No parece ciertamente poco difundida la devoción a San José, ya que en el mundo existen más de setenta catedrales –digo catedrales y no puramente iglesias parroquiales o capillas– dedicadas al Esposo virginal de María. No podemos, por tanto, no acoger la invitación de Santa Teresa de Ávila: «Por mi gran experiencia de los favores que obtiene de Dios San José, quisiera convencer a todos de ser devotos de él».
¡Sí! Existe una forma de «morir cristiana» que vuela más alto de lo que normalmente se entiende en la invocación a San José, patrono de la «buena muerte». Es posible captar claramente esa forma trasladándose al monte Calvario y contemplando a Jesús en la cruz con los dos malhechores crucificados junto a Él, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Ahí, en el Calvario, se captan las únicas tres maneras posibles de concluir nuestra vida aquí en la tierra: la primera es la manera de Jesús, que se abandona en las manos del Padre; la segunda es la del «buen ladrón», que se arrepiente de su propio pecado; la tercera, por último, es la manera del «malvado malhechor», que maldice su miserable destino.
Jesús muere como «hombre-divino», arrancando exclamaciones de estupor de la boca del centurión (ver Mt 27, 54 y pasajes paralelos); uno de los malhechores muere como «hombre arrepentido», o sea, «en estado de gracia», y por consiguiente se salva; el otro muere como «hombre impenitente», digamos, en estado de pecado, y por eso corre el riesgo de condenación. La muerte de Jesús fue una «muerte santa»; la muerte de uno de los malhechores fue una «buena muerte»; la del compañero fue una «pésima muerte».
No es posible una cuarta manera, consistente en morir en la «indiferencia», es decir, sin emociones «escatológicas» en relación con el Más Allá. Y si ante la muerte alguien pretendiese ser «estoico», impasible, además de provocar con eso un riesgo para su destino eterno, merecería ser «vomitado» por Dios (ver Ap 3, 15-16). ¿A cuál muerte debe aspirar el cristiano? La «buena muerte», entendida como caza del premio celestial, hace pensar en la del «buen ladrón», que roba el paraíso en el último momento; pero ésta no alcanza a ser la muerte digna del discípulo de Cristo. En el momento final de la vida, no es posible limitarse elogiosamente a llamar al sacerdote para que nos haga estar en paz con Dios llevándonos el santo Viático, o sea, Jesús eucarístico, y así Él nos acompañe en el tránsito de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.
Ratificación de la oblación
El momento de la muerte es el momento más «místico», es decir, más lleno de misterio, ya que debe coronar toda una vida de oblación, de ofrecimientos de nosotros mismos a Dios, y mediante el Bautismo es habilitado el discípulo de Cristo para esa muerte, como San Pablo nos señala: «¿No saben que todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte?» (Rom 6, 3). Naturalmente, el Bautismo no nos une con la muerte de Cristo en forma pasiva, sino en forma activa, dinámica, en otras palabras en forma existencial, o sea, el Bautismo nos compromete a llevar una vida, una existencia enteramente similar a la de Cristo (exemplum dedi vobis, yo les he dado ejemplo, Jn 13, 15), para llegar a su fin con una muerte similar a la suya. Ahora, el momento de la muerte de Jesús fue el momento de la ratificación de esa oblación con la cual Él vivió y sacrificó toda su vida por la causa del Padre. Así, Jesús fue el oblato por excelencia, desde el comienzo de su concepción (ver Heb 10, 5-7) hasta el último aliento: «y Jesús gritó muy fuerte: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y dichas estas palabras, expiró» (Lc 23, 46).
Para el discípulo, no será en absoluto fácil la configuración con este tipo de muerte de Cristo si no ha sido preparada mediante una configuración con la vida de Él en el curso de la propia existencia, como el mismo Jesús nos advierte: «El que quiera asegurar su vida la perderá, y el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35). Así, la forma distintiva de la existencia del cristiano es una forma oferente, es decir, de ofrecimientos de sí mismo a Dios; una forma sacrificadora es decir, de sacrificio por Dios; una forma fiduciaria, de abandono filial en las manos del Padre. La muerte es el momento de la ratificación, de confirmar la firma de este pacto de oblación iniciado con el Bautismo. Es el momento de nuestra anunciación, el momento de presentarnos a Dios y decirle: «¡Aquí está tu servidor, Señor!» (ver Lc 1, 38).
Los conocidos «Actos de consagración» al Sagrado Corazón de Jesús, al Corazón inmaculado de María y al corazón castísimo de José no son sino «manifestaciones de confianza» en esos sacratísimos Corazones para que nos ayuden a realizar la forma oferente de la propia existencia, que Jesús, María y José fueron los primeros en vivir con el fervor más intenso.
En definitiva, la muerte del cristiano, más que una buena muerte, debe ser más bien una muerte pascual, como lo expresa la Iglesia en el Ritual de asistencia a los moribundos. Ahora, el misterio pascual de Cristo fue un misterio de Muerte y Resurrección. Jesús jamás anunciaba su Pasión y Muerte sin anunciar al mismo tiempo su propia Resurrección. Del mismo modo, el discípulo de Cristo, en el momento de despedirse de este mundo, debe expresar todo su filial abandono en Dios y toda su fe en la resurrección de la carne al final de los siglos. Así lo expresa San Pablo: «Si la comunión en su muerte nos injertó en él, también compartiremos su resurrección» (Rom 6, 5). Así, para el discípulo de Cristo la muerte pascual significará el último acto de ofrecimiento de la propia vida en manos de Dios, acompañado de la firme esperanza de la resurrección después de la muerte. ¿Se tiene la impresión de que en el pueblo cristiano circule esta enseñanza evangélica sobre mi muerte, la muerte de mis seres queridos, la muerte de mis conocidos y amigos? Es una enseñanza que debería acompañarnos a lo largo de todo el curso de la vida, ya que la misma no puede surgir milagrosamente en el momento de la muerte.
¿San José en el Cielo con el cuerpo?
Por consiguiente, es al Calvario hacia donde debemos dirigir la mirada para tener el cuadro completo de todas las posibles modalidades de «nuestro morir» y así prepararnos a tiempo para aquella que queramos experimentar en el momento de la muerte, ¡es decir, una modalidad pascual! Mientras suplicamos a Dios que nos libre de una muerte como la del «mal ladrón», no nos contentemos puramente con la «buena muerte» del ladrón crucificado a la derecha de Jesús, y apuntemos en cambio al modelo de muerte que nos dejó el Maestro.
A la luz de estas consideraciones, es posible decir con toda razón que si el nacimiento de María fue el primer nacimiento pascual –un nacimiento inmaculado, en previsión de los méritos de la muerte pascual de Jesús–, la muerte de San José fue la primera muerte pascual, con carácter de anticipación, una santa muerte en el espíritu del mismo misterio pascual de ese Verbo, Hijo de Dios, hecho hombre, que le fue confiado como verdadero hijo suyo.
Habiendo vivido junto a Jesús por largos años, San José ciertamente recibió, con María, un conocimiento suficiente del misterio de Salvación que Cristo debe haber anunciado entre las paredes domésticas antes que a las multitudes de Palestina. En ese mensaje debió estar incluido, por cierto, el anuncio de la misión sacrificadora de Jesús y su resurrección. A este Hijo del Altísimo, San José ofreció, sacrificando por Él, toda su propia existencia. En el momento de la muerte, ciertamente no se preocupó del destino eterno, sino más bien dirigió su amable mirada a Jesús y María, que estaban con él, y en un silencio estático hizo el último ofrecimiento de sí mismo a Dios, abandonándose confiadamente en sus manos, con la certeza de encontrarse pronto en el cielo con Jesús y María, ellos también en cuerpo y alma. Afirman la resurrección y asunción al cielo del esposo virginal de María santos de la importancia de San Jerónimo, San Bernardo, y San Francisco de Sales. Señala este último: «Tengo plena certeza de que San José se encuentra en el paraíso en cuerpo y alma» (ver don Tarcisio Ravina, Vita di san Giuseppe, Ed. Paoline, Alba-Roma, 1932).
Por tanto, en la oración que dirigimos a San José no debemos pedir al santo Patriarca puramente una muerte «en estado de gracia», sino una muerte «en tensión pascual», es decir, de abandono en Dios, con la certeza de merecer al final de los siglos una gloriosa resurrección y glorificación en el cielo, análoga a las de Jesús y María.
Si la devoción a San José sirviese puramente para poner «de moda» la doctrina escatológica de la Iglesia, o sea, la doctrina de los Novísimos, que se encuentra más bien apagada en nuestros días, se realizaría con todo plenamente la palabra del Papa Juan Pablo II, que en la Exhortación apostólica sobre San José afirmaba «la actualidad de la oración al santo para la Iglesia de nuestro tiempo, en relación con el nuevo Milenio cristiano» (Redemptoris Custos, n. 32). Se refuerza de este modo nuestra convicción, constituida en otra sede, de que el milenio que comenzó hace pocos años será el milenio de la Familia, inspirada en la santa Familia de Nazaret y modelada sobre la misma, en la cual precisamente San José fue puesto a la cabeza.
En conclusión, San José es modelo y patrono de algo más importante y específico que lo que se suele pensar y escribir al evocarlo como «patrono de la buena muerte». Con todo, a falta de otra cosa, también esta oración «interesada» puede servir para poner feliz término a nuestra existencia en esta tierra.
Una gracia de don Bosco
En la vida de don Bosco, se narra un interesante episodio. Un joven pobre de la ciudad de Turín encontró en un papel en que envolvieron tabaco en el almacén una oración a San José para obtener la buena muerte. Esto despertó la curiosidad del joven, que la aprendió de memoria y la recitaba mecánicamente todos los días sin intención formal alguna de obtener una gracia. Sin embargo, obtuvo una gracia, que fue un encuentro con don Bosco, el cual lo condujo a Dios. Poco después tuvo una enfermedad grave que le ocasionó la muerte. Murió invocando y ensalzando el nombre de San José.
No parece ciertamente poco difundida la devoción a San José, ya que en el mundo existen más de setenta catedrales –digo catedrales y no puramente iglesias parroquiales o capillas– dedicadas al Esposo virginal de María. No podemos, por tanto, no acoger la invitación de Santa Teresa de Ávila: «Por mi gran experiencia de los favores que obtiene de Dios San José, quisiera convencer a todos de ser devotos de él».
Que esta invitación se acoja con todo el ardor que seguramente a nadie desilusionará.