soto sabía bien de la existencia de falsos pobres que simulaban una incapacidad, pero le parecían un despropósito los decretos de diferentes ciudades que obligaban a examinar escrupulosamente a cada pobre de la ciudad para acreditar su condición verdadera.
Y respecto de los falsos mendigos y los que hacen trampas, dice De Soto,
muéstrenme cuántos miembros de corporaciones, artesanos, oficiales públicos que viven del derecho hay que no se hayan apropiado de bienes mucho mayores que todas las limosnas repartidas indebidamente. O también, muéstrenme a alguien que haya perdido algún bien de consideración en manos de un falso mendigo. […] La miseria y las desgracias de los pobres deberían justificar, tanto como el poder de los ricos, que ante la situación de unos se haga caso omiso de la de los demás.[5]
Todavía, alega De Soto, no se somete a examen para conferir a alguien un cargo público o para recibir un beneficio eclesiástico, pero para “autorizar a un hombre a pedir cuatro monedas en nombre de Dios”[6] se lo mira de arriba abajo. Es cierto que muchos pobres han caído en la pobreza por su debilidad y sus vicios (uno de los principales argumentos en contra es la mendicidad y la haraganería, a la vez consecuencia y nido de una vida viciosa), pero también existen “muchos hombres a quienes los ricos han hecho pobres”[7], dice De Soto, aunque no abunda sobre las causas de esta pobreza. Aunque acepta de buen grado (en realidad de la boca para afuera) que se pueda examinar la condición de pobreza de los mendicantes, le parece que “poner tantos ojos y personas para velar por los pobres, sin otra ocupación que escudriñarlos y acusarlos, no parece provenir del amor y de la misericordia hacia los verdaderamente pobres, sino de un cierto odio o cansancio hacia todo lo miserable”[8].
De Soto defiende la calidad moral del pobre que había sido objeto de duros reproches por los reformadores, no solo por haragán, sino por vicioso e impío. ¿Alguien ha visto alguna vez un mendigo entrando a una Iglesia? Se decía, ¿acaso no mal utilizan el dinero recaudado en la prostitución y en el alcohol? De Soto alega que si en ocasiones los mendigos deben engañar extremando o simulando su discapacidad es porque la gente es dura de corazón y demora en compadecerse. La degradación moral de la pobreza iba de la mano de su desvalorización religiosa, la que confería al pobre la posesión de la gracia que le otorga el evangelio (en la escena del pobre Lázaro que recibe las migajas de la mesa del rico y es compensado con la vida eterna en Lucas 16:19-31). El mendigo paga su limosna con una bendición (“que Dios se lo pague”) o con una oración (tal como hacen los monjes que oran por la salvación del mundo). La convicción católica de que Dios escucha a los pobres de una manera preferencial y se coloca de su lado, es decir paga sus deudas y recompensa a quienes los asisten, fue el fundamento de la limosna y de los actos de caridad cristianas. Lo que se arriesgaba con la persecución de la mendicidad era la motivación religiosa de la limosna, la exaltación del pordiosero (la gran figura arcaica de la gracia) y la acreditación de la fe en la caridad (y no en el trabajo) que ha constituido la esencia del catolicismo.
La convicción católica de que Dios escucha a los pobres de una manera preferencial y se coloca de su lado, […] fue el fundamento de la limosna y de los actos de caridad cristianas. Lo que se arriesgaba con la persecución de la mendicidad era la motivación religiosa de la limosna, la exaltación del pordiosero (la gran figura arcaica de la gracia) y la acreditación de la fe en la caridad (y no en el trabajo) que ha constituido la esencia del catolicismo.
De Soto no solo exculpa al falso mendigo, sino que defiende sobre todo al mendigo extranjero, aquel que se desplazaba hacia ciudades aledañas para pedir limosna. “Cada uno tiene libertad de andar por donde quisiere con tal que no sea enemigo ni haga mal”[9], dice en su Deliberación sobre la causa de los pobres. Veamos ahora sus argumentos para hacer esta defensa, cuya actualidad es patente. El derecho a emigrar debe reconocerse ampliamente, sobre todo en suelo cristiano, y es tanto mayor cuanto en la ciudad de origen no exista la obligación (o la capacidad, diríamos hoy en día) de mantener satisfactoriamente a sus pobres, como era el caso de las ciudades de menor riqueza y desarrollo. Además, “nunca una tierra se ha empobrecido por la abundancia de extranjeros pobres”[10], dice De Soto, en un símil del argumento que ofrecía para dar incluso a un falso mendigo: ¿quién se ha empobrecido por dar algunas monedas a quien no correspondía? Todavía existen otras razones para afirmar el derecho de emigración de los pobres: existen ciudades (hoy diríamos países) más generosas que otras, y resulta natural que los pobres se muevan hacia los lugares donde abunda la misericordia. Y, por último, ofrece una razón doctrinal: dar limosna a un extranjero vale más que hacerlo con un connatural porque la virtud de la hospitalidad prevalece por encima de la limosna en mérito religioso; dar a un pobre y más encima extranjero tal como se reporta en la parábola del Buen Samaritano constituye doble mérito en la contabilidad del Juicio final. El argumento definitivo de Domingo de Soto, sin embargo, es que las leyes de pobres sobre las cuales se construirá la asistencia social estaban basadas en el odio y en el desprecio del pobre. ¿Qué otra cosa se puede pensar de leyes que prescriben que los pobres “no pueden pedir limosna sin ser examinados, sin haber sido autorizados, sin confesarse y solamente en su propio país, y sin ir de puerta en puerta”, sino que tales leyes deben “atribuirse más al odio de esta condición que a la caridad y misericordia que se debe al pobre vergonzoso”[11]?
“Homeless Jesus” (Jesús sin hogar) por Timothy Schmalz. Piazza Sant'Egidio, Roma.
El deber de caridad se restringe severamente a través del ensalzamiento del trabajo como fundamento de la dignidad humana. De Soto se resiste a circunscribir la limosna solo a los menesterosos que puedan probar incapacidad y residencia y menos aún a aquellos que den pruebas de calificación religiosa. También combate la internación que los arrebata de la luz pública y aleja a los pobres del contacto visible y próximo con los ricos.
Además de las restricciones que se imponían a la mendicidad (acreditación, autorización y residencia), prevalecía el principio de la gracia sacramental postridentino: solamente la gracia obtenida a través del sacramento de la confesión permitía calificar religiosamente al mendigo, pero no la pobreza por sí misma, a pesar de que “es un artículo de la fe cristiana que esta condición escogida por Jesucristo es la mejor de todas”[12] y que entre todos los pecados se escogió uno solo que fuera irredimible: no haber cubierto al desnudo o visitado al enfermo y prisionero. La última restricción era el fundamento de la asistencia social moderna: encargar a instituciones religiosas o laicales la administración de la pobreza y sustraer al menesteroso de la vida pública, es decir, evitar que se pudiera pedir de puerta en puerta. Pero la asistencia social nace del odio al pobre, presta una ayuda mínima y a regañadientes (solo mientras repara sus fuerzas para irse a trabajar, o lo indispensable para mantenerlo vivo y evitar que cause males a la ciudad), mientras que el deber evangélico de la limosna se realiza en el amor misericordioso. La caridad de la limosna es mejor que la asistencia social porque está inspirada en el aprecio y no en el menosprecio del menesteroso. El deber de caridad se restringe severamente a través del ensalzamiento del trabajo como fundamento de la dignidad humana. De Soto se resiste a circunscribir la limosna solo a los menesterosos que puedan probar incapacidad y residencia y menos aún a aquellos que den pruebas de calificación religiosa. También combate la internación que los arrebata de la luz pública y aleja a los pobres del contacto visible y próximo con los ricos.
“When I was hungry & thirsty” (Cuando tuve hambre y sed) por Timothy Schmalz. Hospital di Santo Spirito, Roma.
Pero todavía entonces la asistencia social es caridad o beneficencia y no un deber de justicia que, después del trabajo, será la segunda vía para desvalorizar la caridad. De Soto no elude este problema y sostiene el punto de vista cristiano tradicional en este punto. La comunidad universal de los bienes constituye un ideal que se perdió con el pecado original que hizo necesaria la propiedad, puesto que los hombres no cooperan con igual mérito y ahínco en el bien común. Mejor que cada cual disponga de lo suyo y de esta manera pondrá el empeño necesario para obtenerlo. La propiedad reconoce, sin embargo, dos limitaciones que le impone ya no la caridad (la disposición enteramente libre de dar generosamente lo de cada cual), sino la justicia (la obligación de compensar a otro por aquello que merece y es suyo). El deber de justicia aparece en los casos de extrema necesidad, todos estamos obligados a socorrer al que desfallece de hambre debido simplemente a nuestra común humanidad. Algo más olvidado, sin embargo, es que el deber de justicia sobreviene también respecto de los bienes superf luos, bajo el presupuesto de que a nadie le pertenece lo que no necesita. “Dale de comer al que se está muriendo de hambre, porque si no lo ayudas, lo matas”,[13] dice la doctrina tradicional, pero también santo Tomás añade que “quienes tienen más de lo necesario para su estado, también están obligados, bajo pena de pecado mortal, a dar limosna”[14]. Los bienes superfluos, aquello que sobra, están destinados al bien común. Dice De Soto: “Los bienes de los que recibieron limosna no pertenecen a los ricos tanto como ellos creen, y estas limosnas se deben a los pobres más de lo que ellos creen”[15]. De hecho, en la doctrina tradicional dar los sobrantes no es un acto de caridad, sino un deber de justicia. Como dice el Padre Hurtado, se debe dar hasta que duela, es decir, aun aquello que se necesita, para acreditar propiamente un acto de misericordia.
¿Qué significa extrema necesidad o qué significa tener más de lo necesario? De Soto se ríe de los teólogos que tratan de suavizar las cosas, sea adelgazando la necesidad de los pobres (solamente en el caso de aquellos que desfallecen de hambre) o engordando las necesidades de los ricos (de manera que casi no hay nada superf luo en sus posesiones), pero se escurre alegando que no pretende escribir un tratado universitario, sino simplemente una carta al rey Felipe para convencerlo de no adoptar las leyes de internación de pobres y prohibición de la mendicidad en las ciudades españolas como ya se había hecho por doquier en otras partes de su reino.
Dios ha distribuido injustamente los bienes justamente para que haya misericordia, dice De Soto, cuyo afán no es naturalizar la injusticia social, sino colocarla en el plan divino de la caridad, aquella que reconoce ampliamente la necesidad en la pobreza y lo superfluo en la riqueza.
La argumentación de De Soto tiene una oscura resonancia derridiana, la asistencia social moderna está fundada en el odio, más que en el pretendido amor al pobre. La internación, el empadronamiento y el examen, la persecución al pobre extranjero, todo esto a cambio de una asistencia mísera cuya única finalidad es la normalización social, no se compara con el gesto misericordioso de la limosna que deja las cosas tal cual, pero no engaña a nadie. No obliga a ninguna rehabilitación moral y conserva la calidad religiosa del pobre como intermediario de la gracia. Dios ha distribuido injustamente los bienes precisamente para que haya misericordia, dice De Soto, cuyo afán no es naturalizar la injusticia social, sino colocarla en el plan divino de la caridad, aquella que reconoce ampliamente la necesidad en la pobreza y lo superfluo en la riqueza, y que bien practicada pudo haber resuelto bastante la distribución desigual de la riqueza.
De suma actualidad resulta la admonición de De Soto contra los mil y un trucos que se emplean para no entregar una limosna. Todavía resuena hoy en día que se trata de personas haraganas que pueden perfectamente trabajar y, peor aún, que se trata de extranjeros.
De suma actualidad resulta la admonición de De Soto –y de todos los predicadores tradicionales– contra los mil y un trucos que se emplean para no entregar una limosna. Todavía resuena hoy en día que se trata de personas haraganas que pueden perfectamente trabajar y, peor aún, que se trata de extranjeros.