De acuerdo con la tradición católica, la salvación depende de la fe y las obras. En un acto grave y admitido voluntariamente, el hombre pone en riesgo su porvenir. Por consiguiente, es necesario que la ley moral descienda hasta el detalle del obrar humano para iluminar la conciencia. Una vez más, no sustituye su juicio práctico; le proporciona una información indispensable sin la cual la conciencia podría equivocarse.

Así como los magos se dejaban conducir por una estrella en el camino a Belén (Mt 2, 9), el hombre necesita guía durante su peregrinaje en la tierra (Hch 11, 13). Estrella interior, chispa del alma, santuario interior donde Dios hace escuchar su voz: la tradición cristiana ha multiplicado las imágenes para caracterizar la conciencia. Es ésta, ciertamente, la que permite al hombre conducirse, procurándole el conocimiento del bien y el mal: mediante su conciencia, adquiere la capacidad de juzgar el valor moral de las acciones.

El católico dispone de un texto de referencia con la constitución conciliar Gaudium et Spes:

En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente (ver Rm 2, 14-16). La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla [1]. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo (ver Mt 22, 37-40; Ga 5, 14). La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado (GS 16).

Este texto del último Concilio es admirable por el hecho de decirlo todo –o casi todo- en sólo algunas palabras. Ley divina que resuena en lo más profundo de cada hombre y lo interpela a modo de voz amistosa; santuario interior —y por tanto inviolable— ¡donde la criatura celebra un culto «en espíritu y verdad!»; categorías del conocimiento moral basadas en el esmero personal por hacer el bien y evitar el mal; solidaridad de los cristianos con quienes no comparten su fe, y de manera más general, de todos los hombres entre ellos, ya que tienen acceso a un mismo conocimiento moral: ¡todos los aspectos de la doctrina cristiana de la conciencia moral se encuentran aquí magistralmente resumidos en veinte líneas! Y sin embargo la Iglesia no es explícitamente mencionada. (...) ¿No existiría entonces vínculo directo alguno entre ella y la conciencia personal?

Me propongo mostrar, por el contrario, que para llevar debidamente a cabo su misión de guía y discernimiento, la conciencia necesita abrirse a la voz del Otro. El Otro designado, en primer lugar, el Maestro, el Soberano Bien, el Dios de Amor. Designa también al hermano cuya palabra puede representar una explicitación cercana a este bien que busca la conciencia. Es a partir de estos dos conceptos que la Iglesia desempeña el rol de abogado en el interior de la conciencia.

I. Todo el mundo habla de esto

Comencemos observando que la conciencia ha llegado a ser, al igual que la libertad, uno de los conceptos importantes de la modernidad, situándose así en un lugar estratégico en el cual se cruzan la exaltación, cuando la comparamos con un instinto divino (ver Rousseau, Émile), y la impugnación, cuando hacemos de ésta una roca de bronce contra la cual tropiezan todas las prescripciones humanas. La conciencia se ha convertido en la señal misma de la subjetividad, con todo cuanto esto supone de libertad y creatividad.

La conciencia puede también marcar el triunfo de esta misma subjetividad. Cuando un interlocutor nos asesta: «Tengo mi conciencia para mí», el debate termina de inmediato. Es imposible objetar semejante argumento, y sería sumamente inadecuado de parte nuestra, una especie de intolerancia, empecinarnos en contradecirlo. Quien procede en conciencia no puede sino «obrar bien», aun cuando no haga el bien…

Esta estimación tan grande de la conciencia provendría de la Ilustración. Ciertamente, la tradición cristiana siempre ha hablado de la conciencia; pero en el momento en que la sociedad en vías de secularización se disponía a despedirse de su Dios, optó por conservar algo del divino «encanto» de los tiempos antiguos. Fue la conciencia, como última huella del paso de la trascendencia entre los hombres.

Comprendemos entonces las dificultades del momento. Tanto la moral cristiana como la ética secular hablan de la conciencia. Ambas tienen una concepción sumamente elevada de la misma y afirman al unísono que representa la última instancia del juicio moral. Con todo, las éticas seculares de nuestra época, combinando subjetividad y «creacionismo», desembocan en lo que podríamos llamar una concepción «cerrada» de la conciencia, que constituye así una roca de bronce contra la cual tropiezan, sin lograr alterarla, la ley moral objetiva, las convicciones del grupo y la simple palabra del prójimo [2]. (...) Con este enfoque subjetivista, la representación del bien y el mal adoptada por el sujeto hace para él las veces de norma suprema.

La interpretación cristiana se inspira, en cambio, en una visión «abierta». Ciertamente, la ley divina siempre inspira el juicio del sujeto en forma individual y personalizada; pero el prójimo en general y la Iglesia en particular, también ellos penetrados por esta misma ley, aportan a este juicio una información inédita y necesaria que le otorga más claridad y certeza.(...) La Iglesia y su Magisterio no se sitúan por encima de la conciencia personal, sino al servicio de la misma. Ésta correría grandes riesgos si no se dejase formar por una palabra que, aun cuando no sea más elevada, le resulta con todo, a modo de pedagogía, indispensable.

Existen así dos vías de información para la conciencia: una directa e interior, la otra mediatizada por la palabra del «otro», ya sea el prójimo, la sociedad o la Iglesia. Esta especie de derecho de entrada de la palabra del otro se apoya en lo que podríamos llamar «principios fundadores» tales como se desprenden del corpus paulino. Considero únicamente tres en estas líneas.

La conciencia moral es universal.

La conciencia existe en todos los hombres, sin excepción, también en quienes no conocen a Dios (Rm 2, 14-15). Por consiguiente, debe desempeñar un rol de comunión entre ellos.

La conciencia es un testigo incorruptible.

Cuando la conciencia debe pronunciar un juicio moral sobre las acciones, dispone de una doble información. Debe escuchar ante todo lo que la ley divina le dice ser el bien. Esta primera información es de orden teologal: Dios mismo habla a lo más íntimo de cada hombre.

La segunda información viene de la vida fraterna. El hermano, en realidad, no es excluido de la conciencia personal: está presente como una voz que da testimonio o lo solicita. (...) La ley divina puede así no prohibir determinada práctica: la persona se abstendrá sin embargo de entregarse a la misma si corre riesgo de escandalizar a quien es más débil que ella. San Pablo da el ejemplo de los idólatras (ver 1 Co 10, 28-29). Se trata de unos cristianos recientemente convertidos, que no se atreven a comer carne consagrada al culto de los ídolos. Se equivocan ciertamente, y el bautizado que probase esa carne delante de ellos tendría razón objetivamente, pero los impresionaría. ¿Es necesario ese escándalo? En la exégesis propuesta, Pablo alude a la delicadeza del corazón y a la caridad («Todo es lícito, mas no todo es conveniente», 1 Co 10, 23). En la elección llevada a cabo por la conciencia personal, cada uno de nosotros debe considerar su repercusión en la conciencia de los demás: «No deis motivo de escándalo a nadie» (1 Co 10, 32).

La conciencia debe ser educada.

No debería deducirse de los principios anteriores que la conciencia es un dato inmutable y adquirido de una vez y para siempre. Ella sigue las inflexiones de la personalidad y experimenta los vaivenes de la evolución psíquica: (...) la conciencia es también un dato existencial y por tanto variable. En cierto modo, podríamos decir que hay tantas conciencias como personas. En esta prodigiosa variedad, el Nuevo Testamento distingue tres tipos de conciencias: buena (o pura), mala (o manchada) y débil.

Toda la dificultad reside en lo siguiente: la conciencia necesita ser educada, ya que es vulnerable a la fragilidad del sujeto y su inclinación al mal, y no puede ser educada sino por la palabra del Otro; pero es un santuario y por tanto, por este motivo, se pone a cubierto de las intervenciones intempestivas de los demás. Educar, sí, pero en un santuario.

II. El santuario de la conciencia

Es sumamente interesante el hecho de que la conciencia se presente como un santuario, como en el magnífico texto de Pío XII. Al respecto, yo destacaría tres aspectos.

a) El santuario debe permanecer inviolable, protegido contra toda intervención exterior intempestiva.

Las amenazas a la libertad de conciencia sin duda han cambiado, tanto en la forma como en el contenido, a través de los siglos. ¿Podemos creer entonces que han desaparecido en nuestros días? Al respecto, nos advertía Newman, ese gran doctor de la conciencia [3]:

En la época de los romanos y en la Edad Media, se combatía la autoridad de la conciencia mediante las armas. En la actualidad, se recurre a la inteligencia para socavar las bases de esta autoridad que la espada fue incapaz de destruir. Se enseña que la voz de la conciencia es una deformación de lo primitivo desprovisto de cultura; que es producto de la imaginación; que refuerza el sentimiento de culpabilidad, sentimiento perfectamente irracional. ¿Cómo estar dotados de libre arbitrio -nos dicen-, cómo asumir la responsabilidad de nuestros actos en este conjunto infinito y eterno de causas que nos determinan? ¿Qué sanción de nuestros actos deberíamos temer, puesto que jamás elegimos entre el bien y el mal [4]?

b) Quisiera insistir en otra ventaja de semejante presentación de la conciencia como santuario. En el encuentro de Jesús con la samaritana, junto al pozo de Jacob, Jesús invita a los adoradores de Dios a celebrar, ya no en Jerusalén ni en cualquier otro templo, sino «en espíritu y verdad» (Jn 4, 24). Esas palabras anunciaban un culto nuevo en el cual ya no había sino un sumo sacerdote, Cristo, una sola víctima, Cristo, un solo altar, también Cristo, un solo sacrificio por último, llevado a cabo hasta la consumación de los siglos, el ofrecido por Cristo (ver Hch 5-10). En la medida en que se compara la conciencia con un santuario, se puede admitir también que en ella se celebre un culto: éste no puede sino ser el culto «en espíritu y verdad» del cual hablaba Jesús a la samaritana.

c) La conciencia sólo lleva a cabo su rol de juez de las acciones y guía de la vida moral si se vincula con esta vida [5]. El gusto por la verdad representa así el clima o espíritu que le es absolutamente necesario. Sin este culto, la conciencia sería un santuario vacío. Se desprenden dos consecuencias de la obligación de la conciencia de celebrar en verdad:

En primer lugar, la conciencia no crea la verdad. La busca, la escucha cuando ella le habla con voz amiga y la respeta cuando, en forma de ley, le indica las condiciones del bien.

Veritatis Splendor denunciaba una concepción «creativista» de la conciencia:

La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales (VS 40; ver 56).

(…) Las tendencias culturales (…), que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio (VS 54).

En segundo lugar, la conciencia sólo sigue siendo un santuario si cree que existe una verdad –o un orden de verdades– superior a ella hasta el punto de constituir una manifestación divina y que es preciso buscarla al mismo tiempo en la interioridad (Dios habla al corazón) y en la exterioridad (Dios también habla a los demás, encargados de informarme sobre la verdad). Por consiguiente, es imposible para la conciencia estimar que la búsqueda interior la exime de una búsqueda exterior. El enfoque interior y el enfoque exterior se completan y corrigen eventualmente uno a otro.

La imagen del santuario alcanza aquí sus límites: la conciencia, encargada de buscar la verdad e interpretar la ley divina, no opera como oráculo, como sucedía en los templos antiguos. No es infalible, ya que puede traicionar de distintas formas al culto «en espíritu y verdad»: mentira, subjetivismo, indiferencia, desesperanza en cuanto a la verdad…

En un artículo que gozó de cierta repercusión, evocando el famoso brindis de Newman por su conciencia, el Cardenal Joseph Ratzinger recordaba que en la actualidad se oponían dos concepciones de la moral católica. De acuerdo con la primera, llamada precisamente «moral de la conciencia», la conciencia sería el escudo de la libertad ante las limitaciones a la existencia impuestas por la autoridad; de acuerdo con la segunda concepción, llamada «moral de la autoridad» y a menudo calificada de preconciliar, correspondería a la autoridad regular la vida de los fieles hasta en sus aspectos más íntimos.

La primera concepción define la conciencia como infalible. «Ella siempre tiene razón» y no se le podría imponer verdad moral alguna. «No existirían puertas ni ventanas que pudiesen comunicar al individuo con el mundo circundante y la comunión entre los hombres».

En realidad, con esta concepción la verdad resulta ser un peso tan grande de llevar que el hecho de no conocerla constituiría una gracia. La verdad no liberaría, y por el contrario sería preciso liberarse de ella. Encerrada en la concha de la subjetividad, la conciencia errónea protegería al hombre de las penosas exigencias de la verdad.

De acuerdo con este punto de vista, no cabría duda alguna, por ejemplo, de que si Hitler y sus cómplices estaban profundamente convencidos de la justicia de su causa, habrían tenido razón al obedecer a su conciencia cuando ésta no formulaba objeciones a las atrocidades cometidas [6].

Todo santuario verdadero está habitado por una presencia divina. Dios habla en el santuario de la conciencia. El Dios de Amor se expresa allí directamente en forma de ley. Sus mandamientos establecen las condiciones primeras del amor. Así, por ejemplo, no se ama al prójimo si se atenta contra su vida, sus bienes o su fidelidad: también los mandamientos de Dios prohíben el asesinato, el robo o el adulterio. Esto no impide que la ley divina siga siendo una ley, con lo que este concepto implica en materia de obligación y sumisión [7].

La obediencia se encuentra precisamente en el centro de la conciencia; no me refiero sólo a aquella que el propio sujeto le debe, que es con todo muy real, sino a aquella a la cual ella misma está sujeta para poder ejercer su ministerio de juicio. La ley divina que resuena en el santuario de la conciencia constituye para ella la referencia en función de la cual juzgará el valor moral de los actos humanos.

III. Los intérpretes de la voz divina

La voz de Dios, al expresarse mediante una ley, resuena directamente en el santuario de la conciencia, si al menos un culto en verdad se le rinde, pero ésta necesita un complemento exterior. A causa de su debilidad propia y las secuelas del pecado, es indispensable para ella estar escuchando la palabra de los demás.

Nunca estará de más repetir que antes de ser responsables ante nuestra conciencia, somos responsables de nuestra conciencia, de su salud y de la seguridad de su juicio [8].¿Quién puede formar la conciencia? ¿Cómo se realiza esta formación? Varias personas o grupos concurren a la formación de la conciencia individual.

1) El «Consejero maravilloso»

El primer formador de la conciencia es el Espíritu Santo. Ciertamente, su inspiración es prioritariamente interior y personal: ilumina a todo hombre de buena voluntad dedicado a buscar la verdad y hacer el bien. Inspira también a toda la Iglesia y la hace capaz de iluminar, pero desde el exterior esta vez, el juicio de la conciencia personal. Así, el Espíritu Santo es el primer intérprete de la ley moral.

Newman comparaba la voz de la conciencia con la de un amigo. Así, en Callista, hace decir a su heroína:

Mi naturaleza experimenta por ella lo que se siente con respecto a una persona. Experimento satisfacción cuando le obedezco y pena cuando desobedezco, tal como si complaciera u ofendiera a un amigo reverenciado. (…) Un eco implica una voz, una voz supone una persona que habla, y a esa persona la amo o le temo.

2) La persona misma

Después del Espíritu Santo, el primer responsable de la formación de la conciencia es el sujeto mismo. Le corresponde efectivamente proporcionar a la conciencia toda la información que necesita para pronunciarse, vigilar su modo de funcionamiento, como en el examen de conciencia, paliar sus insuficiencias, y en los casos más graves someterla a una terapia adecuada [9].

Si bien el sujeto siempre necesita de los demás para iluminar su conciencia, nadie puede sustituirlo y juzgar en su lugar. En este sentido, cada uno de nosotros se encuentra solo frente a su conciencia.

3) Los formadores «antecedentes»

a) Los padres representan los primeros de estos «formadores antecedentes» y los más importantes. Junto al padre y la madre, cuya presencia es indispensable hasta el punto que se puede invocar un derecho natural del hijo a ser educado por ellos, se encuentran por distintas razones los demás miembros de la familia, como los abuelos y los hermanos mayores [10]. La Escritura insistía en la importancia y la santidad de su tarea. Son los primeros testigos del bien y por consiguiente de Dios para los hijos.

b) Al menos en las sociedades occidentales, el niño es confiado a muy temprana edad a educadores. Sería ilusorio imaginar que la misión que se les asigna en la escuela se limita a la instrucción y la mera transmisión de un saber. Mediante su enseñanza y su comportamiento personal, los educadores contribuyen también a la formación de la conciencia individual.

c) Una tercera categoría de «formadores antecedentes» está constituida por el poder público. La tradición cristiana lo ha situado a menudo como prolongación de la familia. Es también lo que hace el Catecismo de la Iglesia Católica al colocar los derechos y obligaciones de la familia y la sociedad bajo el mismo mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre (§§ 2197 ss.):

El ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural (CIC, § 2235).

El ejercicio de la autoridad ha de manifestar una justa jerarquía de valores con el fin de facilitar el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad de todos (CIC, § 2236).

4) La Iglesia y la educación de la conciencia [11]

El hermano en la fe no tendrá derecho –ni más que otros– a penetrar en la conciencia de su prójimo sin haber recibido un mandato para eso. Este mandato se presenta en una triple forma: una forma general, con la corrección fraterna; una forma particular, con el acompañamiento espiritual, y una forma orgánica, con el Magisterio.

a) La corrección fraterna, que implica la justicia y la caridad, consiste en iluminar la conciencia del hermano indicándole las faltas cometidas y los medios para enmendarse.

La corrección fraterna sigue los grados mencionados en el Evangelio (Mt 18, 15-18).

Incluye dos dimensiones íntimamente ligadas: ayudar al prójimo en el reconocimiento de la falta cometida, mostrándole, por ejemplo, su gravedad y sus consecuencias; abrirle un camino de conversión por el perdón, que no lo eximirá de cumplir la pena merecida.

b) El acompañamiento espiritual es ejercido por un bautizado apto para el discernimiento moral y espiritual. Su origen debe buscarse en las primeras tentativas de la vida monástica. Durante siglos se confió esta tarea a un director de conciencia que generalmente era un sacerdote, y con frecuencia se asoció con la práctica del sacramento de la penitencia.

c) La cuestión del Magisterio está en el centro de numerosos debates en la Iglesia de esta época, y por consiguiente merece un análisis más a fondo.

5) El Magisterio y la conciencia personal [12]

a) Así como la palabra divina que constituye la conciencia personal adoptó la forma de una ley, la palabra de la Iglesia que enseña como magíster, maestra en verdad, reviste también la forma de una ley. Ésta nada agrega a la ley divina ni a la ley natural, contentándose con explicitarlas y actualizarlas.

Las leyes morales apuntan a dar nuevamente la palabra a los apóstoles más allá de los siglos con el fin de escuchar su enseñanza como si estuvieran presentes entre nosotros.

Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16) (Veritatis Splendor, 25; ver id., 27).

b) El ámbito de intervención del Magisterio es el de la fe y las costumbres, es decir, de las verdades dogmáticas y morales. Cuando se pronuncia en materia dogmática, el Magisterio se apoya en la Revelación y se dirige a quienes comparten la fe en Cristo. Cuando se pronuncia en materia moral, se dirige no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad que quieren hacer el bien. Se apoya entonces en la Revelación y la ley natural, que interpreta en forma auténtica.

La Iglesia sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a quienes no conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha recordado claramente el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 16) (Veritatis Splendor, 3).

El Magisterio se refiere precisamente a esta argumentación cuando declara moralmente ilícitos el aborto provocado voluntariamente, el suicidio y la eutanasia (Encíclica Evangelium Vitae, 1995) o cuando interviene en el ámbito de la moral sexual y se pronuncia sobre la no rectitud moral de los métodos anticonceptivos físicos, mecánicos o químicos, con la encíclica Humanae Vitae (1968), o cuando recuerda el carácter objetivamente desordenado de la masturbación, los actos homosexuales y las relaciones prematrimoniales en la declaración Persona Humana (1975).

c) Esta última aserción es vivamente impugnada por quienes estiman que la doctrina de la ley natural es una especie de excrecencia filosófica, legada por la historia, que sólo ofrece vínculos más o menos flojos con la Revelación. Por consiguiente, la interpretación que daría el Magisterio sobre dicha doctrina no podría obligar moralmente a la conciencia personal.

Es la ley natural quien constituye la conciencia personal. En su actividad de conciencia habitual, ésta la «lee», con lo que esto implica de interpretación, y deduce de ella principios de orden moral. Existirá por lo tanto una confrontación entre la lectura personal y la interpretación de esta misma ley natural por el Magisterio. Según el grado de proximidad que ofrezca la ley moral de la Iglesia con la verdad (se habla de una «jerarquía de las verdades»), ésta se presentará a la conciencia con un carácter en mayor o menor medida imperioso.

d) La ley de la Iglesia permanece siempre sobre el umbral del santuario y espera de la conciencia que ésta se abra libremente a ella. Aun cuando la verdad expresada es «superior» a la conciencia, la Iglesia procede como pedagoga y no como juez de los corazones, actuando como madre y no como madrastra. Permanece a la altura de la conciencia y a su servicio.

La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia (Veritatis Splendor, 64).

e) Por último, ciertos teólogos aceptarían de buen grado que el Magisterio interviniese para recordar los principios generales y dar orientaciones comunes, pero le niegan la posibilidad de legislar enunciando normas morales concretas y particulares.

Hay quienes sostienen que únicamente la conciencia personal está en condiciones de llegar a enunciar esas normas. Otros van más lejos: distinguiendo entre un orden ético, que sólo tendría origen humano y finalidad mundana, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia las actitudes interiores de la intención, niegan «una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su Magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien humano». Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en orden a la salvación» (Veritatis Splendor, 37).

De acuerdo con la tradición católica, la salvación depende de la fe y las obras. En un acto grave y admitido voluntariamente, el hombre pone en riesgo su porvenir (ver Veritatis Splendor, 67-68). Por consiguiente, es necesario que la ley moral descienda hasta el detalle del obrar humano para iluminar la conciencia. Una vez más, no sustituye su juicio práctico; le proporciona una información indispensable sin la cual la conciencia podría equivocarse.

* * *

La conciencia es la señal última de lo humano, su punto más elevado. Es ella quien permite a este bípedo mantenerse en pie y llevar a cabo su oficio de hombre. Es ella quien lo obliga a levantar la cabeza en las pruebas, a mirar el cielo y contemplar las estrellas cuando sus dos pies se enredan con las dificultades del momento. Es la conciencia quien lo impulsa a partir nuevamente a buen paso cuando ha tropezado. Ella es también quien le permite resistir ante el desaliento cuando el deseo de desertar llega a ser demasiado fuerte. Ella permite no desesperarse ante la desgracia moral, ya que el peor de los pecados jamás apagará la chispa espiritual que brilla en el fondo del corazón de cada uno [13].

Por cuanto los humanos comparten una misma conciencia, pueden reconocerse como hermanos, ayudarse mutuamente llevando las cargas unos de otros y dirigirse en un mismo impulso hacia la patria definitiva donde cesarán los llantos mientras resonará la música de las fiestas. ¡Qué agradecimiento debe manifestarse a la conciencia! Como una madre atenta, guía nuestros pasos. Como un pedagogo riguroso, nos sitúa nuevamente en el camino recto. Nos incita, nos reprende y nos fustiga hasta el punto de inquietarnos a veces, ya que es muy ardiente su deseo de conducirnos hasta la feliz liberación. Ciertamente juzga nuestros actos, y precisamente por este motivo nos ha sido dada, pero su juicio proviene del amor. Apunta a abrirnos al perdón. Si amásemos nuestra conciencia en retribución, ¡con qué respeto recibiríamos sus prescripciones! ¡Con qué alegría se iluminaría nuestro camino, con qué ardor se iluminaría nuestra comunidad humana, porque habríamos aprendido a mirar en la misma dirección!

Los mártires han sido los grandes testigos de la conciencia. Desde los primeros cristianos, que no aceptaban renegar de su fe, hasta los mártires de nuestra época, que se alzaron contra los totalitarismos de todo tipo, pasando por Tomás Moro, quien, después de muchas vacilaciones, prefirió obedecer a su conciencia antes que al soberano, al cual sin embargo había jurado fidelidad, o por los sacerdotes refractarios de la Revolución Francesa, que por motivos de conciencia denunciaron la tentativa política de una Iglesia nacional separada de Roma, todos dieron testimonio de los combates de luz. Siguieron la voz de la verdad hasta el final. Derramando su sangre, confesaron la verdad del hombre y la verdad de Dios.


NOTAS 

[1] Cfr Pío XII, « Radiomessage sur la formation de la conscience chrétienne chez jeunes », 23 marzo 1952, en AAS XLIV, 1952, p. 271.
[2]Cfr G. Cottier, Le refus moderne de la conscience morale, Nova et Vetera, 1994, pp. 161-174.
[3] Cfr J. Honoré, Newman, la fidélité d’une conscience, Chambray-lès- Tours, C.L.D., 1986.
[4] J.H. Newman, Carta al duque de Norfolk.
[5] Cfr P. Lia, Libertà incatenata e trascendenza, Milán, ISU, 1995, pp. 113 y siguientes.
[6] J. Ratzinger, « Coscienza e Verità » en La Chiesa. Una comunità sempre in cammino, Paoline, Cinisello, 1991.
[7] Cfr. J.-L. Bruguès, Quatrième confèrence : « Se soumettre ? », en Des Combats de lumière, Paris, Cerf, 1997.
[8] Cfr E. Kaczynski, « La formazione morale cristiana. La coscienza, la responsabilità e la virtù », Angelicum 69, 1992, pp. 351-368.
[9] Cfr M. Rondet, «La pratique, éducatrice de la conscience», en La Conscience morale, Lyon, Profac, 1994.
[10] Aquí sería preciso rescatar el rol propiamente moral, con frecuencia descuidado, confiado por la tradición cristiana al padrino y la madrina del niño.
[11] Cfr E. Kaczynski, « The Formation of Christian Conscience in the Church », Angelicum 69, 1996, pp. 469-486.
[12] Cfr B. M. Duffe, « L’appel à la conscience dans les textes du magistère catholique » en La Conscience morale, op. cit. del mismo autor : «Conscience morale et Magistére catholique», en Moraltheologie im Abseits?, 1994, pp. 144-176.
[13] Estos párrafos pertenecen a Des combats de lumière, op. cit. (Trigésima conferencia: « L’une et l’autre voix »).

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