A lo largo de los 177 números que conforman la Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate aparecen continuamente definiciones explícitas e implícitas de lo que Francisco piensa que es la santidad hoy en día. Este artículo propone destacar seis de ellas, intentando también rastrear sus raíces teológicas, con la única intención de crecer en el conocimiento del misterio de Dios y del misterio del hombre.
Humanitas 2023, CIV, págs. 270 - 287
“No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que podrían enriquecer este importante tema” (n. 3). Con estas palabras el Papa Francisco afirma claramente lo que no es la intención de la Exhortación Apostólica sobre el llamado a la santidad en el mundo actual. De hecho, Gaudete et exsultate[1] tiene el único y humilde objetivo, escribe el Papa, de “hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades” (n. 3). A pesar de la declaración del Pontífice, llama la atención que a lo largo de los 177 números del documento aparecen continuamente definiciones explícitas e implícitas de lo que Francisco piensa que es la santidad hoy en día, por lo que este artículo propone destacar seis de ellas, intentando también rastrear sus raíces teológicas, con la única intención de crecer en el conocimiento del misterio de Dios y del misterio del hombre, siguiendo la línea del Papa, que nos dice cómo lo que “creemos saber debería ser siempre una motivación para responder mejor al amor de Dios, porque ‘se aprende para vivir: teología y santidad son un binomio inseparable’” (n. 45).
La santidad como perfección “imperfecta”
Nos encontramos con una primera definición de santidad. No se trata de una definición explícita del Papa, pero es un pensamiento recurrente en sus escritos. La primera referencia que tenemos de la santidad en la Exhortación se refiere al Génesis 17, 1, donde el Señor le dice a Abraham que sea perfecto (cf. n. 1): es esa perfección la que todo cristiano está llamado a vivir en cuanto hijo e hija de un Padre, que es perfecto (n. 10). Es una perfección de vida que es opuesta a una “existencia mediocre, aguada, licuada” (n. 1), pero que, sin embargo, no está libre de defectos. De hecho, refiriéndose a los testigos de la santidad, el Papa sostiene que “sus vidas no fueron siempre perfectas, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron a Dios” (n. 3). Las palabras de un santo pueden no ser todas fieles al Evangelio, no todas sus acciones pueden declararse auténticas y perfectas, los detalles de su vida pueden tener errores o fallas (cf. n. 22). Ser santo, por tanto, no significa no tener límites, no tener debilidades; al contrario, es precisamente el reconocimiento de la propia fragilidad lo que permite que actúe la gracia (cf. n. 50). Teresita del Niño Jesús, viendo su limitación, rezaba diciendo “deseo ser santa, pero siento mi impotencia, y os pido, ¡oh, Dios mío!, que vos mismo seáis mi santidad”[2]. La misma santa es citada por el Papa para subrayar cómo el santo no es el que confía en sus propias obras, sino el que sabe que la justicia de los hombres tiene manchas a los ojos de Dios, el que se presenta delante del Señor con las manos vacías[3], sabiendo que “en él somos santificados” (n. 51).
Ser santo, por tanto, no significa no tener límites, no tener debilidades; al contrario, es precisamente el reconocimiento de la propia fragilidad lo que permite que actúe la gracia (cf. n. 50).
Yendo a las raíces teológicas de esta definición, podemos destacar que la santidad como perfección no es una prerrogativa de la persona humana, ya que es una propiedad que solo pertenece a Dios, pero que puede comunicarla a los hombres[4]. La santidad es uno de los atributos de Dios que encontramos en los manuales de Trinidad: “lo santo es originariamente lo separado de este mundo. Por ello conviene especialmente al Dios trascendente. Esta separación conlleva la inexistencia del pecado y de la impureza que manchan a los hombres”[5]. Este ser distinto de las criaturas se manifiesta también en su amor: Dios es santo y permanece fiel al pueblo que, en cambio, le es infiel (cf. Os 11, 9)[6]. Recordemos la respuesta de Jesús al joven que le preguntó qué hacer para obtener la vida eterna: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solo Dios” (Mc 10,18; cf. Lc 18,19). La persona humana, por tanto, solo puede ser partícipe de la santidad, perfección y bondad de Dios. Desde un punto de vista antropológico, entonces, podemos encontrar las raíces de la santidad como perfección “imperfecta” en el ser relacional de la criatura humana, en su profunda dependencia de Dios. Esto, por una parte, significa que ella, como tal, es limitada y, por otra, que está ordenada a la comunión con Dios: “el hombre procede por una parte del barro de la tierra, pero tiene por otra una vida que procede directamente de Dios (cf. Gn 2, 7)”[7].
La santidad como obra de Dios en nosotros y de nosotros con Dios
La santidad como perfección “imperfecta” manifiesta otro aspecto de lo que es la santidad, es decir, el encuentro de nuestra debilidad con el poder de la gracia (cf. n. 34). Escribe el Papa Francisco:
Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: “Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor” (n. 15).
El Papa nos advierte que no caigamos en un “pelagianismo” actual, pensando en la santidad como voluntad personal. A menudo, nos dice el Pontífice, “se olvidaba que ‘todo depende no del querer o del correr, sino de la misericordia de Dios’ (Rm 9,16) y que “Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19)” (n. 48). Lo que se requiere, por tanto, es esa actitud de humildad, de saberse imperfecto, limitado y frágil para confiar en la gracia de Dios, para aceptar la invitación de Dios a hacer lo que se puede y a pedir lo que no se puede (cf. n. 49), para dejar que “Él nos moldee como un alfarero (cf. Is 29, 16)” (n. 51), dejando de lado nuestra autosuficiencia y permitiendo al Espíritu llevarnos por el camino del amor (cf. n. 57). El Papa recuerda que los Padres de la Iglesia siempre han subrayado que es Dios la fuente de todos los dones de la gracia y que todo lo que podemos cooperar con la gracia es también fruto de esta (cf. nn. 52-53). Por lo tanto, “solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más” (n. 55). En la Iglesia podemos aprovechar todos los dones que nos ayuden a crecer hacia la santidad, en ella encontramos “la Palabra, los sacramentos, los santuarios, la vida de las comunidades, el testimonio de sus santos, y una múltiple belleza que procede del amor del Señor, ‘como novia que se adorna con sus joyas’ (Is 61,10)” (n. 15).
Lo que se requiere, por tanto, es esa actitud de humildad, de saberse imperfecto, limitado y frágil para confiar en la gracia de Dios, para aceptar la invitación de Dios a hacer lo que se puede y a pedir lo que no se puede, para dejar que “Él nos moldee como un alfarero”, dejando de lado nuestra autosuficiencia y permitiendo al Espíritu llevarnos por el camino del amor.
Por nuestra parte estamos llamados a cooperar con la obra de Dios, haciendo lo que el Papa llama los pequeños gestos de la vida cotidiana:
Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: “No, no hablaré mal de nadie”. Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso. (n. 16)
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Podemos hablar, entonces, de la santidad como de la extraordinaria ordinariedad del amor, que todos pueden vivir. La famosa expresión del Pontífice sobre la santidad “de la puerta de al lado” (n. 7) tiene que ver precisamente con las pequeñas obras cotidianas de caridad que hacen extraordinaria la vida. En el resumen de la ley, Jesucristo “nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos” (n. 61), en los hermanos y hermanas a quienes estamos llamados a amar en cada instante de nuestro existir. El Papa Bergoglio menciona al cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuân que, en la cárcel, no vivió esperando su liberación, sino que optó por “vivir el momento presente colmándolo de amor”; y el modo como se concretaba esto era: “Aprovechó las ocasiones que se presentaban cada día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria” (n. 17). Pionera de esta santidad ordinaria es Teresa del Niño Jesús, la santa francesa muy querida por el Papa Francisco, la cual encontró su vocación en el amor y la vivió en acción, es decir, a través de pequeñas obras concretas entre los muros del Carmelo. Se trata de una santidad para todos, que todos pueden vivir, que “no está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración”, sino a todos los que viven “con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra” (n. 14). Son aquellos “pequeños detalles del amor” a los que, leemos en el documento, Jesús también invitaba a sus discípulos:
El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada (n. 144).
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Preservar estos pequeños detalles es tarea de cada persona, pero también de toda la comunidad. En efecto, no se puede llegar a ser santo solo, hay que caminar juntos, como desarrollaremos en la próxima definición de santidad, pero antes veamos brevemente las raíces teológicas y espirituales de estas dos últimas definiciones.
La santidad como obra de Dios en nosotros y de nosotros con Dios tiene su fundamento teológico en la que llamamos “teología de la gracia”. La gracia es la presencia de Dios en nosotros (gracia increada), que actúa en nosotros y nos transforma, pero no sin nuestro asentimiento (gracia creada). Es la misma gracia que mueve a cada cristiano a la cooperación, es en definitiva el mismo Espíritu Santo, que, habitando en nosotros, nos mueve en el amor necesitando, sin embargo, nuestra colaboración. “El Espíritu está siempre presente en nosotros, pero actúa según la respuesta y la vocación del hombre. El Espíritu hace que el hombre, que actúa en sinergia con Él, con su carisma personal, participe de la totalidad de carismas que es la Iglesia”[8]. La santidad es una operación teándrica entre la tercera Persona divina y el ser humano. Hemos visto cómo, para el Pontífice, la cooperación humana no consiste en obras grandes y excepcionales, sino en pequeñas acciones ordinarias. La práctica del amor en las pequeñas acciones cotidianas, propuesta en el Documento, tiene sus raíces en la “teología del caminito” o de la “infancia espiritual”, elaborada por Teresa del Niño Jesús, proclamada Doctora de la Iglesia universal por Juan Pablo II, que escribe como la Santa “se encamina hacia la santidad, insistiendo en la centralidad del amor”, proponiendo así un camino que “todos pueden recorrer, porque todos están llamados a la santidad”9, así como el Concilio Vaticano II escribirá en el capítulo V de la Lumen gentium, la Constitución dogmática sobre la Iglesia.
La práctica del amor en las pequeñas acciones cotidianas, propuesta en el Documento, tiene sus raíces en la “teología del caminito” o de la “infancia espiritual”, elaborada por Teresa del Niño Jesús, proclamada Doctora de la Iglesia universal por Juan Pablo II.
La santidad como camino personal y comunitario
Camino es una palabra muy frecuente en la Exhortación Apostólica. En general podemos decir que el Papa identifica la santidad misma como un camino, él nos habla de un “camino de santificación”, como un proceso hacia la meta (n. 3) que empieza en el momento del Bautismo y que sigue con la fuerza del Espíritu Santo que nos santifica (n. 15). Se trata, por un lado, de un camino de apertura a la acción sobrenatural de Dios que purifica e ilumina (n. 24) y, por el otro, de un camino de crecimiento en el amor a pesar de la cruz, de los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el Evangelio (n. 92).
El Papa Francisco señala este camino como “único y diferente” (n. 11) para cada persona y, a la vez, como “comunitario” (n. 141). En primer lugar, el camino de santificación es personal: cada creyente está llamado a discernir y sacar “aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7)” (n. 11), para reflejar la santidad de Dios en el mundo a través su originalidad, como lo hicieron las muchas mujeres que contribuyeron a la reforma de la Iglesia, entre todas “santa Hildegarda de Bingen, santa Brígida, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila o santa Teresa de Lisieux” (n. 12). Se trata de vivir aquella misión particular que cada cristiano ha recibido de Dios en el Bautismo (cf. 174). El Papa afirma incluso que “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (n. 19). Sabemos, sin embargo, que esta misión personal es una misión para los demás; de hecho, “no hay identidad plena sin pertenencia a un pueblo” (n. 6). La santidad no es un asunto privado, sino colectivo, es un camino “comunitario, de dos en dos” (n. 141), ya que la voluntad de Dios es santificar a los hombres juntos y no aisladamente (cf. n. 6). El Pontífice afirma que “Nuestro camino de santificación no puede dejar de identificarnos con aquel deseo de Jesús: ‘Que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en ti’ (Jn 17,21)” (n. 146), ya que es en la comunidad que cada uno puede desarrollarse espiritualmente y es la misma comunidad el espacio para experimentar aquella presencia de Dios que nos hace más hermanos (cf. nn. 141-142), “como fue el caso de san Benito y santa Escolástica, o aquel sublime encuentro espiritual que vivieron juntos san Agustín y su madre santa Mónica” (n. 142).
“Instalación” por Maite Izquierdo, 2022. Museo de Artes Universidad de los Andes.
El Papa afirma incluso que “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio”. Sabemos, sin embargo, que esta misión personal es una misión para los demás; de hecho, “no hay identidad plena sin pertenencia a un pueblo”. La santidad no es un asunto privado, sino colectivo, es un camino “comunitario, de dos en dos”, ya que la voluntad de Dios es santificar a los hombres juntos y no aisladamente.
El Papa Bergoglio no deja de citar ejemplos de santidad comunitaria, como la de los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de María, la de las siete beatas religiosas del primer monasterio de la Visitación de Madrid, la de san Pablo Miki y compañeros mártires en Japón, la de san Andrés Kim Taegon y compañeros mártires en Corea, como la de san Roque González, san Alfonso Rodríguez y compañeros mártires en Sudamérica, la de los monjes trapenses de Tibhirine (Argelia), que se prepararon juntos para el martirio, junto a los matrimonios santos, “donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge” (n. 141). En el sendero de la santidad ninguno está llamado a llevar solo lo que no podría llevar, tenemos además los santos que “ya han llegado a la presencia de Dios” y que “mantienen con nosotros lazos de amor y comunión” (n. 4), que nos ayudan y sostienen; entre todos y de manera especial, está la Virgen María, “la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña” (n. 176).
Esta visión de la santidad personal y comunitaria encuentra su fundamento teológico en la doctrina de la communio Sanctorum, que profesamos cada vez que recitamos el “Credo”. El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 948 nos dice al respecto que “la expresión ‘comunión de los santos’ tiene dos significados estrechamente relacionados: ‘comunión en las cosas santas [sancta]’ y ‘comunión entre las personas santas [sancti]’”. La comunión de los fieles santos se encuentra en las cosas santas, es decir, en el cuerpo y la sangre de Cristo. Los cristianos son miembros de un solo Cuerpo, por lo que, como afirma el apóstol Pablo, “si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo” (1 Co 12, 26). Esta “comunicabilidad” entre cristianos va mucho más allá de lo que podríamos pensar, ya que los miembros se santifican recíprocamente: las oraciones, los sacrificios y los actos de amor de cada uno llegan a todo el Cuerpo. Los cristianos son como vasos comunicantes. El teólogo Von Balthasar, retomando al poeta Bloy, nos sumerge en este misterio. A pesar de su extensión, queremos citar parte del texto por la belleza de sus palabras, que resumen la grandeza de lo que es el objeto de nuestra fe:
Las dimensiones de la comunicación espiritual de bienes y de la posible influencia de un miembro sobre los demás son ilimitadas. Y esto, en el espacio y en el tiempo. “Tal movimiento de la gracia que me salva de un peligro grave ha podido ser determinado por tal acto de amor cumplido esta mañana o hace quinientos años por un hombre totalmente desconocido, cuya alma correspondería misteriosamente a la mía y que así recibiría su salario.... Esto que se llama libre albedrío es semejante a esas sencillas flores del campo cuyos granos sueltos lleva el viento a distancias a veces increíbles y en todas las direcciones, para terminar sembrando no sé qué montañas o qué valles. La revelación de estos prodigios será el espectáculo de un minuto que durará la eternidad”.[10]
La santidad como participación en la misión de Cristo en el Espíritu para el otro
Al tratar de la santidad personal hemos ya mencionado la misión, pero ahora nos parece fundamental subrayar cómo nuestra misión está inserta en la misión de Cristo: solo “tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él”. La santidad, pues, “consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús” (n. 20). Por lo tanto, ser santo significa identificarse con Cristo, corresponde a ser un reflejo de Jesucristo: cada uno es “un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo” (n. 21). En esta línea, el Papa exhorta: “Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida” (n. 24). Participar en la misión de Jesús significa, entonces, ser cristificado por el Espíritu Santo y, al mismo tiempo, ser, como Él, para los demás, para el mundo, para cada hermano, en el cual “está presente la imagen misma de Dios” (n. 61). El cristiano está llamado a ir a las periferias, yendo hacia sus hermanos se encontrará con Jesús mismo. “Él mismo se hizo periferia (cf. Flp 2,6-8; Jn 1,14). Por eso, si nos atrevemos a llegar a las periferias, allí lo encontraremos, Él ya estará allí. Jesús nos primerea en el corazón de aquel hermano, en su carne herida, en su vida oprimida, en su alma oscurecida. Él ya está allí” (n. 135).
En el “carné de identidad” del cristiano (las bienaventuranzas) se encuentra, nos dice la Exhortación, el dibujo “del rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas”; por eso vivir las bienaventuranzas significa configurarse con Cristo y, por tanto, vivir santamente.
En el “carné de identidad” del cristiano (las bienaventuranzas) se encuentra, nos dice la Exhortación, el dibujo “del rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas” (n. 63); por eso vivir las bienaventuranzas significa configurarse con Cristo y, por tanto, vivir santamente. El decálogo de las bienaventuranzas se transforma así en el decálogo de la santidad: “ser pobre en el corazón, esto es santidad” (n. 70); “reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad” (n. 74); “saber llorar con los demás, esto es santidad” (n. 76); “buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad” (n. 79); “Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad” (n. 82); “mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad” (n. 86); “sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad” (n. 89); “aceptar cada día el camino del Evangelio aunque nos traiga problemas, esto es santidad” (n. 94). Se puede ver cómo las primeras cuatro bienaventuranzas manifiestan la fisonomía del Señor que cada cristiano tiene que asumir. Entre todas las características de Jesús está la humildad, que el Papa Francisco señala como virtud inseparable de la santidad: “Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad […] La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo” (n. 118).
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Como Jesús, también nosotros, nos repite el Pontífice, tenemos que aguantar, tener paciencia y mansedumbre (cf nn. 112-121). Volviendo a las bienaventuranzas vemos que las últimas cuatro se refieren al comportamiento positivo hacia los demás, y esto nos dice que ser santo significa ser para el otro, para el Reino: la “identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con él, ese reino de amor, justicia y paz para todos” (n. 25). Por eso, la santidad es entrega en cuerpo y alma en la misión (cf. n. 25), sin relegarla a un segundo plano en nuestra vida, sabiendo que no tenemos una misión, sino que somos misión (cf. n. 27) y que santificándonos nos hacemos más fecundos para el mundo (cf. n. 33). Esta fecundidad debe manifestarse en el cumplimiento de lo que el Documento llama el “gran Protocolo sobre el que seremos juzgados: ‘Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme’ (Mt 25, 35-36)”. La santidad, en definitiva, es el cumplimiento de estas peticiones de Jesús, como comprendió bien y vivió santa Teresa de Calcuta y otros santos, que manifestaron su amor a Dios a través de las obras de misericordia: “quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia” (n. 107). Este amor fraternal, nos dice el Papa, “multiplica nuestra capacidad de gozo. […] En cambio, si nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría” (n. 128). Al amor de caridad sigue la alegría (cf. n. 122), la cual es una nota inseparable de la santidad.
Detrás de esta visión podemos vislumbrar la teología de Von Balthasar, que identifica la persona de Cristo con su propia misión, y afirma que la participación en la misión de Cristo “personaliza” al ser humano, lo ‘cristo-forma’, y lo “socializa”, es decir, lo convierte en un ‘ser para el otro’.
¿Cuál es la raíz teológica de esta penúltima definición? El Papa, como hemos visto, subraya que la misión no es algo “externo”, sino que la persona coincide con la misión recibida. Detrás de esta visión podemos vislumbrar la teología de Von Balthasar, que identifica la persona de Cristo con su propia misión, y afirma que la participación en la misión de Cristo “personaliza” al ser humano, lo cristo-forma, y lo “socializa”, es decir, lo convierte en un ser para el otro. Participar en la misión de Cristo significa, pues, identificarse con Él y ser, como Él, para-todos[11]. En la Persona de Cristo se encuentra la fuente de vida para alcanzar la santidad[12]. Podemos encontrar el origen de “la santidad como participación a la misión de Cristo” en la que llamamos teología de la imago Dei. La imagen de Dios es Jesús y el ser humano está llamado a configurarse con Él, que es su modelo[13]: “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rom 8, 29). La tercera persona divina es el iconógrafo de Dios, nos dice Spiteris, que escribe sobre cómo “la tradición de la Iglesia, tanto oriental como occidental, es unánime en afirmar que quien imprime la imagen de Dios en el hombre es el Espíritu Santo”[14], Él es quien, tras la caída original, re-crea en nosotros la imagen primitiva[15].
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La santidad como combate espiritual
“Nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante” (n. 162), y por eso, el cristiano tiene que estar permanentemente despierto; es un camino “que requiere que estemos ‘con las lámparas encendidas’ (Lc 12,35) y permanezcamos atentos: ‘Guardaos de toda clase de mal’ (1 Ts 5,22). ‘Estad en vela’ (Mt 24,42; cf. Mc 13,35). ‘No nos entreguemos al sueño’ (1 Ts 5,6)” (n. 164). Las armas del combate espiritual, según el Papa, son “la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero” (n. 162). Un medio necesario en el combate espiritual es lo del discernimiento que nos ayuda “a saber si algo viene del Espíritu Santo o si su origen está en el espíritu del mundo o en el espíritu del diablo” (n. 166). Sin este instrumento podemos caer en la trampa del Demonio, con este podemos luchar para seguir mejor a Dios (cf. n. 169), para vivir la misión recibida (cf. n. 175). El discernimiento nos ayuda en el desarrollo de la bondad, la madurez espiritual y el crecimiento del amor, que son “el mejor contrapeso al mal” (n. 163). Todo esto es posible en el silencio y en la oración (cf. n. 150), que el Papa señala como instrumento de santidad: “El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. […] No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos” (n. 147).
Siguiendo los “Ejercicios Espirituales” de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, Francisco lee la santidad como un combate contra el Maligno, que no se refiere a un mal abstracto, sino a un “ser personal que nos acosa”.
La última definición que hemos dado de la santidad encuentra su fundamento en la espiritualidad ignaciana, que es específica del Papa. Siguiendo los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, Francisco lee la santidad como un combate contra el Maligno, que no se refiere a un mal abstracto, sino a un “ser personal que nos acosa” (n. 160). Por eso el cristiano está llamado a ponerse, como enseña san Ignacio, bajo la bandera de Cristo, “sumo capitán y Señor nuestro”, yendo contra Lucifer, “mortal enemigo de nuestra humana natura”[16]. La centralidad del discernimiento para el combate espiritual, a la que se refiere el Papa, hunde sus raíces en las Reglas ignacianas, que ayudan a “sentir y conocer las varias mociones que en el ánima se causan: las buenas para recibir y las malas para lanzar”[17]. Según Spadaro, Francisco sigue en esto también a su maestro espiritual, “el P. Miguel Ángel Fiorito, que escribió un ‘comentario’ a las Reglas de san Ignacio para el discernimiento con el título de Discernimiento y lucha espiritual, cuyo prefacio había escrito el mismo Bergoglio en 1985”[18]. El combate espiritual encuentra en el “Principio y fundamento” de los Ejercicios Espirituales su finalidad, es decir, elegir “lo que más nos conduce para el fin que somos creados”, a saber, “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima”[19], que es la meta de la vida cristiana.
“Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 10)
Las palabras de San Pablo a los Corintios pueden ser una síntesis de lo que es la santidad según el Papa Francisco. La debilidad del hombre llama a la fuerza de Dios: en el encuentro entre la fragilidad y la omnipotencia de Dios se realiza la “transformación” de la criatura en imagen del Hijo. La participación en la misión de Cristo por obra del Espíritu Santo nos hace aptos para vivir y amar como Jesús, y en este amor todo lo que es simple cotidianidad se transforma en extraordinaria ordinariedad. En las dificultades de la vida cristiana, somos reforzados por el modelo de Cristo y la gracia del Espíritu Santo. En la pequeñez humana, Cristo nos ha dejado la potencia de los Sacramentos, que nos unen a su Cuerpo místico, en el que encontramos apoyo y ayuda en el camino a la santidad. En la fatiga de la lucha, estamos revestidos de la armadura de Dios (cf. Ef 6,11) para vencer la batalla contra el Maligno.
El Papa Francisco ha “canonizado” así el camino de la pequeñez (que encuentra sus sólidas raíces en la teología cristiana) como “vía de santidad” para todos y todas. Alegrémonos y regocijémonos por haber sido llamados, a pesar de nuestra pobreza, a la grandeza de la vida eterna.