Hay un aspecto de actualidad que Teresa nos ofrece con su vida breve e intensa. El amor a Dios y al prójimo crea en ella una profunda conciencia misionera. Así descubre que no es necesario ir a tierras lejanas, sino que en todas partes se puede estar “en misión”; comenzando por uno mismo y los pequeños lugares donde vivimos.
Se narra que un día, un domingo por la tarde, una madre entró en la iglesia con su hijo de cinco años. Dentro se podían admirar las estupendas vidrieras iluminadas por un sol espléndido. El niño, indicando los personajes representados en las vidrieras, preguntó quiénes eran. La madre le explicó que eran figuras de santos. El niño se quedó un momento en silencio y luego exclamó: “Entonces los santos son personas iluminadas”.
Esta definición me parece eficaz: los santos son realmente personas realizadas, hombres y mujeres verdaderos. Muestran en el tiempo y frente a todos que Jesucristo es la luz del mundo. Son personas que viven de modo que se transparente Su luz y así permanezcan entre nosotros.
Santa Teresita del Niño Jesús era justamente así: brillaba con una belleza única.
En un primer momento, Teresa, en su entusiasmo juvenil, consideró la santidad como algo que se debía conquistar con la acción; a los 22 años, sin embargo, cambió esta actitud, por otra parte, común perspectiva ascética de su época. Poco a poco se convenció de que la santificación es obra que se lleva a cabo mediante las pequeñeces de todos los días. Así es, en efecto, el desarrollo de la existencia humana. Normalmente nuestra vida no está hecha de sensacionales experiencias o de imponentes acontecimientos: está constituida, más bien, por las pequeñas y normales cosas de todos los días, y sigue el ritmo de nuestros deberes cotidianos -estudio, trabajo, oración, relación con el prójimo-. Es precisamente en lo cotidiano y por medio de ello como es posible vivir el camino de la santificación, que en nosotros es, ante todo, obra de la gracia de Dios, de Su misericordia.
Este es el famoso “pequeño camino” a la santidad abierto o, en cualquier caso, renovado por Teresa; por esto se le dio el nombre de Teresita. El “pequeño camino” consiste en abrazar la vida así como se nos presenta, reconociendo la presencia de Él, que nos habla con el lenguaje de las circunstancias. La circunstancia con su alegría y con su dolor que, por lo mismo, nos pone a prueba, de todos modos, siempre dirigidos hacia Él.
Para Teresa concretamente esto significa aceptar su enfermedad, la tuberculosis, que contrajo a los 23 años y que la consumió a los 24. Además de la enfermedad padeció también una profunda crisis de fe, o más exactamente, durante un largo tiempo, no se diada por el Señor: al igual que Jesús, experimentó el misterio de la lejanía, del abandono por parte de Dios.
También supo transformar esta dura situación: el sufrimiento total, del alma y del cuerpo, fue para ella experiencia pascual en virtud de aquel amor por Jesús. Esta experiencia no sucumbió nunca en ella, su atención por quienes estaban a su alrededor fue siempre total.
Teresa murió en 1897 y muy pronto, en el año santa de 1925, fue proclamada santa por el papa Pío XI, que tuvo por ella una particular devoción. Igual de pronto su presencia viva se difundió en la estima y en la devoción del pueblo cristiano. Todos hemos crecido viendo su imagen en nuestras iglesias.
Desde hace cincuenta años, ciertos teólogos han llevado a una pérdida de incisividad de la santa en la vida de los fieles: dichos teólogos consideran su espiritualidad demasiado modesta y algo burguesa para nuestra época atravesada por grandes programas e ideologías.
Hoy día, sin embargo, la espiritualidad del “pequeño camino” resurge y adquiere de nuevo actualidad para el Hombre que se da cuenta -por tantos caminos- de los límites de su conocimiento y poder. Un ejemplo evidente de este interés vivo por Teresa, incluso por parte de los jóvenes, nos lo da la acogida que suscitó el paso de sus reliquias por varias naciones de la Europa occidental. Hay un aspecto de actualidad que Teresa nos ofrece con su vida breve e intensa. El amor a Dios y al prójimo crea en ella una profunda conciencia misionera. Así descubre que no es necesario ir a tierras lejanas, sino que en todas partes se puede estar “en misión”; comenzando por uno mismo y los pequeños lugares donde vivimos. Testimoniando el amor de Jesucristo en estos lugares y viviendo el amor a Jesucristo en las circunstancias pequeñas de cada día, en las relaciones y reuniones con los otros somos misioneros porque somos testigos del Evangelio.
Comprendió muy bien el espíritu de la santa de Lisieux el papa Pío XI cuando ya en 1927 la declaró patrona de las misiones.
Cardenal Adrianus Simonis
Arzobispo de Utrecht