A un año de la beatificación del Papa Montini

Pablo VI en la última sesión pública del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, pronunciaba las siguientes palabras: “Este Concilio lega a la historia la imagen de la Iglesia Católica configurada en esta aula, llena de pastores profesando la misma fe, respirando la misma caridad, asociados en la misma comunión de oración, de disciplina y de actividad, y —lo que es maravilloso— todos deseosos de una sola cosa, de ofrecerse a sí mismos como Cristo, nuestro Maestro y Señor, por la vida de la Iglesia y para la salvación del mundo”.

El 29 de junio de 1972 en una homilía de Pablo VI con ocasión de la solemnidad de san Pedro y san Pablo afirmaba: “Se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. […]. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad”.

Siete años separan estos textos, que parecen salidos de la boca de dos personas distintas, dos personas con una visión antitética de la Iglesia y el tiempo que está viviendo. Y sin embargo ambas citas corresponden al Papa Pablo VI. ¿Cómo explicar este enorme contraste de juicio? Quizás las propias palabras de Pablo VI nos puedan ayudar a comprenderlo.

El Concilio Vaticano II había sido convocado por Juan XXIII a finales de 1961 y se iniciaba el 11 de octubre de 1962. Tras la muerte de Juan XXIII en pleno Concilio, es elegido en junio de 1963 nuevo Papa el cardenal Montini, quien reinará con el nombre de Pablo VI. Pablo VI reanudará los trabajos del Concilio y lo llevará a su conclusión, el 8 de diciembre de 1965.

Resulta muy revelador detenerse en las alocuciones de Pablo VI en la fase final del Concilio Vaticano II. El 18 de noviembre de 1965 el Papa, al considerar “cuál debe ser la actitud de nuestro ánimo en el período postconciliar” que ya es inminente, nos indica “los tres diferentes momentos espirituales” que suscitó el Concilio:

El primero “fue de entusiasmo […] estupor, alegría, esperanza, un sueño casi mesiánico”.

Tras este momento de entusiasmo desatado se llega al segundo momento: “el del desarrollo efectivo del Concilio, caracterizado por la problematicidad”. Vemos que quien hubo de guiar la nave conciliar en momentos agitados no edulcora la realidad. Detalla aún más Pablo VI la situación que hubo de vivir: “todo se convirtió en discutido y discutible, todo apareció difícil y complejo, todo se intentó someter a la crítica y a la impaciencia de las novedades; aparecieron inquietudes, corrientes, temores, audacias, arbitrios; la duda apareció aquí y allá incluso en los cánones de la verdad y de la autoridad”. Un desarrollo pues, en palabras de Pablo VI, que en términos humanos no resultaba muy esperanzador y que parecía echar por tierra las primeras y esperanzadas expectativas.

Y llegamos al tercer momento conciliar, en el que es el Espíritu Santo, de modo especial a través del Santo Padre, quien endereza el camino del Concilio: “la voz del Concilio empezó a hacerse oír: clara, meditada, solemne […] La discusión acaba; empieza la comprensión. Al arado y la siembra sucede el cultivo ordenado y positivo”.

Ahora sabemos que muchos no quisieron dar el paso a este tercer momento propugnado por Pablo VI y se empeñaron en alargar y extender ese segundo momento caracterizado por la duda, la crítica y la novedad frívola, provocando una de las crisis más profundas en la vida de la Iglesia Católica.

Esa misma alocución, la penúltima de Pablo VI al Concilio, nos aclara también cómo debemos entender el término aggiornamento, palabra que se convirtió en lema conciliar y de la que tanto se ha abusado para fines contrarios a los que explícitamente buscaba el Concilio. El Papa señala que la novedad del Concilio consiste en “una mayor conciencia de la comunión eclesial, […] una mayor caridad que debe unir, activar, santificar la comunión jerárquica de la Iglesia. Este es el período del verdadero aggiornamento, defendido por nuestro predecesor de venerada memoria Juan XXIII, quien en esta palabra programática ciertamente no quería atribuirle el significado que algunos intentan darle, como si permitiera ‘relativizar’ según el espíritu del mundo todo en la Iglesia, dogmas, leyes, estructuras, tradiciones, mientras que fue tan vivo y firme en él el sentido de estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia como para que hiciera de él la piedra angular de su pensamiento y su obra. Aggiornamento significará en adelante para nosotros sabia penetración del espíritu del Concilio celebrado y fiel aplicación de sus normas, feliz y santamente emanadas”.

Pablo VI habla aquí con una claridad que desarma y no rehúye polemizar ni reconocer que algunos distorsionan el programa querido por Juan XXIII y por él mismo para el Vaticano II, definiendo magistralmente su carácter relativista y su sumisión al espíritu del mundo. Una vez más, con la perspectiva que nos da el tiempo, podemos afirmar que la crisis postconciliar también tuvo aquí otra de sus causas, pues fueron muchos los que no siguieron a Pablo VI y en vez de “penetrar sabiamente” en el magisterio emanado del Concilio prefirieron continuar, orgullosamente, con su lectura relativista de la Iglesia.

Acaba Pablo VI invitando a la labor que debía renovar la vida de la Iglesia: “a este trabajo Nos invitamos a nuestros hermanos y a nuestros hijos: que aquellos que aman a Cristo y a la Iglesia estén con nosotros en el profesar más claramente el significado de la verdad, propio de la tradición doctrinal que Cristo y los Apóstoles inauguraron; y con ella el sentido de la disciplina eclesiástica y de la unión profunda y cordial […], como miembros de un mismo cuerpo”. No fueron pocos los que aceptaron filialmente la invitación del Papa, pero aquellos que la rechazaron tampoco fueron una pequeña anécdota.

Si leemos ahora con detenimiento la última alocución de Pablo VI al Concilio, muy rica en contenido, encontraremos algunas afirmaciones que nos ayudarán a responder a la pregunta que nos hacíamos al inicio. En primer lugar encontramos la afirmación de la importancia de la transmisión de la verdad, de la doctrina de la Iglesia íntegra: “no solo ofrece el Concilio a la posteridad la imagen de la Iglesia, sino también el patrimonio de su doctrina y sus mandamientos, el ‘depósito’ recibido de Cristo y meditado a través de los siglos, vivo y expresado, y ahora en tantas de sus partes aclarado, establecido y dispuesto en su integridad”. Nada, pues, de cambios revolucionarios, sino transmisión íntegra de la doctrina en forma más adecuada para los tiempos en que vive la Iglesia es la intención explícita del Papa. Que a continuación se pregunta: “¿Podemos decir que hemos dado gloria a Dios?”. A lo que responde: “Creemos con toda franqueza que sí”. Es la misma pregunta que una y otra vez se hará Pablo VI a lo largo de su vida y que siempre responderá, aun en medio de tribulaciones insospechadas, con un inocente y amoroso sí.

Hablábamos de los tiempos que le ha tocado vivir a la Iglesia del Concilio Vaticano II, en tantos aspectos los mismos que vivimos hoy día. Unos tiempos que Pablo VI disecciona así en esta su última alocución: “un tiempo que todo el mundo admite está orientado hacia la conquista del reino de la tierra más que el reino de los cielos; un tiempo en el que el olvido de Dios se ha convertido en habitual y parece, equivocadamente, sugerido por el progreso científico; […] un tiempo en el que el secularismo parece la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la sabiduría en el orden temporal de la sociedad”. Traza así el Papa un panorama certero y realista sobre un mundo desorientado.

Es este mundo moderno del que se ha ocupado el Concilio, sigue Pablo VI, de un modo intenso, “hasta el punto que algunos han sospechado que un relativismo tolerante y excesivo frente al mundo exterior, a la historia fugaz, a la moda cultural, a las necesidades contingentes, al pensamiento de los demás, ha dominado en las personas y las actas del Sínodo ecuménico, a expensas de la fidelidad debida a la Tradición y en detrimento de la orientación religiosa del Concilio”. Ya habíamos visto que estas sospechas, para el propio Pablo VI, no eran fantasías infundadas, pero aquí negará vigorosamente que esa actitud, existente en algunos, fuera la legítima y auténtica actitud del Concilio: “No creemos que esta deficiencia se deba imputar al mismo tiempo en sus verdaderas y profundas intenciones y en sus manifestaciones auténticas”.

Al tiempo que nos da este juicio clarividente y que evita disimulos, Pablo VI afirma que la Iglesia en el Concilio Vaticano II se ha querido mostrar de modo especial como Madre. Sí, la Iglesia se ha ocupado del hombre, “del hombre como hoy en realidad se presenta: el hombre vivo, el hombre todo ocupado de sí mismo, el hombre que se hace el centro de todos los intereses, que se atreve a decirse principio y explicación de toda la realidad. […] El hombre superhombre de ayer y hoy, y por eso siempre frágil y falso, egoísta y feroz”. Ante este hombre alejado de Dios, soberbio y orgulloso, la Iglesia no teme humillarse y arriesgarse a la censura pública por ir a buscar a su hijo descarriado y sacarle del hediondo hoyo en el que ha caído. Pablo VI lo dirá con estas palabras: “La Iglesia se ha declarado la sierva de la humanidad”, “El magisterio de la Iglesia […] se ha abajado, por así decirlo, a dialogar con el hombre, […] ha asumido la voz fácil y amiga de la caridad pastoral; ha deseado hacerse escuchar y comprender por todos; […] ha hablado al hombre de hoy tal como es”. Y en un pasaje de ecos agustinianos, dirá Pablo VI que “la religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión (porque lo es) del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Una lucha, una batalla, una condena? Podría haber sido así; pero no es lo que ha sucedido. La antigua historia del samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha impregnado todo”.

Estamos aún en la clausura del Concilio; Pablo VI, aunque consciente de los riesgos que se han corrido, confía en haberlos dejado atrás y se muestra optimista. Sabe cuál será la primera reacción ante el mensaje del Concilio y sus pretensiones, que “el mundo juzgará primero como locuras”, pero después, “Nos lo esperamos, querrá reconocer como verdaderamente humanas, como sabias, como saludables”. Y más adelante afirma: “Al menos reconocedle ese mérito, vosotros, modernos humanistas, que habéis renunciado a la trascendencia de las cosas supremas, y reconoced nuestro humanismo: también nosotros, nosotros sobre todo, amamos al hombre”. Es la misma idea, la de que el mundo moderno tendrá que reconocer al gesto, el esfuerzo de la Iglesia, la que expresa el Papa cuando sostiene que “la mentalidad moderna, acostumbrada a evaluar todo bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, tendrá que admitir que el valor del Concilio es grande aunque solo sea por esto: que todo se ha referido a la utilidad humana; no se diga nunca, por lo tanto, que una religión como la católica es inútil, la cual […] toda ella se declara a favor y al servicio del hombre”. Finalmente, esta esperanza es la que resuena en el mensaje de clausura del Concilio Vaticano II: “Nos parece escuchar cómo se eleva de todas partes en el mundo un inmenso y confuso rumor: la interrogación de todos los que miran al Concilio y nos preguntan con ansiedad: “¿No tenéis una palabra que decirnos… a nosotros los gobernantes…, a nosotros los intelectuales, los trabajadores, los artistas…, y a nosotras las mujeres, a nosotros los jóvenes, a nosotros los enfermos y los pobres? […] Estas voces implorantes no quedarán sin respuesta.» Sabemos ahora, y así lo han enseñado los papas que han sucedido a Pablo VI, que el mundo no quiso escuchar, que el hombre moderno, lejos de conmoverse ante esa madre que se humillaba, la ha rechazado orgullosamente, se ha cerrado a la acción de la gracia y ha desplegado un desprecio hacia ella que con cada vez mayor frecuencia desemboca en persecución abierta. El Papa Pablo VI era muy consciente de ello transcurridos siete años de la clausura del Concilio. Había albergado esperanzas casi mesiánicas, pero la misión que Dios le pedía y las circunstancias que le obligaban eran otras: “sentimos que tenemos que contener la ola de profanidad, desacralización, secularización, que sube, que oprime y que quiere confundir y desbordar el sentido religioso […] o incluso hacerlo desaparecer”. La Nave de Pedro navegaba por aguas agitadas, asistiendo a la que quizás ha sido la mayor defección, en términos cuantitativos, de su larga historia: “pensamos de nuevo en este momento —con inmensa claridad— en todos nuestros hermanos que nos abandonan, en muchos que son fugitivos y olvidan”, afirmaba Pablo VI.

Habíamos visto cómo algunas actitudes, contra las que ya había advertido Pablo VI y que él esperaba haber dejado atrás, no desaparecieron e incluso, al contrario, se erigieron en “intérpretes del espíritu del Concilio”, socavando el Magisterio y la misma vida de la Iglesia. Pero la gravedad de lo ocurrido no puede atribuirse solo a algunas personas desorientadas; llegamos aquí al famoso juicio de Pablo VI en la homilía de junio de 1972, citada en el segundo párrafo de este escrito: “Se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la Iglesia, se confía más en el primer profeta profano —que nos viene a hablar desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y maestros de ella. Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado a través de ventanas que debían estar abiertas a la luz: la ciencia […] Se ensalza el progreso para luego poder demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales”. La confesión del Papa no oculta su desgarramiento interior: “También en nosotros, los de la Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más de los otros”.

Ante este panorama una pregunta se impone: “¿Cómo ha ocurrido todo esto?” Y Pablo VI responde: “Nos os confiaremos nuestro pensamiento: ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: el demonio. […] Creemos en algo preternatural venido al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por tener de nuevo plena conciencia de sí misma. Precisamente por esto, quisiéramos ser capaces, ahora más que nunca, de ejercer la función que Dios encomendó a Pedro de confirmar en la fe a los hermanos. Quisiéramos comunicaros este carisma de la certeza que el Señor da a quien le representa, incluso indignamente, en esta tierra. Y deciros que la fe nos da una certeza verdaderamente segura”. Pablo VI nos ofrece aquí un juicio y un programa: juicio del origen del mal que se ha abocado sobre la Iglesia, y el programa de lo que va a ser su pontificado hasta su muerte, el 6 de agosto de 1978.

Ante estos embates preternaturales, Pablo VI responde con un llamamiento al pueblo de Dios para que reafirme su fe: “Quisiéramos tan solo que hicierais la experiencia de un acto de fe, en humildad y sinceridad; […] Sí, Señor, yo creo en tu palabra; creo en tu Revelación; creo en quien tú me has dado como testigo y garantía de esta Revelación tuya, para sentir y probar, con la fuerza de la fe, el anticipo de la bienaventuranza de la vida que con la fe se nos ha prometido”. No otro había sido el programa del Concilio, tal y como lo entendía Pablo VI cuando, en palabras ya citadas, insistía en que la Iglesia, con el Concilio, propone “el patrimonio de su doctrina y de sus mandamientos, el depósito recibido de Cristo”.

Este proclamar al mundo de la fe y la doctrina de la Iglesia, la buena nueva de Cristo, es lo que el papa Pablo VI tiene conciencia de estar realizando en su intervención ante la Asamblea de Naciones Unidas el 4 de octubre de 1965. Allí alzará su voz ante los representantes de los estados de todo el mundo y les dirá lo siguiente: “Traemos un mensaje para toda la humanidad. […] Así como el mensajero que al término de un largo viaje entrega la carta que le ha sido confiada, así tenemos nosotros conciencia de vivir el instante privilegiado —por breve que sea— en que se cumple un anhelo que llevamos en el corazón desde hace casi veinte siglos. Sí, os acordáis. Hace mucho tiempo que llevamos con nosotros una larga historia; celebramos aquí el epílogo de un laborioso peregrinaje en busca de un coloquio con el mundo entero, desde el día en que nos fue encomendado: “Id, propagad la Buena Nueva a todas las naciones”. Hablaba Pablo VI de expectativas casi mesiánicas al inicio del Concilio, pero si alguno de sus gestos y palabras merecen ese calificativo probablemente sea este anuncio a los representantes de todos los pueblos, acto nunca antes realizado y que constituye uno de los hitos de su pontificado.

Pero trasladémonos ahora a otra solemnidad de san Pedro y san Pablo, esta vez la del 29 de junio de 1978, poco más de un mes antes del fallecimiento de Pablo VI, el 6 de agosto de aquel mismo año. En esta especie de testamento que constituye la homilía del Papa con motivo de esa festividad (Pablo VI afirma que su espíritu “continuamente se prepara al encuentro con el justo Juez”) contemplamos nuevamente a un Papa en medio de una enorme tempestad de confusión que se aferra tenazmente a su misión de proclamar la fe, de no permitir que esta sea desfigurada.

No hace falta acudir a sutiles intérpretes, pues allí Pablo VI nos lega su último juicio sobre su pontificado, marcado por el Concilio Vaticano II y su posterior desarrollo y recepción. Así, dirá el Papa: “Queremos echar una mirada de conjunto a lo que ha sido el período durante el cual hemos tenido confiada por el Señor su Iglesia; y, considerándonos el último e indigno sucesor de Pedro, nos sentimos en este umbral supremo consolado y animado por la conciencia de haber repetido incansablemente ante la Iglesia y el mundo: ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios Vivo’ (Mt 16,16); y como Pablo, creemos que podemos decir: ‘He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe’” (2 Tim 4, 7)”.

¿Cuál es la fe que ha guardado Pablo VI? En sus propias palabras: “la fe no es resultado de la especulación humana (cf. 2 Pe 1,16), sino el ‘depósito’ recibido de los Apóstoles, quienes a su vez lo recibieron de Cristo al que ellos han ‘visto, contemplado y escuchado’ (1 Jn 1, 1-3). Esta es la fe de la Iglesia, la fe apostólica. He aquí, hermanos e hijos, el propósito incansable, vigilante, agobiador que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi, podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca ‘la santa verdad’”. Ante tantas defecciones, ante tantos errores y confusiones como se expandieron en el mismo seno de la Iglesia durante aquel período, el Papa Pablo VI proclama que no ha traicionado la misión encomendada por Jesús a Pedro, a pesar de incomprensiones, ataques y sufrimientos sin fin. El Papa ha sido fiel.

Y esta fidelidad, que permea todo su pontificado, destaca de modo especial, nuevamente en sus propias palabras, en “nuestra ‘profesión de fe’ que justamente hace diez años, el 30 de junio de 1968, pronunciamos solemnemente en nombre y cual empeño de toda la Iglesia como ‘Credo del Pueblo de Dios’ para recordar, para reafirmar, para corroborar los puntos capitales de la fe de la Iglesia misma […] en un momento en que fáciles ensayos doctrinales parecían sacudir la certeza de tantos sacerdotes y fieles”.

En este momento final de su vida terrena, Pablo VI habla también con autoridad, usando palabras fuertes y sinceras, reconociendo explícitamente su angustia, muy consciente de cuál es la responsabilidad del ministerio petrino: “Queremos además, hacer una llamada, angustiada sí, pero también firme, a cuantos se comprometen personalmente a sí mismos y arrastran a los demás con la palabra, con los escritos, con su comportamiento, por las vías de las opiniones personales y después por las de la herejía y del cisma, desorientando las conciencias de los individuos y la comunidad entera […] Los amonestamos paternamente: que se guarden de perturbar ulteriormente a la Iglesia; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga conciencia clara de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe”.

Pablo VI, durante el Concilio y el postconcilio, no negó las evidencias, sufrió lo indecible, pero podemos decir que nunca renunció a proclamar y salvaguardar la fe de la Iglesia; en medio de tempestades y traiciones, su voz retumbó siempre, angustiada y sufriente, pero firme y fiel.

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