Al final de estas páginas trataré de justificar cómo a partir del dogma de la Inmaculada surge una figura de María que tiene la fuerza y el arrastre de un modelo actual para cualquier cristiano que quiere vivir profundamente su vida.
“La tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (df. Lc. 2,19-51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios” (Dei Verbum 8). Estas palabras preparan la afirmación del número siguiente. “… Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción” (ibid. 9). Estos dos textos del Concilio Vaticano II nos ofrecen una clave interpretación del dogma de la Inmaculada.
El recorrido de la proclamación de este dogma ha sufrido muchos estira y afloja, porque, según el parecer de algunos Padres de la Iglesia y teólogos, no s encontraban razones escriturísticas suficientes para su afirmación y las dificultades intrínsecas del mismo contenido del dogma ofrecían serias resistencias a la verdad de la universalidad de la Redención.
La expresión “llena de gracia” (L.c 1,28) puede sugerir la plenitud de la gracia en María que incluye todo el arco se su existencia, desde el primer momento de su concepción, sin embargo, en su significado más inmediato hace referencia a la santidad. Y, es precisamente, el concepto de santidad el que respalda y dio pie a los fieles cristianos para entender el dogma de la Inmaculada.
Esta breve reflexión pretende simplemente hacer ver el vínculo que existe entre el concepto de santidad en María y el contenido del dogma. Al final de estas páginas trataré de justificar cómo a partir del dogma de la Inmaculada surge una figura de María que tiene la fuerza y el arrastre de un modelo actual para cualquier cristiano que quiere vivir profundamente su vida.
Desde los inicios de la reflexión mariana, la tradición ha empleado los términos inmaculada y santa referidos a María como un camino para sugerir su sublime grado de santidad.
En la inscripción de Albercio (s.II) encontramos la expresión “virgen inmaculada” que, aunque indica un sentido negativo, sin embargo, sugiere ya una presencia de Dios con exclusión total del pecado.
En el siglo IV Gregorio de Niza también había empleado el término “inmaculada” referido a María que reflejaba en su persona la plenitud de la gracia recibida con la concepción de Cristo [1]. No podemos olvidar las palabras de S. Efem Siro: “Santísima Señora, Madre de Dios, tú eres la única totalmente pura de alma y de cuerpo, tu aventajas toda pureza, toda virginidad, toda castidad; eres única morada de todas las gracias del Espíritu Santo, y superas sin comparación la pureza de los ángeles, en santidad de alma y de cuerpo” [2].
En el siglo quinto el obispo de Nimes, Sedano, afirma que María “santísima” es la tierra del paraíso. Una tierra virginal que no ha sufrido ninguna alteración, pura como ha salido de las manos del creador. Una tierra que en su origen aparece “inmaculada”. “Adán ha nacido de la tierra virgen y Cristo fue engendrado de la Virgen María. El surco materno de aquel todavía no era dividido por el arado y la intimidad de la Madre de Jesús jamás fue violada por la concupiscencia…” [3].
La misma idea de que María ha vivido incontaminada del pecado aparece en S. Jerónimo: “Bienaventurada la tierra de la Iglesia, cuyo rey Cristo es hijo de padres libres, descendientes de la estirpe de Abraham, de Isaac, de Jacob y de la estirpe de los profetas y de los santos, que no fueron esclavos del pecado, razón por la que fueron verdaderamente libres.
De ellos ha nacido santa María, virgen todavía más libre, porque no ha recibido ningún arbusto y ninguna semilla de su entorno, sino que todo su fruto prorrumpió en una flor, del cual así habla el Cantar de los cantares: “Yo soy la flor del campo, el lirio de los valles” [4] “Esta madre Sion es la Virgen María. De su seno nace Cristo como esposo del tálamo y se alegra como un gigante recorre su camino (cf. Sal 18,6), ¡Oh tálamo del seno, nueva unión realizada en vista a la salvación: unión por la cual Dios y la carne se han unido honrosamente en un nuevo matrimonio” [5].
No solamente las expresiones simbólicas sugirieron la santidad plena de María, sino que los mismos sumos Pontífices dan testimonio de la elevada santidad de María empleando el término santísima.
Como virgen santísima distinguen a María entre otros, los Papas Esteban II (752-757), Adriano I (772-795), en la tercera reunión del Concilio Niceno II (ecuménico VII) leemos: “Suplicando las intercesiones de la santísima e inmaculada señora nuestra Madre de Dios y siempre virgen” [6].
Este es el parecer del Concilio Vaticano II cuando asocia la santidad a la inmaculada. “Nada tiene de extraño que entre los Santos padres prevaleciera la costumbre de llamar a la Madre de Dios totalmente santa e inmune de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva creatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el de la Anunciación como “llena de gracia” (Lumen Gentium 56).
También las letanías dirigidas a María por el pueblo cristiano indican, una vez más, ese racimo de virtudes que caracterizan la persona de María y que son un cántico a la santidad plena de María. Si la santidad es una realidad totalizante materia y espíritu (1 Cor 7,34), en la vida de todo cristiano porque ha sido llamado, conforme al designio de Dios (cf. 1 Cor 7,34), a la santidad (cf Rom 8,28-30) en la configuración con Cristo (cf Rom 8,29), María ha vivido en “plenitud” esta santidad, ofrecida por Dios como don, en vistas a la misión de su maternidad divina. Por esta razón la bula “Ineffabilis Deus” une la afirmación del contenido dogmático con el concepto de santidad: “Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles, que Ella, absolutamente libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios” (n.1).
“El Dios Verbo penetró en el seno intacto de la virginidad purificado por la castidad de María santa y excelsa, conocedora de las cosas divinas, libre de toda mancha, y del cuerpo, ya de alma, ya del pensamiento” (De la reunión XI del Concilio Constatinopolitano III, VI Ecuménico bajo el pontificado de S. Agatón).
“Veneramos (a María) como a propia y verdadera madre de Dios y la engrandecemos y juzgamos superior a toda creatura visible e invisible” (Reunión IV del Concilio Niceno II, ecuménico VII, contra los iconoclastas).
Pontífices, Padres de la Iglesia, escritores sagrados, teólogos, literatos y poetas han escrito y cantado a la Santísima Virgen María, por medio de expresiones y símbolos ricos de significado teológico y espiritual. Ciertamente esas expresiones pueden referirse a la virginidad de María, pero también comprenden el concepto de santidad.
Así, por ejemplo, María se compara con una nube espiritual: “Penetre como lluvia mi enseñanza, caiga como rocío mi palabra” (D1 32,2). Se reconoce a Cristo como proveniente de la persona del Padre y su palabra era esperada en estos últimos tiempos porque el Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros (Jn 1,14). Se compara a la lluvia porque ha nacido de aquella nube espiritual que es su madre María” [7].
Cesárco de Arlés compara a María con la tierra virgen de la que surgiría el retoño de la nueva redención [8]. En la misma línea encontramos a S. Isidoro de Sevilla (VI-VII s.) al referirse a la tierra o la carne de la cual nacerá Cristo, dice que la tierra es María que ha dado su fruto. Es decir, que los orígenes de la nueva creación deberían tener una tierra virginal como fue virgen la tierra de la primera creación.
El monje belga Milone de S. Amando escribió en el siglo IX: “engendradora de aquel que está sentado en un elevado trono, alabanza del mundo, gloria del cielo; por ti la gracia se ha difundido en todo el mundo. Fuente de agua sellada, corriente purísima de la salvación, jardín cerrado del cual surgió una graciosa fuente” [9].
Proceo de Constantinopla llama a María: “Santuario de impecabilidad, templo santificado por Dios, paraíso reverdecido e incorruptible” [10]. Andrés de Creta considera a María una obra hecha por Dios mismo, obra limpísima que, por tanto, no tiene nada que ver con el pecado: “El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, la primicia de la materia adamítica que ha sido divinizada en Cristo, imagen del todo semejante a la belleza divina, arcilla modelada por las manos del artista divino” [11].
Se considera con frecuencia a María como templo, como santuario. La palabra templo, en su significado etimológico, significa algo totalmente reservado, un coto que desde su origen ha sido destinado para uso sagrado exclusivo, en el caso de María para ser la morada del Hijo de Dios. El concepto, pues, de algo dedicado, consagrado a la divinidad, algo santo implica la perfección absoluta de una realidad que no tiene que ver desde sus orígenes nada con cualquier presencia de impureza. Este es uno de los símbolos más utilizados por los padres de la Iglesia, hasta el punto de ser la fórmula de reconciliación que se empleó con Nestorio después del concilio de Efeso.
La propia bula Ineffabilis recoge estas mismas ideas desde su inicio, recordando que María es el inicio de la “primitiva obra de la misericordia” de Dios (n.1).
La santidad consiste en el crecimiento de la caridad de Dios en nosotros, desde un punto de origen hasta un punto de destino. “Dios desde el principio y antes de todos los siglos, eligió y preparó para su Hijo único a la Madre, de la cual, habiéndose encarnado, nacería en la bienaventurada plenitud de los tiempos. El la ama más a ella sola, que a la universalidad de las creaturas y con un amor tal, que pudo en ella, de una manera singular, sus mayores complacencias. Por eso, extrayendo de los tesoros de su divinidad, la colmó tan maravillosamente, mucho más que a todos los espíritus angélicos, mucho más que a todos los santos, con la abundancia de todos los dones celestiales, que ella fue completamente exceptuada de todo pecado y que toda bella y perfecta, apareció con tal plenitud de inocencia y santidad que no se puede, fuera de Dios, concebir una mayor y que ningún otro pensamiento que el del mismo Dios puede medir su grandeza” (Ineffabilis). Von Balthasar llama a María “ars Dei”. Es la obra por excelencia de la creación que debería llenar todas las perfecciones de una creatura creada. Esta santidad considerada dentro de los límites de la mayor capacidad humana implicaba también la santidad desde el momento de su concepción. El punto de arranque de la vida de María tenía que estar incontaminado conforme a los planes de Dios de realizar una nueva creación, una nueva y definitiva salvación que en sus raíces fuera totalmente limpia. En una santidad así considerada en ningún momento tuvo gestión Satán. El evangelio en este sentido pasa por la vida de María sin ninguna clase se alusión a la menor sombra de pecado; más aún, se la llama llena de gracia. El silencio acerca de posibles tentaciones de María, o acerca de posibles manifestaciones que dieran lugar a un desequilibrio o desarmonía interior, está indicando que la santidad de María nace desde las raíces mismas de su existencia. El centro de su vida está incontaminado. Y si los evangelios presentan una figura de María exenta de cualquier imperfección, quiere esto decir que el núcleo de su vida; el corazón, desde donde surgen las raíces de lo bueno y lo malo, es limpio y transparente, porque María progresaba en el descubrimiento del misterio de la persona y obra de su Hijo. Hay, en María, un camino de profundización, o como dice Juan Pablo II en su encíclica “Redemptoris Mater” una peregrinación en la fe. Toda vida cristiana exige un proceso de maduración, un camino hacia la perfecta caridad de Dios.
“El demonio ignora todo acerca de esta creatura” [12]. Cuando los cristianos piensan en la elevadísima santidad de María, están afirmando implícitamente que María nunca fue cómplice de Satán. Santidad que consiste en la comunión con Dios en la medida en que una creatura humana puede unirse a su creador y, a su vez, crea un espacio abismal entre esta creatura y el demonio. Las mismas enemistades que se establecen entre el demonio y el linaje de la mujer, se aplican a María. La relación más plena y sublime de una creatura con Dios implica una separación neta de cualquier tipo de pecado. Santo, una persona que está separada totalmente para Dios. El “príncipe de este mundo” no tiene un dominio total sobre sus habitantes. Hay una persona que ha escapado a su vasallaje.
La santidad es totalizante y en María abarca toda su estructura existencial y el arco completo de su vida.
La santidad de María le exime de cualquier tipo de egoísmo que haga de su persona el centro de sus atenciones. Vive su existencia en orden al servicio de la obra de su Hijo. La comunión de vida que se ha creado entre los dos no puede ser más plena en una creatura. La santidad consiste en la comunión con Dios, en el amor que se ha derramado en nuestros corazones y Dios ha amado a María en un grado tan pleno que no puede ser más amada creatura humana en la tierra. Este amor tenía que llegar hasta las mismas raíces de su existencia.
Tengo la impresión de que nuestro pueblo cristiano, por el sentido de la fe común a todos, intuyó desde el principio que María era toda santa y aunque no afirmaba explícitamente el contenido del dogma, sin embargo, si hubiese sabido que el calificativo “santísima” implicaba el contenido del dogma, sin duda alguna que no hubiera dudado en afirmarlo.
Así deben de entenderse las expresiones de los Santos Padres, de la Liturgia y de la literatura mariana.
Me permito entresacar de la abundante literatura española que cana las glorias de la Inmaculada, algunos versos significativos.
Un cierzo tiene agostadas
Las flores todas del suelo,
Y aun muchas de las del cielo
Ya marchitas y arrasadas;
A ésta sólo no ha tocado,
Por estar tan escondida,
Que si no es la gracia y vida
Ningún otro la ha hallado” (M. Ximénez)
En unos versos de Torres Villarroel, tan sencillos como profundos, se unen poéticamente la santidad de María y el contenido del dogma:
“Madre siempre virgen,
Siempre pura y limpia;
Limpia concibiendo,
Pura concebida”
Gertrudis Gómez de Avellaneda se refiere a María como vencedora del delito:
Vos, entre mil escogida,
De luceros coronada,
Vos la sola sin mancilla
De Adán, en la prole insana,
Y a cuya voz soberana
Dobla el ángel la rodilla;
Vencedora del delito, que al precito
Querub quebrasteis la frente
Y cuyo nombre potente
Es en los cielos bendito”
“Henchida del favor de Dios” la llama Gabriel y Galán cantando con júbilo la proclamación del dogma de la Inmaculada.
La santidad, como proceso de ascensión, es un ideal al que aspira el hombre y la humanidad. El hombre y la historia tienden a liberarse de todas las escorias que la naturaleza humana arrastra consigo de la comisión del primer pecado.
Y los cristianos, más en particular, deben de buscar constantemente la santidad porque así lo ha mandado el mismo Cristo: Sed perfectos como perfecto es vuestro padre celestial. La santidad es una aspiración constante. El mandato del Señor, ya en el antiguo Testamento era el de ser santos, así lo repite constantemente en el libro del Levítico (11,14: 19,2; 20,26). Y San Pablo también tiene la santidad como el objeto de la vocación del hombre que ha sido llamado por Dios a la santidad: “Irrepensibles en la santidad delante de Dios”. “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Ts, 4,3) y “no os ha llamado Dios a vivir en la impureza sino en la santidad” (1Ts, 4,7). Es una subida al monte Carmelo de la perfección, para alcanzar la más íntima comunión con Dios. Si todo cristiano debe aspirar a esto, María puede presentarse como un estímulo y como modelo de una creatura que con la gracias de Dios manifiesta su total disponibilidad a esa gracia ofrecida por Dios, para todos los cristianos.
Me parece, pues, que los que tienen una cierta alergia a este privilegio de la Inmaculada porque dicen que parece “alejar a María de nosotros y, por lo tanto, que (el dogma) engendra un desánimo y un cierto fatalismo” [13], no tienen presente la fuerza arrolladora de la santidad. “Quo sanctiores magis alliciunt”.
No es que María haya sido toda santa al margen de su libertad. El privilegio no destruye de su ser de creatura. Por lo tanto, tiene el valor paradigmático de una persona que ha sabido responder a Dios con todas las fuerzas de su ser. Ciertamente, impulsada por la presencia del Espíritu que la ha colmado de todo género de gracias. No es, pues, un modelo inimitable, no es un creatura que ha vivido en una dimensión extrahumana, no es un ideal que agobie. Es un modelo que puede ser presentado como paradigma de todas las virtudes, pero especialmente de una obediencia totalmente disponible a la Voluntad de Dios a realizar el plan que Dios tiene para cada uno de los hombres que no es otro que el de la santidad porque hemos sido llamados a ser santos e inmaculados ante Dios, como frecuentemente lo repite el apóstol de las gentes (cf. Rom 1,7: (Cor. 1,2; Ef. 1,4…).
Así, pues, no podemos considerar este privilegio como si fuera simplemente un adorno o algo bello y sublime que sólo suscita en nosotros admiración. Es un ejemplo y un estímulo para que también nosotros conservemos incólumes la gracia que hemos recibido en el bautismo.
Y no solamente como gracias estática, sino como proceso de profundización en la comunión con Dios. El misterio de la Inmaculada Concepción no sólo hace alusión exclusiva a la obra de Dios en María, a la preservación de toda mancha de pecado original y personal, sino que es, además, la celebración de la fidelidad guardada por María a la gracia de Dios a lo largo de toda su vida. Nació a esta vida mortal siendo desde el primer instante inmaculada, hija de la luz y nació a la vida eterna habiendo conservado encendida su lámpara.
Deseo terminar recordando las bellísimas palabras del Pseudo Gregorio Niseno, del siglo V, en la homilía de la Anunciación: “María es el sagrario santo y el templo purísimo de Dios donde El ha querido habitar. Por eso se le llama gloria de las vírgenes y el ángel la saluda: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo, porque de ti ha querido tomar carne el Tesoro de todas las gracias y tú has sido escogida entre todas la mujeres como la única digna de engendrar a Dios.
“Alégrate, llena de gracia, y Señor de la santidad ha querido encarnarse en ti.
“Alégrate, llena de gracia, El Señor está contigo: el soberano está con su sierva; el que santifica todas las cosas está con la creatura pura; el que es el más hermoso entre los hijos de los hombres está con las más hermosa de las creaturas para salvar al hombre hecho a imagen y semejanza de él…
“Acerquémonos con corazón puro y encontraremos a la que resplandece como el oro: en ella encontraremos los frutos exquisitos de la inmortalidad. Efectivamente, de María inmaculada nos ha nacido el árbol siempre vivo de la gracia, porque María, que ha sido proclamada bienaventurada por todas las generaciones ha sido también llena de todas las gracias espirituales. Solamente en la siempre virgen María inmaculada nos ha florecido el retoño de la vida, porque de tal manera fue pura en el cuerpo y en el alma, que pudo responder serenamente al ángel: ¿De dónde a mí este saludo” [14].