No se trata de cosas "espeluznantes" sino, todo lo contrario, de algo benéfico
La endemoniada de Santiago
Lo sucedido con una joven de 18 años llamada Carmen Marín, de la que ni antes ni después existen referencias, se sitúa en 1857, hacia fines de la segunda presidencia de Manuel Montt. De ello dejó detallado informe al arzobispo Mons. Rafael Valentín Valdivieso el presbítero José Raimundo Cisternas. A siglo y medio de distancia Patricio Jara retomó caso e informe, para presentarlo al público como “la crónica más espeluznante de la historia de Chile que se escribió hace 150 años”.
La cantera es abundante para extraer conclusiones de variada índole sobre este célebre exorcismo. Concretamente se destaca una percepción diferente entre los periodistas decimonónicos de “El Ferrocarril”, indignados de que aún pudiera darse tan grande superstición y superchería entre sacerdotes que “deshonraban su sagrado ministerio”, “ateos de sotana, que pervierten las creencias, profanan la religión y perpetúan el embrutecimiento de nuestras masas”, y el editor de 2007, que, al parecer, no se extraña demasiado de que el presbítero Cisternas hubiera recurrido a un exorcismo. La reacción destemplada de los periodistas de 1857 refleja el racionalismo totalitario de corte volteriano de la época. Desde entonces los criterios se han ensanchado un tanto, aunque Patricio Silva tiene la rémora de interesarse en el tema sólo por considerarlo “espeluznante”. El cine, en general, ha seguido la misma tendencia, aunque, a la larga, películas como “El exorcista”, “El exorcismo de Marie Rose” y “El rito” han contribuido a superar prejuicios e incredulidades, proporcionando datos correctos.
Con eso, queda aún muchísimo por destrabar, no sólo en materia de exorcismos, sino, en general, en lo referente al mundo sobrenatural, a Cristo y a Satanás, a la acción del Espíritu Santo, a los ángeles buenos y malos, a la distinción del bien y del mal, a la lucha espiritual, al proceso de sanación y superación del pecado, a la santificación, al cielo, el purgatorio y el infierno. Gran paso el de entender que en estos temas no se trata en absoluto de “cosas espeluznantes o raras”, sino, todo lo contrario, de algo benéfico. Una vez descubierto y comprendido esto, se llega infaltablemente a la convicción de la importancia extrema de la llamada “escatología”, nombre con que se resume el conjunto de dichas realidades.
En esto se topa no solamente con el muro de los ateos y agnósticos, sino también con una mentalidad difusa entre muchos fieles e incluso miembros del clero, cuya fe en Cristo y en el evangelio al parecer no incluye el reconocimiento de la existencia de Satanás y de su acción, de los ángeles caídos, es decir, demonios. Todo esto se lo incluye equivocadamente en el mundo marginal de las “cosas raras”, que “no gustan” y que por esa causa pueden ser excluidos del camino de salvación, y por consiguiente también de la pastoral. Muchas veces se refuerza tal exclusión con la motivación, de que uno prefiere una fe “positiva”.
El mundo angélico
En 1215 el IV Concilio de Letrán definió: “Creemos en el Padre, creador de todas las cosas, de las visibles e invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana y después la humana, que participa de las dos realidades, pues está compuesta de espíritu y de cuerpo. Porque el diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por sí mismos, se hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugestión del diablo”. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica sostiene sin ambages: “La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.” [1]
No deja de ser sorpresa para cualquiera que precisamente el tipo de seres que por su naturaleza espiritual debería estar en el primer lugar de la lista negra de exclusión de los escépticos, sea el más masivamente presente en la Escritura y la Tradición de la Iglesia. Y no sólo eso: aparte de los monjes antiguos, de los místicos y de los teólogos, también muchos artistas han tenido una percepción de los ángeles, que a veces no está lejos de las enseñanzas de los teólogos. Mencionemos en primer lugar a los poetas alemanes Rainer María Rilke y Hölderlin. Pero también Jorge Luis Borges ha escrito una oración al ángel de la guarda, bien compuesta y devota. En 2001, Daniel Casado, en el prólogo de su extensa y variada antología “Sobre los ángeles”, afirma: “El ángel es la suprema forma del hombre, su más alto anhelo, su potencia más elevada. Los actos de amor forman al Ángel, mientras el cuerpo va perdiendo consistencia, dureza, y al cabo deviene en polvo, en nada, Pero ¿qué nos muestran los ángeles? ¿En qué momentos su presencia es decisiva para nosotros? El hombre de nuestros días, qué duda cabe, necesita al ángel” [2].
Según las Escrituras, los ángeles fueron puestos a prueba y algunos de ellos, encabezados por Lucifer, optaron por la no aceptación de la propuesta divina (2 P 2,4). Y por esa rebelión Lucifer se convirtió en Satanás o Luzbel y los ángeles rebeldes, en demonios. En este misterio del rechazo de la voluntad divina se revela la extrema importancia que Dios concede a la libertad. Tanto los ángeles como los hombres son libres de elegir.
En la escena de la caída de Adán y Eva, el diablo, la serpiente antigua, consigue embarcar al hombre en su mismo fracaso. Con ello Satanás revela la esencia de su misión eterna: apartar al ser humano del camino de salvación, de su Creador. Aunque Dios, en su infinita humildad, acepta esta aparente derrota, no por eso queda impedido el plan de salvación. Porque Dios, y sólo él, puede extraer el bien del mal. Los dos ejemplos clásicos que el Catecismo de la Iglesia Católica nos propone para ilustrar esta capacidad divina para derrotar siempre el mal del mundo son, uno, la historia de José en el Antiguo Testamento: “No fuisteis vosotros -dice José a sus hermanos- los que me enviasteis acá, sino Dios. Aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien para hacer sobrevivir un pueblo numeroso (Gn 45,8 y 50,20). El otro ejemplo es “Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de los hombres, Dios por la sobreabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra salvación”. [3]
Dicho esto, parece obvio que Satanás no es una simple ficción de la mente, una manera para explicarse la existencia del mal. Cristo mismo hace 223 referencias a Satanás y los demonios y, de acuerdo con lo dicho en la Primera Carta de San Juan, “El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3,8), su primera acción después del bautismo fue el enfrentamiento con Satanás en las tres tentaciones. Constantemente en su vida pública “curaba a los enfermos y expulsaba a los espíritus malos”. Enseñó aquella doble ciencia a sus discípulos, los cuales, como se puede verificar en los Hechos de los Apóstoles, ponían en práctica lo que Jesús les había enseñado.
Los monjes antiguos y la “Vita angelica” [4]
Nos referimos principalmente a las personalidades más destacadas del monacato egipcio: Antonio abad (251-356), Pacomio (287-346); Evagrio Póntico (346-399); del monacato palestino: Doroteo de Gaza (finales del siglo VI- primer tercio del siglo VII), Isaías de Gaza (siglo V), Juan Clímaco (575-649); del monacato sirio: Efrén el sirio (306-373), el Seudo Macario (siglo V), Isaac de Nínive (mitad del siglo VII)… Se puede decir que parten de una antropología tripartita, basada en el ruego de San Pablo en 1 Ts 5,23: “para que nuestro ser entero, el espíritu, el alma y el cuerpo sea conservado sin mancha hasta la venida del Señor”. Aunque según la doctrina del Concilio de Constantinopla del año 870, esto no introduce una dualidad en el alma y Sto. Tomás de Aquino recurre indistintamente al esquema dual de “cuerpo y alma”, o al trino “cuerpo, alma y Espíritu”, lo nuclear es que el Espíritu representa la capacidad sobrenatural del hombre, gracias al don que recibe en el bautismo. El hombre es la única criatura del mundo que, gracias al don del Espíritu, puede traspasar los límites que le impone su naturaleza. La oración, es decir la capacidad de comunicarse con Dios y con todo el mundo sobrenatural, es la primera y más noble superación de su condición humana. La capacidad de recibir los dones de la gracia, carismas y dones del Espíritu constituye el reverso de esta gracia de comunicación que es la oración. Por eso no extraña que los primeros tratados sobre la oración procedan de los monjes y su gran inspirador, Orígenes.
Pero al mismo tiempo el alma orante se encuentra inmediatamente implicada en el mundo de los ángeles, tanto buenos como malos, implicada también en la necesidad de distinguir el bien y el mal, implicada, en tercer lugar, en la lucha espiritual. La expresión “Vita angelica” no significa entonces que los monjes se sintieran más puros y transparentes que los demás hombres, sino que se reconocían como invitados a seguir en las grandes tareas de sus “hermanos mayores”, los ángeles: Los ángeles buenos los llevaban por el camino de la alabanza, en último término, de la liturgia y de la comunicación de las “buenas noticias”. Los ángeles caídos, en cambio los matriculaban en la severa escuela de los pecados, vicios y virtudes. Lejos, pues, de constituir un desecho de criaturas fracasadas, ellos, que voluntariamente no quisieron servir, involuntariamente siguen colaborando con el plan de salvación de Dios.
Partiendo de San Antonio abad, cuya interesante vida nos dejó San Atanasio de Alejandría, habría que destacar que su iniciativa de desafiar a Satanás en el desierto se derivaba directamente del seguimiento de Cristo. Si este había considerado como tarea primordial el enfrentamiento con Satanás en el escenario de las tres tentaciones, un discípulo suyo no podía sino dar el mismo paso en su propio comienzo. Las famosas “tentaciones de San Antonio” han servido de inspiración a muchos artistas; pero no son ellas lo más importante, sino el largo discurso que Antonio dirigió a sus discípulos después de sus terribles experiencias. Podemos decir que estamos frente al primer gran tratado de demonología, cuyas principales conclusiones, hasta ahora no refutadas, han servido durante siglos a los jóvenes monjes como un verdadero manual de lucha espiritual.
Ahora, para ser realistas, habría que decir que el esquema de centrar en la experiencia diabólica el primer paso de la lucha espiritual, no fue considerado como imprescindible por los antiguos monjes. Pacomio, por ejemplo, el creador de la vida cenobítica, fundó su deseo de consagrarse al Señor en el ejemplo de caridad que le había demostrado un grupo de cristianos, cuando había sido simple conscripto del ejército imperial. Se trata entonces del primado de la caridad. Además Pacomio adhirió decididamente al postulado de Evagrio Póntico que reza: “A veces el diablo, cuando no puede atacarnos de frente, nos hostiliza por medio de un hermano poco ferviente”. Este acento, puesto por Pacomio en la acción del diablo en la comunidad, habría que considerarlo como complementario del punto de vista de Antonio. De facto ambas tradiciones y enfoques han persistido sin interrupción en toda la tradición monástica.
Evagrio Póntico (346-399)
Nacido en el Ponto (Norte de la actual Turquía), tuvo una educación esmerada y, después de pasar por Jerusalén, por consejos de Melania la mayor (341-410), se estableció en el desierto egipcio. Allí tuvo como discípulo durante unos nueve años a Juan Casiano (360 o 365-435), quien transmitió en lengua latina todos los tesoros de la sabiduría monástica de Oriente. Evagrio, basado en su propia experiencia, llegó a formular la teoría de los ocho demonios o pensamientos capitales: que son gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedia, vanagloria, orgullo. Estos pensamientos o “Logismoi” no provienen del hombre, sino del poder del mal. Y con ellos Satanás azota durante toda la vida el intelecto del hombre. El primer paso de la lucha espiritual consiste, pues, en rechazar estos “pensamientos”, en desautorizarlos. Puede producirse un cansancio en este perpetuo enfrentamiento y el hombre comienza a relajar un tanto su postura. Entonces se da lo que San Benito llamaría después “darle ocasión al diablo”. Es una especie de rendija por la cual el poder del mal puede introducirse. El joven que busca un “consuelo” en las páginas pornográfica del Internet, al principio no sentirá nada especial, pero de improviso aparecerán en su vida algunos síntomas inquietantes. Generalmente no llega a percibir la raíz de la casi imperceptible invasión. Pero se trata del comienzo de la etapa que se denomina “opresión diabólica”. El hombre pierde gradualmente su libertad. Si no se arrepiente y se lava por el sacramento de la confesión, la opresión irá en aumento, hasta el punto en que la víctima ya no podrá defenderse sola, sino que debe acudir a alguien que rece sobre ella oraciones de liberación. La culminación del proceso de degradación se produce en la “posesión diabólica”, en la cual el sujeto llega a solicitar la ayuda de Satanás. En este caso el exorcismo se manifiesta como extremadamente difícil y laborioso. Por ingratas que sean estas noticias, en ella se juegan vida y muerte espirituales. En primer lugar el hombre llega a distinguir claramente el bien y el mal. Un solo enfrentamiento con los ángeles caídos basta para saber a qué atenerse. La experiencia de la potencia del poder del mal despierta en el ser humano ansias infinitas de santidad. Por más que el hombre se aprendiera de memoria la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles, mientras no tenga la experiencia de las primeras heridas del combate espiritual, no será capaz de aplicar el código moral. Esta “inercia moral” se podrá comprobar cada día.
Tener conciencia de que la vida no es una agradable regata, desarrollada en terreno neutral, sino que está bajo la luz de la enseñanza de San Pablo en Efesios 6,10-13 es algo imprescindible: “Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en su fuerza poderosa. Revestíos de las armas de Dios, para poder resistir a las acechanzas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en el aire. Por eso, tomad las armas de Dios. Para que podáis resistir en el día funesto y manteneros firmes después de haber vencido todo”. La primera enseñanza de los maestros de novicios de los monjes antiguos consistía en “dar a conocer y enseñar a evitar las trampas del demonio”.
Hay una segunda circunstancia que torna más difícil la elección entre el bien y el mal. Y es que el mal, por ser carencia y no tener vida propia, necesariamente tiene que presentarse bajo la apariencia del bien. Sólo bajo tal apariencia puede aspirar a ser preferido. Por ello, además de la necesidad de elegir entre el bien y el mal, hay que tener la capacidad de discernir entre la verdad y la apariencia. Se trata de la virtud del “discernimiento de los espíritus”, tan apreciada por el monacato primitivo.
Sólo en el enfrentamiento con los ángeles caídos se enciende la llama de la “militia Christi”, que es el celo que Cristo sintió al ser empujado por el Espíritu al desierto para enfrentarse directamente con el diablo y el celo que sintió la Santísima Virgen María, al saberse madre del hijo de Dios y por lo tanto “empujada” para llevar esa noticia por caminos montañosos a su prima Isabel y cantar el canto de triunfo del Magnifícat. ¿Cómo obviar tanta inercia espiritual, cómo superar tanta languidez pastoral, cómo devolver el celo pastoral a los sacerdotes y la convicción a los monjes? Sólo se requiere una gota de la “militia Christi et Mariae”. Por algo una parte de la jerarquía angélica lleva el nombre de “serafines”, es decir “los ardientes”. No cabe tibieza en el servicio de Dios.
La introducción al Nuevo Ritual de Exorcismos de 1999
Para proporcionar una base útil y común motivación para la tan necesaria renovación de la espiritualidad y pastoral de la Iglesia, sugerimos un mayor estudio y difusión de la Introducción teológica o Praenotanda del nuevo “Ritual de Exorcismos y otras súplicas”. Sabido es que, a la publicación de este ritual, uno de los más conocidos exorcistas de Roma, el P. Gabriel Amorth , expresó su decepción por el hecho de que dicho libro se habría hecho con criterio meramente litúrgico, sin tomar en cuenta la experiencia secular de los exorcistas. Si esto fuera así, se podría pensar que también en las altas esferas eclesiásticas habría asomado algo del desdén que en el resto del pueblo de Dios se puede dar contra el trabajo de los exorcistas. El prefecto de aquella época, cardenal Jorge Medina, concedió entonces a los exorcistas la opción de pedir permiso para recurrir a los libros antiguos. Por su parte, el P. Gabriel Amorth reconoció que la Introducción teológica era excelente. De los seis acápites que se distinguen en esta introducción, interesan ante todo los dos primeros:
“La victoria de Cristo y el Poder de la Iglesia contra los demonios” y “Los exorcismos en el ministerio eclesial de santificar”. Después de recordar en I.2 la naturaleza de la lucha espiritual, continúa en I.3: “El Padre todopoderoso y misericordioso envió al Hijo de su amor al mundo para librar a los hombres del poder de las tinieblas y trasladarlos al reino de su luz (Cf. Ga 4,5; Col 1,13): Por eso Cristo, primogénito de toda criatura (Col 1,15), renovando al hombre viejo, vistió carne de pecado, “para destruir por su muerte a aquel que tenía poder, es decir, el diablo (Hb 2,14) y transformar por medio de su Pasión y Resurrección la naturaleza humana herida en una nueva criatura, por el don del Espíritu Santo.
I.4. En los días de su vida mortal, el Señor Jesús, vencedor de la tentación en el desierto (Cf. Mt 4,1-11; Mc 1,12-13 y Lc 4,1-13), expulsó con su propia autoridad a Satanás y a los demás demonios, imponiéndoles su divina voluntad (Cf. Mt 12,27-29; Lc 11,19-20). Haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo (Cf. Hch.10, 38), manifestó la obra de la salvación, para librar a los hombres del pecado, de sus consecuencias y del autor primero del pecado, homicida desde el principio y padre de la mentira (Jn 8,44).
I.6. Para llevar a término su ministerio Cristo dio a sus apóstoles y a otros discípulos el poder de expulsar espíritus inmundos (Cf. Mt 10,1.8; Mc 3,14-15; 6, 7, 13; Lc 9,1; 10, 17,18-20). Entre los signos que acompañarán a los creyentes, se incluye en el evangelio la expulsión de los demonios (Mc 16,17).
Conclusión final: La misión de curar a los enfermos y de expulsar a los espíritus malos constituye, pues, una tarea de la misión salvadora de la Iglesia, encargada a ella por Jesucristo.