El “regreso a la Patria trinitaria” no puede quedar amputado de esta dimensión existencial, sin l cual el mismo misterio trinitario quedaría reducido a un teorema celestial sin consecuencias efectivas acerca de la explicación de la vida. Se trata del ¡Amén vitae! de la profesión trinitaria, como momento inicial y destino del creyente.
Si María, por su íntima participación en el desvelarse salvífico del Dios cristiano, se concretiza como espacio activo de la epifanía trinitaria, es, a la vez, también la persona que contrae vínculos relacionales y existenciales con el Dios uni-trino. Estos vínculos ayudan a comprender cómo se realiza la dinámica vital de la criatura nueva y del creyente en Dios comunión de personas. Podríamos afirmar que si hasta ahora hemos visto cómo la Virgen es la “palabra abreviada” de todo lo que el Dios Trinidad hace por el hombre, podemos, al mismo tiempo vislumbrar, siempre por su medio, todo lo que la criatura ha sido capacitada por su Dios para ofrecerle en respuesta de su libertad.
El “regreso a la Patria trinitaria” no puede quedar amputado de esta dimensión existencial, sin l cual el mismo misterio trinitario quedaría reducido a un teorema celestial sin consecuencias efectivas acerca de la explicación de la vida. Se trata del ¡Amén vitae! de la profesión trinitaria, como momento inicial y destino del creyente.
Justamente se ha hecho observar que “el mayor problema eclesial y la principal tarea para la teología es hacer que la Trinidad sea un pensamiento espiritualmente vital para el creyente y para el teólogo, de manera que toda la doctrina de la fe y toda la existencia del creyente se conciban y vivan a partir de la profesión trinitaria” [1].
María, la mujer “ícono del misterio” como la define el teólogo napolitano Bruno Forte [2], es la criatura que vive radical y conscientemente su pertenencia al Dios que se ha revelado en las particularísimas circunstancias de su vida, como Padre, Hijo y Espíritu Santo y a quienes ha dado siempre una respuesta libre y permanente, desde el primer instante de su inmaculada concepción, hasta el último respiro que la introdujo en la gloria de su Señor. La biografía total de María es vida In Trinitate y por eso resulta ser vida de bienaventuranza. O es una casualidad que las primeras bienaventuranzas del Evangelio se dirigen hacia ella y partan de ella: “creyente y feliz” (Lc 1,45) la aclama Isabel bajo el impulso del Espíritu; “bienventurada” (Lc 1,48) se reconoce María en su inspirado cántico, mientras asegura que así la reconocerán todas las generaciones. Anticipando el contenido y la razón de las bienaventuranzas (Lc 6,20-23: Nt 5,1-12), ofrece a todos los bautizados “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, la imagen densa de la respuesta que el hombre ha sido capaz de dar a Dios y el atractivo que ella suscita en todos aquellos que se esfuerzan por querer ser verdaderamente humanos. La respuesta de María, como mujer concreta, ofrecida en la realidad histórica de su irrepetible humanidad, no podemos olvidar que se ha expresado en su triple condición de Virgen, Madre y Esposa. Son estas tres modalidades las que, por lo tanto, están llamadas a verificar el concreto itinerario que ella recorrió en su regreso hacia “la patria trinitaria” y que nos alumbran en nuestro personal camino hacia el mismo destino.
VIRGEN: por la respuesta a la iniciativa del Padre
La condición virginal de María identifica de manera tan radical y personal la figura de la Madre del Señor, que este título se vuelve su nombre y con ese nombre la Iglesia la confesará como “siempre Virgen” [3]. Este es un dato histórico irreductible que los evangelistas Mateo y Lucas, de manera independiente entre sí, refieren acerca de la muchacha de Nazaret. Al mismo tiempo esta condición, imposible de situar dentro de un contexto descontado y aceptado, puesto que en Israel no se veía como un valor, sino que incluso se consideraba una maldición, pareciera poco a poco remitir a una condición espiritual más profunda ante Dios.
En primer lugar en el acontecimiento de la concepción virginal de Jesús, el Padre manifiesta su iniciativa. En este hecho brilla la sencilla e inmediata verdad de que todo viene del Padre para nosotros propter nos homines et propter nostram salutem. El natus ex Virgine manifiesta el poder de Dios sobre cualquier proyecto o poder humano. Sobre la absoluta incapacidad y pobreza que revela la condición de virgen en que se encuentra María, Dios realiza una fecundidad extraordinaria y salvífica por medio de la generación del Hijo. Esta es la primera consecuencia en Dios al dirigirse a una Virgen. Pero ¿qué significa en María este hallarse frente a la iniciativa del Padre en la condición de la “que no conocer varón”? (Lc 1,34) ¿Qué revela esta “impotencia”, reconocida y ofrecida como respuesta de su yo humano y femenino ante el misterio del Dios de los Padres que se la solicita? El rasgo que surge del testimonio bíblico y que se deja entrever en su sí, es el de su fe virginal, de un consentimiento fiel y fecundo a la Gracia. Es aquí donde la virginidad asume el rasgo antropológico de la criatura que vive de fe, que acepta y reconoce su pertenencia al totalmente Otro, sin el doloroso repliegue sobre una autopertenencia o una soberbia suficiencia. Con su virginidad perpetua María expresa la sencilla verdad de que existir es pertenecer a alguien más grande: “llegar a ser siempre más verdaderos significa cambiar nuestra falsa conciencia de ser los dueños de nosotros mismos y alcanzar así el convencimiento de pertenecer a otro. Este cambio no es, como podría aparecer a la mentalidad actual, como penalizante para el hombre, porque él ha sido hecho para esto ya desde el origen. Si yo acepto mi dependencia, es porque ella constituye para mí in medio para significar mi pregunta” [4].
María pronuncia su sí virginal en la certeza de que Dios no es un intruso, una “hipótesis inútil”, como pareciera sugerir la cultura de la sospecha, sino el Dios en quien se puede abandonar. La pregunta de María por el ¿cómo? Y no por el ¿por qué?, es el inicio inmediato que nada teme y nada opone a la iniciativa del Padre. No es sin una clara razón que sobre esta óptica de fe, la reflexión de la Iglesia realizó el primer esbozo de comprensión de María y de su fe, después del dato bíblico, comparándola con la misma condición de la “Virgen-Eva” que, sin embargo, dudó y temió y por eso ató nudos de desobediencia. En el siglo II, san Justino y san Ireneo abren esta original veta de comprensión. Es sobre todo san Ireneo quien va a llevar a su pleno desarrollo esta idea explicativa del rol de la Virgen en el plan de la salvación acudiendo al paralelismo Eva-María: “María es obediente cuando dice ‘he aquí tu esclava, Señor, hágase en mí según tu palabra’. Eva, por el contrario, se muestra desobediente, ya que no obedeció precisamente cuando todavía era virgen. Pues bien, así como Eva teniendo como marido a Adán, aún era virgen… al desobedecer fue causa de muerte para sí misma como para todo el género humano, así María, la cual no obstante estuviera desposada, aún era virgen, obedeciendo fue causa de salvación tanto para sí misma como para todo el género humano… De esta manera el nudo de la desobediencia de Eva quedó desatado por la obediencia de María, puesto que lo que la virgen Eva había atado con su incredulidad lo desató la Virgen María con su fe” [5]. El signo de la virginidad de María asume el valor de una obediencia filial que suelta las ataduras de la esclavitud espiritual y devuelve la criatura su auténtica libertad.
La virginidad de María consiste en estar frente a la Iniciativa del Padre con la actitud de los “pobres de Yawké que perseveran en la radicalidad del abandono en Dios vivo. Su condición y opción virginal, aún después de la concepción de Jesús, denuncian, desde el punto de vista de la criatura, cualquier presunción de independencia, de autonomía o de posibilidad de maduración del ser en oposición a la sencilla y primordial percepción del “Tú que me haces”.
En la óptica de la fe que la invade, su virginidad adquiere de este modo el valor de “signo” de consagración para el servicio exclusivo de Dios; signo de pobreza que reclama la plenitud de Dios, signo de novedad del reino que bien a sacudir las leyes de lo viejo. María es virgen, porque es toda de Dios y toda para Dios, revelación de la criatura en su postura más transparente y certera ante la vida y l historia. ¿Qué actitudes fundamentales reconoce la Iglesia en la virginidad de María para imitarla en este regreso a la “Patria Trinitaria” y más concretamente como respuesta a la iniciativa del Padre? “Partiendo del testimonio bíblico y acumulando el tesoro de la profundización dogmática -escribo Bruno Forte- se pueden reconocer tres indicaciones ejemplares que sugiere a la Iglesia la contemplación de la Virgen: la inocencia, la falta de toda garantía, la presencia de Dios” [6].
De esta forma la virginidad deja de ser un tema moralista, fisiológico o exclusivo de un reducido grupo de consagrados, aunque estos últimos están llamados a recordar y representar permanentemente en la Iglesia esta actitud profética, para asumir una condición antropológica valiosa para todo estado de vida. La virginidad no es, ni puede ser en sentido cristiano, sólo una ausencia de sexo o un rechazo del mismo. Por su medio se expresa en manera fuerte y dramática la profunda receptividad del ser ante el obrar de Dios y la capacidad de querer únicamente para sí la voluntad del Altísimo, sin el prestigio y la confianza de las garantías humanas.
María ha vivido y enseña a toda la Iglesia esta virginitas cordis sin la cual no se puede ser ni hijo ni criatura.
MADRE: por la respuesta a la encarnación del Hijo
Toda la grandeza de María y su inserción en el designio histórico-salvífico de Dios se funda en su maternidad divina, hacia la cual tiende también su virginidad. No es sin razón que el Nuevo Testamento privilegia el título de ‘madre de Jesús’ al de ‘virgen’ (este último sólo dos veces: Lc 1,27; Mt 1,23; mientras el de madre es empleado 25 veces).
El Concilio de Efeso llevó a plena maduración el testimonio normativo de la Escritura y la fe ininterrumpida de la Iglesia cuando afirmó: “Pues no decimos que la naturaleza del Verbo, transformado, se hizo carne; pero tampoco que se trasmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo, sino, más bien, que habiendo unido consigo al Verbo, según la hipóstasis o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e incomprensible y fue llamado hijo del hombre… Porque no nació primeramente un hombre vulgar de la Santa Virgen y luego descendió sobre él el Verbo; sino que unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… De este modo los santos Padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios (Teothokos) a la santa Virgen” [7]. María es verdadera madre con todo lo que implica la maternidad humana: aspectos físicos, sicológicos y espirituales, pero a la vez esta maternidad no se agota en la relación exclusiva y excluyente de madre-hijo, sino que alcanza significados salvíficos que revelan aspectos trinitarios, antropológicos y eclesiales sumamente relevantes.
María aparece en el Nuevo Testamento “no como una madre celosamente replegada sobre su propio hijo divino, sino como una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo y cuya función maternal se dilató asumiendo el calvario dimensiones universales” [8].
¿Cuáles son los aspectos trinitarios que se manifiestan en la divina maternidad de María? ¿Qué es lo que Dios nos da a conocer de sí mismo en la generación en la carne de su Hijo terreno? Y sucesivamente debemos preguntarnos, como aspecto circular del regreso a la “Patria Trinitaria”, ¿qué imagen de criatura humana aparece en la personas de María como madre?
Ya san Juan Damasceno advertía que: “el solo nombre de la santa Theotokos, encierra todo el misterio de la economía divina” [9]. Ese nombre traduce, en definitiva, todo el actuar trinitario y su plena revelación en la encarnación y en el misterio pascual. A ese nombre hay que acudir para la comprensión completa y profunda de la lógica de Dios, pues en el testimonio de esa maternidad se encuentra la densidad de la naturaleza del evento cristiano. “El que buscase a Dios fuera del hijo de María no tendría ninguna posibilidad de acceso pleno al misterio de la divinidad. La madre de Dios es, en este sentido, centinela del carácter absoluto del cristianismo, la señal humilde, pero sumamente indicativa, de la presencia del Eterno en el tiempo, de Dios en carne humana” [10]. La función maternal biológica de María se vuelve garantía del realismo de la encarnación, como ya lo había visto san Agustín, contra toda forma de docetismo y de monofisismo. El título de Madre de Dios en cuanto afirmación auxiliar de la cristología es el testimonio que remite a toda la Trinidad: el Hijo engendrado en su seno sin padre en la tierra, tiene un Padre que lo engendra eternamente en el cielo [11]. El Espíritu que enviado por el Padre cubre con su sombra a la Virgen haciéndola Madre de Dios, revela su proceder del Padre y del Hijo, manifestándose como fuerza generadora en la creación del cosmos y en la creación de la humanidad del Verbo en María.
¿Cómo está María en su realidad humana y específicamente femenina en este misterioso encuentro que se descubre en su maternidad?
En primer lugar es necesario decir que la maternidad de María no fue una fatalidad. El Fiat de la Virgen al llamado divino se produjo en medio de una radical libertad y no de una coacción violenta. La característica fundamental del nuevo mundo que nace es siempre ésta: la libertad, el amor, el abandono al otro. Como protagonista de la nueva creación María atestigua que la vocación de la criatura es un amor libre que permite decir sí sin miedo la decepción y al atropello, más aún, que el amor está estructuralmente impreso en su condición humana.
En segundo lugar María responde al amor fontal del Padre con todo su yo humano y femenino, ofreciendo esta concreta condición al proyecto de Dios sobre su maternidad. Lo femenino que se da en María es también asumido por Dios y está hecho vehículo de salvación y de auto-revelación de Dios. Sin compartir de ninguna manera la provocadora hipótesis planteada por Boff, acerca de una unión hipostática entre el Espíritu Santo y María como forma de realización absoluta y escatológica de lo femenino [12], no podemos desconocer que lo femenino adquirió una dimensión eterna y por eso fue hecho capaz de revelar lo específico de la misión y de la vocación de la mujer.
El Dios amor se revela en la encarnación en un todo armonioso con el amor de María expresado en su “Hágase”: Fiat mihi! Son las palabras más hermosas, porque son las más verdaderas que un ser humano pueda pronunciar. Son palabras dichas por una mujer que vive de acuerdo a la plenitud de la verdad de su ser don: “en la encarnación la poesía de Dios se une al poético Fiat en el cual la virgen Madre está presente como mujer en el mundo. El hombre comprenderá así su propio ser a condición de que comprenda a la mujer. No lo podrá lograr nunca si ella no se comprende a sí misma. La autocomprensión de la mujer acontece en el Fiat con el cual se revela su saber de don” [13]. La mujer es don; la generación es el símbolo más denso de su radical generosidad. La mujer vive irradiando vida. “La maternidad -ha escrito Juan Pablo II- está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don… En la maternidad de la mujer, unida a la paternidad del hombre, se refleja el eterno misterio del engendrar que existe en Dios mismo, uno y trino” [14].
En María brilla el genio femenino de la gratuidad, de la intuición de lo concreto, de la capacidad instintiva de comprender y realizar lo que es, y por eso se vuelve “ayuda” para convertirnos más fácilmente en lo que tenemos que llegar a ser.
ESPOSA de la Nueva Alianza, imagen de la nupcialidad del Espíritu
El misterio fundamental de la sagrada Escritura es el de la Alianza entre Dios y su pueblo. En la Biblia el símbolo constante de esta alianza o pacto, es la unión del hombre con la mujer en el matrimonio. Dios es el esposo e Israel (llamado con frecuencia la Hija de Sión) es la esposa: Sucesivamente Cristo será el esposo y la Iglesia la esposa (Cf 2 Cr 11,2: Ef 5,32). Ahora bien el Concilio nos invita a situar a la Virgen María precisamente en este contexto del misterio esponsal de Cristo con la Iglesia. En el tiempo de la Nueva Alianza, María se hace personificación del pueblo de Dios que forma el nuevo Israel y, por ello mismo, se hace imagen de la Iglesia.
El título de esposa es por consiguiente el que más sitúa a María en el misterio de la alianza, de la respuesta fiel de amor a Dios.
El tema de la Alianza, a su vez, está vinculado a la acción del Espíritu en la primera y en la nueva creación. La virgen María pronuncia su sí esponsal evocando de forma particular la obra de la tercera Persona divina: “El Espíritu y la esposa dicen ¡Ven Señor!” (Ap 22,17).
“El misterio nupcial de la Virgen María tiene que verse por lo tanto especialmente en relación con Aquel que es en el Misterio de Dios la nupcialidad eterna del Padre y del Hijo, y en la economía de la salvación el artífice de la alianza esponsal entre Dios y su pueblo” [15]. Quizá fue esta arraigada conciencia acerca de la relación entre el Espíritu Santo y María que llevó, sobre todo en Occidente, incluso a tribuir a la Virgen funciones idénticas a las que la Sagrada Escritura atribuye ante todo y únicamente al Espíritu Santo. Se trata sin duda de hechos extremos que si bien deben ser evitados afirmando siempre la absoluta trascendencia y superioridad de la tercera Persona de la Trinidad, y la creaturalidad de María, no pueden disminuir la indisoluble unidad que los relaciona y que hace de la Virgen-Esposa un icono fascinante del Consolador.
¿Cómo revela María en su condición de esposa este misterio de Alianza que tiene en el Espíritu Santo su divino artífice? ¿Cómo ofrece desde su condición de esposa respuestas personales y valiosas para toda criatura y para la Iglesia que quieran dar su adhesión de fidelidad al Dios de la Alianza? Sólo a partir de las respuestas a estas dos preguntas será posible afirmar que María es una epifanía del Espíritu Santo e indicar el camino al hombre peregrino en el tiempo hacia la patria.
Las sutiles alusiones que el evangelista Lucas emplea a través del procedimiento midrashico, permiten percibir una profunda simbología en María que se expresa en términos de alianza y de presencia nueva del Espíritu. La imagen del arca de la alianza, o de la tienda de la reunión sobre la cual bajaba la nube del Espíritu (Ex 40,35) parecen concretizarse de manera muy personal en María, a quien el Espíritu Santo cubrirá con su sombra (Lc 1,35) para hacerla arca de la Nueva Alianza. El Espíritu presente en la creación, por medio del cual las cosas pronunciaron su sí a la existencia ante la iniciativa creadora del Padre, en esta nueva creación envuelve a María como tierra virgen que con su sí debe dar comienzo a los tiempos de la plenitud. El “hágase” de la Virgen es el primer eco en los tiempos de la nueva creación que parte del seno-arca de María.
El Espíritu, llamado a producir la Nueva Alianza, de acuerdo con las expectativas proféticas (cf Ez 11,19s; 36,27s) vuelca su fortaleza en la “pequeñez” de esta sierva de Yawhé que contesta con la fuerza del Espíritu: “Sí, heme aquí”. Su sí, hecho posible gracias a la acción del Espíritu que la envuelve, acompaña y está al servicio del sí de la Alianza nueva de su hijo: “entonces dije: He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad. También el Espíritu Santo nos da testimonio de ello” (Heb 10,7.15).
La respuesta al pacto de la Alianza que Israel realizaba tanto al concluir la celebración de la Alianza en el Sinaí (Ex 19,8: 24,3-7; Dt 5,27), como en ocasión de su renovación más tarde (Cf Los 24,24) es también la que María utiliza en el contexto de las bodas de Caná para simbolizar el sí de la esposa María-Iglesia a Cristo. “Las palabras ‘haced lo que él os diga’ (Jn 2,5), pueden ponerse en paralelo con la fórmula de la Alianza: ‘nosotros haremos todo cuanto Yawhé ha dicho’. A partir de aquí, podemos concluir que María, en las últimas palabras que de ella recogen los evangelistas, utiliza la fórmula de la Alianza; ella personifica, en cierto modo, al pueblo de Israel en un contexto de Alianza” [16]. Entonces se deja vislumbrar un vínculo particular entre María y el Espíritu santo derramado sobre ella como sobre el nuevo pueblo de Dios.
La esposa que ahora, en la plenitud de los tiempos, está llamada a reunir en sí la respuesta fiel, se vuelve desde esta perspectiva, icono del Espíritu Santo quien en el seno trinitario consume el amor del padre por el Hijo y que en la historia de la salvación une al Hijo hecho carne y su obra en el mundo con el amor del Padre y permite proclamar el “año de gracia del Señor” (cf Lc 4,18-19).
¿Cuáles son, en fin, los rasgos del hombre nuevo que se manifiestan en la esposa, imagen del Espíritu?
Lo primero que esta condición de María anuncia sobre la criatura humana por medio de su esponsalidad es el carácter relacional que ésta posee. La persona humana está llamada a la alianza, al encuentro, al sí que la consagra en un pacto de fidelidad. Esto quiere decir que el hombre es constitutivamente un “ser dialógico”. Esta fundamental postura que María asume en el diálogo esponsal de la nueva alianza, desmiente toda visión de una falsa libertad que se concibe como ausencia de respuesta a una relación de diálogo, tan característica de la antropología de la modernidad. Libre pareciera ser el que responde sólo así mismo, sin darse cuenta de que antes o después termina con responder, de todas maneras, a la propia instintividad o a lo que la mentalidad dominante sugiere.
El sí de María-Esposa es garantía de libertad, porque el diálogo con Dios que ella sostiene con l fuerza del Espíritu Santo no ve empobrecidas sus posibilidades ni impedidas sus realizaciones como mujer, sino que se descubre dignificada y elevada a un protagonismo que asombra y que hace brotar el “Magnificat” de la alegría y de la gratitud.