Nunca hubo excesos cometidos en nombre de la fraternidad. Nunca se ama suficientemente a un hermano. Nunca se perdona demasiado a los hermanos. Si la libertad y la igualdad son valores éticos indiscutibles, estos no son más que valores humanos. Como todos los valores simplemente humanos, padecen desviaciones. La fraternidad es también un valor ético; pero en realidad es mucho más que eso. Fija sus raíces en el cielo. Es una virtud caída sobre la tierra. 

Fraternidad. Vengo de un país en el que esta palabra figura en el lema nacional. Libertad, fraternidad, igualdad: la trilogía republicana está grabada en el frontón de todos los edificios públicos y, para colmo, en el de todas las iglesias, desde hace un siglo y medio (a partir de 1848 para ser exactos).

En su obra Teoría de la Justicia, de 1971, muy célebre desde entonces, no sin alguna exageración, el filósofo americano J. Rawls observaba que mientras la filosofía política se había interesado en la libertad y en la igualdad, en cambio no había hecho más que rozar la fraternidad. ¿Por qué?

Habitualmente se alega la siguiente explicación [1]. Los dos primeros valores serían convertibles de manera holgada en derechos individuales: la libertad se declinaría según las diversas formas del derecho natural o del derecho de las personas; la igualdad daría nacimiento a su vez a derechos fácilmente identificables, tales como el acceso a los mismos empleos y funciones, en igualdad de competencia... Pero no sucede lo mismo en el caso de la fraternidad. Esta última expresaría necesidades de relaciones que no podrían ser analizadas por la filosofía política.

Peor todavía, la fraternidad provocaría desconfianza. De hecho, la mayor parte de los filósofos del siglo pasado la descartaron porque no encontraba su sitio adecuado en los principios de ciudadanía.

El británico J.F. Stephen juzgaba demasiado abstracta o demasiado comunitaria la generosidad difusa que ésta suponía recobrar. El francés E. Vacherot se mostraba más categórico todavía: «La libertad y la igualdad son principios, mientras que la fraternidad no es más que un sentimiento. Ahora bien, todo sentimiento, por muy potente, muy profundo y muy general que sea, nunca será un derecho; y es imposible hacer de él la base de la justicia» [2].

Volviendo a J. Rawls, después de haber notado lo poco que contaba la noción de fraternidad en filosofía política, propuso una reinterpretación. Según él, la fraternidad llegaría a ser un principio normativo fundamental, complementario de la igualdad, y se bautizaría con el nombre de «principio de diferencia». «El principio de diferencia (...) parece corresponder de manera adecuada a un significado natural de la fraternidad: a saber, que es necesario rechazar las ventajas más grandes si de ellas no sacan provecho también los menos afortunados» [3].

Tal sería pues la situación de paradoja en la cual se encontraría la noción de fraternidad en la mente de nuestros contemporáneos. Por un lado, salvo dificultad mayor, no se prestaría a la sistematización y a la teorización. Su consistencia se desmoronaría a los ojos de quien la examinara de cerca. Por otro lado, la fraternidad evocaría impresiones de calurosa acogida, de cohesión social, de benevolencia y de humanismo con tendencia universal, que agradarían a la mayoría, si no a todos. ¿No se levantan las más grandes causas humanitarias de hoy en nombre de la fraternidad? Los filósofos de habla inglesa ven en la libertad y la igualdad «conceptos esencialmente discutibles», mientras que la fraternidad sería, a su vez, un «concepto esencialmente indiscutible».

Me viene a la memoria un largo y magnífico poema de C. Péguy: El Pórtico de la segunda virtud. Compara en él las virtudes teologales a tres hermanas. En la lejanía solamente se perciben las dos primogénitas, la fe y la caridad, de las cuales los teólogos y los predicadores han hablado abundantemente. En la cercanía se descubre que la pequeña, la esperanza, cogida de la mano de sus hermanas, es la que, en realidad, empuja y conduce a sus dos hermanas mayores.

La petite filie esperance s’avance entre ses deux grandes sceurs ec on

ne prend pas seulement garde á elle

(...) Entre ses deux grandes sceurs.

Celle qui est mariée. Et celle qui esc mere.

Et Pon na d’attention, le peuple chrétien na d’attention que pour les

deux grandes sceurs.

(...) Et il ne voic quasiment pas celle qui est au miiieu.

La petite (...) perdue dans les jupes des ses sceurs (...)

(il ne voit pas) Que c’est elle au miiieu qui entrame ses sceurs.

Et que sans elle elles ne seraient rien [4].

Estoy convencido de que podríamos utilizar la misma metáfora en el caso de nuestras tres virtudes cívicas. Durante mucho tiempo hemos disertado sobre la libertad y la igualdad, pero quizás es la pequeña, la discreta fraternidad, la que las guía y les da sustento y sentido.

Mi tesis se desarrolla en tres puntos:

• De entre los valores maternos que fundan nuestra Ética, la fraternidad es el último en haber nacido.

• La fraternidad, aparecida con el cristianismo, marca con su cuño la humanidad entera.

• Nuestro Señor Jesucristo nos legó un secreto para construir la fraternidad: el perdón.

El último en aparecer de los valores maternos

Dejemos las orillas áridas de la filosofía política: los invito a viajar. Vayamos a los orígenes de nuestra civilización para descubrir las primeras sedimentaciones de nuestra conciencia moral.

1. La libertad griega

Cada uno de nosotros lleva consigo una Grecia secreta donde se amontonan las reminiscencias: Homero, el poeta sin mirada ni rostro, el ardiente Aquiles de pies ligeros, Ulises el astuto, la risa grasienta de Aristófanes... No nos detengamos ahora con estos personajes. Vayamos al grano: la civilización griega y la nuestra, heredera de aquélla, están fundadas sobre un número reducido de principios que confieren a la vida humana su sentido y su valor. Los griegos ciertamente no eran perfectos; conocían las pasiones que agitan y conducen a los hombres. Pero los apetitos, que son los mismos en todas partes, no caracterizan una civilización; ésta se caracteriza a través de la idea que los hombres se hacen de lo que debería ser una conducta digna de ellos.

Con Sócrates, quien representa el «turning point» de nuestra cultura moral, los griegos imprimieron tres principios en nuestra memoria:

• Todo hombre como tal es digno: Sócrates nos explica el porqué en el Alcibiades. Existe, efectivamente, en cada hombre una facultad que le permite mantenerse en pie, superar los golpes del Destino y contemplar las estrellas. Es una facultad intelectual y mística a la vez, capaz de comprender, de razonar y de acercarnos a Dios. Hemos traducido este noûs con una palabra mágica: alma [5].

• Más vale sufrir la injusticia que cometerla. La injusticia, se dice en el Gorgias, es un mal que degrada el alma en la que abre una fuente de hiel que envenena progresivamente nuestros pensamientos y nuestras acciones. Puede parecer que triunfa y que escapa a todo castigo. ¿Qué más da?... El alma encuentra en la virtud su propia recompensa.

• Más vale padecer la muerte que traicionar la verdad. La vida no constituye el valor supremo; no representa la última forma del comportamiento moral. En el fondo de sí mismo, cada uno de nosotros descubre, en efecto, una ley no escrita «y» como susurrada al corazón. Es más importante obedecer a aquella que respetar las leyes de la ciudad. Se dio muerte a Sócrates, acusado de impiedad y de corromper a la juventud. Idéntico destino esperaba a la pequeña Antígona, que prefirió someterse a los deberes de sangre. Desde Sócrates, desde Antígona, sabemos que la legitimidad moral no coincide necesariamente con la legalidad jurídica y política [6].

Es todo. Es enorme. De este orden y de esta medida (mêden ágan) de esta armonía original en la que nacen los más altos valores humanos de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello, surge una clara razón, capaz de penetrar la oscuridad y de confundirla. La libertad es su lema. Es el motivo por el que la razón griega se reconoció en la lechuza que ve de noche. Con sus ojos garzos, azules y verdes, vacilando entre cielo y tierra, escruta los mil misterios del mundo. La libertad no es más que una victoria perpetua sobre las tinieblas.

2. La igualdad romana

Una vez más, un ave nos sobrevuela a lo largo de la segunda etapa de nuestro viaje, en este caso un águila: el águila de las legiones romanas, el águila del Imperio. Por eso nuestros antepasados romanos apenas contemplaban el cielo. El pueblo de Roma era ante todo el pueblo de las raíces, de la tierra y del sol, quizás a ras de tierra, arraigado en sus derechos y en sus intereses. Sin embargo, no era necio y su genialidad jurídica forjó dos nuevos principios morales que siguen irrigando nuestra conciencia:

• Sea cual fuere el origen de sus miembros, una sociedad es capaz de convertirse en una verdadera comunidad. Roma nunca se jactó de un privilegio racial. Desde finales del siglo primero, se dejó gobernar por emperadores de sangre mixta o totalmente extranjeros. La Ciudad por antonomasia comprendió que una única cultura no podría contener el conjunto de las verdades humanas. Por medio de una educación enteramente orientada hacia el aprendizaje de la solidaridad, y gracias a un reparto de las tareas entre todos los miembros que favorecía la búsqueda de un bien común, Roma siempre supo edificar un destino común para todos.

• El estoicismo romano nos legó un segundo principio: Todo hombre es un microcosmos, un resumen de las cosas del universo. En su definición del hombre, la constitución conciliar Gaudium et spes recoge exactamente sus términos. Por consiguiente, se puede decir que existen lazos de continuidad entre el interior y el exterior, entre el alma y el cosmos, entre cada hombre y sus semejantes. Recordemos el episodio en el que, llegando a mediodía a casa de su amigo, el acaudalado Lucilius, Séneca lo encontró codo a codo comiendo con sus esclavos y compartiendo los mismos manjares» [7]. Empezó ofuscándose para acabar dándole la razón: aquellos que llamamos esclavos comparten la misma condición que nosotros, nacen de la misma semilla, respiran el mismo aire y la fortuna extiende sobre ellos sus derechos como sobre nosotros... Los esclavos son en realidad amigos, ciertamente humildes, pero debemos tratarles como formando parte de nosotros mismos. Y Séneca, lapidario, pronunció un adagio patrimonio común de varias sabidurías: «Vive con tu inferior como tú quisieras que tu superior viviera contigo».

Reparto de responsabilidades, búsqueda de un bien común para todos, solidaridad y comunidad natural: acabamos de enunciar las bases mismas de la igualdad entre los hombres. La última orilla a la que nos acercarnos al final de nuestra aventura nos es la más familiar. Las sociedades secularizadas, en las cuales vivimos ahora, a pesar de querer defenderse proclamándose post-cristianas, no pueden negar esta evidencia: el estrato más reciente y el más fresco de nuestra memoria moral, incluso la de aquellos que no comparten la fe cristiana, o que quizás la rechazan, es el que depositó el Evangelio. Se trata esta última de una constante en el pensamiento de los Romanos

Pontífices: Europa, esta Europa que se está gestando bajo nuestros ojos, no tendrá futuro mientras no acepte reconocer que todas sus raíces están impregnadas de las palabras de Jesucristo. Aquel que niega su memoria pierde su identidad y por consiguiente su futuro.

El cuño de la moral cristiana marca la humanidad

El ave que nos va a guiar en esta segunda parte ya no será la lechuza de Atenas ni el águila de los Romanos, sino la paloma en la que la iconografía cristiana ve el símbolo del Espíritu Santo (Jn 1, 32). La paloma nos conduce a la primera secuencia de la fraternidad, a esta frase capital que inaugura la Palabra de Dios, del mismo modo que la inscripción grabada sobre el pórtico en la entrada del Templo: «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Hombre y mujer los creó» (Gn 1.26-27). Todo queda dicho en estas primeras palabras. Aquí se encuentran condensadas la vocación humana y la misión de Cristo. En ese mismo lugar se nos afirma que existen dos maneras diferentes y complementarias la una de la otra, sin confusión posible, de ser en el mundo, una manera masculina y una manera femenina [8]. Pero se nos recuerda igualmente que no se puede acceder a este mundo sin pasar por los dos sexos, un padre y una madre, es decir, por una familia. La filiación precede nuestro ser. Cada uno de nosotros no logra ser él mismo mientras no asume su condición de hijo. Y puesto que venimos al mundo en y por una familia, un sueño de fraternidad habita en el corazón de los hombres desde los orígenes.

1. La fraternidad, o el sueño inaccesible

Nada podrá destruir ese sueño. Sin embargo, la Biblia describe la fraternidad con colores obscuros [9]. Los primeros hermanos se celan entre ellos y Caín acaba matando: representa para nosotros la figura misma de la mala conciencia, incapaz de arrepentirse (Gn 4, 13 s.). Las tribus hermanas del antiguo Israel guerrean constantemente (1 R 12, 24), y los profetas constatan con el alma afligida que «nadie se compadece de su hermano» (Is 9, 18 s.) o que no se puede uno «fiar de ningún hermano, ya que todo hermano piensa suplantar al otro» (Jr 9, 3). Para explicar las guerras, las divisiones, las rivalidades sin fin, la Biblia nos da una primera respuesta: del mismo modo que la injusticia para Sócrates, el pecado está agazapado a las puertas del corazón de cada uno (Gn 4, 7). Que entre, y el pecado impondrá entonces su régimen férreo hecho de distorsión y de cisma.

Existe también eso que yo llamaría, parodiando un título muy querido a Miguel de Unamuno, el sentimiento trágico de la fraternidad universal. El psicoanálisis ha puesto en evidencia el papel y el impacto de la filiación dentro de la estructura de la persona [10]. La madre y el padre son ante todo, tanto para el hijo como para la hija, los modelos, los polos de fijación afectiva o de conflictos interminables. Modelos, puesto que el individuo no consigue ser hombre o mujer si no es en relación a uno de sus padres; polos de fijación, puesto que en ellos se vive la relación afectiva más intensa posible que pueda darse en la existencia, de amor o de odio [11]. Pero cada uno de los padres está dotado de un aura que le confiere un lugar aparte. La madre frecuentemente es idealizada a través de una imagen de benevolencia y de bondad sin límites (a veces también es odiada como una cruel madrastra). El padre es idealizado porque encarna el ideal masculino para la hija y el primer polo de identificación para el hijo.

No hay parecido entre hermanos y hermanas. Los hijos no gozan de ningún aura y cuando alguna vez representan polos de identificación (los más grandes para los más pequeños), no pueden hacerlo más que a título provisional y por períodos. La fraternidad natural está sometida a un proceso, que es a la vez inevitable y desolador, que pasa por cuatro etapas [12].

- El deseo. El primogénito pide un hermano pequeño o una hermana pequeña para acabar con su soledad y compartir sus juegos. El más joven admira al mayor: extendiendo sus brazos hacia él, haría cualquier cosa por ser admitido en su compañía.

- La decepción. Para el primogénito, el pequeño siempre es demasiado pequeño; nunca responde al deseo inicial; no solamente se revela incapaz de compartir sus juegos, sino que los perturba. El mayor decepciona cruelmente al más joven. No responde a sus invitaciones y se encierra en un sentimiento de superioridad [13].

- La amenaza. El «territorio» se reduce con el recién nacido. Será necesario compartir todo, empezando por el afecto de los padres. Ahora bien, nada es más contrario a esas edades tan narcisistas como admitir la necesidad del don.

- Finalmente, los celos. Cuando los padres dan exactamente lo mismo a cada uno, son percibidos necesariamente como injustos. La desigualdad sería la justicia, a condición, claro está, de ser uno mismo el beneficiario.

Dependiendo en parte del pecado y en parte de la fragilidad humana, me siento incapaz de dar a cada parte lo que le corresponde. Constato simplemente que la tarea de ser hermano es la más difícil que existe, mucho más difícil que la de ser padre, hijo o esposo. Creo incluso que esta realidad sobrepasa las fuerzas humanas. Para enseñarnos a ser hermanos, nos haría falta un modelo más grande que nosotros, un aura que sea la de la gracia. El Antiguo Testamento había formulado al menos algunas reglas de fraternidad (ley de santidad en Lv 19, o ley del levirato en Dt 25, 5-10), pero sólo Cristo podía hacer que el sueño de la fraternidad se hiciera realidad. Con Él, el sueño se hace carne.

2. Y el sueño se hizo carne

La misma paloma nos conduce a lo que yo llamaría la segunda secuencia decisiva de la fraternidad, a la orilla del Jordán. La Tradición vio en el bautismo de Jesús el inicio de su misión. Es presentado como hijo, el Hijo por excelencia, en quien el Padre «puso toda su complacencia», asegura una voz que viene del cielo (Mc 1, 10-1 1). Ese título es mucho más que un reconocimiento de la identidad de Jesús: anuncia su programa. El Hijo inaugura una creación nueva; su misión consiste en proponer a todos los hombres un nuevo nacimiento (Jn 3, 3) gracias al cual llegarán a ser hijos de un Dios a quien llamarán «Abba» (Rm 8, 14-17). Podrán, por consiguiente, reconocerse y vivir como hermanos si emprenden los mismos caminos de Cristo, su hermano mayor. A partir de ahora, los cristianos serán designados con el nombre de hermanos (1 P 5, 9).

El apelativo de hermano no se basta a sí mismo. Hace memoria de un origen. Mientras que la relación padre-hijo es dual, el hermano no es tal más que por el hecho de reconocerse primero como un hijo de un padre común. La relación en ese momento es triangular. Insistamos sobre este punto, puesto que es capital para nuestra tesis: contrariamente a lo que con frecuencia se dice, la fraternidad posee en primer lugar una dimensión vertical, y no horizontal. Lo acabamos de recordar: cuando el hombre ve a su semejante, la fraternidad es la última cosa que percibe. Antes que todo, ve en el otro un rival. No descubrirá al hermano hasta que no haya contemplado el rostro del Padre en el rostro de Jesucristo (Jn 14, 9). Sin el padre, el hombre sigue siendo «lobo para el hombre», como dijo Hobbes; el lobo no se muda en hermano más que dentro de una referencia común al Padre de los cielos. En este sentido, podemos decir que la fraternidad entre los «Hombres o es cristiana, o no lo es».

Es exactamente esto lo que entendió el comunismo, que siempre ha escogido al cristianismo como adversario predilecto. Y es por esta razón, una vez más, por la que la fraternidad ha sido muy poco estudiada en la filosofía política: ésta nos obliga a evocar la figura de un Padre que la sociedad secularizada ha despedido. Ahora bien, mientras el lugar del Padre siga vacío, el sueño de la fraternidad permanecerá vano. La libertad se entiende por ella misma, la igualdad se basta a sí misma; la fraternidad pasa por la mediación de un tercero, y de un tercero superior.

Jesucristo no sólo inaugura en su iglesia la verdadera fraternidad, con la que los humanos soñaban desde los inicios, sino que nos proporciona el modo de empleo, que estudiaremos en la tercera parte.

El perdón o el secreto de la fraternidad

Creo que no he ennegrecido abusivamente el retrato trazado por la Biblia. Como sabemos, hubo ejemplos de fraternidad de gran belleza, como el caso de Abraham y de Lot (Gn 1 3, 8), el de Jacob, que se reconcilió con su hermano mayor Esaú (Gn 33. 4), o también el de José, que perdonó a sus hermanos (Gn 45, 1-8); semejante final debió ser el que esperaba a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo, sobre los cuales el Evangelio se muestra, sin embargo, muy discreto. Ahora bien, todos tuvieron que luchar contra la plaga que es característica de la fraternidad y que es tan mortífera para ella: la rivalidad, la envidia, los celos, en fin, la disputa y el cisma. Cristo nos enseña los medios para evitar este contagio. Hoy los conoceríamos. Como ustedes «y yo sabemos, la historia de la Iglesia no está desprovista de testimonios contrarios a la fraternidad. Nuestro Señor nos confió un secreto, no aquel de impedir el mal sino de sanarlo, no aquel de evitar lo inevitable, sino de darle un desenlace feliz. Este secreto lleva el nombre de perdón y constituye como el punto de enfoque de la «corrección fraterna» a la cual el evangelio concede un largo espacio (Mt 18,15s).

1. La esencia del cristianismo

Estamos aquí ante una verdadera innovación por parte del cristianismo. La culpabilidad ya no es ese machacar mórbido en el cual se hunde como en un abismo la conciencia infeliz. Esta encuentra un final feliz. Desemboca en una gracia mayor. La ofensa es incluso capaz de fortalecer la fraternidad.

El cristianismo es antes que nada una religión de la gracia, del don. Su esencia se expresa a través del perdón. No traduce solamente una exigencia moral, que por otra parte es conocida bajo una forma u otra en todas las grandes religiones, sino teologal. Más que cualquier otra actitud, el perdón compromete la relación con Dios. «Perdonar es dar dos veces», dice la sabiduría popular. Se podría definir el perdón como un don gratuito que responde a una carencia o mejor dicho: una alquimia que convierte el mal en una nueva suerte [14].

El perdón convierte el mal. El olvido es una ilusoria pretensión. El que asegurase que de ahora en adelante no volverá a pensar en la herida sufrida y que hará «como si nada hubiese pasado» se equivocaría o equivocaría su entorno. El perdón no borra nada, puesto que incluso Dios en su omnipotencia no puede hacer que lo que ha sido ya no sea. El perdón establece con el mal –con la ofensa, diría la teología clásica– una relación a la vez violenta y necesaria. Si se olvidara la ofensa, el perdón perdería su razón de ser [15].

El perdón no restablece el estado anterior. Lo roto, roto está. No prolonga una relación interrumpida provisionalmente. Crea algo nuevo. Estrena un nuevo capítulo en la historia de la relación que ha sido quebrada. Pasa la página. El perdón no excusa, porque hay faltas inexcusables, pero otorga al que ofende una nueva oportunidad. No admite que el mal tenga la última palabra. Signo verdaderamente pascual, «vence a la muerte» (cf.1 Co 15, 54-56) para que filtre de nuevo la luz del Reino que vendrá.

El perdón no es cosa sencilla, no es cosa evidente. En varias ocasiones, Jesucristo ha vuelto sobre este tema, lo cual prueba cuán difícil era para sus oyentes comprenderlo. En el mismo capítulo dieciocho del evangelio de San Mateo, encontramos una doble referencia a la corrección fraterna. Ahora bien, a pesar de que estos dos juntos responden ambos a la misma preocupación: «¿Qué hacer si un hermano ha cometido una falta contra mí?», parecen proponer dos respuestas muy diferentes, casi opuestas. «Si tu hermano llega a pecar –se lee en el primero–, vete y repréndele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad le desoye, sea para ti como el gentil y el publicano» (Mt 18, 15-17). «Pedro se acercó entonces a Jesús y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?’. Le dice Jesús: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’» (Mt 18, 21-22). ¿Acaso existirán dos actitudes entre las cuales nosotros podríamos elegir, según las circunstancias o según nuestro humor? ¿Habrá dos regímenes de perdón: uno medido, limitado, en una palabra, humano o razonable; y el otro ilimitado, desmesurado, reservado a los santos o a los más perfectos de entre nosotros?

2. Los dos movimientos del perdón

Estas dos actitudes son auténticas tanto una como otra. No se oponen porque representan los dos movimientos de un mismo impulso, el de la caridad. Nos han repetido que la caridad respeta a las personas; no hemos quizás añadido suficientemente que la caridad respeta a las personas hasta en sus actos mismos. El perdón empieza cuando se toma en serio al hermano, como Dios nos toma en serio. Él nos toma por las palabras y por los actos.

El acto humano ha de ser entendido como un condensado de la persona, ciertamente parcial y provisional, pero auténtico. Constituye su epifanía y su manifestación real. En cualquier caso, la persona será siempre más grande que sus actos, pero en un acto consciente y libremente deseado, aquélla se revela y se expone. La palabra que golpea un acto acabará por alcanzar a su autor. Hablar de robo o de mentira equivale a designar inevitablemente al ladrón y al mentiroso [16].

La respuesta de Jesús ilustra este primer movimiento. Si un acto es el hijo de alguien, el respeto debido a la persona implica el de sus actos. Esto puede ofendernos y dañarnos, pero nosotros no disponemos del poder de borrarlo. En la parábola del hijo pródigo, el padre cumple su función de padre en el momento en que respeta, en el silencio, la decisión de su hijo más pequeño de abandonar la casa familiar, incluso cuando él sabe mejor que nadie que esta decisión es una falta. El perdón implica ante todo un acto de imputación: que el autor de la falta esté convencido de su paternidad [17]. Para conducirlo a este reconocimiento, Jesús prevé un trámite progresivo: primero cara a cara, luego en un grupo reducido, y finalmente en medio de la gran asamblea.

Los actos hieren. En el amor hacia el hermano se nos pide que recibamos sus heridas y, lejos de negarlas, las acogemos para «re-mitirlas». El segundo movimiento de perdón consiste en transformar el acto: donde hay mal, poner el bien; donde hay error, poner la verdad; donde hay espíritu de rivalidad y de discordia, poner espíritu de paz y de concordia. Es la razón por la cual hemos definido el perdón como una alquimia que transforma el mal en una nueva oportunidad. Si no domino los actos de mi hermano, puedo al menos adquirir el dominio sobre los efectos que sus actos provocan en mí. Donde había ausencia, suscitar el don. Este intercambio, esta transformación, esta alquimia del mal en un don sólo se realiza en un corazón que permanece sensible a la miseria de su hermano. Por muy lejos que vaya el hermano, nunca irá más allá de los límites de mi misericordia, puesto que nunca irá más allá de los límites de la misericordia del Padre.

Es hora del arrepentimiento. Se diría que, concluido el milenio, donde desempeñó casi constantemente el primer papel, la civilización occidental desease sanear su memoria y presentarse con un corazón más ligero, sino con una recobrada inocencia en el milenio que se inauguró.

Para hablar de la fraternidad, lo hemos hecho a partir de la intuición del poeta. De la misma manera que él comparaba las tres virtudes teologales a tres hermanas, cuya hermana pequeña conducía a sus primogénitas, la fe y la caridad, de la misma manera hemos recordado que la fraternidad era el último en aparecer de entre los valores que animan nuestra Ética. Una vez más, era sin duda la hermana pequeña la que guiaba a sus hermanas mayores: la libertad, nacida en tierra griega, y la igualdad descubierta por los romanos.

Veo como una especie de prueba en el hecho de que si la libertad y la igualdad han conocido excesos, no fue lo mismo –y no podría ser lo mismo– en el caso de la pequeña, la fraternidad. La libertad ha conocido excesos, o más exactamente hubo excesos que han sido cometidos en su nombre. Se suponía que los ejércitos de la Revolución francesa deberían liberar a los pueblos de Europa del yugo de la arbitrariedad y del oscurantismo. En varios lugares, aquéllos provocaron traumas a las mentalidades, las cuales necesitaron más de un siglo para digerirlos. Analizando el pasado reciente de España, son numerosos los historiadores que sostienen que la irrupción de las tropas napoleónicas enarbolando el estandarte de la libertad, explica en gran parte los sobresaltos y las violencias de este país hasta hace solamente medio siglo. Por lo que se refiere a la igualdad, si por una parte condujo a la abolición de privilegios exorbitantes, por otra, también empujó a decapitar las cabezas que sobresalían. Con demasiada frecuencia, la igualdad permite que se la confunda con el igualitarismo, tan mortífero para el pensamiento contemporáneo, con su «pensamiento único» o con el siniestro «pensamiento políticamente correcto».

Nunca hubo excesos cometidos en nombre de la fraternidad. Nunca se ama suficientemente a un hermano. Nunca se perdona demasiado a los hermanos. Si la libertad y la igualdad son valores éticos indiscutibles, estos no son más que valores humanos. Como todos los valores simplemente humanos, padecen desviaciones. La fraternidad es también un valor ético; pero en realidad es mucho más que eso. Fija sus raíces en el cielo. Es una virtud caída sobre la tierra. Nos viene de Nuestro Señor Jesucristo. En la trascendencia nunca hay excesos, y sólo por un abuso de lenguaje decimos que algo es «demasiado» verdadero, «demasiado» bueno, o «demasiado» bello. No existe una fraternidad excesiva. Nunca la hubo. Si hay un exceso que podríamos consentir en la fraternidad, sería el de la gracia.


NOTAS 

[1] A. BAIER, Moral Prejudice, Cambridge, Harvard Uni. Press, 1994.
[2] E. VACHEROT, La Démocratie, Paris, F. Chamenot, 1860.
[3] J. RAWIS, A Theory of Justice, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1971.p. 105
[4] C. PEGUY, Le Porche du mystère de la deuxième vertu, Paris, Gallimard, coll. «La Pléiade», 1960, pp.536- 537.
[5] Hemos tratado de estudiar los efectos negativos del abandono de este concepto tradicional en el pensamiento contemporáneo: cf. J. L. BRUGUÈS, L´Eternité si proche (segunda conferencia: La Splendeur du Temple), Paris, Cerf, 1995.
[6] Cf. A. FESTUGIERE, «Le sens de la vie humanie chez les Grecs», en The Living Heritage of Greek Antiquity, The Hague, Mouton & Co., 1967.
[7] SÉNECA, Carta a Lucilio, 47.
[8] Cf. D. VASSE, Le Temps du désir. Essat sur le corp et la parole, Paris Seuil, coll. «Essais», 1997, pp. 41s.
[9] Frecuentemente, los diccionarios críticos recientes de teología ignoran el hecho de hablar de hermanos y de la fraternidad. Sin embargo, no se encuentran menos de 30 referencias solo en los libros de los Hechos y 130 recurrencias en el caso de Pablo. Cf. VON SODEN, art. Adelphos, en Theological Dictionnary of the New Testament, London, G. Kittel, 1964, pp. 144s.
[10] Cf. A. PAPAGEORGIU-LEGENDRE, Filiation. Fondement gènéalogique de la psychanalyse. Paris, Fayard, 1990.
[11] Cf. F. CHIRPAZ, «La Relation fondatrice», en Lumiére & Vie 241 (enero-marzo 1999).
[12] Cf. A. FABER-E. MAZLISH. Sibling without Rivalry, New York, W.W. Norton and Company, 1987.
[13] La tesis del deseo mimético desarrollada por R. Girard es muy esclarecedora en este punto. Cf. Sus obras: Mensonge romantique et verité romanesque, Paris, Grasset, 1961; Critiques dans un souterrain, Paris, L’Age d’homme, 1976; Le Boue-emissaire, Paris, Grasset, 1982.
[14] Hemos desarrollado esta teoría del perdón en una conferencia de cuaresma dada en Notre Dame de Paris. El texto se encuentra en: J. L. BRUGUÈS, L’Etermté si proche (4 ème conférence: Le Don de la vie), op.cit.
[15] Cf. J.Y. LACOSTE, art. «Pardon (clemence et pardon)», en Dictionnarie d’Ethique et Philosophie, bajo la dirección de M. Canto Sperber, Paris, PUF, 1996.
[16] Cf. J. L. BRUGUÈS. Ideas felices. Virtudes cristianas para nuestro tiempo, B.A.C., Madrid 1998, pp. 113-139.
[17] «La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que estos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos» «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores psíquicos y sociales» «La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos» (Catecismo de la Iglesia católica. 1734. 1735 & 1749)

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